Al Norte, a orillas del Nieman, ha llegado una pequeña criolla de
quince años, blanca y rosa como una flor de almendro. Viene del país de
los colibríes, la trae el viento del amor…
Los de su isla le decían:
—No vayas, en el continente hace frío… El invierno te matará.
Pero la pequeña criolla no creía en el invierno y sólo conocía el
frío por haber tomado sorbetes; además estaba enamorada, no tenía miedo a
morir… Y ahí estaba, desembarcada en las brumas del Nieman con sus
abanicos, su hamaca, sus mosquiteros y una jaula de enrejado dorado
llena de pájaros de su país.
Cuando el anciano padre del Norte vio llegar a aquella flor de las
islas que el Sur le enviaba en un rayo de sol, su corazón se apiadó; y
como pensaba que el frío pronto devoraría a la chiquilla y a sus
colibríes, encendió rápidamente un hermoso sol amarillo y se vistió de
verano para recibirlos…
La criolla se confundió; tomó aquel calor del Norte, brutal y pesado,
por un calor que duraría; aquella eterna y oscura vegetación por el
verdor de la primavera y, colgando su hamaca al fondo del parque entre
dos abetos, pasaba el día abanicándose, meciéndose.
—En el Norte hace mucho calor —dice riendo.
Sin embargo hay cosas que la inquietan. ¿Por qué, en este extraño
país, las casas no tienen miradores acristalados? ¿Por qué esos muros
gruesos, esas alfombras, esas pesadas cortinas? Esas gruesas estufas de
mayólica, esos grandes montones de leña apilados en los patios, y esas
pieles de zorro azul, esos abrigos forrados, esas pieles que duermen al
fondo de los armarios ¿para qué pueden servir?
Pobre pequeña, muy pronto va a saberlo.
Información texto 'El Espejo'