En el convento de Carmelitas Descalzos de Madrid, sobre cuyo solar se
levanta ahora el teatro de Apolo, había a principios de este siglo un
fraile de los de más campanillas que vieron los pasados tiempos.
Era, según el vulgo, un pozo de ciencia; los padres graves le
llamaban la lumbrera de la orden, y los legos y novicios, en sus
arrebatos de fervor doméstico y de espíritu de corporación, solían darle
el dictado de asombro de las gentes y pasmo del mundo.
Y sin embargo, el padre Carmelo, que así se llamaba aquel prodigio
enclaustrado, ni en la cátedra del Espíritu Santo, que no ocupó jamás,
ni en la sala capitular, donde guardaba absoluto silencio, ni aun en el
trato familiar, en el cual, con aparente modestia, parecía conformarse
siempre con la opinión ajena, sin revelar la propia, tuvo ocasión de
poner de manifiesto el claro entendimiento, la vasta erudición y la
profunda sabiduría que le atribuían sus hermanos de religión y el
concepto público.
El padre Carmelo debía su fama y la dispensa que le relevaba de asistir al coro de madrugada, a la fecundidad de su pluma.
Verdad es que nadie había leído sus escritos; pero las largas horas
de reclusión en la celda, las resmas de papel de barba consumidas y los
estantes llenos de voluminosos tomos, cuidadosamente numerados, que
aumentaban de día en día, ofrecían vehementes indicios de la
laboriosidad incansable de aquel siervo de Dios, que, humilde entre los
humildes, hizo voto de no gozar en vida de las dulzuras de la gloria
científica y literaria.
El célebre e inédito escritor carmelita, era, pues, un pozo de
ciencia, cerrado a cal y canto; una lumbrera que, como las linternas
sordas, alumbraba solo por dentro; la representación viviente de la
sabiduría oculta y subjetiva.
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