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textos no disponibles fecha: 22-10-2016


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La Esfinge Sin Secreto

Oscar Wilde


Cuento


Una tarde, tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix, contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisina y asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de nuevo con él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes amigos. Yo lo había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, íntegro y divertido! Solíamos decir que habría sido el mejor de los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad, pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pareció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía con la misma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares; así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.

—No comprendo suficientemente bien a las mujeres —respondió.

—Mi querido Gerald —dije—, las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.

—Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar —replicó.

—Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald —exclamé—; ¿de qué se trata?

—Vamos a dar una vuelta en coche —contestó—, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro color… Mira, aquel verde oscuro servirá.

Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.

—¿Dónde vamos? —quise saber.

—¡Oh, donde tú quieras! —repuso—. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mojigata

Marqués de Sade


Cuento


El señor de Sernenval, que rondaba los cuarenta años de edad, contaba con unas doce o quince mil libras de renta que gastaba con toda tranquilidad en París, y no ejercía ya la carrera de comercio que antaño había estudiado con miras a conseguir un cargo de regidor. Hacía algunos años había contraído matrimonio con la hija de uno de sus antiguos colegas, cuando ella tenía unos veinticuatro años. No había otra mujer con tanta frescura, con tanta lozanía y tan rellenita como la señora de Sernenval. Aunque no tuviera el físico de las Gracias, resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor, y aunque su apariencia no fuera precisamente el de una reina, emanaba de ella tanta voluptuosidad, con esos ojos tan amorosos y lánguidos, esa boca tan hermosa, esos senos tan redonditos y firmes, que era una de las mujeres más atrayentes de París.

Sin embargo, la señora de Sernenval, tan atractiva como era, adolecía de un defecto insoportable: una infinita mojigatería, una beatería irritante y una actitud tan ridículamente pudorosa que raramente su marido podía convencerla para que se dejara ver en público en su compañía. Tampoco era frecuente que accediera a pasar la noche con él, y cuando se dignaba a otorgarle este placer, lo hacía siempre con el máximo recato, vestida con un horrible camisón del que no se despojaba jamás. Únicamente le permitía la entrada a través de una abertura realizada artísticamente, a tal efecto, en el pórtico del Himeneo, y siempre con la condición de que no intentara ningún otro contacto ni tocamiento deshonesto.

Él respetaba con resignación los pudorosos límites que ella le imponía para evitar que montara en cólera, y por miedo a perder el favor de su mujer, a la que adoraba, aunque tanta mojigatería le resultaba ridícula; por eso, de vez en cuando, intentaba sermonearla.


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La Mujer Vengada

Marqués de Sade


Cuento


Remontémonos a las épocas gloriosas en las que Francia tenía numerosos señores feudales que gobernaban despóticamente sus dominios, en vez de treinta mil esclavos envilecidos ante un solo rey. Cerca de Fimes vivía el señor de Longeville, en su vasto feudo, con una castellana morena, no demasiado bella, pero muy impulsiva, avispada y sumamente amante de los placeres. Ella contaba con unos veinticinco o veintisiete años de edad y él, como mucho, treinta; pero, como llevaban casados ya diez años, cada uno hacía lo que podía con objeto de procurarse las distracciones necesarias para aplacar el tedio matrimonial. La población, o más bien el villorrio de Longeville, no ofrecía excesivos estímulos; sin embargo, desde hacía dos años él se las arreglaba discreta y satisfactoriamente con una campesina de dieciocho años, tranquila y cariñosa, llamada Louison. La agradable tórtola acudía cada noche a los aposentos de su señor a través de una escalera secreta, construida a tal efecto en una de las torres, y por la mañana levantaba el vuelo antes de que la señora entrara en la alcoba de su marido, cosa que solía hacer a la hora del almuerzo.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Reina Isabel

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor conde d’Osmoy

El Guardián del Palacio de los Libros dijo: «La reina Nitocris, la Bella de rosadas mejillas, viuda de Papi I, de la décima dinastía, para vengar el asesinato de su hermano, invitó a los conjurados a cenar con ella en una sala subterránea de su palacio de Aznac, luego, tras desaparecer de la sala, HIZO QUE ENTRARAN EN ELLA, SÚBITAMENTE LAS AGUAS DEL NILO.

—Manethon

Hacia 1404 (me remonto tan atrás para no ofender a mis contemporáneos), Isabel, esposa del rey Carlos VI, regente de Francia, vivía, en París, en el antiguo palacio Montagu, una especie de residencia más conocida por el nombre de la mansión Barbette.

Allí se proyectaban las famosas justas a la luz de las antorchas a orillas del Sena; eran noches de gala, de conciertos, de festines, encantadores tanto por la belleza de las mujeres y de los jóvenes señores como por el inaudito lujo que la corte desplegaba.


