Textos mejor valorados | pág. 7

Mostrando 61 a 70 de 8.139 textos.


Buscador de títulos

56789

Culpa Ajena

Aleksandr Grin


Cuento


1

La carretera del bosque que une la orilla del río Ruanta con el grupo de lagos entre Concaíb y Ajuan—Scap, construida con el esfuerzo de toda una generación, es, como todas las carreteras de este tipo, tacaña para las perspectivas rectas y más cómoda para las aves que para las personas que la usan muy de vez en cuando. El cartero, un hombre de unos treinta y cinco años, casado y bien formado, cabalgaba por esta carretera una mañana, pero se encontró con un obstáculo inesperado.

Su caballo ensillado caminaba tranquilo por el camino bañado por el sol, arrancando con sus labios las hojas de acacia silvestre. La cola del animal se movía constantemente de un muslo a otro, espantando las moscas, las cuales ya habían estudiado perfectamente el ritmo de este movimiento: levantaban el vuelo y se posaban sin ningún peligro. El sol descansaba en la espesura del bosque. Reinaba el silencio ardiente de las hojas inmóviles sumergidas en el calor del mediodía.

En el camino, boca abajo, como si observara por debajo del brazo la vida del bosque, yacía el cadáver de un hombre, con una rotura difícil de notar en el paño de la chaqueta en su espalda. El revólver se había caído de los dedos abiertos de su mano derecha. La gorra plana, con su visera recta de lona, estaba delante de la cabeza con la parte hueca hacia arriba; un escarabajo la cruzaba.

Encima del cadáver había una nube de moscas atraídas por el olor a carne cruda que salía de debajo de este denso, pesado cuerpo, donde la tierra todavía estaba húmeda y pegajosa.

Al lado de la montura, con cada paso del caballo, se sacudía la tapa abierta de la bolsa, de donde, deslizándose uno sobre otro y dando vueltas sobre el borde de cuero, caían los sobres cerrados. Los cascos los pisaban de vez en cuando y los convertían en unas rosetas deformes.


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 20 minutos / 492 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La de Bringas

Benito Pérez Galdós


Novela


I

Era aquello... ¿cómo lo diré yo?... un gallardo artificio sepulcral de atrevidísima arquitectura, grandioso de traza, en ornamentos rico, por una parte severo y rectilíneo a la manera viñolesca, por otra movido, ondulante y quebradizo a la usanza gótica, con ciertos atisbos platerescos donde menos se pensaba; y por fin cresterías semejantes a las del estilo tirolés que prevalece en los kioskos. Tenía piramidal escalinata, zócalos greco-romanos, y luego machones y paramentos ojivales, con pináculos, gárgolas y doseletes. Por arriba y por abajo, a izquierda y derecha, cantidad de antorchas, urnas, murciélagos, ánforas, búhos, coronas de siemprevivas, aladas clepsidras, guadañas, palmas, anguilas enroscadas y otros emblemas del morir y del vivir eterno. Estos objetos se encaramaban unos sobre otros, cual si se disputasen, pulgada a pulgada, el sitio que habían de ocupar. En el centro del mausoleo, un angelón de buen tallo y mejores carnes se inclinaba sobra una lápida, en actitud atribulada y luctuosa, tapándose los ojos con la mano como avergonzado de llorar; de cuya vergüenza se podía colegir que era varón. Tenía este caballerito ala y media de rizadas y finísimas plumas, que le caían por la trasera con desmayada gentileza, y calzaba sus pies de mujer con botitos, coturnos o alpargatas; que de todo había un poco en aquella elegantísima interpretación de la zapatería angelical. Por la cabeza le corría una como guirnalda con cintas, que se enredaban después en su brazo derecho. Si a primera vista se podía sospechar que el tal gimoteaba por la molestia de llevar tanta cosa sobre sí, alas, flores, cintajos, y plumas, amén de un relojito de arena, bien pronto se caía en la cuenta de que el motivo de su duelo era la triste memoria de las virginales criaturas encerradas dentro del sarcófago.


Leer / Descargar texto


227 págs. / 6 horas, 38 minutos / 455 visitas.

Publicado el 25 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Diente de Ballena

Jack London


Cuento


En los primeros días de las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa—misión del pueblecito de Rewa y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y desertores de barcos balleneros.

La devoción y la fe progresaban muy poco, nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre.

Vivía en Takiraki, y registraba cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.


Información texto

Protegido por copyright
9 págs. / 17 minutos / 126 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Encender una Hoguera

Jack London


Cuento


Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.


Información texto

Protegido por copyright
22 págs. / 38 minutos / 153 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Buen Bistec

Jack London


Cuento


Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.

La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio peniques que le quedaban los había invertido en pan.

Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se quitaban con nada.


Información texto

Protegido por copyright
26 págs. / 45 minutos / 91 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Filósofo Autodidacta

Ibn Tufail Abentofail


Filosofía


Motivo ocasional de este libro: el éxtasis

¡En el nombre de Dios, clemente y misericordioso! Bendiga Dios a nuestro Señor Mahoma y a su familia y compañeros, y deles la paz.

