Textos más vistos no disponibles publicados el 14 de septiembre de 2016 | pág. 5

Mostrando 41 a 49 de 49 textos encontrados.


Buscador de títulos

textos no disponibles fecha: 14-09-2016


12345

Las Hadas de Francia

Alphonse Daudet


Cuento


—¡Levántese la acusada! —dijo el presidente.

Algo se movió en el horrible banquillo de las petroleras, y una cosa informe, titubeante, se acercó y se apoyó en la barandilla. Era un manojo de andrajos, rotos, remiendos, cintas, flores marchitas y plumas viejas, en medio del cual asomaba un pobre rostro ajado, curtido, arrugado, de entre cuyas arrugas surgía la malicia de dos ojillos negros, como una lagartija en la hendidura de una vieja pared.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntaron.

—Melusina.

—¿Cómo dice?

Ella repitió gravemente:

—Melusina.

El presidente sonrió bajo su bigote de coronel de dragones, pero continuó sin pestañear.

—¿Qué edad tiene?

—No sé.

—¿Profesión?

—Soy hada.

Al oír esta frase, el público, el Consejo y hasta el mismo fiscal, es decir, todo el mundo, estalló en una gran carcajada; pero las risas no la turbaron, y siguió hablando con una vocecita clara y trémula, que se elevaba y mantenía en el aire como una voz de ensueño:

—¡Ay! ¿Dónde están ya las hadas de Francia? Todas han muerto, señores. Yo soy la última; no queda ninguna más que yo… Y de verdad es una lástima, porque Francia era mucho más hermosa cuando aún vivían sus hadas. Nosotras éramos la poesía de nuestro pueblo, su candor, su juventud. Los lugares por donde solíamos andar, los rincones solitarios de los parques abandonados, las piedras de las fuentes, los torreones de los viejos castillos, las brumas de los estanques, las grandes landas pantanosas, recibían de nuestra presencia un poder mágico y solemne. A la luz fantástica de las leyendas se nos veía pasar por cualquier sitio, arrastrando nuestras colas en un rayo de luna o corriendo por los prados sin pisar la hierba. Los aldeanos nos apreciaban, nos veneraban.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 76 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Las Naranjas

Alphonse Daudet


Cuento


Las naranjas tienen en París el triste aspecto de frutas caídas, que se toman junto a los árboles. Cuando llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su brillante corteza y su excesivo aroma, en estos países de sabores moderados, les dan un aire extraño, algo bohemio. Durante las noches de niebla, van tristemente costeando las aceras, amontonadas en sus carritos ambulantes, al mezquino fulgor de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y débil, perdido entre el rodar de los coches y el barullo de los ómnibus, les sirve de escolta.

—¡A veinte céntimos naranjas de Valencia!

Para las tres cuartas partes de los parisienses, ese fruto traído de muy lejos, de vulgar redondez, donde el árbol no ha dejado nada más que un insignificante pedúnculo verde, participa de la golosina, de la confitería. El papel de seda en que está envuelto, las festividades a que acompaña, contribuyen a dicha impresión. Cuando enero se aproxima, sobre todo, los millares de naranjas esparcidas por las calles, todas esas cáscaras arrojadas en el barro del arroyo, hacen pensar en algún gigantesco árbol de Navidad que sacudiese sobre París sus ramas cuajadas de frutas artificiales. No hay rincón alguno donde no se vean. Tras los limpios cristales de un escaparate, elegidas y adornadas; a la puerta de prisiones y asilos, entre paquetes de bizcochos y pequeños montones de manzanas; delante de los peristilos de los bailes y teatros los domingos. Y su exquisito aroma se confunde con el olor del gas, el chirrido de las mamparas, el polvo de las banquetas del paraíso. Hasta se olvida que hacen falta naranjos para producir las naranjas; pues, mientras que la fruta nos la envían directamente del Mediodía metida en cajones, el árbol de la estufa donde pasa el invierno, cortado, transformado, disfrazado, sólo una vez aparece, y durante breve tiempo, al aire libre en los paseos públicos.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 54 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Las Tres Misas

Alphonse Daudet


Cuento


I

—¿Dos pavos trufados, Garrigú?

