Textos más populares esta semana no disponibles publicados el 14 de septiembre de 2016 | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 49 textos encontrados.


Buscador de títulos

textos no disponibles fecha: 14-09-2016


12345

La Pagoda de Babel

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma de! soberbio Sultán se desmorona para siempre.


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 1 minuto / 233 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Wood'stown

Alphonse Daudet


Cuento


El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas del mar.

En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Metido en el centro de todas las lianas, de todas las raíces, cuando talaban por un lado renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.

Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 175 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Adrienne Buquet

Anatole France


Cuento


Cuando estábamos terminando de cenar en el restaurante Laboullée me dijo:

—Lo admito, todos esos hechos relacionados con un estado aún mal definido del organismo como doble visión, sugestión a distancia o presentimientos verídicos, la mayor parte del tiempo no son constatados de una manera suficientemente rigurosa como para satisfacer todas las exigencias de la crítica científica. Casi todos se basan en testimonios que, aunque sinceros, dejan subsistir algo de incertidumbre acerca de la naturaleza del fenómeno. Esos hechos están aún mal definidos, lo admito. Pero su posibilidad ya no plantea dudas para mí desde el momento en que yo mismo he constatado uno. Por pura casualidad, pude reunir todos los elementos de observación. Puedes creerme cuando te digo que he procedido metódicamente y he puesto cuidado en evitar cualquier causa de error. —Mientras articulaba estas frases, el joven doctor Laboullée golpeaba con las dos manos su pecho hundido, atiborrado de folletos y, por encima de la mesa, acercaba hacia mí su cráneo agresivo y calvo—. Sí, querido amigo, —añadió— por una suerte única, uno de esos fenómenos clasificados por Myers y Podmore bajo la denominación de «fantasmas de vivos», se desarrolló en todas sus fases ante los ojos de un hombre de ciencia. Lo constaté todo, lo anoté todo.

—Te escucho.

—Los hechos —continuó Laboullée— se remontan al verano de 1891. Mi amigo Paul Buquet, del que te he hablado con frecuencia, vivía entonces con su esposa en un pequeño apartamento de la calle de Grenelle, frente a la fuente. ¿Conoces a Buquet?

—Lo he visto dos o tres veces. Es un chico grueso, con una barba hasta los ojos. Su mujer es morena, pálida, de grandes facciones y grandes ojos grises.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 175 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Bonaparte en San Miniato

Anatole France


Cuento


Tras haber ocupado Livorno y haber cerrado su puerto a los navíos ingleses, el general Bonaparte se dirigió a Florencia para visitar a Fernando III, gran duque de Toscana que, entre todos los príncipes de Europa era el único que había mantenido de buena fe sus compromisos para con la República. Como prueba de estima y confianza, fue sin escolta, con su Estado Mayor. Se le mostró el escudo de armas de los Buonaparte esculpido sobre el dintel de una antigua casa. Él sabía que una rama de su familia había vivido antaño en Florencia y que aún existía un último vástago. Era un canónigo de San Miniato, de ochenta años. Pese a los asuntos urgentes, deseaba hacerle una visita. Los sentimientos naturales eran muy fuertes en Napoleón Bonaparte.

La víspera de su partida, por la tarde, fue con algunos de sus oficiales a San Miniato, cuya colina coronada por torres y murallas se yergue a una media legua al sur de Florencia.

El anciano canónigo Bonaparte acogió con noble amenidad a su joven pariente y a los franceses que le acompañaban. Eran Berthier, Junot, el oficial de pagos Chauvet y el teniente Thézard. Les ofreció una cena a la italiana en la que no faltaron ni las grullas de Peretola, ni el lechón a las hierbas aromáticas, ni los mejores vinos de Toscana, de Nápoles y de Sicilia. Él mismo brindó por el éxito de sus ejércitos. Republicanos como Bruto, bebieron por la patria y por la libertad. Su anfitrión les dejó hacer puesto que no podía impedirlo. Luego, volviéndose hacia el general que había colocado a su derecha:


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 170 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Panes de Centeno

Anatole France


Cuento


En aquel tiempo, Nicolas Nerli era banquero en la noble ciudad de Florencia. A la hora de tercia se encontraba ya sentado ante su pupitre, y a la hora de nona aún estaba allí sentado, haciendo cuentas todo el día en sus tablillas. Nicolas Nerli prestaba dinero al Emperador y al Papa. Era audaz y desconfiado. Había adquirido grandes riquezas y despojado a mucha gente. Por ello era respetado en la ciudad de Florencia. Vivía en un palacio en el que la luz que Dios creó no entraba sino por estrechas ventanas; eso era por prudencia, pues la mansión de un rico debe ser como una ciudadela y los que poseen grandes bienes hacen bien en defender por la fuerza lo que han adquirido por la astucia.

El palacio de Nicolas Nerli se encontraba pues provisto de rejas y cadenas. En su interior, los muros estaban decorados con pinturas de expertos maestros que habían representado en ellas las Virtudes, los patriarcas, los profetas y los reyes de Israel. Los tapices expuestos en las habitaciones ofrecían a la vista las historias de Alejandro y de César. Nicolas Nerli hacía brillar su riqueza por toda la ciudad por medio de fundaciones piadosas.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 142 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Espejo

Alphonse Daudet


Cuento


Al Norte, a orillas del Nieman, ha llegado una pequeña criolla de quince años, blanca y rosa como una flor de almendro. Viene del país de los colibríes, la trae el viento del amor…

Los de su isla le decían:

—No vayas, en el continente hace frío… El invierno te matará.