Me pediste, hermano sincero (Dios te dé la inmortalidad eterna y te haga gozar la perpetua felicidad), que te comunicase aquellos misterios de la Sabiduría iluminativa que me fuera posible divulgar, los cuales menciona el maestro y príncipe [de los filósofos] Abu Ali b. Sina. Has de saber, pues, que el que quiera alcanzar la verdad pura, debe estudiar estos secretos y esforzarse por conocerlos. Tu pregunta ha sugerido en mi ánimo una noble idea, que me ha conducido a la visión intuitiva de un estado [místico o éxtasis], que antes no experimenté, y me ha llevado a un término tan maravilloso, que ni lengua alguna podría describir [su naturaleza] ni razonamiento alguno demostrar [su existencia], porque es de una categoría y de un mundo completamente distinto de ellas; sólo que la alegría, contento y placer que este estado lleva consigo, no permiten que la persona que a él llega o que alcanza algunos de sus grados, pueda ocultarlo y guardarlo secreto, sino que, dominado por la emoción, el entusiasmo, la alegría y la satisfacción, se inclina a manifestarlo, de una manera vaga e indistinta. Si es hombre inculto, habla de él sin tino, hasta llegar a decir alguno, a propósito de este estado: «¡Glorificado sea yo! ¡Cuán grande es mi condición!». Otro dijo: «Yo soy la Verdad». Y otro: «No hay, bajo estos vestidos, sino Dios».

El maestro Abu Hamid al-Gazali [Algazel], cuando alcanzó este estado, aplicóle el verso siguiente:

Sea lo que quiera (que yo no he de decirlo), cree tú que es un bien y no pidas de él noticias.

Pero este [filósofo] era experto tan sólo en los conocimientos racionales y estaba versado únicamente en las ciencias.


Información texto

Protegido por copyright
101 págs. / 2 horas, 58 minutos / 267 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El 1 de marzo y el 2 de mayo

Benito Pérez Galdós


Novela


I

En Marzo de 1808, y cuando habían transcurrido cuatro meses desde que empecé a trabajar en el oficio de cajista, ya componía con mediana destreza, y ganaba tres reales por ciento de líneas en la imprenta del Diario de Madrid. No me parecía muy bien aplicada mi laboriosidad, ni de gran porvenir la carrera tipográfica; pues aunque toda ella estriba en el manejo de las letras, más tiene de embrutecedora que de instructiva. Así es, que sin dejar el trabajo ni aflojar mi persistente aplicación, buscaba con el pensamiento horizontes más lejanos y esfera más honrosa que aquella de nuestra limitada, oscura y sofocante imprenta.

Mi vida al principio era tan triste y tan uniforme como aquel oficio, que en sus rudimentos esclaviza la inteligencia sin entretenerla; pero cuando había adquirido alguna práctica en tan fastidiosa manipulación, mi espíritu aprendió a quedarse libre, mientras las veinte y cinco letras, escapándose por entre mis dedos, pasaban de la caja al molde. Bastábame, pues, aquella libertad para soportar con paciencia la esclavitud del sótano en que trabajábamos, el fastidio de la composición, y las impertinencias de nuestro regente, un negro y tiznado cíclope, más propio de una herrería que de una imprenta.


Leer / Descargar texto


216 págs. / 6 horas, 18 minutos / 299 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Anécdota Pecuniaria

J. M. Machado de Assis


Cuento


Se llama Falcão mi hombre. Aquel día —catorce de abril de 1870— quien entrase a su casa, a las diez de la noche, lo vería paseándose por el comedor, en mangas de camisa, pantalón negro y corbata blanca, refunfuñando, gesticulando, suspirando, evidentemente afligido. A veces se sentaba; otras, se apoyaba en la ventana, mirando hacia la playa, que era la de Gamboa. Pero, en cualquier lugar o actitud se demoraba poco tiempo.

—Hice mal —decía él—, muy mal. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! ¡Iba llorando, pobrecita! Hice mal, muy mal… ¡Al menos que sea feliz!

Si yo dijera que este hombre vendió una sobrina, no me creerán; si caigo más bajo y menciono el precio, diez contos de reis, me darán la espalda con desprecio e indignación. Sin embargo, basta ver esta mirada felina, estos dos labios, maestros del cálculo, que incluso cerrados parecen estar contando algo, para adivinar en seguida que el rasgo capital de nuestro hombre es la voracidad del lucro. Entendámonos: ¡él cultiva el arte por el arte, no ama el dinero por lo que le puede dar, sino por lo que es en sí mismo! Que nadie pretenda verlo usufructuar de las grandes comodidades de la vida. No tiene una cama blanda, ni una mesa fina, ni carruaje, ni blasones. No se gana dinero para derrocharlo, decía él. Vive de migajas; todo lo que acumula es para la contemplación. Va muchas veces hasta la caja de caudales, que está en la alcoba, con el único fin de hartar sus ojos en la contemplación de las barras de oro y en los manojos de títulos. Otras veces, impulsado por un refinamiento de su erotismo pecuniario, los contempla en su memoria. En este particular, todo lo que yo pueda decir estaría por debajo de la elocuencia con que hablaría cualquiera de las cosas que él mismo podría afirmar o hacer en 1857.


Leer / Descargar texto


11 págs. / 19 minutos / 218 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Arca y el Aparecido

Stendhal


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


Información texto

Protegido por copyright
24 págs. / 42 minutos / 93 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Ayuno

Émile Zola


Cuento


I

Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles.

Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia.

La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un cabeceo de satisfacción.

A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban.

II

Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba:


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 182 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

56789