Las imponentes rachas de viento de Jiva se
estrellaban en las negras montañas de Daguestán; una vez rechazadas, se
precipitaban en las frías aguas del mar Caspio, levantando un oleaje
encrespado cerca de la orilla.
Miles de blancas crestas se elevaban sobre la superficie, girando y
danzando, como cristal fundido bullendo en un inmenso caldero. Los
pescadores hablan de «mar picada» para referirse a ese juego del viento y
el agua.
Un polvo blanco, formando nubes vaporosas, sobrevolaba el mar,
envolviendo una vieja goleta de dos mástiles; venía de Persia, del río
Sefid-Rud, y se dirigía a Astracán, con un cargamento de frutos secos:
uvas pasas, orejones, melocotones. A bordo viajaba un centenar de
pescadores —gente cuya suerte está «en manos de Dios»—, originarios
todos de los bosques del alto Volga; hombres sanos, recios, tostados por
el viento abrasador, curtidos por las aguas salobres del mar, con
barbas crecidas: bestias nobles. Se habían ganado su buen dinero,
estaban encantados de volver a casa y alborotaban como osos en cubierta.
Bajo la blanca casulla de las olas, latía y respiraba el cuerpo
verde del mar; la goleta lo penetraba con su afilada proa, igual que un
arado labrando los campos, y se hundía hasta la borda en la nieve de su
espuma rizada, empapando los foques con las heladas aguas otoñales.
En las velas, hinchadas como globos, crujían los remiendos;
rechinaban las vergas; las jarcias, muy tirantes, zumbaban
melodiosamente. Todo estaba en tensión, lanzado en un vuelo impetuoso.
En el cielo corrían alocadas las nubes y entre ellas se bañaba un sol de
plata; el mar y el cielo tenían una extraña semejanza: también el cielo
parecía en ebullición.
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