Textos más descargados no disponibles publicados el 12 de julio de 2018 | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 36 textos encontrados.


Buscador de títulos

textos no disponibles fecha: 12-07-2018


1234

Haciendo de Santa Claus

Robert E. Howard


Cuento


Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Así que, cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro, obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo. Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son— a dispersarse lloriqueando.

Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.

Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré resignado. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:

—Amigo mío, parece que le gustan los niños.

Pensando que era alguien que se burlaba de mí por haberle dado la última moneda a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la vuelta, encogí el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.

—Sí, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.

—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que había hablado y que, por fin, podía examinar detenidamente.

Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un traje negro y lustroso cuya chaqueta tenía largos faldones; su cabeza estaba rematada con un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro serio y daba la impresión de no haber sonreído en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.


Información texto

Protegido por copyright
21 págs. / 38 minutos / 37 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

En Alta Sociedad

Robert E. Howard


Cuento


Soy impopular en la Sala de Boxeo de los Muelles de Frisco desde la noche en que el presentador subió al ring y anunció: —¡Señoras y señores! La dirección lamenta anunciarles que el combate que debía enfrentar a Dorgan el Marino contra Jim Ash no podrá celebrarse. Dorgan acaba a tumbar a Ash en los vestuarios, y están reanimando a este último con ayuda de un pulmonor.

—¡Vale, pues que Dorgan se enfrente a otro! —bramó la multitud.

—No es posible —dijo el presentador—. Alguien le ha echado un frasco de tabasco en los ojos.

Esta es la historia a grandes rasgos, salvo que no era salsa tabasco. Yo estaba tumbado en una mesa, en mi vestuario, mientras mi segundo me daba unas friegas, cuando entró un tipo de aspecto erudito, gafas oscuras y una enorme barba blanca.

—Soy el doctor Stauf —declaró—. La comisión me ha encargado que le examine para ver si está usted en condiciones de boxear.

—De acuerdo, pero dese prisa —le indicó mi ayudante, Joe Kerney—. Dennis debe subir al ring en menos de cinco minutos.

El doctor Stauf dio unos golpecitos en mi poderoso torso, me examinó los dientes y efectuó un examen completo.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Ajá! —añadió—. Tus ojos tienen un problema. ¡Pero lo arreglaré!

Sacó de su maletín un frasco y un cuentagotas y, acto seguido, levantándome los párpados, dejó caer en mis ojos unas cuantas gotas de producto.

—Si esto no hace de usted otro hombre —dijo—, es que no me llamo Barí... digo, Stauf.

—¡Eh, qué está pasando? —pregunté, sentándome y sacudiendo la cabeza—. Tengo la impresión de que se me están dilatando los ojos, o algo parecido.

—Un producto muy saludable —dijo Stauf—. A fuerza de moverse por callejones oscuros, ha conseguido usted estropearse la vista. Pero este producto se la devolverá y... ¡yow!


Información texto

Protegido por copyright
20 págs. / 35 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Terrible Tacto de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Cuando la medianoche cubra la tierra
con lúgubres y negras sombras
que Dios nos libre del beso de Judas
de un muerto en la oscuridad.
 

El viejo Adam Farrel yacía muerto en la casa en la que había vivido solo los últimos veinte años. Un silencioso y huraño recluso que en vida no conoció amigo alguno, y tan sólo dos hombres fueron testigos de su final.

El doctor Stein se levantó y observó por la ventana la creciente oscuridad.

—Entonces, ¿crees que podrás pasar la noche aquí? —le preguntó a su acompañante.

Este, de nombre Falred, asintió.

—Sí, por supuesto. Supongo que tendré que ocuparme yo.

—Una costumbre bastante inútil y primitiva esta de velar a un muerto —comentó el doctor, que se disponía a marcharse—, pero supongo que tendremos que respetar las costumbres, aunque sólo sea por decoro. Podría intentar encontrar a alguien que te acompañara en la vigilia.

Falred se encogió de hombros.

—Lo dudo mucho. Farrel no era muy popular… no tenía muchos amigos. Yo mismo apenas lo conocía, pero no me importa velar su cuerpo.

El doctor Stein estaba quitándose los guantes de goma y Falred observaba el proceso con un interés que era casi fascinación. Un ligero e involuntario temblor le sacudió al recordar el tacto de aquellos guantes… resbaladizos, fríos y húmedos, como el tacto de la muerte.

