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textos no disponibles fecha: 23-10-2016


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Un Obispo en el Atolladero

Marqués de Sade


Cuento


Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de las blasfemias. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.

A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las “b” y a las “f” pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers, su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.

—Monseñor —exclamó al fin el cochero, a punto de estallar—, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso.

—¿Y por qué no? —contestó el obispo.

—Porque es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo permite.

—Bueno, bueno —contestó el obispo, zalamero, santiguándose—, blasfema, pues, hijo mío, pero lo menos posible.

El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo… y llegan sin novedad.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Sueño

Iván Turguéniev


Cuento


I

Yo vivía entonces con mi madre en una pequeña ciudad del litoral. Había cumplido diecisiete años y mi madre no llegaba a los treinta y cinco: se había casado muy joven. Cuando falleció mi padre yo tenía solamente seis, pero lo recordaba muy bien. Mi madre era una mujer más bien bajita, rubia, de rostro encantador aunque eternamente apenado, voz apagada y cansina y movimientos tímidos. De joven había tenido fama por su belleza, y hasta el final de sus días fue atractiva y amable. Yo no he visto ojos más profundos, más dulces y tristes, cabellos más finos y suaves; no he visto manos más elegantes. Yo la adoraba y ella me quería… No obstante, nuestra vida transcurría sin alegría: se hubiera dicho que un dolor oculto, incurable e inmerecido, consumía permanentemente la raíz misma de su existencia. La explicación de aquel dolor no estaba sólo en el duelo por mi padre, aun cuando fuese muy grande, aun cuando mi madre lo hubiera amado con pasión, aun cuando honrara piadosamente su memoria… ¡No! Allí se ocultaba algo más que yo no entendía, pero que llegaba a percibir, de modo confuso y hondo, apenas me fijaba fortuitamente en aquellos ojos apacibles y quietos, en aquellos maravillosos labios, también quietos, aunque no contraídos por la amargura, sino como helados de por siempre.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vera

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A la señora condesa d’Osmoy:

“La forma del cuerpo le es más
esencial que su propia sustancia.”

La fisiología moderna

El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites.

Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint-Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol.

Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera.

En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Viaje Circular

Émile Zola


Cuento


I

Hace ocho días que Luciano Bérard y Hortensia Larivière están casados. La madre de la novia, viuda del señor Larivière, que posee, desde hace treinta años, un comercio de juguetes y bisutería en la calle de la Chaussée d’Antin, es una mujer seca y angulosa, de carácter despótico, que no pudo negar la mano de su hija a Luciano, único heredero de un quincallero del barrio; pero que tiene intenciones de vigilar, constantemente y muy de cerca, al nuevo matrimonio. En el contrato, la señora Larivière ha cedido a su hija la tienda completa, reservándose apenas una habitación de su casa, pero en realidad es ella misma quien continúa dirigiéndolo todo con pretexto de poner a sus hijos al corriente de la venta.

Estamos en el mes de agosto; el calor es intenso y los negocios van mal. La señora Larivière tiene un carácter más agrio que nunca; no tolera que Luciano descuide sus quehaceres, al lado de Hortensia, ni un solo minuto. Un día que los sorprendió abrazándose en la tienda, dos semanas después de la boda, hubo un escándalo en la casa. Acordándose de que ella no permitió nunca a su difunto esposo la menor familiaridad en el almacén, decía a sus hijos que sólo con mucha seriedad y con mucha compostura podía lograrse una clientela y una fortuna.

—Yo, al menos —repetía— no conseguí sino de esa manera la fama de mi establecimiento…

Luciano, pues, no queriendo aún enojarse, se contenta con enviar a su mitad besos furtivos cada vez que su buena suegra vuelve las espaldas.

Un día, sin embargo, se toma la libertad de recordar en alta voz que sus familias les han prometido el dinero necesario para hacer un viaje de novios y pasar la luna de miel en santa calma.

A lo cual contesta la señora Larivière, apretando sus labios delgadísimos:

—Pues bien, váyanse a pasar un día al bosque de Vincennes.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vida de Ma Parker

Katherine Mansfield


Cuento


Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:

—Ayer lo enterramos, señor.

—¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento —dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:

—Espero que el entierro fuese bien.

—¿Cómo dice, señor? —dijo con voz ronca la anciana Ma Parker.

¡Pobre mujer! Estaba acabada.

—Que espero que el entierro fuese bien… —repitió.

Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.

—Supongo que está abatida —dijo en voz alta, tomandoun poco de mermelada.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Visión de Carlos XI

Prosper Mérimée


Cuento


La gente se burla de las visiones y de las apariciones sobrenaturales. Sin embargo, algunas cuentan con tal cantidad de testimonios a su favor, que el que se niegue a creerlas se verá obligado, para mostrarse consecuente, a rechazar de plano todos los testimonios históricos.

Lo que garantiza la autenticidad del hecho que voy a relatar es el sumario de una causa avalado por las firmas de cuatro testigos dignos de crédito. Añadiré que la predicción contenida en este sumario era conocida y citada mucho antes que unos acontecimientos recientemente ocurridos le hayan dado, como parece, cumplimiento.

