La Virgen del Lavadero
Antonio Afán de Ribera
Cuento, leyenda
I
Los puñales tienen punta,
las rosas tienen espinas,
la mujer tiene palabras,
aunque luego las olvida.
Estas y otras coplas semejantes cantaban Juanillo Martínez,
hiriendo sin caridad las cuerdas de su guitarra, ante las ventanas de la
Rubia, famosa cabrera de la calle Larga de San Cristóbal, de donde ella
y el mancebo eran de sus más preciados feligreses, en la noche del 4 de
agosto del año de gracia de 1692.
Y has de saber, lector benévolo, que eso de llamarle rubia a la Maruja hubiera podido atribuirse más bien a epigrama que a sobre nombre, porque la muchacha era hermosa hasta no más, pero morena como si tuviera en su sangre algo como un cuarterón de la raza de los castellanos nuevos, con unos ojos negros, rasgados, un cabello lo mismo, pero largo a maravilla, un talle flexible cual los juncos y un todo que partía los corazones y se llevaba los galanes de calle.
Y no era menos agraciado el mozuelo, que en todo el gremio de tejedores del barrio no había muchos que manejasen con más acierto la lanzadera, ni terminasen más a conciencia uno de aquellos tupidos capotes con que la industria del Albaicín surtía y abrigaba a la vez los robustos labriegos de la comarca conocida por los montes Granadinos.
Pero como el amor es y ha sido siempre ciego, y tiene cosas de niño, como conviene al infante Cupido que lo representa, sucedió que la Maruja, que una vez, y casi sin darse cuenta de ello, accedió a hablar por la reja con el artesano, no quiso volver a concederle otra entrevista, aunque el Juan aseguraba que un sí tímido se escapó de los labios de su adorada al final de aquella, con el ítem de un capullo de Alejandría arrojado para recuerdo.
Dominio público
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Publicado el 1 de febrero de 2023 por Edu Robsy.