Textos por orden alfabético inverso no disponibles publicados el 17 de junio de 2016 | pág. 2

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textos no disponibles fecha: 17-06-2016


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Un Hijo

Guy de Maupassant


Cuento


La alegre primavera derramaba vida en el jardín lleno de flores por el que se paseaban los dos antiguos amigos, senador el uno, miembro de la Academia Francesa el otro.

Ambos eran personas serias, muy lógicos en el discurrir, pero solemnes, como gente de nota y de fama.

Empezaron charlando de política, y dijo cada cual lo que pensaba; no era aquélla una cuestión de ideas, sino de hombres, porque en política tiene más importancia la personalidad que la razón. Removieron luego ciertos recuerdos personales, y después se callaron, siguiendo emparejados su paseo. La tibieza del aire empezaba a enervarlos.

Un gran encañado de alhelíes exhalaba sus aromas dulzones y suaves; flores de toda especie y matiz perfumaban la brisa, y un cítiso cargado de amarillos racimos de flores desparramaba a todos los vientos su tenue polvillo, vapor de oro que trascendía a miel y que llevaba por el espacio sus gérmenes embalsamados, como los polvos que preparan los perfumistas llevan la caricia de sus aromas.

El senador se detuvo para aspirar la nube fecundante y se quedó contemplando aquel árbol, que parecía un sol en todo su esplendor amoroso, desde el que alzaban el vuelo los gérmenes. Y dijo:

—¡Y pensar que estos átomos imperceptibles, de olor tan agradable, harán estremecerse a cien leguas de aquí la fibra y la savia de árboles hembras y producirán plantas con raíces, que se desarrollarán de un germen igual que nosotros; que tendrán una existencia limitada, como nosotros, y que dejarán un día su puesto a otros de su misma esencia, del mismo modo que lo hacemos nosotros

Y agregó el señor senador, sin moverse de junto al cítiso radiante, cuyos vivificadores perfumes se desprendían a cada estremecimiento del aire que lo rodeaba:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Golpe de Estado

Guy de Maupassant


Cuento


París acababa de enterarse del desastre de Sedan. Se proclamaba la República. Francia entera jadeaba al comienzo de esa demencia que duró hasta después de la Comuna. Se jugaba a los soldados de una punta a otra del país.

Fabricantes de géneros de punto eran coroneles y desempeñaban cargos de generales; revólveres y puñales se desplegaban en torno a gruesos vientres pacíficos rodeados por cinturones rojos; pequeños burgueses convertidos en guerreros de ocasión mandaban batallones de voluntarios chillones y juraban como carreteros para adquirir empaque.

El mero hecho de manejar armas, de tener fusiles complicados, enloquecía a aquella gente que hasta entonces sólo había manejado balanzas, y la hacía, sin la menor razón, temible para el recién llegado. Ejecutaban a inocentes para probar que sabían matar; fusilaban, merodeando por las campiñas todavía vírgenes de prusianos, a los perros vagabundos, a las vacas que rumiaban en paz, a los caballos enfermos que pacían en los pastos.

Cada cual se creía llamado a desempeñar un gran papel militar. Los cafés de los más míseros villorios, llenos de comerciantes de uniforme, parecían cuarteles o ambulancias.

El pueblo de Canneville ignoraba aún las desquiciadas noticias del ejército y de la capital; pero una extremada agitación lo perturbaba desde hacía un mes, los partidos contrarios se encontraban frente a frente.

El alcalde, señor vizconde de Varnetot, un hombrecillo flaco, ya anciano, legitimista incorporado al Imperio hacía poco por ambición, había visto surgir un decidido adversario en el doctor Massarel, un gordo sanguíneo, jefe del partido republicano en el distrito, venerable de la lógica masónica de la cabeza de partido, presidente de la Sociedad de Agricultura y del cuerpo de bomberos, y organizador de la milicia rural que salvaría a la comarca.