Carlos XI, padre del famoso Carlos XII, fue uno de los monarcas más despóticos y sagaces que ha tenido Suecia. Restringió los monstruosos poderes de la nobleza, abolió el poder del Senado y dictó leyes emanadas de su propia autoridad; en una palabra, cambió la Constitución del país, que antes de su ascensión al trono era oligárquica, y obligó a los Estados a confiarle la autoridad absoluta. Era, por otra parte, un hombre inteligente, valeroso, muy adicto a la religión luterana, de un carácter inflexible, frío, práctico y enteramente desprovisto de imaginación.

Acababa de perder a su esposa Ulrique Eléonore. Aunque se dice que la dureza con que trataba a la princesa provocó su temprana muerte, la apreciaba, y su fallecimiento le afectó mucho más de lo que podía esperarse de un corazón tan seco como el suyo. A partir de aquel acontecimiento, se mostró más sombrío y taciturno que nunca, y se entregó al trabajo con un encarnizamiento que revelaba una imperiosa necesidad de apartar de su mente las ideas penosas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vox Populi

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.

Sentado ante la verja de Notre—Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, —rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra—, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.

¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.

Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.

Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:

—¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!


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Sobre el Arte de Escribir

Franz Kafka


Carta


Kafka a Oskar Pollak

Praga, principios de 1903

De entre ese par de millares de líneas que te entrego, quizás haya unas diez que todavía podría tolerar; los toques de trompeta en la última carta no eran necesarios, en lugar de la esperada revelación te envío garabatos infantiles... La mayor parte me resulta repelente, lo digo abiertamente (por ejemplo La mañana y otras cosas); me resulta imposible leer esto por entero y me contento si aguantas alguna lectura aislada. Pero debes recordar que yo comencé en una época en la que se "creaban obras" cuando se utilizaba un lenguaje ampuloso; no existe peor época para el comienzo. ¡Y yo que estaba tan emperrado por las palabras grandilocuentes! Entre los papeles hay una hoja en la cual están apuntados unos nombres especialmente solemnes, escogidos del calendario. Necesitaba dos nombres para una novela, y por fin elegí los subrayados: Johannes y Beate (Renate ya me lo habían birlado, por su gorda aureola de prestigio). Resulta casi divertido. (B.K. 57 s.)

Kafka a Oskar Pollak

Praga, principios de 1903

En estos cuadernos hay, sin embargo, algo que falta por completo: aplicación, constancia y como se digan todas estas cosas.... Lo que a mí me falta es disciplina. El leer a medias estos cuadernos es lo menos que hoy espero de ti. Tienes un hermoso cuarto. Las lucecitas de los comercios brillan semiocultas y activas desde abajo. Quiero que cada sábado, comenzando desde el segundo, me permitas que te lea mis obras durante media hora. Quiero ser aplicado durante tres meses. Hoy sé ante todo una cosa: el arte tiene más necesidad de la artesanía, que la artesanía del arte. Claro que no creo que uno pueda obligarse a parir, pero sí a educar a los hijos. (B.K. 58)


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La Paz del Hogar

Honoré de Balzac


Cuento


Dedicada a mi querida sobrina
Valentina Surville

La aventura narrada en esta historia tuvo lugar hacia el año de 1809, en aquella época en que el fugaz imperio de Napoleón llegaba al brillante apogeo de su gloria. Los clarines de la gran victoria de Wagran resonaban aun en el corazón de la monarquía austríaca. Habíase firmado un tratado de paz entre Francia y los Aliados. Semejantes á astros que verifican sus revoluciones, reyes y príncipes se agruparon en torno de Napoleón, quien se complacía en uncir la Europa á su carro, como una especie de ensayo del magnífico poder que desplegó más tarde en Dresde.

Á guiarnos por el dicho de los contemporáneos, París no presenció nunca fiestas más hermosas que las que precedieron y siguieron al matrimonio de Napoleón con la archiduquesa de Austria. Ni aun en los días más brillantes de la monarquía acudieron tantos reyes y príncipes á las orillas del Sena, ni jamás la aristocracia francesa gozó de mayores riquezas ni esplendidez. Los diamantes desparramados con profusión sobre los atavíos, y los bordados de oro y plata de los uniformes formaban tan singular contraste con la sencillez republicana, que parecía como si las riquezas del mundo entero se hubiesen amontonado en los salones de París. Una embriaguez general se había apoderado de este efímero imperio. Los militares, sin excluir al mismo Emperador, gozaban como advenedizos los tesoros conquistados con la sangre de un millón de soldados adornados con la sencilla charretera de lana, y cuyas exigencias se habían satisfecho hasta entonces con algunas pocas varas de cinta encarnada. La mayor parte de las mujeres señalaban ya en esta época aquel bienestar de costumbres y aquel relajamiento moral que caracterizaron el reinado de Luis XV.


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