—Podrías sentirte demasiado solo esta noche si no encuentro a nadie más —afirmó el doctor al abrir la puerta—. No eres supersticioso, ¿verdad?

Falred rió.

—No mucho. Lo cierto es que, por lo que he oído acerca del trato de Farrel, prefiero estar ahora velando su cuerpo que haber sido uno de sus invitados cuando aún vivía.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 97 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Rubí Mandarín

Robert E. Howard


Cuento


Nunca olvidaré la noche en la que luché contra Butch Corrigan en el Peaceful Haven, la sala de boxeo de los muelles de Hong Kong. Butch parecía más un gorila que un ser humano, y se comportaba como tal. Fue una noche dura para un marino, incluso para Dennis Dorgan, el campeón del Python. En el tercer asalto me lanzó tal directo a la mandíbula que caí de cara, hundiendo la nariz totalmente en la lona; intentaba desclavarla cuando me salvó la campana. En el cuarto asalto, me echó la cabeza hacia atrás, tan lejos que pude contarme las pecas de la espalda. En el quinto, me tiró por encima de las cuerdas y uno de sus compañeros me rompió una botella en el cráneo mientras intentaba volver al ring. Fue lo del botellazo lo que me puso de mal humor; Butch estaba muy cerca de mí y hundí en su vientre peludo el puño izquierdo hasta el codo para, acto seguido, golpear como si lo hiciera con un mazo su oreja derecha mientras el pobre hombre intentaba incorporarse. Ya estaba medio noqueado a fuerza de machacarle su mandíbula de acero y aquel último golpe, que prácticamente arrancó desde mi talón derecho, le desmoralizó tanto que se fue al suelo y se olvidó de levantarse. Sus acólitos debieron llevársele, con los pies por delante, y arrojarlo a un abrevadero de caballos para que volviera a la vida.


Información texto

Protegido por copyright
17 págs. / 29 minutos / 31 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Mono de Jade

Robert E. Howard


Cuento


Había llegado a Hong Kong apenas hacía hora y media cuando alguien me golpeó en la cabeza con una botella. No fue algo que me sorprendiera especialmente... los puertos asiáticos están llenos de tipos que buscan a Dennis Dorgan, marinero de segunda clase, a causa del uso poco considerado que les he dado a mis puños... Sin embargo, aquello me irritó.

Iba caminando por un callejón sombrío, ocupándome de mis propios asuntos, cuando alguien dijo «¡Psst!» y, cuando me volví y dije «¿Qué?»... ¡bang! cayó sobre mi cráneo la susodicha botella. Aquello me exasperó tanto que le largué un porrazo a mi invisible agresor y luego nos enzarzamos y luchamos en la oscuridad durante un buen rato, y el modo en que gruñía y resollaba cuando hundí en su blando cuerpo mis puños de acero, fue música celestial para mis oídos. Finalmente, sin soltarnos el uno del otro, salimos titubeando de la calleja para seguir abanicándonos bajo un farol de luz tenue donde me libré de él y le lancé un gancho con la derecha, y la única razón por la que mi puño no le noqueó fue porque contuve el golpe en el último instante. Y la razón por la que contuve mi golpe fue porque en mi agresor reconocí no a un enemigo, sino a un compañero de a bordo... una mancha para la reputación del Python. Jim Rogers, para ser más precisos.

Me incliné sobre él para ver si seguía con vida... porque bloquear con la mandíbula uno de mis ganchos de derecha, aunque lo frenase en el último segundo, no era un asunto para desdeñar... pasado un momento, parpadeó y abrió los ojos, y declaró, completamente groggy:

—¡Esa última ola debe haberse llevado todo lo que había sobre el puente!

—No estamos a bordo del Python, merluzo —repliqué irritado—. Levántate y explícame por qué te has ido a meter con un hombre de tu misma tripulación, cuando tienes a tu disposición toda una ciudad llena de chinos.


Información texto

Protegido por copyright
16 págs. / 29 minutos / 79 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Ídolo de Bronce

Robert E. Howard


Cuento


Aquella fantástica y espeluznante aventura comenzó de forma repentina. Me encontraba sentado en mi alcoba, escribiendo tranquilamente, cuando la puerta se abrió de sopetón y mi criado árabe, Alí, irrumpió en la estancia, sin aliento, y con la mirada desorbitada. Pegado a sus talones entró un hombre al que creía muerto desde hacía mucho tiempo.