—Sí, mi reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufas, y puedo decirlo porque yo mismo ayudé a rellenarlos. Parecía que el pellejo iba a reventar al asarse, tan estirado estaba…

—¡Jesús María, y a mí que me gustan tanto las trufas! Dame pronto la sobrepelliz, Garrigú. Y ¿qué más has visto en la cocina, fuera de los pavos?

—¡Oh, una porción de cosas buenas! Desde mediodía no hemos hecho otra cosa que pelar faisanes, abubillas, ortegas, gallos silvestres. Las plumas volaban por todas partes… Después, trajeron del estanque anguilas, carpas doradas, truchas…

—¿De qué tamaño eran las truchas, Garrigú?

—De este tamaño, mi reverendo. ¡Enormes!

—¡Oh, Dios mío, me parece estarlas viendo! ¿Pusiste el vino en las vinajeras?

—Sí, mi reverendo, he puesto vino en las vinajeras… ¡Pero, caramba!, no se parece al que beberá usted después de la misa de medianoche. Si viera en el comedor del castillo los botellones que resplandecen llenos de vino de todos colores… Y la vajilla de plata, los centros de mesa cincelados, los candelabros, las flores… ¡Nunca se ha visto una cena de nochebuena semejante! El señor Marqués ha invitado a todos los señores de la vecindad. En la mesa habrá cuarenta personas, sin contar al juez ni al escribano… ¡Ah, qué suerte tiene usted, que es de la partida, mi reverendo!. Sólo con haber olfateado los hermosos pavos, el perfume me sigue a todas partes… ¡Ah!

—Vamos, vamos, hijo mío. Guardémonos del pecado de la gula, sobre todo en la noche de Navidad. Ve pronto a encender los cirios y a dar el primer toque para la misa, porque las doce se acercan y no hay que retrasarse…


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 15 minutos / 53 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Aduaneros

Alphonse Daudet


Cuento


Una vieja embarcación de la Aduana, semicubierta, era la Emilia, de Porto—Vecchio, a bordo de la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas Lavezzi. Para resguardarse en ella del viento, de las olas y de la lluvia, sólo había un pequeño pabellón embreado, lo suficientemente amplio para contener escasamente una mesa y dos literas. Con tan pobres recursos, merecían verse nuestros marineros con el mal cariz del tiempo. Chorreaban los rostros, las blusas caladas de agua humeaban como ropa blanca puesta a secar en estufa, y en pleno invierno los infelices pasaban así días enteros, hasta las noches inclusive, acurrucados en sus mojados asientos, tiritando entre aquella humedad malsana, porque no se podía encender fuego a bordo, y muchas veces era difícil ganar la costa… Pues bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba. En los más recios temporales, siempre los vi con idéntica placidez, del mismo buen humor. Y, no obstante, ¡qué triste vida la de esos carabineros de mar!

Casados casi todos ellos, con esposa e hijos en tierra, permanecen meses enteros separados de sus familias dando bordadas por aquellas tan peligrosas costas, alimentándose solamente de pan enmohecido y cebollas silvestres. ¡Jamás beben vino, nunca comen carne, porque la carne y el vino cuestan caros, y su sueldo es sólo quinientos francos al año! ¡Figúrense ustedes si habrá oscuridad en la choza de allá abajo, en la marina, y si los niños irán bien calzados!… ¡No le hace! Todas esas gentes parecen contentas con su suerte. A popa, delante del camarote, había un gran balde lleno de agua llovida, donde la tripulación calmaba la sed, y recuerdo que, apurado el último buche, cada uno de esos pobres diablos sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una expresión de bienestar tan cómica como enternecedora.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 41 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Panes de Centeno