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Un Duelo

Guy de Maupassant


Cuento


La guerra había acabado; los alemanes ocupaban Francia; el país palpitaba como un luchador vencido caído a los pies del vencedor.

De un París desquiciado, hambriento, desesperado, salían los primeros trenes que iban a las nuevas fronteras, atravesando con lentitud campos y ciudades. Los primeros viajeros miraban por las portezuelas las llanuras devastadas y los caseríos incendiados. Ante las puertas de las casas que seguían en pie, soldados prusianos, con el casco negro con punta de cobre, fumaban en pipa, a horcajadas en unas sillas. Otros trabajaban o charlaban como si formasen parte de las familias. Cuando se pasaba por una ciudad, se veían regimientos enteros maniobrando en las plazas, y, pese al traqueteo de las ruedas, llegaban a veces roncas voces de mando.

El señor Dubuis, que había pertenecido a la Guardia Nacional de París durante todo el asedio, iba a reunirse en Suiza con su mujer y su hija, enviadas prudentemente al extranjero antes de la invasión.

El hambre y las fatigas no habían disminuido su abultado vientre de comerciante rico y pacífico. Había soportado los terribles acontecimientos con una desolada resignación y con amargas frases sobre el salvajismo de los hombres. Ahora que se dirigía a la frontera, acabada la guerra, veía por primera vez a los prusianos, aunque había cumplido su deber en las murallas y montado muchas guardias en las noches frías.

Miraba con irritado terror a aquellos hombres armados y barbudos instalados como en casa propia en la tierra de Francia, y sentía en el alma una especie de fiebre de impotente patriotismo al mismo tiempo que esa gran necesidad, que ese nuevo instinto de prudencia que ya no nos ha abandonado.


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Un Drama Verdadero

Guy de Maupassant


Cuento


«Lo verdadero puede a veces no ser verosímil»
Boileau, Art poétique, III, 48

Decía yo el otro día, en este lugar, que la escuela literaria de ayer se servía, para sus novelas, de las aventuras o de las verdades excepcionales encontradas en la existencia; mientras que la escuela actual, al no preocuparse sino por la verosimilitud, establece una especie de media de los acontecimientos ordinarios.

Y hete aquí que me comunican toda una historia, ocurrida, al parecer, y que se diría inventada por algún novelista popular o algún dramaturgo delirante.

Es, en cualquier caso, pasmosa, bien urdida y muy interesante en su extrañeza.

En una propiedad rural, mitad granja y mitad quinta, vivía una familia que tenía una hija a la que cortejaban dos jóvenes, hermanos.

Éstos pertenecían a una antigua y excelente casa, y vivían juntos en una propiedad vecina.

El preferido fue el mayor. Y el pequeño, a quien un amor tumultuoso le trastornaba el corazón, se tornó sombrío, soñador, errabundo. Salía durante días enteros o bien se encerraba en su habitación, y leía o meditaba.

Cuanto más se acercaba la hora de la boda, más receloso se volvía.

Aproximadamente una semana antes de la fecha fijada, el novio, que regresaba una noche de su cotidiana visita a la joven, recibió un disparo a quemarropa, en un rincón del bosque. Unos campesinos, que lo encontraron al nacer el día, llevaron el cuerpo a su hogar. Su hermano se sumió en una fogosa desesperación que duró dos años. Se creyó incluso que se metería a cura o que se mataría.

Al cabo de esos dos años de desesperación, se casó con la novia de su hermano.


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Un Bandido Corso

Guy de Maupassant


Cuento


El camino ascendía suavemente hacia el centro del bosque de Altone. Los desmesurados abetos formaban sobre nuestras cabezas una bóveda quejumbrosa, dejaban oír algo así como un lamento continuo y triste, mientras que a derecha e izquierda sus delgados y rectos troncos semejaban un ejército de tubos de órgano, de los que parecía salir la monótona música del viento en las cimas.

