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En las Altas Horas de la Noche

Katherine Mansfield


Cuento, Monólogo


Virginia está sentada junto al fuego. Sus ropas de calle han quedado tiradas sobre una silla, y las botinas humean levemente junto a la encendida chimenea.
 

VIRGINIA (dejando la carta). — No me gusta nada esta carta; pero nada. No sé si ha tenido el propósito de mostrarse grosero o si es éste su modo de expresarse. (Leyendo.) «Muchas gracias por los calcetines. Como últimamente he recibido cinco pares, estoy seguro de que no le parecerá mal que se los haya dado a otro de la compañía.» No, no es que a mí se me figure; es que ha querido serlo. Es un terrible grosero.

Ah, cómo me gustaría no haberle enviado aquella carta donde le aconsejaba que se cuidara. Daría cualquier cosa por recoger aquella carta. La escribí también en una noche de domingo. No escribiré más cartas los domingos por la noche. Siempre me expansiono demasiado. No sé por qué me producen ese efecto las noches de los domingos. Y es que me perezco por tener a alguien a quien escribir, a alguien a quien amar. Sí, es eso: hacen que me sienta tristona y henchida de ternura. Es curioso, ¿verdad?


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3 págs. / 5 minutos / 98 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Sopa de Queso

Alphonse Daudet


Cuento


Es una pequeña habitación en la quinta planta, una de esas buhardillas en las que la lluvia cae directa sobre los cristales de la ventana y que, cuando llega la noche como ahora, parecen perderse con los tejados en medio de la oscuridad y el viento. Sin embargo, la habitación es buena, confortable, y al entrar en ella se siente no sé qué sensación de bienestar que aumentan el ruido del viento y los torrentes de lluvia que corren por los canalones, y podría pensarse que se entra en un nido cálido, situado en la cima de un gran árbol.

Por el momento, el nido está vacío. El dueño de la vivienda no está; pero se nota que va a volver pronto y todo allí parece estar esperándolo. Sobre un buen fuego cubierto, una pequeña olla hierve tranquilamente con un murmullo de satisfacción. Es un poco tarde para una olla; por lo que, aunque ésta parece estar acostumbrada a su oficio a juzgar por los laterales chamuscados, quemados, de vez en cuando se impacienta y su tapadera se levanta agitada por el vapor. Entonces una bocanada de calor apetitosa sube y se extiende por toda la habitación. ¡Oh! ¡Qué bien huele la sopa de queso!


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3 págs. / 5 minutos / 57 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Conspirador

Stendhal


Cuento


Acababa de aplazarse hasta el día siguiente la sesión del tribunal de lo criminal; la señora condesa de Précilly bajaba por las escaleras, góticas a medias, de este amplio palacio del Renacimiento que los antiguos delfines de Borgoña dejaron en manos de la corte real de ***. Estaba conmovida; asistía junto con la flor y nata de la ciudad al juicio criminal de un desventurado joven que le había descerrajado un tiro de escopeta a una amante a la que adoraba. La vida de la muchacha corría aún grave peligro. Pero en sus declaraciones se notaba claramente que estaba enamorada del asesino. «¡Bien pensado, qué cosa tan singular es el amor!», pensaba Armandine de Précilly mientras bajaba por aquellas escaleras góticas haciendo por no apoyarse en el brazo del caballero de Marcieux, un ridículo enojoso y muy educado, que se las daba de enamorado suyo. «Si hay algo que no se parezca al amor es lo que siento por esta persona», pensaba mirando al caballero que, por intentar sujetarla, iba pisando, con riesgo de romperse la crisma cien veces, por la parte estrecha de la escalera de caracol.

Cuando tenía ya el pie en el último peldaño, la señora de Précilly oyó un estruendo de caballos que andaban por los adoquines, muy cerca de ella; siguió adelante de forma imprudente y su cabeza se encontró a menos de un pie de la del caballo del gendarme. El caballero de Marcieux soltó una exclamación, la señora de Précilly se asustó y, en ese mismo momento, vio a un joven muy alto y muy pálido que bajaba de la calesa. El gendarme se había vuelto para decirle a gritos al portero que cerrase la puerta del patio.

«Es un prisionero», pensaba la condesa. En ese mismo momento, sus ojos, enternecidos por aquel descubrimiento, se toparon de plano con los de Frédéric Sauven, que llevaba treinta y seis horas viajando en silla de posta y con tres gendarmes y estaba ansioso por encontrarse con una mirada compasiva.


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3 págs. / 5 minutos / 114 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Los Hombros de la Marquesa

Émile Zola


Cuento


I

La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.

—¿La señora ha llamado?

—Dígame, ¿ha subido la temperatura?

¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan.

—¿Ha subido la temperatura?

La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.

—¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.

La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:

—¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.

II

Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.


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3 págs. / 5 minutos / 115 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Instalación

Alphonse Daudet


Cuento


¡Valiente susto les he dado a los conejos! Acostumbrados a ver durante tanto tiempo cerrada la puerta del molino, las paredes y la plataforma invadidas por la hierba, creían ya extinguida la raza de los molineros, y encontrando buena la plaza, habíanla convertido en una especie de cuartel general, un centro de operaciones estratégicas, el molino de Jemmapes de los conejos. Sin exageración, lo menos veinte vi sentados alrededor de la plataforma, calentándose las patas delanteras en un rayo de luna, la noche en que llegué al molino. Al abrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale de estampía a esconderse en la espesura, enseñando las blancas posaderas y rabo al aire. Supongo que volverán.

