Pitcher, empleado de confianza en la oficina de Harvey Maxwell,
bolsista, permitió que una mirada de suave interés y sorpresa visitara
su semblante, generalmente exento de expresión, cuando su empleador
entró con presteza, a las 9.30, acompañado por su joven estenógrafa. Con
un vivaz “Buen día, Pitcher”, Maxwell se precipitó hacia su escritorio
como si fuera a saltar por sobre él, y luego se hundió en la gran
montaña de cartas y telegramas que lo esperaban.
La joven hacía un año que era estenógrafa de Maxwell. Era hermosa en
el sentido de que decididamente no era estenográfica. Renunció a la
pompa de la seductora Pompadour. No usaba cadenas ni brazaletes ni
relicarios. No tenía el aire de estar a punto de aceptar una invitación a
almorzar. Vestía de gris liso, pero la ropa se adaptaba a su figura con
fidelidad y discreción. En su pulcro sombrero negro llevaba un ala
amarillo verdosa de un guacamayo. Esa mañana, se encontraba suave y
tímidamente radiante. Los ojos le brillaban en forma soñadora; tenía las
mejillas como genuino durazno florecido, su expresión de alegría,
teñida de reminiscencias.
Pitcher, todavía un poco curioso, advirtió una diferencia en sus
maneras. En lugar de dirigirse directamente a la habitación contigua,
donde estaba su escritorio, se detuvo, algo irresoluta, en la oficina
exterior. En determinado momento, caminó alrededor del escritorio de
Maxwell, acercándose tanto que el hombre se percató de su presencia.
La máquina sentada a ese escritorio ya no era un hombre; era un
ocupado bolsista de Nueva York, movido por zumbantes ruedas y resortes
desenrollados.
—Bueno, ¿qué es esto? ¿Algo? —interrogó Maxwell lacónicamente.
Las cartas abiertas yacían sobre el ocupado escritorio que parecía un
banco de hielo. Su agudo ojo gris, impersonal y brusco enfocó con
impaciencia la mitad del cuerpo de la muchacha.
Información texto 'El Romance de un Ocupado Bolsista'