Puesto que he decidido contar lais, no quiero olvidarme de El hombre—lobo. Bisclavret es el nombre en bretón; los normandos lo llaman Garwaf
(Garou). Se podía oír hace tiempo e incluso con frecuencia ocurría, que
ciertos hombres se convertían en lobos y habitaban en los bosques. El
hombre—lobo es bestia salvaje. Mientras está rabioso, devora hombres,
produce grandes daños yendo y viniendo por la espesura. Pero dejemos
este asunto. Os quiero hablar de uno de ellos en concreto.
Vivía en Bretaña un barón. De él he oído grandes alabanzas. Era bello
y buen caballero, y se conducía noblemente. Era muy amigo de su señor y
todos sus vecinos lo querían. Se había casado con una mujer de elevada
alcurnia y agradable semblante. Él la amaba y ella le correspondía. Una
cosa, no obstante, molestaba a la dama, y es que cada semana perdía a su
esposo durante tres días enteros, sin saber qué le acontecía ni adónde
iba. Ninguno de los suyos sabía nada tampoco.
En cierta ocasión en que volvía a su casa, alegre y contento, ella le ha interrogado:
—Señor, —le ha dicho—, hermoso y dulce amigo, desearía preguntaros
una cosa, si me atreviera a ello, pero temo vuestra ira. ¡No hay cosa
que más tema en el mundo!
Cuando él la hubo oído, la abrazó, la atrajo hacia sí y la besó.
—Señora, —dijo—, preguntad. No hay pregunta a la que yo no quiera responderos, si sé hacerlo.
Respondió ella:
—Por mi fe, ¡estoy salvada! ¡Señor, tengo tanto miedo los días en que
os separáis de mí! Siento gran dolor en el corazón y tan gran temor de
perderos que si no obtengo consuelo de inmediato, creo que voy a morir
pronto. Decidme adónde vais, dónde os halláis, dónde permanecéis. A mi
parecer, tenéis otro amor y, si es así, cometéis grave falta.
—Señora, por Dios, gran mal me vendría si os lo digo, pues os alejaría de mi amor y yo mismo me perdería.
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