Anatole France


Cuento


En aquel tiempo, Nicolas Nerli era banquero en la noble ciudad de Florencia. A la hora de tercia se encontraba ya sentado ante su pupitre, y a la hora de nona aún estaba allí sentado, haciendo cuentas todo el día en sus tablillas. Nicolas Nerli prestaba dinero al Emperador y al Papa. Era audaz y desconfiado. Había adquirido grandes riquezas y despojado a mucha gente. Por ello era respetado en la ciudad de Florencia. Vivía en un palacio en el que la luz que Dios creó no entraba sino por estrechas ventanas; eso era por prudencia, pues la mansión de un rico debe ser como una ciudadela y los que poseen grandes bienes hacen bien en defender por la fuerza lo que han adquirido por la astucia.

El palacio de Nicolas Nerli se encontraba pues provisto de rejas y cadenas. En su interior, los muros estaban decorados con pinturas de expertos maestros que habían representado en ellas las Virtudes, los patriarcas, los profetas y los reyes de Israel. Los tapices expuestos en las habitaciones ofrecían a la vista las historias de Alejandro y de César. Nicolas Nerli hacía brillar su riqueza por toda la ciudad por medio de fundaciones piadosas.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 142 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mi Quepis

Alphonse Daudet


Cuento


Lo he encontrado esta mañana, olvidado en el fondo de un armario, deteriorado por el polvo, desflecado en los bordes, oxidado en las cifras, descolorido y casi sin forma. Al verlo, no he podido reprimir una sonrisa:

—¡Hombre!, mi quepis.

E, inmediatamente, he recordado aquel día de finales de otoño, cálido de sol y de entusiasmo, en el que bajé a la calle orgulloso con mi nuevo tocado y golpeando los escaparates con mi fusil, para reunirme con los batallones del barrio y cumplir con mi deber de soldado—ciudadano. ¡Ah! el que me hubiera dicho que no iba a salvar París, a liberar Francia yo solo, se habría expuesto a recibir en el estómago toda la hoja de mi bayoneta…

¡Se tenía tanta fe tanto en aquella guardia nacional! En los jardines públicos, en las plazas, en las avenidas, en las encrucijadas, se formaban las compañías, se numeraban, alineando blusas entre uniformes y gorras entre quepis pues la premura era grande. Nosotros nos reuníamos cada mañana en una plaza de bajos soportales y anchas puertas, llena de niebla y de corrientes de aire. Después de pasar lista a centenares de nombres ensartados como un grotesco rosario, empezaban los ejercicios. Con los codos pegados al cuerpo, los dientes apretados, las secciones salían a paso ligero: ¡izquierda, derecha! ¡izquierda, derecha! Y todos, los altos, los bajos, los presumidos, los tullidos, los que llevaban el uniforme como si estuvieran en el Ambigú, los ingenuos ceñidos por anchos cinturones azules que les daban aspecto de monaguillos, todos marchábamos, girábamos alrededor de la placita, con tanto empuje y tanta convicción…


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 39 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Ourika

Claire de Duras


Cuento


Hacía tan sólo unos meses que había llegado de Montpellier, y ejercía en París la profesión de médico cuando, una mañana, fui llamado al barrio de Saint—Jacques para visitar a una joven religiosa enferma, en un colegio. Desde hacía poco tiempo, el emperador Napoleón había permitido la reapertura de algunos de esos establecimientos; aquél al que me dirigía se dedicaba a la educación de jóvenes, y pertenecía a la orden de las Ursulinas. La Revolución había destruido parte del edificio; el claustro se hallaba al descubierto por un lateral debido a la demolición de la antigua iglesia de la que sólo podían verse ya algunos arcos. Una religiosa me introdujo en aquel claustro, que atravesamos andando sobre largas losas que formaban la solería de aquellas galerías; me percaté de que eran tumbas porque todas tenían inscripciones, la mayoría ya borradas por el paso del tiempo. Algunas de aquellas losas habían sido partidas durante la Revolución, lo que la hermana me hizo observar, diciéndome que no habían tenido tiempo aún de repararlas.

