Textos favoritos no disponibles publicados el 7 de junio de 2016

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textos no disponibles fecha: 07-06-2016


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Lo Timó

Antón Chéjov


Cuento


En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a carcajear...

—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.

—¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado —dijo el delincuente carcajeándose—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja-já!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Réquiem

Antón Chéjov


Cuento


En la iglesia de la Virgen de Odigitrievskaia, situada en el pueblo de Verknie—Saprudi, acaba de terminar la misa. La gente se pone en movimiento y sale de la iglesia. El único que no se mueve es el comerciante de coloniales Andrei Andreich, el inteligente de Verknie—Saprudi, antiguo vecino de la localidad. Permanece apoyado contra la balaustrada del lugar destinado al coro y espera. Su rostro, afeitado, grasiento, de piel que los granos volvieron desigual, expresa ahora dos sentimientos contradictorios: sumisión a los misterios religiosos y un desdén embotado y sin limites hacia los campesinos y campesinas que con sus pañuelos de abigarrados colores pasan ante él. Por ser domingo, va vestido como un petimetre: abrigo de paño con botones de hueso, amarillos, pantalones azul marino y sólidos chanclos; esos chanclos que sólo calzan las gentes reposadas, razonables y de profundas convicciones religiosas. Sus ojos perezosos se dirigen a las imágenes. Contempla la faz, ha largo tiempo conocida, de los santos; ve al guardián Matvei inflando las mejillas para apagar las velas, a los sombríos portacirios, a la rosada alfombra, al sacristán Lopujov, que pasa apresurado junto al altar llevando pan bendito... Hace mucho tiempo que todo esto ha sido tan visto y requetevisto por él como sus propios cinco dedos... En realidad, lo único que resulta extraño y desacostumbrado es la presencia del padre Grigorii junto a la puerta norte del altar, todavía revestido y dirigiendo a alguien gestos enojados con las espesas cejas.

"¿Para quién serán esos gestos?..., ¡y que Dios le conserve la salud! —piensa el tendero—. ¡Ahora llama con el dedo!... ¡Y golpea con el pie!... ¡Vaya!... ¿Qué pasa, Virgen Santísima?... ¿A quién hará eso?"

Andrei Andreich vuelve la cabeza y ve una iglesia completamente vacía. Junto a la puerta se agrupan todavía unas diez personas, pero ya de espaldas al altar.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Polinka

Antón Chéjov


Cuento


Las dos de la tarde. Por la gran mercería «Novedades de París», situada en una de las galerías, bulle una muchedumbre de compradores y se escucha el runruneo de las voces de los dependientes, semejante al que suele producirse en el colegio cuando el profesor obliga a todos los niños a estudiarse algo de memoria y en voz alta. Pero ese monótono rumor no interrumpía la risa de las señoras, ni el chirrido de la puerta cristalera de entrada, ni el correr de los chicos para los recados.

Acababa de llegar Polinka. Era una rubia menudilla y vivaz —hija de María Andreyevna, dueña de una casa de modas— y buscaba a alguien con los ojos. Un muchacho se le acercó de prisa y le preguntó, mirándola muy serio:

—¿Desea algo, señorita?

—Ver a Nicolás Timofeich, que es quien me despacha siempre —respondió Polinka.

El dependiente Timofeich, joven, moreno, cuidadosamente peinado, vestido a la última moda y luciendo un gran alfiler de corbata, se había abierto ya sitio en el mostrador y, alargando el cuello, miraba sonriente a Polinka.

—¡Hola, muy buenas! —la saludó con una fuerte y agradable voz de barítono—. Tenga la bondad.

—¡Ah, buenas tardes! —le contestó Polinka acercándosele—. Aquí estoy otra vez... A ver algún agremán...

—¿Para qué lo quería?

—Para un sujetador en la espalda, o sea, para adornar.

—Ahora mismo.

Nicolás Timofeich puso ante Polinka unas cuantas clases de agremán y la muchacha empezó a revolverlas despaciosamente, regateando en el precio.

