AWR. Titterton
Mi querido Titterton, esta
parábola dirigida a los reformadores sociales fue pensada y escrita, en
parte, mucho antes de la guerra, por lo que con respecto a ciertas
cosas, desde el fascismo a las danzas negras, carecía por completo de
una intención profética. Fue su generosa confianza, sin embargo, lo que
la sacó del polvoriento cajón en el que estaba guardada, y aunque dudo
sinceramente que el mundo encuentre motivos para agradecérselo, son
tantos los míos para mostrarle mi gratitud y reconocer cuanto ha hecho
usted por nuestra causa, que le dedico este libro.
Con todo mi afecto, G. K. Chesterton
I. Un desconchón en la casta
Había mucha luz en el extremo de
la habitación más larga y amplia de la Abadía de Seawood porque en vez
de paredes casi todo eran ventanas. Esa parte de la habitación daba al
jardín, haciendo terraza y asomándose al parque. Era una mañana de cielo
despejado. Murrel, a quien todos llamaban el Mono por algún motivo que
ya nadie recordaba, y Olive Ashley, aprovechaban la buena luz para
pintar. Ella lo hacía en un lienzo pequeño y él en otro muy grande.
Meticulosa, se aplicaba la joven
dama en la elaboración de pigmentaciones extrañas, como remedando esas
joyas lisas e impresas de brillo medieval que tanto la entusiasmaban y a
las que tenía por una especie de expresión vaga, aunque ella la
pretendía explícita, de un pasado histórico rutilante. El Mono, por el
contrario, era decididamente moderno; usaba de latas llenas de colores
muy crudos y de pinceles que de tan grandes parecían escobas. Con eso
manchaba grandes lienzos y también no menos grandes láminas de latón,
destinado todo ello a decorar una obra de teatro de aficionados
de la que aún sólo estaban en los ensayos. Hay que decir que ni ella ni
él sabían pintar; y que ni se les pasaba por la cabeza saberlo. Ella,
sin embargo, al menos lo intentaba con denuedo. Él no.
Información texto 'El Regreso de Don Quijote'