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Para Leer al Atardecer

Charles Dickens


Cuento


Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.

Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.

Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos, que era alemán Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome, mi cigarro, como ellos, y también como ellos con templando la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasa dos iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría región

Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue absorbido; la montaña, se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo; se levantó el viento y el aire se volvió terrible mente frío. Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el mío.

La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes de que el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares que se había conseguido nunca en un país.


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15 págs. / 26 minutos / 176 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Juicio por Asesinato

Charles Dickens


Cuento


He observado siempre el predominio de una falta de valor, incluso entre personas de cultura e inteligencia superiores, para hablar de las experiencias psicológicas propias cuando éstas han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres tienen miedo de que las historias de este tipo que puedan contar no encuentren paralelo o respuesta en la vida interior de quien les oye, y, por tanto, sospechen o se rían de ellos. Un viajero sincero que hubiera visto un animal extraordinario parecido a una serpiente marina no tendría miedo alguno a mencionarlo; pero si ese mismo viajero hubiera tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento caprichoso, una (supuesta) visión, un sueño o cualquier otra impresión mental notable, se lo pensaría mucho antes de mencionarlo. Atribuyo en gran parte a esa reticencia la oscuridad en la que se encuentran implicados estos temas. No comunicamos habitualmente nuestra experiencia de estas cosas subjetivas lo mismo que lo hacemos con nuestras experiencias de la creación objetiva. Como consecuencia, la experiencia general a este respecto parece algo excepcional, y realmente es así por cuanto es lamentablemente imperfecta.


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14 págs. / 25 minutos / 193 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Fantasmas de Navidad

Charles Dickens


Cuento


Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo. Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal; por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas de rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.


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8 págs. / 14 minutos / 726 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Reina Margot

Alejandro Dumas


Novela


PRIMERA PARTE

I. EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA

El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.

Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint—Germain d'Auxe­rre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada, amenazadora y es­candalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés—Saint—Germain y por la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de Borbón, que se elevaba enfrente.

A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la mu­chedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador. El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días des­pués, a la que sí sería convidado y a la que asistiría sin recelo alguno.

Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aque­lla misma mañana, el cardenal de Borbón los había ca­sado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre—Dame, siguiendo el ceremonial de rigor en las bodas de las princesas de Francia.


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660 págs. / 19 horas, 16 minutos / 113 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Ulises

James Joyce


Novela


1. Telémaco

MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afei­tar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba de­licadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:

—Introibo ad altare Dei.

Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente:

—¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!

Solemnemente dio unos pasos al frente y se montó sobre la explanada redonda. Dio media vuelta y bendijo gravemen­te tres veces la torre, la tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al darse cuenta de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormila­do, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fría­mente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en extensión, y el pelo claro intonso, veteado y tintado como roble pálido.

Buck Mulligan fisgó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco esmeradamente.

—¡Al cuartel! dijo severamente.

Añadió con tono de predicador:

—Porque esto, Oh amadísimos, es la verdadera cristina: cuerpo y alma y sangre y clavos de Cristo. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Un pequeño contratiempo con los corpúsculos blancos. Silen­cio, todos.

Escudriñó de soslayo las alturas y dio un largo, lento silbi­do de atención, luego quedó absorto unos momentos, los blancos dientes parejos resplandeciendo con centelleos de oro. Cnsóstomo. Dos fuertes silbidos penetrantes contesta­ron en la calma.

—Gracias, amigo, exclamó animadamente. Con esto es su­ficiente. Corta la corriente ¿quieres?


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911 págs. / 1 día, 2 horas, 34 minutos / 620 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Cabaña del Tío Tom

Harriet Beecher Stowe


Novela


CAPÍTULO PRIMERO. EN EL QUE SE PRESENTA AL LECTOR A UN HOMBRE HUMANITARIO

A mediados de una fría tarde de febrero, dos hombres estaban sentados solos con una copa de vino delante en un comedor bien amueblado de la ciudad de P. de Kentucky. No había criados, y los caballeros estaban muy juntos y parecían estar hablando muy serios de algún tema. Por comodidad, los hemos llamado hasta ahora dos caba­lleros. Sin embargo, al observar de forma crítica a uno de ellos, no parecía ceñirse muy bien a esa categoría. Era bajo y fornido, con facciones bastas y vulgares, y el aspecto fanfa­rrón de un hombre de baja calaña que quiere trepar la escala social. Vestía llamativamente un chaleco multicolor, un pa­ñuelo azul con lunares amarillos anudado alegremente al cuello con un gran lazo, muy acorde con su aspecto general. Las manos eran grandes y rudas y cubiertas de anillos; lleva­ba una gruesa cadena de reloj repleta de enormes sellos de gran variedad de colores, que solía hacer tintinear con paten­te satisfacción en el calor de la conversación. Ésta estaba to­talmente exenta de las limitaciones de la Gramática de Mu­rray, y salpicada regularmente con diversas expresiones pro­fanas, que ni siquiera el deseo de dar una versión gráfica de la conversación nos hará transcribir.