Al cabo de tres horas de marcha, el número de aquellos largos y juntos maderos disminuyó; de trecho en trecho un árbol gigantesco, apartado de los demás, y abierto como una sombrilla enorme, ostentaba su copa de un sombrío verde; y de pronto llegamos al límite del bosque, a unos cien metros por debajo del desfiladero que conduce al inculto valle de Niolo.

En las dos altas cumbres que dominan este paraje, algunos viejos árboles disformes parecen haber subido penosamente, como exploradores enviados delante de una compacta muchedumbre. Volviéndonos, divisamos todo el bosque, extendido a nuestros pies, semejante a una inmensa cubeta de madera cuyos bordes, que parecían tocar el cielo, eran desnudas rocas que lo cerraban por todas partes.

De nuevo nos pusimos en marcha, y diez minutos después llegábamos al desfiladero.

Entonces contemplé un país sorprendente. A la conclusión de otro bosque un valle, pero un valle como no los había yo visto, una soledad de piedra de diez leguas de longitud, extendida entre dos montañas de dos mil metros de altura y sin un sembrado, sin un árbol a la vista. Es el Niolo, la patria de la libertad corsa, la inaccesible ciudadela de donde nunca los invasores pudieron expulsar a los montañeses.

—Ahí es también donde están refugiados todos nuestros bandidos —me dijo mi acompañante.

Pronto llegamos al fondo de aquel agujero inculto y de indescriptible belleza.


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Un Ardid

Guy de Maupassant


Cuento


El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise—longue y decía:

—No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!... Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El médico contestó sonriendo:

—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

—No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.


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Tombuctú

Guy de Maupassant


Cuento


El bulevar, ese río de vida, bullía en el polvo de oro del sol poniente. Todo el cielo estaba rojo, cegador; y, por detrás de la Madeleine, una inmensa nube arrebolada arrojaba sobre toda la larga avenida un oblicuo diluvio de fuego, vibrante como el vapor de una fogata.

La muchedumbre, alegre, palpitante, caminaba bajo aquella bruma encendida y parecía en una apoteosis. Los rostros estaban dorados; los sombreros negros y los trajes tenían reflejos de púrpura; el charol de los zapatos lanzaba llamas sobre el asfalto de las aceras.

Ante los cafés, multitud de hombres tomaban bebidas brillantes y coloreadas que parecían piedras preciosas fundidas en el cristal.

Entre los parroquianos vestidos con trajes ligeros y oscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían bajar todos los ojos con el deslumbramiento de sus entorchados. Charlaban, alegres sin motivo, entre aquella gloria de vida, entre la radiante irradiación de la tarde; miraban a la muchedumbre, los hombres lentos y las mujeres apresuradas que dejaban tras sí un perfume intenso y turbador.

De repente un enorme negro, vestido de negro, ventrudo, con un chaleco de dril recargado de dijes, con la cara tan reluciente como si le hubieran sacado brillo, pasó ante ellos con aire triunfal. Sonreía a los transeúntes, sonreía a los vendedores de periódicos, sonreía hacia el cielo resplandeciente, sonreía a París entero. Era tan alto que sobrepasaba todas las cabezas; y, a su paso, todos los bobalicones se volvían para contemplarlo de espaldas.

Pero de pronto divisó a los oficiales y, atropellando a los bebedores, se lanzó hacia ellos. En cuanto estuvo ante su mesa, clavó en ellos sus ojos brillantes y encantados, y las comisuras de la boca le subieron hasta las orejas, descubriendo unos dientes blancos, claros como una luna creciente en un cielo negro. Los dos hombres, estupefactos, contemplaban a aquel gigante de ébano, sin entender su alegría.


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Sueños

Guy de Maupassant


Cuento


Fue después de una cena de amigos, de viejos amigos. Eran cinco: un escritor, un médico, y tres solteros ricos sin profesión.