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Los Estafadores

Marqués de Sade


Cuento


Siempre existió en París una clase de individuos, extendida por todo el mundo, cuyo único oficio es el de vivir a costa de los demás: no hay nada tan habilidoso como las múltiples maniobras de estos intrigantes, no hay nada que no inventen, nada que no tramen para atraer, de una manera o de otra, a la víctima a sus malditas redes; mientras que el grueso de su ejército trabaja en la ciudad, unos destacamentos revolotean por sus alrededores, se desparraman por los campos y viajan sobre todo en los transportes públicos; una vez expuesta esta triste situación de forma inamovible, volvemos a la inexperta joven a la que pronto lloraremos cuando la veamos en tan perversas manos. Rosette de Flarville, hija de un buen burgués de Ruán, a fuerza de súplicas acababa al fin de obtener el permiso de su padre para ir a pasar el carnaval en París a casa de un tal señor Mathieu, tío suyo, rico usurero que vivía en la calle Quicampoix. Rosette, aunque un poco lerda, tenía no obstante dieciocho años cumplidos, una figura encantadora, era rubia, con grandes ojos azules, una piel resplandeciente y su seno, bajo una leve gasa, anunciaba a todo buen conocedor que lo que la muchacha guardaba a cubierto valía por lo menos tanto como lo que se podía ver…


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La Tema del Reducto

Prosper Mérimée


Cuento


Un militar amigo mío, muerto de fiebre en Grecia hace unos años, me narró un día la primera acción de guerra en que tomó parte. Su relato me interesó en grado tal que lo reproduje de memoria, en cuanto tuve oportunidad para ello. Helo aquí:

—Me incorporé a mi regimiento el 4 de septiembre por la tarde. Di con el coronel en el cuerpo de guardia: en el primer momento me recibió con cierta hosquedad; pero después de leer la carta de presentación que me había dado el general B., cambió de modales y me dirigió algunas palabras corteses.

Fui presentado por él a mi capitán en el mismo instante en que este último volvía de un reconocimiento. El capitán, a quien no tuve en verdad tiempo de conocer, era un hombre alto, moreno, de fisonomía dura y repulsiva. De soldado raso había ido ganando galones y la cruz en los diversos campos de batalla. La voz, ronca y débil, contrastaba singularmente con su estatura casi gigantesca. Me dijeron que le había quedado esa voz rara después de que un balazo lo atravesara de parte a parte en la batalla de Jena.

Al enterarse de que yo venía de la escuela de Fontainebleau, torció el gesto y dijo:

—Mi teniente murió ayer.

Comprendí que quería decir: «Usted es quien ha de reemplazarlo y no tiene capacidad para ello». Un comentario burlón asomó a mis labios; pero me contuve.

La luna se alzó por detrás del reducto de Cheverino, situado a dos tiros de cañón de nuestro vivac. Era una luna grande y roja, como se presenta siempre al levantarse. Pero esa tarde me pareció de dimensiones extraordinarias. Por un momento, el reducto se destacó, negro, en el disco brillante de la luna. Parecía el cono de un volcán en el instante en que se produce la erupción.

Un viejo soldado junto al que me encontraba advirtió el color de la luna.

—¡Está muy roja —dijo—, eso es señal que ha de costar mucho el famoso reducto!


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Bandidos

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henri Roujon

¿Qué es el Tercer Estado? Nada.
¿Qué debe ser? Todo.
—Sully, después Sieyes

Pibrac, Nayrac, dos subprefecturas gemelas unidas por un camino vecinal construido bajo el régimen de los Orleáns, testimoniaban, bajo un cielo maravilloso, una perfecta unión de costumbres, negocios y maneras de ver.

Como en cualquier lugar, el pueblo se caracterizaba por sus pasiones; como en todas partes, la burguesía conciliaba el aprecio general con el suyo propio. Todos, pues, vivían en paz y alegría en estas afortunadas localidades, hasta que una tarde de octubre ocurrió que el viejo violinista de Nayrac, hallándose corto de fondos, abordó, en el camino real, al sacristán de Pibrac y, aprovechándose de la oscuridad, le pidió con tono perentorio algún dinero.

Asustado, el hombre de las Campanas, sin reconocer al violinista, accedió graciosamente; pero, de vuelta a Pibrac, contó su aventura de tal manera que, en las imaginaciones enfebrecidas por su relato, el viejo músico de Nayrac se convirtió en una banda de ávidos ladrones que infestaban el Midi y asolaban el camino real con sus crímenes, incendios y depredaciones.

Astutos, los burgueses de los dos pueblos habían exagerado los rumores, de la misma manera que cualquier buen propietario se ve obligado a aumentar los defectos de las personas que tienen aspecto de ansiar sus capitales. ¡No porque hubieran sido engañados! Ellos habían consultado las fuentes. Habían interrogado al sacristán tras haber bebido. Este se contradijo, y ahora ellos sabían la verdad del asunto mejor que nadie… Sin embargo, burlándose de la credulidad de las masas, nuestros dignos ciudadanos se guardaban el secreto para ellos solos, como les gusta guardar todo lo que tienen; tenacidad que, ante todo, es el signo distintivo de las gentes sensatas e instruidas.