Su compañero, el señor Shelby, sí parecía un caballero; y la organización y el aparente gobierno de la casa indicaban una posición cómoda si no opulenta. Como hemos apunta­do, estaban los dos inmersos en una seria conversación.

—Así dispondría yo el asunto —dijo el señor Shelby.

—No puedo hacer negocios de esa forma, de verdad que no, señor Shelby —dijo el otro, alzando su copa entre él y la luz.

—Pues el caso es, Haley, que Tom es un muchacho poco común; desde luego que vale ese precio en cualquier parte, pues es formal, honrado, eficiente y me lleva la granja como la seda.


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586 págs. / 17 horas, 5 minutos / 265 visitas.

Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Primera Nieve

Guy de Maupassant


Cuento


El extenso paseo de la Croisette se curva a orillas del mar azul. Allá lejos, a la derecha, el Esterel se adentra en el agua, y corta la vista, cerrando el horizonte con el bonito decorado meridional de sus cimas puntiagudas, numerosas y extrañas. A la izquierda, tumbadas en el agua, las islas Sainte—Marguerite y Saint—Honorat muestran sus dorsos cubiertos de abetos. Y a todo lo largo del amplio golfo, a todo lo largo de las grandes montañas, asentadas en torno a Cannes, el conjunto blanco de villas parece dormido al sol. Se divisan desde lejos esas casas claras sembradas desde la cima hasta el pie de los montes, manchando de puntos de nieve la oscura vegetación. Las más próximas al agua abren sus verjas al amplio paseo que vienen a bañar las olas tranquilas. Hace buen tiempo, un tiempo suave. Es un templado día de invierno en el que apenas cruza una ráfaga de frescor. Por encima del mar de jardines, sobresalen los naranjos y los limoneros repletos de frutos dorados. Las damas pasean lentamente por la arena de la avenida, seguidas de niños que hacen rodar sus aros, o charlando con los señores.

Una mujer joven acaba de salir de una pequeña y coqueta casa cuya puerta da a la Croisette. Se detiene un instante a mirar a los transeúntes, sonríe, y con aspecto abrumado llega hasta un banco vacío situado frente al mar. Fatigada de haber dado veinte pasos, se sienta jadeando. Su cara, por la palidez, se asemeja a la de una muerta. Tose, y se lleva a los labios sus dedos transparentes como para detener las sacudidas que la agotan. Contempla el cielo repleto de sol y golondrinas, las cimas caprichosas del Esterel allá lejos y, muy cerca, el mar tan azul, tan tranquilo, tan bello. Entonces sonríe y murmura: «¡Oh! ¡qué feliz soy!»


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Opinión Pública

Guy de Maupassant


Cuento


Como acababan de dar las once, los señores empleados, temiendo la llegada del jefe, se apresuraban dirigiéndose a sus despachos.

Cada uno echaba una mirada rápida sobre los papeles traídos en su ausencia; luego, tras haber cambiado la chaqueta o la levita por el viejo uniforme de trabajo, iba a ver al vecino.

Pronto fueron cinco en el despacho donde trabajaba el señor Bonnenfant, un alto funcionario, y la conversación de cada día comenzó como de costumbre. El señor Perdrix, encargado del orden, buscaba piezas perdidas, mientras que el aspirante a subjefe, el señor Piston, ayudante de la Academia, fumaba su cigarrillo calentándose los muslos. El viejo expedicionario, el padre Grappe, ofrecía al corrillo su actuación tradicional, y el señor Rade, burócrata periodístico, escéptico burlón y revolucionario, con voz de grillo, astuto y con gestos bruscos, se divertía escandalizando al mundo.

—¿Qué hay de nuevo esta mañana? —preguntó el señor Bonnenfant.

—Nada nuevo —contestó el señor Piston—, los periódicos siempre están llenos de detalles sobre Rusia y el asesinato del Zar.

