Guásinton
José de la Cuadra
Cuento
I
Yo he encontrado a los lagarteros, esto es, a los cazadores de lagartos, en los sitios más diversos e inesperados, a extremo de resultar extraordinarios, de no considerarse la condición trashumante de esos hombres y sus hábitos andariegos, que los llevan a vagar muy lejos de los ríos y de las ciénagas propicios, quizá movidos por un inconsciente anhelo de olvidar los peligros tremendos aparejados a su oficio.
Me topé con ellos cierta vez, cuando hacía a caballo el crucero de Garaycoa o Yaguachi.
Estaban dos entonces.
El uno, machucho ya, de cuerpo delgado, era cojo; alguna ocasión, entre las fauces de los saurios, en quién sabe qué poza distante, se le quedaría perdida para siempre, la pierna derecha, seccionada sobre la articulación de la rodilla.
Cojeaba el infeliz de un modo lamentable, apoyándose en una muleta de palo—amarillo, burda y desproporcionada, que le alzaba el hombro y le obligaba a torcer el tronco hacia la izquierda.
Formaba, por ello, una figura curiosa, mantenida en oblicua aguda sobre el suelo, y que, contra todo sentimiento de humanidad, incitaba un poco a la sonrisa.
No crucé más palabras con él que las rigurosas del saludo; pero, por mi peón, que lo conocía, supe que, a pesar de sus años cansados, se dedicaba aún a su faena de alto riesgo y que gozaba reputación de arponeador habilísimo.
El otro cazador, mucho más joven que el primero, parecía su hijo o su sobrino.
Tenía con el baldado ese inconfundible aire de familia.
Era mozo fuerte, de tórax ancho y recia complexión.
No obstante, bajo su piel cobriza se delataba el palor de la malaria o de la anquiíostomiasis.
Pero, no mostraba huella visible de su trato con la fiera verde.
Su cuerpo se conservaba intacto.
Hasta entonces, por lo menos, los saurios lo habían respetado.
Dominio público
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Publicado el 29 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.