En aquellos días tan calurosos, Eve —la singular Eve— llevaba
siempre una flor. La olfateaba y olfateaba, la hacía girar entre los
dedos, se la llevaba a la mejilla, la sostenía entre los labios,
cosquilleaba con ella a Katie en el cuello, y terminaba haciéndola
pedazos y comiéndola pétalo a pétalo.
—Las rosas son deliciosas, querida Katie —solía decir, de pie en el
lóbrego guardarropa, extrañamente decorado con los floridos sombreros
que pendían de las perchas a su espalda—, pero los claveles son
sencillamente divinos. Saben como, como a... bueno.
Y echaba a volar su risita delgada que se iba revoloteando entre
aquellas gigantescas y extrañas corolas de la pared de detrás. (Pero qué
cruel aquella risita tan fina; Katie se la imaginaba con pico largo y
afilado, garras y ojos como cuentas.)
Hoy era un clavel. Había llevado un clavel a la clase de francés.
Un clavel de un rojo tan obscuro, que parecía haber sido inmerso en vino
y puesto luego a secar en la obscuridad. Lo sostenía ante ella en su
pupitre con los ojos entornados y sonriendo.
—¿Verdad que es encantador? —decía—. Pero...
—Un peu de silencie, s'il vous plait —se oyó decir a Monsieur Hugo.
¡Uf, qué calor más molesto! Era algo excesivo; algo espantoso. Un calor como para asarse una viva.
Las dos ventanas cuadradas de la sala de francés estaban abiertas
de par en par, y las cortinas medio bajadas. No entraba aire, las
cuerdas se balanceaban hacia atrás y hacia delante, y la cortina se
movía. Pero lo cierto era que del exterior deslumbrante no venía ni un
soplo de viento.
Hasta las chicas, en aquella estancia en penumbra, con sus pálidas
blusas y las tiesas mariposas de sus lazos posadas sobre sus cabezas,
parecían exhalar una claridad cálida y enfermiza, mientras que el blanco
chaleco de Monsieur Hugo relucía como el vientre de un escualo.
Información texto 'El Clavel'