—Por favor, a rublo no es nada caro —exclamó el dependiente, sonriendo para convencerla—. Es un agremán francés de ocho centímetros... Si quiere, puedo enseñarle otros más baratos: hay uno de a cuarenta y cinco kopecs pero, claro, es peor. Se lo voy a traer.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Bellas

Antón Chéjov


Cuento


I

Recuerdo cómo, siendo colegial del quinto o sexto año, viajaba yo desde el pueblo de Bolshoi Krepkoi, de la región del Don, a Kostov, acompañando a mi abuelo. Era un día de agosto, caluroso y penosamente aburrido. A causa del calor y del viento, seco y cálido, que nos llenaba la cara de nubes de polvo, los ojos se nos pegaban y la boca se volvía reseca, uno no tenía ganas de mirar ni hablar ni pensar, y cuando el semidormido cochero, el ucranio Karpo, amenazando al caballo me rozaba la gorra con su látigo, yo no emitía ningún sonido en señal de protesta y sólo, despertándome de la modorra, escudriñaba la lejanía: ¿no se veía alguna aldea a través de la polvadera? Para dar de comer a los caballos nos detuvimos en Bjchi—Salaj, un gran poblado armenio, en casa de un rico aldeano, conocido de mi abuelo. En mi vida había visto nada más caricaturesco que aquel armenio. Imagínese una cabecita rapada, de cejas espesas y sobresalientes, nariz de ave, largos y canosos bigotes y ancha boca desde la cual apunta una larga pipa de cerezo; esa cabecita está pegada torpemente a un torso flaco y encorvado, vestido con un traje fantástico: una corta chaqueta roja y amplios bombachos de color celeste claro; esta figura caminaba separando mucho los pies y arrastrando los zapatos, hablaba sin sacar la pipa de la boca y se comportaba con dignidad puramente armenia: no sonreía, abría desmesuradamente los ojos y trataba de prestar la menor atención posible a sus huéspedes.


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La Mujer del Boticario

Antón Chéjov


Cuento


La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Solo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.

Hace tiempo que todo duerme. Tan solo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!

La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.

"Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento", piensa la mujer del boticario.


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Historia de un Contrabajo

Antón Chéjov


Cuento


Procedente de la ciudad, el músico Smichkov se dirigía a la casa de campo del príncipe Bibulov, en la que, con motivo de una petición de mano, había de tener lugar una fiesta con música y baile. Sobre su espalda descansaba un enorme contrabajo metido en una funda de cuero. Smichkov caminaba por la orilla del río, que dejaba fluir sus frescas aguas, si no majestuosamente, al menos de un modo suficientemente poético.

"¿Y si me bañara?", pensó.

Sin detenerse a considerarlo mucho, se desnudó y sumergió su cuerpo en la fresca corriente. La tarde era espléndida, y el alma poética de Smichkov comenzó a sentirse en consonancia con la armonía que lo rodeaba. ¡Qué dulce sentimiento no invadiría, por tanto, su alma al descubrir (después de dar unas cuantas brazadas hacia un lado) a una linda muchacha que pescaba sentada en la orilla cortada a pico! El músico se sintió de pronto asaltado por un cúmulo de sentimientos diversos... Recuerdos de la niñez... tristezas del pasado... y amor naciente... ¡Dios mío!... ¡Y pensar que ya no se creía capaz de amar!...

Habiendo perdido la fe en la humanidad (su amada mujer se había fugado con su amigo el fagot Sobakin), en su pecho había quedado un vacío que lo había convertido en un misántropo.

"¿Qué es la vida? —se preguntaba con frecuencia—. ¿Para qué vivimos?... ¡La vida es un mito, un sueño, una prestidigitación...!" Detenido ante la dormida beldad (no era difícil ver que estaba dormida), de pronto e involuntariamente sintió en su pecho algo semejante al amor. Largo rato permaneció ante ella devorándola con los ojos.


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La Máscara

Antón Chéjov


Cuento


En el club social de la ciudad de X se celebraba, con fines benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la localidad, "un baile de parejas".

Era ya medianoche. Unos cuantos intelectuales sin antifaz, que no bailaban —en total eran cinco—, estaban sentados en la sala de lectura, alrededor de una gran mesa, y ocultas sus narices y barbas detrás del periódico, leían, dormitaban o, según la expresión del cronista local de los periódicos de la capital, meditaban.

Desde el salón del baile llegaban los sones de una contradanza. Por delante de la puerta corrían en un ir y venir incesante los camareros, pisando con fuerza; mas en la sala de lectura reinaba un profundo silencio.

—Creo que aquí estaremos más cómodos —se oyó de pronto una voz de bajo, que parecía salir de una caverna. ¡Por acá, muchachas, vengan acá!

La puerta se abrió y al salón de lectura penetró un hombre ancho y robusto, disfrazado de cochero, con el sombrero adornado de plumas de pavo real y con antifaz puesto. Le seguían dos damas, también con antifaz, y un camarero, que llevaba una bandeja con unas botellas de vino tinto, otra de licor y varios vasos.

