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textos no disponibles fecha: 21-10-2016


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El Asesino de Cisnes

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


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24 págs. / 42 minutos / 121 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Arca y el Aparecido

Stendhal


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Aparecido

Marqués de Sade


Cuento


La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos. No obstante, si el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse de que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.

Una gruesa Madame Dallemand, que todo París conocía entonces como una mujer alegre, franca, ingenua y de buena compañía, vivía, desde hacía más de veinte años que era viuda, con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean—en—Grève. Madame Dallemand se encontraba un día cenando en casa de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere. Ella sale y reconoce a Ménou.

—¿Qué asunto tan urgente —le dice ella— puede hacerte venir a turbarme así en una casa en la que no eres conocido?

—Uno muy esencial, señora, responde el corredor, y debes creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablarte por última vez en mi vida…


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Alcahuete Castigado

Marqués de Sade


Cuento


Durante la Regencia ocurrió en París un hecho tan singular que aún hoy en día puede ser narrado con interés; por un lado, brinda un ejemplo de misterioso libertinaje que nunca pudo ser declarado del todo; por otro, tres horribles asesinatos, cuyo autor no fue descubierto jamás. Y en cuanto a… las conjeturas, antes de presentar la catástrofe desencadenada por quien se la merecía, quizá resulte así algo menos terrible


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Agricultor Modelo

Jules Renard


Cuento


El combate parecía terminado cuando una última bala, una bala perdida, impactó en la pierna derecha de Fabricien. Se vio obligado a regresar a su tierra con una pierna de madera.

En un primer momento mostró cierto orgullo; las primeras veces que entró en la iglesia del pueblo golpeando con tanta fuerza las losas, se le habría podido confundir con un portero de gran ciudad.

Luego, una vez que la curiosidad se apaciguó, se lamentó durante mucho tiempo, avergonzado, de verse inútil para siempre.

Buscó con una obstinación, frecuentemente frustrada, la forma de ser útil.

Y ahora, en el sendero de un modesta holgura, sin menospreciar su pierna de carne, siente cierta debilidad por la de madera.

Trabaja a jornal. Le asignan un trozo del huerto. Y pueden marcharse y dejarlo trabajar.

Su bolsillo derecho está lleno de judías rojas o blancas, a elegir. Además está roto, no demasiado, pero tampoco poco.

Con paso regular, Fabricien recorre a lo largo y a lo ancho el terreno. Su pierna de madera hace un hoyo a cada paso. Sacude su bolsillo agujereado. Las judías caen. Las recubre con el pie izquierdo y continúa.

Y mientras se gana la vida honradamente, el antiguo soldado, con las manos a la espalda y la cabeza en alto, parece pasearse para cuidar su salud.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Abate Aubin

Prosper Mérimée


Cuento


I

DE MADAMA DE P… A MADAMA DE G…

Noirmoutiers… noviembre 1844.

Prometí escribirte, mi querida Sofía, y cumplo mi palabra: después de todo es lo mejor que puedo hacer durante estas largas veladas. En mi última carta te dije de qué modo caí en la cuenta de que tenía treinta años y estaba arruinada. Para la primera de estas desgracias, no hay remedio. En cuanto a la segunda, nos resignamos bastante mal, pero, en fin, nos resignamos.

Para restablecer nuestros negocios, necesitamos pasar dos años, por lo menos, en el sombrío caserón desde el cual te escribo.

Estuve sublime. Tan pronto como supe el estado de nuestra hacienda, propuse a Enrique ir a hacer economías en el campo, y ocho días después nos encontrábamos en Noirmoutiers.

Nada te diré del viaje. Hacía muchos años que no me había encontrado a solas con mi marido durante tanto tiempo. Naturalmente, ambos estábamos de bastante mal humor; pero como me hallaba perfectamente resuelta a poner a mal tiempo buena cara, todo pasó bien. Tú conoces mis grandes resoluciones y sabes si las cumplo.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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