Yo no había visto jamás el interior de un convento, y aquel espectáculo era completamente nuevo para mí. Desde el claustro pasamos al jardín, adonde la religiosa me dijo que habían llevado a la hermana enferma; efectivamente, la vi al final de un largo paseo de carpes; estaba sentada, y un gran velo negro la cubría casi por completo.

—Aquí está el médico —dijo la hermana, y se alejó al instante.


Información texto

Protegido por copyright
35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 96 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Robo Doméstico

Anatole France


Cuento


Hace unos diez años, quizá más, quizá menos, visité una cárcel de mujeres. Era un antiguo palacio construido en tiempos de Enrique IV cuyos altos tejados de pizarra dominaban una sombría pequeña ciudad del Mediodía, a orillas de un río. El director de esta cárcel estaba próximo a la edad de la jubilación. Tenía ideas propias y sentimientos humanos. No se hacía ilusiones respecto a la moralidad de sus trescientas internas, pero no consideraba que estuviera muy por debajo de la moralidad de trescientas mujeres tomadas al azar en cualquier ciudad.

—Aquí hay de todo, como en todas partes —parecía decirme con su mirada dulce y fatigada.

Cuando cruzamos el patio, una larga fila de internas acababa su paseo silencioso y regresaba a los talleres. Había muchas viejas, con aspecto bruto y solapado. Mi amigo, el doctor Cabane, que nos acompañaba, me hizo observar que casi todas aquellas mujeres tenían alguna tara característica, que el estrabismo era frecuente entre ellas, que eran unas degeneradas y que había muy pocas que no estuvieran marcadas por los estigmas del crimen, o al menos, del delito. El director sacudió lentamente la cabeza. Vi que no compartía las teorías de los médicos criminalistas y que seguía persuadido de que en nuestra sociedad los culpables no son siempre muy diferentes de los inocentes.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 96 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Salvette y Bernadou

Alphonse Daudet


Cuento


I

Es víspera de Navidad en una gran ciudad de Baviera. Por las calles blanqueadas por la nieve, en la confusión de la niebla, el ruido de los coches y de las campanas, la gente se apretuja feliz, ante los asadores al aire libre, las barracas, los tenderetes. Rozando con un toque ligero las tiendas engalanadas y floridas, ramas de acebo verde o abetos enteros cargados de adornos pasan llevados en brazos, por encima de todas las cabezas, como una sombra de los bosques de Turingia, como un recuerdo natural entre la vida artificial del invierno. Cae la tarde. Allá lejos, tras los jardines de la Residencia, se ve aún el resplandor del ocaso rojo a través de la bruma, y hay por la ciudad tal alegría, tantos preparativos de fiesta, que cada luz que se enciende tras los cristales parece colgar de un árbol de Navidad. Y es que hoy no es una Navidad cualquiera. Estamos en el año de gracia de 1870, y el nacimiento de Cristo no es sino un pretexto más para beber en honor del ilustre Von der Than y celebrar el triunfo de los soldados bávaros. ¡Navidad! ¡Navidad! Hasta los judíos del arrabal están alegres. Ahí tienen al anciano Augustus Cahn que da la vuelta a la esquina del «Racimo azul». Sus ojos de hurón no han brillado nunca como esta noche. Su pequeña barba aborrascada no se ha movido nunca tan alegremente. Sobre su manga, desgastada por las cuerdas de las talegas, lleva una pequeña cesta llena hasta el borde, cubierta con una servilleta oscura, de la que sobresalen el cuello de una botella y una rama de acebo. ¿Qué demonios piensa hacer el viejo usurero con todo eso? ¿Es que también él piensa celebrar la Navidad? ¿Habrá reunido a sus amigos, a su familia para brindar por la patria alemana?… No. Todo el mundo sabe que el viejo Cahn no tiene patria. Su Vaterland es su caja de caudales. Tampoco tiene familia, ni amigos; sólo tiene deudores.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 46 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

12345