El viento del norte soplaba tempestuoso,
arrastrando por el cielo enormes nubes invernales, pesadas y
negras, que arrojaban al pasar sobre la tierra furiosos
chaparrones.
El mar encrespado bramaba y azotaba
la costa, precipitando sobre la orilla olas enormes, lentas y
babosas, que se desplomaban con detonaciones de artillería.
Llegaban suavemente, una tras otra, altas como montañas,
esparciendo en el aire, bajo las ráfagas, la espuma blanca de
sus crestas, igual que el sudor de un monstruo.
El huracán se precipitaba en el
vallecito de Yport, silbaba y gemía, arrancando las pizarras
de los tejados, rompiendo los sobradillos, derribando las
chimeneas, lanzando por las calles tales rachas de viento que
sólo se podía andar sujetándose a las paredes, y capaces de
levantar a un niño como si fuera una hoja y de arrojarlo al
campo por encima de las casas.
Las barcas de pesca habían sido
sirgadas hasta el pueblo, por miedo al mar que iba a barrer la
playa cuando subiese la marea, y algunos marineros, ocultos
tras el redondo vientre de las embarcaciones tumbadas de
costado, contemplaban a aquella cólera del cielo y del agua.
Después se marchaban poco a poco,
pues la noche caía sobre la tormenta, envolviendo en sombras
el océano enloquecido, y todo el estruendo de los irritados
elementos.
Quedaban aún dos hombres, las manos
en los bolsillos, encorvados bajo la borrasca, el gorro de
lana calado hasta los ojos, dos corpulentos pescadores
normandos, con una sotabarba áspera, con la piel quemada por
las saladas ráfagas de alta mar, de ojos azules con una pinta
negra en el centro, esos ojos penetrantes de los marinos que
ven a lo lejos en el horizonte, como un ave de presa.
Uno de ellos decía:
—Hala, vente, Jérémie. ¿Qué tal si
echamos una partida de dominó? Yo pago.
Información texto 'El Borracho'