El encargado del orden, el señor Perdrix, levantó la cabeza, y articuló en un tono convencido:

—Le deseo mucha felicidad a su sucesor, pero no cambiaría mi puesto por el suyo.

El señor Rade se rió:

—¡Él tampoco! —dijo.

El padre Grappe tomó la palabra, y preguntó en un tono lamentable:

—¿Cómo acabará todo esto?...

El señor Rade lo interrumpió:

—No acabará nunca, padre Grappe. Sólo morimos nosotros. Desde que hay reyes ha habido regicidios.

Entonces el señor Bonnenfant se interpuso:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Petición de un Vividor a su Pesar

Guy de Maupassant


Cuento


SEÑORES PRESIDENTES DE LOS TRIBUNALES,
SEÑORES MAGISTRADOS,
SEÑORES MIEMBROS DE JURADOS.

Ahora que ya estoy desinteresado del asunto, vista mi edad y mis cabellos blancos, vengo a protestar contra sus juicios, contra la parcialidad indignante de sus decisiones, contra este tipo de galantería ciega que los empuja a pronunciarse siempre a favor de la mujer contra el hombre, cada vez que un asunto amoroso es llevado delante de un tribunal.

Soy viejo, señores, he amado mucho, o mejor dicho, amado a menudo. Mi pobre corazón maltrecho, se estremece todavía recordando antiguos amores. Y en las tristes noches solitarias en las que la vida pasada no se nos aparece más que como un estado de ilusión finita, donde las lejanas aventuras, marchitas como los tapices desdibujados, nos dan de repente sacudidas de tristeza, y hacen saltar lágrimas dolorosas que se derraman sobre lo irreparable, abro, temblando, una humilde caja de nogal donde yacen mis lamentables prendas de amor, donde ahora duerme mi vida consumada, donde se remueve, cuando allí sumerjo las manos, el polvo muerto de todo lo que he adorado sobre la tierra.

Y sollozo sobre el botín, el fino botín de satén, hoy amarillo, pero que fue blanco y que yo saqué de su pie, en el jardín, aquella noche, para impedirle volver al baile.

Beso los guantes, los cabellos rubios o negros, sus tres ligas de seda y el pañuelo de encaje maculado de sangre, de esa sangre que parece una pálida mancha de herrumbre y de la que un día contaré la historia.

Pero en absoluto pretendo hablarles de esto. Simplemente he querido demostrar que hubo hacia mí muchas... flaquezas —aunque soy el más tímido, el más indeciso, el más dubitativo de los hombres.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Familia

Guy de Maupassant


Cuento


Iba a volver a ver a mi amigo Simón Radevin, que no había visto desde hacía quince años. En otros tiempos fue mi mejor amigo, el amigo de mis pensamientos, aquél con el que se pasan las largas veladas tranquilas y alegres, aquél a quien se le cuentan las cosas íntimas del corazón, por el que se encuentran, charlando dulcemente, las ideas raras, finas, ingeniosas, delicadas, nacidas de la simpatía misma que excita el ingenio y le hace desarrollarse a gusto. Durante muchos años no nos habíamos separado nunca. Habíamos vivido, viajado, soñado, imaginado juntos, habíamos amado las mismas cosas y con un mismo amor, admirado los mismos libros, comprendido las mismas obras, vibrado con las mismas sensaciones, y tan frecuentemente nos habíamos reído de los mismos seres, que nos comprendíamos sólo con intercambiar una mirada.

Luego él se había casado. Se había casado de repente con una chiquilla de provincia que había llegado a París para encontrar novio. ¿Cómo pudo aquella pequeña rubita, delgada, de manos fofas, de ojos claros y vacíos, de voz fresca y necia parecida a cien mil muñecas casaderas, atrapar a aquel chico inteligente y fino? ¿Quién puede comprender esas cosas? Él había esperado sin duda la felicidad, una felicidad sencilla, dulce y continuada entre los brazos de una mujer buena, tierna y fiel; y había entrevisto todo eso en la mirada transparente de aquella chiquilla de cabellos pálidos. No pensó que el hombre activo, vivo y vibrante, se cansa de todo tan pronto como constata la estúpida realidad, a menos que se embrutezca hasta el punto de no comprender nada más. ¿Cómo iba a encontrarlo? ¿Aún vivo, espiritual, risueño y entusiasta, o bien adormecido por la vida provinciana? ¡Un hombre puede cambiar tanto en quince años!


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5 págs. / 9 minutos / 45 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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