—¡Girtmann! —me puse en pie, asombrado—. En el nombre del cielo, ¿qué…?

Tras hacerme callar con un gesto, se giró hacia la puerta y la cerró, echando el cerrojo con un suspiro de alivio. Durante un instante, respiró profundamente mientras yo parpadeaba y le examinaba con curiosidad. Los años no le habían cambiado… su figura, baja y fornida evidenciaba aún una dinámica fuerza física y su rostro, reciamente esculpido con una mandíbula prominente, nariz ganchuda y ojos arrogantes, reflejaba aún la testaruda determinación y la implacable seguridad del hombre. Pero ahora, sus ojos fríos aparecían sombríos y sus arrugas de tensión convertían su semblante en una máscara demacrada. Todo su aspecto denotaba tal tensión nerviosa que supe que debía de haber pasado por un trance terrible.

—¿Qué sucede? —inquirí, contagiándome en parte de su evidente nerviosismo.

—Ten cuidado con él, sahib —estalló Alí—. ¡No tengas tratos con aquellos que están malditos por el diablo, no sea que los demonios se interesen también por ti! Te digo, sahib…


Información texto

Protegido por copyright
27 págs. / 47 minutos / 57 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Horror Sin Nariz

Robert E. Howard


Cuento


Hay abismos de terror desconocido tras las brumas que separan la vida cotidiana del hombre y los reinos inexplorados e insospechados de lo sobrenatural. La mayoría de la gente vive y muere en bendita ignorancia de estos reinos, y digo bendita porque descorrer el velo que existe entre el mundo real y el mundo de lo oculto es frecuentemente una experiencia nauseabunda. En una ocasión descorrí ese velo, y los sucesos que tuvieron lugar a partir de ese momento quedaron grabados tan profundamente en mi cerebro que me persiguen en sueños hasta el día de hoy.

Los terribles eventos se iniciaron a raíz de una invitación para visitar las tierras de sir Thomas Cameron, el famoso egiptólogo y explorador. Acepté porque este personaje siempre me ha parecido un caso de estudio bastante interesante, aunque detestaba sus brutales modales y carácter cruel. Debido a mi colaboración con varias publicaciones científicas, habíamos coincidido frecuentemente a lo largo de los años, y suponía que sir Thomas me consideraba uno de sus pocos amigos. Me acompañó en esta visita John Gordon, un adinerado deportista que también había sido invitado.

Ya se ponía el sol cuando llegamos a la entrada de su hacienda, y el desolado y lúgubre paisaje me deprimió y llenó de innombrables presentimientos.

Unos kilómetros más allá podía distinguirse débilmente el pueblo en el que nos habíamos apeado del tren y, en medio, rodeando la hacienda por todos los flancos, baldíos páramos se extendían sombríos y lúgubres. No se avistaba ningún otro núcleo habitado, y el único signo de vida con el que nos topamos fue el aleteo de alguna enorme ave de pantano volando solitariamente tierra adentro. Un viento frío soplaba desde el este, cargado del fuerte y amargo olor a salitre marino, haciéndome temblar.


Información texto

Protegido por copyright
19 págs. / 33 minutos / 39 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Horror del Túmulo

Robert E. Howard


Cuento


Steve Brill no creía en fantasmas ni en demonios. Juan López sí. Pero ni la precaución de uno ni el testarudo escepticismo del otro pudieron protegerlos contra el horror que recayó sobre ellos… un horror olvidado por los hombres durante más de trescientos años, un miedo demencial procedente de épocas perdidas había resucitado.

Sin embargo, mientras Steve Brill se hallaba sentado en su desvencijado porche aquella última noche, sus pensamientos estaban tan alejados de extrañas amenazas como los pensamientos de cualquier hombre puedan estarlo. Los suyos eran pensamientos amargos pero materialistas. Miró sus tierras y luego blasfemó en voz alta. Brill era alto, delgado y tan duro como la piel de unas botas… un digno descendiente de los pioneros de cuerpos acerados que arrebataron a la tierra virgen el oeste de Texas. Estaba tostado por el sol y era fuerte como un novillo de cuerno largo. Sus delgadas piernas y las botas que las sostenían delataban sus instintos de vaquero, y ahora se maldecía a sí mismo por no haber bajado de los lomos de su gruñón potro mesteño y haber dedicado su tiempo a sacar adelante una granja. El no era granjero, admitió el joven vaquero maldiciéndose una vez más.

