Altivez
Javier de Viana
Cuento
Manuel Rodríguez era uno de aquellos “godos” que, adustos por temperamento, se habían inflado de orgullo, un orgullo creciente, que se iba hacia la soberbia y la insolencia, a medida que amontonábanse las onzas de oro en sus botijos.
Su boliche, —un ranchejo de cebato y paja, perdido en un valle excavado en la sierra fronteriza, fué transformándose en tan rápido progreso, que al término de un decenio era una imponente fábrica de cal y canto; inexpugnable fortaleza, contra la cual las más famosas pandillas de bandoleros sentíanse impotentes y pasaban de largo...
O llegaban para traficar con el altanero comerciante, quien los recibía detrás de la formidable reja de la glorieta, rodeado por una guardia de negros esclavos armados hasta los dientes.
Altanero y despreciativo, obsequiaba con vasos de caña y ginebra a su canallesca parroquia; contrabandistas, cuatreros, ladrones y asesinos. Con su valioso concurso y el agotamiento de vecinos necesitados había realizado don Manuel Rodríguez su considerable fortuna.
Egoísta por temperamento, corazón árido, conciencia maleable, no le conmovía ningún dolor ajeno, no era capaz de un servicio que no le fuese usurariamente recompensado.
Y aconteció, entre muchísimas incidencias semejantes, la de Constancio Olivera, capataz de tropa, avecindado en la comarca, quien, encontrándose enfermo, le solicitó el préstamo de veinte patacones.
Respondió el indigno:
—Dígale a Constancio que la plata se cuida con la plata; que me mande los ocho tordillos de su tropilla y le mandaré los veinte patacones.
—Es un caso de necesidá...
—¡Razón de más! En caso de necesidad no hay que medir el sacrificio. Dígale que con la tropilla me ha de enviar también la petiza madrina...
Olivera rechazó la oferta indignado...
Transcurrieron varios años.
Dominio público
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Publicado el 12 de octubre de 2022 por Edu Robsy.