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textos no disponibles fecha: 22-10-2016


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La Muerte de Odjigh

Marcel Schwob


Cuento


En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente hacia ellas hileras de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había vegetación, sólo pocas manchas de líquen pálido sobre las rocas. La osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. La muerte invernal atacaba la vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos; luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo que habitaba cavernas o cuevas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer del Almacén

Katherine Mansfield


Cuento


Durante todo el día hizo un calor terrible. El suelo levantaba un viento cálido, que silbaba entre los montecillos de hierba y se arrastraba por todo el camino, empujando. El blanco polvo calcáreo se elevaba en remolinos, impulsado por el viento, envolviéndonos la cara y posándose sobre nuestros cuerpos como otra piel reseca e irritante. Los caballos iban con paso lento, resoplando. El que llevaba la carga estaba enfermo, con una gran llaga abierta que hería su vientre. De vez en cuando se detenía en seco, giraba la cabeza para mirarnos, como a punto de llorar, ¿relinchando? Cientos de alondras gemían en el aire. El cielo se había teñido de un color brilloso y los gemidos de las alondras me parecieron los que hacía la tiza al escribir en un pizarrón. Se veía sólo una extensión de manojos de hierba, una fila tras otra de montones de hierba, con alguna flor púrpura perdida o zarzas secas cubiertas de telarañas densas.

Jo cabalgaba adelante. Llevaba una camisa azul de tela gruesa, pantalones de pana y botas altas de montar. Un pañuelo blanco con lunares rojos —parecía que acababa de limpiarse la sangre de las narices— le rodeaba el cuello. Bajo las alas anchas de su sombrero se veían mechones de cabellos blancos; sus cejas y el bigote estaban cubiertos de polvo. Jo cabalgaba balanceándose muy suelto sobre la silla y se quejaba de tanto en tanto. Ni una sola vez en el día, cantó aquello que decía:

“No me interesa, porque verás, tengo a mi suegra siempre delante”.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer que Comía Poco

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un matrimonio en el que el marido era pastor de un rebaño de cabras. El pobre hombre se dirigía todos los lunes a la montaña y no regresaba a casa hasta el sábado. Estaba delgado, delgado como un junco. Y su mujer estaba gorda, gorda como una vaca. Cuando el marido estaba presente, la mujer no comía casi nada; se quejaba de dolores de estómago y decía que no tenía realmente apetito. Su marido se sorprendía:

—Mi mujer no come nada pero está muy gorda; es muy extraño.

Se lo comentó a otro pastor que le dijo:

—El lunes, en lugar de subir a la montaña, escóndete en la casa y verás si tu mujer come o no.

Llegó el lunes; el pastor se echó el zurrón al hombro y le dijo a su esposa:

—Hasta el sábado. Cuídate. No enfermes por no comer.

Ella le contestó:

—Mi pobre marido, no tengo apetito. Sólo de pensar en comer me dan náuseas. Estoy gorda porque así es mi naturaleza.

El pastor salió en dirección a la montaña pero, a mitad de camino, se dio media vuelta y, sin que lo viera su mujer, entró en su casa y se escondió detrás de la cocina. Desde ese punto de observación, la vio comerse una gallina con arroz. A lo largo de la tarde se comió una tortilla con salchichón. Cuando llegó la noche, el pastor salió de su escondite, entró en la cocina y le dijo a la glotona:

—¡Hola, buenas!

—Pero, ¿por qué has vuelto? —le preguntó ella.

—Había tanta niebla en la montaña que he temido perderme. Además llovía y caían gruesos granizos.

Ella le dijo entonces:

—Deja tu zurrón y siéntate; voy a servirte la cena.

Y colocó sobre la mesa una escudilla de leche y unas gachas de maíz. El pastor le dijo:

—¿Tú no comes?

—¿Cómo? ¡En el estado en que me encuentro! Tienes suerte de tener apetito. Pero dime, ¿cómo es posible que no estés mojado si llovía y granizaba tanto en la montaña?


