I
Un alto obligado en un viaje presuroso.
Del mismo modo que los viajeros piadosos, cuando encuentran en su
camino un bosquecillo sagrado o algún lugar santo, suelen formular
votos, ofrendar un fruto y sentarse un momento, así también, al entrar
en esta sacratísima ciudad, he de suplicaros, ante todo, vuestro favor,
pronunciar un discurso y refrenar mi prisa, por mucha que ésta sea. No
podrían, en efecto, imponer con más justicia al caminante una demora
piadosa, ni un altar adornado con guirnaldas de flores, ni una gruta
sombreada de follaje, ni una encina cargada de cuernos, ni un haya
coronada con pieles de fieras, ni siquiera un túmulo, cuya verja le da
carácter sagrado, ni un tronco convertido en imagen por la acción del
hacha, ni un pedazo de césped humedecido por las libaciones, ni una
piedra impregnada de aceite perfumado. Todas estas cosas son, en
efecto, insignificantes y, aunque unos pocos viajeros, después de
haberse informado sobre ellas, les formulan votos, sin embargo, los más
no se fijan en ellas y pasan de largo.
II
La vista humana y la del águila.
En cambio, lo mismo hizo mi antepasado Sócrates, el cual, como
hubiese visto un bello efebo, que guardaba prolongado silencio, le dijo:
«di también algo, para que yo te vea».
Seguramente Sócrates no veía a un hombre, si éste estaba callado.
Estimaba, en efecto, que no hay que juzgar a los hombres con la mirada
de los ojos, sino con la agudeza de la mente y la penetración del
espíritu.
Esta opinión no coincidía con la del soldado de Plauto, que dice así:
Vale más un solo testigo con ojos, que diez con orejas.
Sócrates, por el contrario, había retorcido este verso y lo aplicaba al examen atento de los hombres:
Vale más un solo testigo con orejas, que diez con ojos.
Información texto 'Flórida'