—¡Aquí estaremos muy frescos! —dijo el individuo robusto—. Pon la bandeja sobre la mesa... Siéntense, damiselas. ¡Ye vu pri a la trimontran! Y ustedes, señores, hagan sitio. No tienen por qué ocupar la mesa.

El individuo se tambaleó y con una mano tiró al suelo varias revistas.

—¡Pon la bandeja acá! Vamos, señores lectores, apártense. Basta de periódicos y de política.

—Le agradecería a usted que no armase tanto alboroto —dijo uno de los intelectuales, mirando al disfrazado por encima de sus gafas—. Estamos en la sala de lectura y no en un buffet... No es un lugar para beber.


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El Estudiante

Antón Chéjov


Cuento


En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo, igual que si soplaran en una botella vacía. Una becada inició el vuelo, y un disparo retumbó en el aire primaveral con alegría y estrépito. Pero cuando oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo y frío viento del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario. Olía a invierno.


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En el paseo de Sokólniki

Antón Chéjov


Cuento


El día 1 de mayo se inclinaba al anochecer. El susurro de los pinos de Sokólniki y el canto de los pájaros son ahogados por el ruido de los carruajes, el vocerío y la música. El paseo está en pleno. En una de las mesas de té del Viejo Paseo está sentada una parejita: el hombre con un cilindro grasoso y la dama con un sombrerito azul claro. Ante ellos, en la mesa, hay un samovar hirviendo, una botella de vodka vacía, tacitas, copitas, un salchichón cortado, cáscaras de naranja y demás. El hombre está brutalmente borracho... Mira absorto la cáscara de naranja y sonríe sin sentido.

—¡Te hartaste, ídolo! —balbucea la dama enojada, mirando confundida alrededor—. Si tú, antes de beber, lo pensaras, tus ojos son impúdicos. Es poco lo que a la gente le repugna verte, te arruinaste a ti mismo todo el placer. Tomas por ejemplo té, ¿y a qué te sabe ahora? Para ti ahora la mermelada, el salchichón es lo mismo... Y yo me esforcé pues, tomé lo mejor que había...

La sonrisa sin sentido en el rostro del hombre se convierte en una expresión de agudo pesar.

—M—masha, ¿a dónde llevan a la gente?

—No la llevan a ningún lugar, sino pasea por su cuenta.

—¿Y para qué va el alguacil?

—¿El alguacil? Para el orden, y acaso y pasea... ¡Epa, hasta donde bebió, ya no entiende nada!

—Yo... no estoy mal... Yo soy un pintor... de género...

—¡Cállate! Te hartaste, bueno y cállate... Tú, en lugar de balbucear, piensa mejor... Alrededor hay árboles verdes, hierbita, pajaritos de voces diversas... Y tú sin atención, como si no estuvieras ahí... Miras, y como en la niebla... Los pintores se empeñan ahora en reparar en la naturaleza, y tú como un curda...

—La naturaleza... —dice el hombre y mueve la cabeza—. La na—naturaleza... Los pajaritos cantan... los cocodrilos se arrastran... los leones... los tigres...


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

En los Baños Públicos

Antón Chéjov


Cuento


I

—¡Oye, tú..., quien seas! —gritó un señor gordo, de blancas carnes, al divisar entre la bruma a un hombre alto y escuálido, con una barbita delgada y una cruz de cobre sobre el pecho—. ¡Dame más vaho!

—Yo no soy bañero, señoría... Soy el barbero. La cuestión del vaho no es de mi incumbencia. ¿Desea, en cambio, que le ponga unas ventosas...?

El señor gordo acarició sus muslos amoratados y después de pensar un poco contestó:

—¿Ventosas?... Bueno, ¿por qué no?... Pónmelas. No tengo prisa.

El barbero corrió a la habitación de al lado en busca de los aparatos, y unos cinco minutos después, sobre el pecho y la espalda del señor gordo proyectaban su sombra diez ventosas.

—Lo he reconocido, señoría... —empezó a decir el barbero, mientras aplicaba la undécima ventosa—. El sábado pasado se sirvió usted venir a bañarse aquí y me acuerdo de que le corté los callos. Soy Mijailo, el barbero... ¿No lo recuerda?... Aquel día me preguntó usted algo sobre las novias...

—¡Ah, sí!... ¿Y qué hay?


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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