Sin embargo, su fracaso no había sido totalmente culpa suya. Lluvia abundante en el invierno, tan escasa en el oeste texano, había creado fundadas esperanzas de buenas cosechas. Pero, como de costumbre, algo sucedió. Una helada tardía echó a perder toda la fruta. El grano que había prosperado tanto estaba ahora abierto, descascarillado y aplastado en el suelo tras una terrible granizada justo cuando ya estaba amarilleando. Un periodo de intensa sequía, seguido de otro granizo, acabó con el maíz.


Información texto

Protegido por copyright
23 págs. / 41 minutos / 137 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre en Tierra

Robert E. Howard


Cuento


Cal Reynolds se pasó la mascada de tabaco al otro lado de la boca y miró con los ojos entrecerrados por el cañón azul opaco de su Winchester. Movía las mandíbulas metódicamente, cesando el movimiento para encontrar su punto de mira. Se quedó petrificado en una rígida inmovilidad; a continuación enroscó el dedo y apretó el gatillo. El impacto del disparo hizo que el eco retumbase por las colinas, y como un eco llegó un disparo en respuesta.

Reynolds se agachó, aplastando su largo cuerpo contra la tierra, maldiciendo en voz baja. Una esquirla gris saltó de una de las rocas cercanas a su cabeza y una bala rebotada pasó silbando y se perdió en el espacio. Tembló involuntariamente. El sonido era tan mortal como el siseo de una pitón escondida.

Se incorporó con cautela lo suficiente para poder echar una ojeada entre las rocas que tenía al frente. Separado de su refugio por una ancha franja recubierta de matorrales de mezquite y chumberas, se elevaba un amasijo de rocas y cantos rodados similar al que le cobijaba a él. Por detrás de esos cantos rodados flotaba una fina voluta de humo blanquecino. Los entrenados ojos de Reynolds, acostumbrados a distancias abrasadas por el sol, detectaron entre las rocas un pequeño círculo de acero azul que brillaba tenuemente. Aquel anillo era la boca de un rifle, pero Reynolds sabía perfectamente quién estaba apostado tras aquel cañón.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 54 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Gorila del Destino

Robert E. Howard


Cuento


Al entrar en mi vestuario, unos instantes antes del combate que me enfrentaría con «One-Round» Egan, lo primero que vi fue un trozo de papel colocado encima de la mesa con ayuda de un cuchillo. Pensando que sería alguien que me quería gastar una broma, tomé el papel y lo leí. No tenía gracia. La nota decía sencillamente: «Túmbate en el primer round; si no lo haces, tu nombre se verá revolcado por el barro». No había firma, pero reconocí el estilo. Desde hacía algún tiempo, una banda de camorristas de poca monta se encargaba del puerto, reuniendo dinero día a día siguiendo métodos muy poco ortodoxos. Se creían muy listos, pero yo les tenía filados. Eran serpientes, más que lobos; sin embargo, estaban dispuestos a todo para conseguir algunos sucios dólares.

Mis cuidadores todavía no habían llegado; estaba solo. Rompí la nota y arrojé los trozos a un rincón, junto con los comentarios apropiados. Aunque mis ayudantes no llegaban, no dije ni pío. Cuando subí al ring, estaba loco de rabia y, cuando recorrí con la vista la primera fila de asientos, me fijé en un grupo que, por la idea que tenía en mente, era el responsable de la nota que encontré en el vestuario. Aquel grupo estaba formado por Waspy Shaw, Bully Klisson, Ned Brock y Tony Spagalli... apostantes menores y auténticos canallas. Me sonrieron como si estuvieran al corriente de algún secreto, y comprendí que no me había equivocado. Refrené mis ansias apasionadas y legítimas de deslizarme entre las cuerdas y saltar del ring para abrirles la cabeza.

Al oír la campana, en lugar de observar a Egan, mi adversario, no dejé de vigilar a Shaw con el rabillo del ojo: un individuo cuya cara parecía la hoja de un cuchillo, con la mirada fría y un traje llamativo.


Información texto

Protegido por copyright
18 págs. / 32 minutos / 42 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

1234