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textos no disponibles fecha: 24-05-2016


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Ante la Ley

Franz Kafka


Cuento, Fábula


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián , y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si mas tarde lo dejarán entrar.

—Tal vez — dice el centinela — pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta , como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

—Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno mas poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene mas esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

—Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.


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1 pág. / 3 minutos / 532 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Ladrón de Cadáveres

Robert Louis Stevenson


Cuento


Todas las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacia viento como si no, tanto si llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.


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Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Diablo de la Botella

Robert Louis Stevenson


Cuento


Había un hombre en la isla de Hawai al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela, además era un marinero de primera clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.

San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.


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Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Miguel Strogoff

Julio Verne


Novela


PRIMERA PARTE

1. UNA FIESTA EN EL PALACIO NUEVO

—Señor, un nuevo mensaje.

—¿De dónde viene?

—De Tomsk.

—¿Está cortada la comunicación más allá de esta ciudad?

—Sí, señor; desde ayer.

—General, envíe un mensaje cada hora a Tomsk para que me tengan al corriente de cuanto ocurra.

—A sus órdenes, señor —respondió el general Kissoff.

Este diálogo tenía lugar a las dos de la madrugada, cuando la fiesta que se celebraba en el Palacio Nuevo estaba en todo su esplendor.

Durante aquella velada, las bandas de los regimientos de Preobrajensky y de Paulowsky no habían cesado de interpretar sus polcas, mazurcas, chotis y valses escogidos entre lo mejor de sus repertorios.

Las parejas de bailadores se multiplicaban hasta el infinito a través de los espléndidos salones de Palacio, construido a poca distancia de la «Vieja casa de Piedra», donde tantos dramas terribles se habían desarrollado en otros tiempos y cuyos ecos parecían haber despertado aquella noche para servir de tema a los corrillos.


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336 págs. / 9 horas, 48 minutos / 298 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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