Pero la pequeña criolla no creía en el invierno y sólo conocía el frío por haber tomado sorbetes; además estaba enamorada, no tenía miedo a morir… Y ahí estaba, desembarcada en las brumas del Nieman con sus abanicos, su hamaca, sus mosquiteros y una jaula de enrejado dorado llena de pájaros de su país.

Cuando el anciano padre del Norte vio llegar a aquella flor de las islas que el Sur le enviaba en un rayo de sol, su corazón se apiadó; y como pensaba que el frío pronto devoraría a la chiquilla y a sus colibríes, encendió rápidamente un hermoso sol amarillo y se vistió de verano para recibirlos…

La criolla se confundió; tomó aquel calor del Norte, brutal y pesado, por un calor que duraría; aquella eterna y oscura vegetación por el verdor de la primavera y, colgando su hamaca al fondo del parque entre dos abetos, pasaba el día abanicándose, meciéndose.

—En el Norte hace mucho calor —dice riendo.

Sin embargo hay cosas que la inquietan. ¿Por qué, en este extraño país, las casas no tienen miradores acristalados? ¿Por qué esos muros gruesos, esas alfombras, esas pesadas cortinas? Esas gruesas estufas de mayólica, esos grandes montones de leña apilados en los patios, y esas pieles de zorro azul, esos abrigos forrados, esas pieles que duermen al fondo de los armarios ¿para qué pueden servir?

Pobre pequeña, muy pronto va a saberlo.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 4 minutos / 130 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Misa de las Sombras

Anatole France


Cuento


He aquí lo que el sacristán de la iglesia de Santa Eulalia, en Neuville—d'Aumont, me contó bajo el emparrado del Cheval—Blanc, una hermosa velada veraniega, mientras nos bebíamos una botella de vino añejo a la salud de un muerto muy acomodado, que aquella misma mañana había llevado con honor al cementerio, bajo un paño sembrado de lágrimas de plata:

«Mi difunto padre (es el sacristán el que narra) ejerció el oficio de sepulturero. Era de espíritu agradable, sin duda como consecuencia de su oficio, pues se ha demostrado que las personas que trabajan en los cementerios son de carácter jovial. Yo que le estoy hablando, señor, entro en un cementerio por la noche tan tranquilo como bajo el cenador del Cheval—Blanc. Y si, por casualidad, me encuentro por la noche con un aparecido, no me inquieto, pues pienso que debe ir a sus asuntos lo mismo que yo voy a los míos. Conozco las costumbres de los muertos y su carácter. Sé a ese respecto cosas que ni los mismos curas saben. Y si le contara todo lo que he visto, se quedaría bastante sorprendido. Pero todas las verdades no se deben contar y mi padre, al que sin embargo le gustaba contar historias, no reveló ni la vigésima parte de lo que sabía. En cambio, repetía con frecuencia los mismos relatos y, en mi opinión, narró lo menos cien veces la aventura de Catherine Fontaine.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 10 minutos / 119 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Arthur

Alphonse Daudet


Cuento


Hace unos años, viví en un pequeño edificio en los Campos Elíseos, en el pasaje de las Doce Casas. Imagínense un rincón de arrabal perdido, escondido en medio de esas grandes avenidas aristocráticas, tan frías, tan tranquilas que parece que sólo se pasa por ellas en coche. No sé qué capricho de propietario, qué manía de avaro o de viejo dejaba pervivir así en el corazón de aquel bello barrio aquellos terrenos baldíos, aquellos jardincillos mohosos, aquellas casas blancas construidas de través, con escalera exterior y terrazas de madera llenas de ropa tendida, de jaulas de conejos, de gatos flacos, de cuervos domesticados. Allí había parejas de obreros, de pequeños rentistas, algunos artistas —se les encuentra por todas partes donde aún quedan árboles— y, finalmente, dos o tres casas amueblabas de aspecto sórdido, como manchadas por generaciones de miseria. A su alrededor, todo el esplendor y el ruido de los Campos Elíseos, el fragor continuo de vehículos, el tintineo de arneses y de pasos vivarachos, puertas cocheras pesadamente cerradas, calesas que estremecen los porches, pianos amortiguados, violines de Mabille, un horizonte de grandes edificios mudos de ángulos redondeados, con sus cristales matizados por cortinas de seda clara y sus altos espejos sin azogue, donde se yerguen los dorados de los candelabros y las flores exóticas de las jardineras.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 8 minutos / 112 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Señor Thomas

Anatole France


Cuento


Conocí a un juez austero. Se llamaba Thomas de Maulan y pertenecía a la pequeña nobleza provinciana. Se había dedicado a la magistratura durante el septenio del mariscal Mac—Mahon, con la esperanza de impartir justicia un día en nombre del Rey. Tenía principios que él podía creer inamovibles, al no haberlos removido jamás. Tan pronto como se remueve un principio, se encuentra algo debajo y se comprueba que no era un principio. Thomas de Maulan mantenía cuidadosamente al abrigo de su curiosidad sus principios religiosos y sus principios sociales.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 10 minutos / 108 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Arlesiana

Alphonse Daudet


Cuento


Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…

¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.

Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 104 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

12345