Se había hablado de todo, y se había llegado a una lasitud, esa lasitud que precede y decide la partida después de una fiesta. Uno de los comensales, que miraba desde hacía cinco minutos, sin hablar, el agitado bulevar, constelado por las boquillas del gas y lleno de zumbidos, dijo de pronto:

—Cuando no se hace nada de la mañana a la noche, los días son largos.

—Y las noches también —añadió su vecino.

Yo apenas duermo, los placeres me cansan, las conversaciones no varían; jamás encuentro una idea nueva, y experimento, antes de hablar con no importa quién, un furioso deseo de no decir nada y no oír nada. No sé qué hacer con mis veladas.

Y el tercer desocupado proclamó:

—Estaría dispuesto a pagar bien una forma de pasar, cada día, sólo dos horas agradables.

Entonces el escritor, que acababa de echarse el abrigo al brazo, se acercó.

—El hombre —dijo— que descubriera un vicio nuevo, y lo ofreciera a sus semejantes, aunque eso redujera su vida a la mitad, haría un servicio más grande a la humanidad que aquél que encontrara el medio de asegurar la salud y la juventud eternas.

El médico se echó a reír, y mientras mordisqueaba un cigarro dijo:

—Sí, pero las cosas no se descubren de este modo. Aunque se ha buscado encarecidamente y trabajado el asunto desde que el mundo existe. Los primeros hombres llegaron de golpe a la perfección en esto. Nosotros apenas los igualamos...

Uno de los tres desocupados suspiró.

—¡Es una lástima!

Luego, al cabo de un minuto, añadió:

—Si tan sólo pudiéramos dormir, dormir bien sin tener ni frío ni calor, dormir con ese anonadamiento de las noches de gran cansancio, dormir sin sueños.


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¡Solo!

Guy de Maupassant


Cuento


Habíamos comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos, el más viejo de todos nosotros, me dijo:

—¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Eliseos?

Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y continuo que se escucha en. París a todas horas. Un vientecillo fresco nos azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas, parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo:

—No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese instante la luz se extingue... la ventana se cierra y ¡se acabó!

De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una sola. Mi amigo murmuró:


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San Antonio

Guy de Maupassant


Cuento


Lo llamaban "San Antonio" porque, además de llamarse Antonio, era bondadoso, alegre, bromista, buen bebedor y vigoroso perseguidor de mozas, a pesar de sus sesenta años.

Labriego en la comarca de Caux, de color arrebatado, ancho pecho y voluminoso vientre, parecía encaramado sobre sus largas piernas, excesivamente delgadas para las anchuras de su cuerpo.

Viudo, vivía sólo con su criada y dos criados en la casa de labranza cuyos trabajos dirigía, echando una mano en toda ocasión, atento siempre a sus conveniencias, muy entendido en sus asuntos, en la cría de ganados y en el cultivo de las tierras. Sus dos hijos y sus tres hijas, casados todos ventajosamente, vivían también en los contornos de Caux, y una vez al mes iban a comer con su padre. Su vigor era celebrado por cuantos lo conocían, repitiéndose allí, como un proverbio, esta frase: "Tal o cual es fuerte como 'San Antonio'". Cuando llegó la invasión prusiana, "San Antonio", en la taberna, prometió comerse un ejército, porque era charlatán como un verdadero normando, bastante mandria y fanfarrón. Daba puñetazos en las mesas, que retemblaban haciendo saltar las tazas y los vasos, y gritaba, con el rostro enrojecido y la mirada socarrona, con la exaltación mentirosa de un hombre satisfecho:

—¡Voy a tragármelos! ¡ Por vida de...!

Imaginaba que los prusianos jamás llegarían a Tanneville; pero en cuanto supo que se habían apoderado ya de Rautot, se encerró en su casa y desde la ventana de la cocina miraba constantemente hacia la carretera, esperando el momento en que brillarían a distancia los fusiles.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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