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer Vengada

Marqués de Sade


Cuento


Remontémonos a las épocas gloriosas en las que Francia tenía numerosos señores feudales que gobernaban despóticamente sus dominios, en vez de treinta mil esclavos envilecidos ante un solo rey. Cerca de Fimes vivía el señor de Longeville, en su vasto feudo, con una castellana morena, no demasiado bella, pero muy impulsiva, avispada y sumamente amante de los placeres. Ella contaba con unos veinticinco o veintisiete años de edad y él, como mucho, treinta; pero, como llevaban casados ya diez años, cada uno hacía lo que podía con objeto de procurarse las distracciones necesarias para aplacar el tedio matrimonial. La población, o más bien el villorrio de Longeville, no ofrecía excesivos estímulos; sin embargo, desde hacía dos años él se las arreglaba discreta y satisfactoriamente con una campesina de dieciocho años, tranquila y cariñosa, llamada Louison. La agradable tórtola acudía cada noche a los aposentos de su señor a través de una escalera secreta, construida a tal efecto en una de las torres, y por la mañana levantaba el vuelo antes de que la señora entrara en la alcoba de su marido, cosa que solía hacer a la hora del almuerzo.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Perla de Toledo

Prosper Mérimée


Cuento


¿Quién me dirá si el Sol es más bello en el amanecer que en el ocaso? ¿Quién me dirá del olivo y el almendro cuál es el más bello árbol? ¿Quién me dirá entre el valenciano y el andaluz cuál es el más bravo? ¿Quién me dirá cuál es la más bella de las mujeres?

—Yo le diré cuál es la más bella de las mujeres: es Aurora de Vargas, la Perla de Toledo.

El Negro Tuzani ha pedido su lanza, ha pedido su escudo: su lanza la coge con la mano derecha; su escudo pende de su codo. Desciende a su caballeriza y considera a sus cuarenta jumentos, uno detrás de otro. Dice:

—Berja es la más vigorosa: sobre su larga grupa traeré a la Perla de Toledo o, por Alá, Córdoba no volverá a verme jamás.

Parte, cabalga, llega a Toledo, y encuentra a un anciano cerca de Zacatín.

—Anciano de la barba blanca, lleva esta carta a don Guttiere, a don Guttiere de Saldaña. Si es hombre vendrá a combatir contra mí cerca de la fuente de Almami. La Perla de Toledo debe pertenecer a uno de nosotros.

Y el anciano ha tomado la carta, la ha tomado y la ha llevado al conde de Saldaña cuando jugaba al ajedrez con la Perla de Toledo. El Conde ha leído la carta, ha leído el desafío, y con su mano ha golpeado la mesa tan fuerte que todas las piezas se han tumbado. Y se levanta y pide su lanza y su buen caballo; y la Perla también se ha levantado toda temblorosa, pues ha comprendido que él iba a un duelo.

—Señor Guttiere, don Guttiere Saldaña, quédese, se lo ruego, y juegue otra vez conmigo.

—No jugaré más al ajedrez; quiero jugar el juego de las lanzas en la fuente de Almami.

Y los lloros de Aurora no pudieron pararlo, pues nada para a un caballero que acude a un duelo. Entonces la Perla de Toledo toma su manto, monta sobre su mula y se dirige a la fuente de Almami.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Petición

Jules Renard


Cuento


En el gran patio de la Gouille, la señora Repin lanzaba a sus aves puñados de grano. Éstos volaban regularmente de la cesta, siguiendo el ritmo del gesto, y se dispersaban granizando sobre el duro suelo. La fina música de un manojo de llaves, que se entrechocaban, ascendía de uno de los bolsillos del mandil. Haciendo con los labios “¡Cht, Cht!” e incluso dando grandes zapatazos, la señora Repin alejaba a las voraces pavas. Sus crestas azuleaban de cólera y los semicírculos de sus colas se abría de inmediato como una especie de detonación y brusco desenvolvimiento de un abanico que se abre entre los dedos de una dama nerviosa. El señor Repin apareció por el camino con paso acelerado. El lanzamiento de grano se detuvo, las llaves se callaron y las inquietas gallinas se revolvieron un instante por el apresuramiento desacostumbrado del señor Repin.

