CAPITULO I. LOS CAZADORES DE NUTRIAS
—Sandoe, ¿la has visto?
—Si, MacDoil; pero desapareció súbitamente.
—¿Dónde la viste?
—Allí, bajo aquella roca.
—¡No la veo! La noche está tan oscura, que me serían necesarias las
pupilas de un gato para ver algo a diez pasos de la punta de mi nariz.
¿Era grande?
—¡Enorme, MacDoil! Debe de ser la misma que vi esta mañana.
—¿Tenía hermosa piel?
—Una de las más hermosas. La compañía podría obtener de ella ochocientos rublos.
—¿Sabes lo que he observado, Sandoe?
—¿Qué?
—Que desde hace unos días estas condenadas nutrias parecen asustadas.
—Lo mismo tengo observado, MacDoil. ¿Sabes desde cuándo?
—Desde la noche que oímos aquel silbido misterioso.
—¡Lo has adivinado!
—¿Quién pudo haber lanzado aquella nota? Una ballena no pudo ser.
—Quizá un mamífero de nueva especie.
—¡Hum! —dijo el que se llamaba MacDoil, meneando la cabeza—. ¡No lo creo!…
—Pues entonces…
—No sé qué decir.
—Algo debe de suceder en las costas septentrionales de esta isla. Si
así no fuera, las nutrias no se mostrarían tan desconfiadas, y el mismo
«Camo» estaría más tranquilo. Ayer mismo ladró muchas veces.
—Lo he oído, Sandoe, y creo…
—¡Calla!
Un murmullo extraño, pero potente, que parecía producido por un
inmenso surtidor de agua brotando en la superficie del mar, seguido poco
después de un agudo silbido, se oyó en lontananza hacia la costa
septentrional de la isla.
Al oír aquellos ruidos, un enorme can que estaba acostado junto a una
peña saltó hacia los dos hombres, y volviendo la cabeza al Norte, lanzó
tres poderosos ladridos.
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