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Los Hermanos Van Buck

Alfred de Musset


Cuento


En una ciudad alemana, no lejos de las orillas del Rin, vivían los dos hermanos Van—Buck, que pasaban por ser, y con razón, dos diestros grabadores. Tenían por costumbre ir casi todas las noches, después de cenar, a casa de un viejo orfebre, vecino suyo; aquel buen hombre, cuyo nombre era Thomas Heermans, los recibía en su trastienda, junto a la chimenea y con una gran pipa en los labios; las veladas, que pasaban solos los tres, no eran demasiado animadas; los dos hermanos eran de un temperamento bastante taciturno, y por lo que se refiere al orfebre, aunque tenía un ojo despierto, era raro que los trabajos a los que se consagraba día y noche no lo preocuparan hasta el punto de volverlo algo distraído y poco hablador. Sin embargo, se entendían y se apreciaban más precisamente por la similitud de su talante; era muy raro que al pasar por delante de la tienda de Heermans por la noche, no se viera a través de los cristales las cabezas de los tres amigos alrededor de una lámpara y, en la mayoría de ocasiones, una gran jarra de cerveza.

Una noche, no hace mucho tiempo, el viejo Heermans se mostró más alegre de lo habitual.

—¿Qué le ocurre, pues? —le dijeron los grabadores— tiene una noticia feliz escrita en la cara.

—Amigos míos, —contestó el buen orfebre— mi hija sale mañana del internado, su educación ha concluido, y me ven mis dignos amigos, mis queridos vecinos, con una alegría tal que me dan ganas de bailar sobre una mesa.

Hay que señalar que el bueno de Heermans había apreciado siempre a los religiosos lo mismo que a la peste. Pero una anciana hermana, rica y piadosa, había exigido que su sobrina estudiara en un colegio de religiosas y el prudente calculador había tenido que aceptar aunque de mala gana.

—Sí, amigos míos, ya la verán, ¡estoy ansioso por pellizcarle las mejillas!


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Los Fuegos Fatuos

George Sand


Cuento


Los flambeaux, flambettes o flamboires, también llamados fuegos fatuos, son esos meteoros azulados que todo el mundo ha encontrado por la noche o ha visto danzar sobre la superficie inmóvil de las aguas pantanosas. Se dice que esos meteoros son inertes por sí mismos, pero la menor brisa los agita y toman aspecto de movimiento que divierte o inquieta la imaginación según ésta esté predispuesta a la tristeza o a la poesía.

Para los campesinos son almas en pena que les piden oraciones, o almas perversas que los arrastran en una carrera desesperada y los llevan, después de mil rodeos insidiosos, a lo más profundo del pantano o del río. Como al lupeux o al trasgo, se les oye reír cada vez más claramente a medida que se adueñan de su víctima y la ven aproximarse al desenlace funesto e inevitable. Las creencias varían mucho respecto a la naturaleza o la intención más o menos perversa de los fuegos fatuos. Algunos se contentan con perderte y, para lograr su fin, no les importa adoptar diversos aspectos.

Se cuenta que un pastor que había aprendido a hacer que le fueran favorables, los hacía ir y venir a su antojo. Bajo su protección todo marchaba bien para él. Sus animales disfrutaban y por lo que a él respecta, no estaba nunca enfermo, dormía y comía bien en verano como en invierno. No obstante, lo vieron de repente ponerse delgado, macilento y melancólico. Cuando le preguntaron acerca de la causa de su desazón, contó lo siguiente:

Una noche que se encontraba en su cabaña con ruedas, cerca de su redil, fue despertado por un gran resplandor y por grandes golpes sobre el techo de su habitáculo.

—¿Qué ocurre? —dijo, muy sorprendido de que sus perros no le hubieran advertido.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Incomprendida

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Jules Destrée

No golpees nunca a una mujer, ni siquiera con una flor.
—El Corán

Cuando se abrían las últimas rosas de la pasada primavera, Geoffroy de Guerl, llevando con él, de París, a su primera preferida, Simone Liantis, alquiló, a orillas del Loire, una alegre quinta, amueblada al estilo Luis XVI y con jardín cercado, donde unas lijas muy altas, encerrando una vasta extensión central de verdor, se entrecruzaban en largos viales hasta el espacio abierto. Cerca, en las laderas de pequeñas colinas, crecía una espesura de maleza y de fresnos, enrojecidos ahora por el otoño, que parecía lanzar soledad hacia la casa.

A los veinte años —y sólo con unos siete mil francos de renta—, ponerse a vivir con una elegante, con aquella esbelta morena de viva mirada, tez de jazmín y rasgos finos y duros, suponía una locura, ¿no es verdad? Ciertamente. Pero si el señor de Guerl era un gallardo mozo, de maneras amables, famoso por su valor y dotado de un espíritu de artista, un clarividente sentimentalismo lo defendía —armadura oculta, pero a toda prueba— de todas las amorosas concesiones susceptibles de arrastrar a esenciales caídas.


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