—¿Qué ocurre? —preguntó la granjera.

El señor Repin respondió:

—¡Gaillardon quiere una!

—¿Una gallina?

—Hazte la graciosa: una de nuestras hijas. Viene a almorzar el domingo.

Tan pronto como las señoritas conocieron la noticia, Marie, la más joven, besó a su hermana mayor de forma turbulenta: «¡Me alegro mucho, Henriette, me alegro mucho!». Estaba feliz, en primer lugar por la felicidad de su primogénita, y también un poco por ella, pues el señor Repin había dicho siempre, casi canturreando: «Cuando hay dos hijas casaderas, la mayor va delante, la menor sigue detrás». Pero, Henriette no avanzaba muy rápido y Marie pensaba que si no se ponía por delante, tal vez no llegara nunca a casarse.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Piel de Naranja

Oscar Wilde


Cuento


I

Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas.

En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la Medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos.

Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi «media naranja», como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.

Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa—Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa—Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.

Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.

Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela.

Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas.


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La Reina Isabel

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor conde d’Osmoy

El Guardián del Palacio de los Libros dijo: «La reina Nitocris, la Bella de rosadas mejillas, viuda de Papi I, de la décima dinastía, para vengar el asesinato de su hermano, invitó a los conjurados a cenar con ella en una sala subterránea de su palacio de Aznac, luego, tras desaparecer de la sala, HIZO QUE ENTRARAN EN ELLA, SÚBITAMENTE LAS AGUAS DEL NILO.

—Manethon

Hacia 1404 (me remonto tan atrás para no ofender a mis contemporáneos), Isabel, esposa del rey Carlos VI, regente de Francia, vivía, en París, en el antiguo palacio Montagu, una especie de residencia más conocida por el nombre de la mansión Barbette.

Allí se proyectaban las famosas justas a la luz de las antorchas a orillas del Sena; eran noches de gala, de conciertos, de festines, encantadores tanto por la belleza de las mujeres y de los jóvenes señores como por el inaudito lujo que la corte desplegaba.


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La Salvaje

Marcel Schwob


Cuento


El padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles. Búchette veía cómo se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de corteza; a menudo, los musgos grises venían a arrastrarse sobre su rostro. «¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas heridas. Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la sombra. Búchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno. El se tendía entre las ramitas despedidas y masticaba con lentitud. Después, Búchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para gritar: «¡Uuu!».

Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette solía observarla desde lejos.

Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aun encendidas por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de la misma edad de Búchette.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Cerezas

Alfred de Musset


Cuento


Un día, mientras Jesús y san Pedro caminaban por el mundo, se sintieron muy cansados. Hacía un calor canicular, pero a lo largo del trayecto no encontraron ni a un alma caritativa que les ofreciera un vaso de agua, ni algún pequeño riachuelo que les procurara un hilillo de agua. Iban caminando algo desanimados cuando Jesús, que iba delante, vio en el suelo una herradura; se volvió a su discípulo y le dijo:

—Pedro, recoge esa herradura y guárdala.

Pero san Pedro, que tenía un humor de perros, le respondió:

—Ese trozo de hierro no merece el esfuerzo de bajarse a recogerlo. Dejémoslo ahí, Señor.

Como de costumbre, Jesús no hizo ningún comentario; se contentó con bajarse, recoger la herradura e introducirla en su bolsillo. Y se pusieron de nuevo en camino, mudos y silenciosos.

Al cabo de algún tiempo encontraron a un herrador que iba en dirección contraria. Durante la parada que hicieron juntos, Jesús entabló conversación con él y en el momento de separarse, Jesús le vendió la herradura que había encontrado.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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