Otro que también se sorprende mucho al verme, es el vecino del piso primero, un viejo búho, de siniestra catadura y rostro de pensador, el cual reside en el molino hace ya más de veinte años. Lo encontré en la cámara del sobradillo, inmóvil y erguido encima del árbol de cama, en medio del cascote y las tejas que se han desprendido. Sus redondos ojos me miraron un instante, asombrados, y, después, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores, no se cepillan jamás! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada más que cualquiera otro, y no me corre prisa desahuciarlo. Conserva, como antes de habitarlo yo, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado; yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, con la bóveda rebajada como el refectorio de un convento.

* * *

Desde ella escribo con la puerta abierta de par en par, y un sol espléndido.


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3 págs. / 5 minutos / 44 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Philibert Lescale

Stendhal


Cuento


Conocía superficialmente a aquel M. Lescale de seis pies de estatura; era uno de los hombres de negocios más ricos de París: tenía una factoría en Marseille y varios buques en el mar. Acaba de morir. No era un hombre taciturno, pero si pronunciaba diez palabras al día era casi de milagro. Pese a eso le gustaba la alegría y hacía todo lo necesario para que lo invitáramos a las cenas que habíamos establecido los sábados y que celebrábamos casi en secreto. Tenía olfato comercial y yo lo habría consultado si se me hubiera presentado algún negocio dudoso.

Al morir me hizo el honor de escribirme una carta de tres líneas. Se interesaba en ella por un joven que no llevaba su apellido. Se llamaba Philibert.

Su padre le había dicho:

—Haz lo que te venga en gana, no me importa: cuando cometas tonterías yo ya estaré muerto. Tienes dos hermanos; dejaré mi fortuna al menos torpe de los tres; a los otros dos les dejaré cien luises de renta.

Philibert había recibido todos los premios en el colegio pero lo cierto es que, al salir de éste, no sabía absolutamente nada. Después fue húsar por tres años y realizó dos viajes a América. Cuando realizó el segundo de éstos, se decía enamorado de una cantante que parecía una pícara empedernida, capaz de inducir a su amante a contraer deudas, a hacer falsificaciones y más tarde incluso a cometer algún lindo delito que lo conduciría directamente a los tribunales. Así se lo dije al padre.

El señor Lescale mandó llamar a Philibert, al que no había visto desde hacía dos meses.

—Si estás dispuesto a abandonar París y a viajar a Nueva Orléans —le dijo—, te daré quince mil francos que sólo recibirás a bordo del barco en el que trabajarás como sobrecargo.

El joven se marchó y se arreglaron para que su estancia en América durara más que su etapa de pasión.


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3 págs. / 5 minutos / 79 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Vox Populi

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.

Sentado ante la verja de Notre—Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, —rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra—, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.

¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.

Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.

Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:

—¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!


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3 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Pobres Gentes

León Tolstói


Cuento


En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Dama de Verona

Anatole France


Cuento


Este relato fue hallado por el R.P. Adone Doni en los archivos del convento de Santa Croce, de Verona:

«La señora Eletta de Verona era tan maravillosamente bella y bien formada que los eruditos de la ciudad que tenían conocimientos de historia y mitología llamaban a su señora madre con los nombres de Leto, Leda o Sémele, dando a entender así que la hija había sido engendrada en ella por algún Zeus antes que por cualquier hombre mortal como eran el marido y los amantes de la citada señora. Pero los más sabios, sobre todo fray Battista, que fue antes que yo guardián del convento de la Santa Croce, consideraban que semejante belleza corporal tenía algo que ver con el diablo que es un artista en el sentido en el que lo interpretaba Nerón, emperador de los romanos, que decía al morir: «¡Qué artista perece!». Y no hay duda de que Satanás, el enemigo de Dios, que es muy hábil con los metales, es también excelente trabajando la carne humana. Yo que les estoy hablando, que tengo un amplio conocimiento del mundo, he visto en múltiples ocasiones campanas e imágenes de hombres fabricadas por el enemigo del género humano. Sus artimañas son increíbles. Tuve igualmente conocimiento de hijos que algunas mujeres concibieron por obra del diablo, pero sobre esta cuestión mis labios están sellados por el secreto de confesión. Me limitaré pues a decir que corrían extrañas teorías acerca del nacimiento de la señora Eletta.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Sor Natalia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Antiguamente, en Andalucía, en el ángulo de un camino montañoso, se levantaba un monasterio de la Orden Tercera franciscana; aquel claustro, aunque a la vista de otros conventos que velaban unos por los otros, estaba sobre todo protegido por la devoción que imponía entonces el aspecto de una gran cruz colocada ante la entrada, en la que una campana tañía dos veces al día. Una capilla profunda, cuya puerta no se cerraba jamás, se abría sobre tres peldaños, y el camino bordeaba por un lateral la tapia del monasterio. A su alrededor, llanuras feraces, árboles aromáticos, hierbas en las cunetas, aislamiento y camino polvoriento.

Un enervante crepúsculo de otoño, en el fondo de la capilla se encontraba arrodillada, y con hábito de novicia, una joven cuyos rasgos eran de una belleza suave y conmovedora. Estaba ante una hornacina situada en un pilar de cuya bóveda colgaba una solitaria lámpara dorada que iluminaba una Virgen con los ojos bajos y las manos abiertas, dispensando gracias radiantes, una Virgen celestial en actitud de Ecce ancilla.

Desde el camino, y por las vidrieras opuestas, se oían subir las notas frescas y sonoras de un cantor de serenata acompañado de una bandurria cordobesa. Las lánguidas frases, ardientes de pasión, de audacia y de juventud, llegaban hasta la iglesia, hasta sor Natalia, la novicia arrodillada que, con la frente apoyada sobre los brazos cruzados a los pies de la Señora, murmuraba con voz desolada:


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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