Textos más cortos no disponibles | pág. 23

Mostrando 221 a 230 de 2.219 textos encontrados.


Buscador de títulos

textos no disponibles


2122232425

Los Amantes de Toledo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Émile Pierre

¿Habría sido justo, pues, que Dios
condenara al Hombre a la Felicidad?

Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio.

Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros…, los refectorios, la biblioteca.

En una de aquellas habitaciones, —en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones—, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada.

A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 46 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Hadas de Francia

Alphonse Daudet


Cuento


—¡Levántese la acusada! —dijo el presidente.

Algo se movió en el horrible banquillo de las petroleras, y una cosa informe, titubeante, se acercó y se apoyó en la barandilla. Era un manojo de andrajos, rotos, remiendos, cintas, flores marchitas y plumas viejas, en medio del cual asomaba un pobre rostro ajado, curtido, arrugado, de entre cuyas arrugas surgía la malicia de dos ojillos negros, como una lagartija en la hendidura de una vieja pared.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntaron.

—Melusina.

—¿Cómo dice?

Ella repitió gravemente:

—Melusina.

El presidente sonrió bajo su bigote de coronel de dragones, pero continuó sin pestañear.

—¿Qué edad tiene?

—No sé.

—¿Profesión?

—Soy hada.

Al oír esta frase, el público, el Consejo y hasta el mismo fiscal, es decir, todo el mundo, estalló en una gran carcajada; pero las risas no la turbaron, y siguió hablando con una vocecita clara y trémula, que se elevaba y mantenía en el aire como una voz de ensueño:

—¡Ay! ¿Dónde están ya las hadas de Francia? Todas han muerto, señores. Yo soy la última; no queda ninguna más que yo… Y de verdad es una lástima, porque Francia era mucho más hermosa cuando aún vivían sus hadas. Nosotras éramos la poesía de nuestro pueblo, su candor, su juventud. Los lugares por donde solíamos andar, los rincones solitarios de los parques abandonados, las piedras de las fuentes, los torreones de los viejos castillos, las brumas de los estanques, las grandes landas pantanosas, recibían de nuestra presencia un poder mágico y solemne. A la luz fantástica de las leyendas se nos veía pasar por cualquier sitio, arrastrando nuestras colas en un rayo de luna o corriendo por los prados sin pisar la hierba. Los aldeanos nos apreciaban, nos veneraban.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 76 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Ventana Abierta

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel —dijo con mucho aplomo una señorita de quince años—; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.

Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.

—Sé lo que ocurrirá —le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural—: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.

Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.

—¿Conoce a muchas personas aquí? —preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.

—Casi nadie —dijo Framton—. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.

Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.

—Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía —prosiguió la aplomada señorita.

—Sólo su nombre y su dirección —admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.

—Su gran tragedia ocurrió hace tres años —dijo la niña—; es decir, después que se fue su hermana.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 432 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Barba Negra

Marcel Schwob


Cuento


Habíamos dejado Jamaica a finales de marzo de 1717, con un buen cargamento de quinquina y de ron. Y teníamos planeado comprar, a lo largo de la costa, variadas frutas de gran excelencia con el fin de venderlas en las islas que no las producen, como guayaba, papaya, mamey, junipa, combari y manzanas de caoba, de entre las cuales no hay nada mejor que los zapotes, que tienen el tamaño de una pera y la carne carmesí. El dueño de nuestra chalupa, la Aventure, era David Harriot y llevábamos a bordo a dos mujeres de alegre vida, españolas, llamadas Machilla y Machillón. Conocían bien la región, y visitaban las posadas para animar a los señores marineros a beber su ron; cada una llevaba en su pecho una pequeña bolsa de piel cosida llena de monedas de a ocho.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 99 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Novia de Corinto

Wolfgang Goethe


Poesía


Procedente de Atenas, a Corinto
llegó un joven que nadie conocía.
Y a ver a un ciudadano dirigiose,
amigo de su padre, y diz que habían
ambos viejos la boda concertado,
tiempos atrás, del joven con la hija
que el cielo al de Corinto concediera.

Pero es sabido que debemos caro
pagar toda merced que nos otorguen.
Cristianos son la novia y su familia;
cual sus padres, pagano es nuestro joven.
Y toda creencia nueva, cuando surge,
cual planta venenosa, extirpar suele
aquel amor que había en los corazones.

Rato hacía ya que todos en la casa,
menos la madre, diéranse al reposo.
Solícita recibe aquella al huésped
y lo lleva al salón más fastuoso.
Sin que él lo pida bríndale rumbosa
vino y manjares, exquisito todo,
y con un "buenas noches" se retira.

No obstante ser selecto el refrigerio,
apenas si lo prueba el invitado;
que el cansancio nos quita toda gana,
y vestido en el lecho se ha tumbado.
Ya se durmió... Pero un extraño huésped,
por la entornada puerta deslizándose,
a despertarlo de improviso viene.

Abre los ojos, y al fulgor escaso
de la lámpara mira una doncella
que cauta avanza, envuelta en blancos velos;
ciñen su frente cintas aurinegras.
Al ver que la han visto
levanta asustada
una blanca mano la sierva de Cristo.

—¿Cómo —exclama—, acaso una extraña soy
en mi hogar, que nada del huésped me dicen?
¡Y hacen que de pronto me acometa ahora
sonrojo terrible!
Sigue reposando
en ese mi lecho,
que yo a toda prisa el campo despejo.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 201 visitas.

Publicado el 25 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Lienzo

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—La jerga artística de esa mujer me exaspera —dijo Clovis a su amigo periodista—. Tiene la manía de decir que ciertos cuadros "brotan de uno", como si se tratara de una especie de hongo.

—Eso me recuerda la historia de Henri Deplis —dijo el periodista—. ¿Nunca se la he contado?

Clovis negó con la cabeza.

—Henri Deplis era nativo del Gran Ducado de Luxemburgo. Tras madura reflexión se hizo viajante de comercio. Sus actividades lo obligaban con frecuencia a atravesar los limites del Gran Ducado, y se encontraba en una pequeña ciudad del norte de Italia cuando le llegó la noticia de que recibiría un legado de un pariente lejano recientemente fallecido.

"No era un legado importante, aun desde el modesto punto de vista de Henri Deplis, pero lo impulsó a permitirse algunas extravagancias aparentemente inocuas. En particular, a patrocinar al arte local representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas Pincini. El Signor Pincini era, quizá, el más brillante maestro del arte del tatuaje que haya conocido Italia, pero la pobreza se contaba por cierto entre las circunstancias de su vida, y por la suma de seicientos francos aceptó complacido cubrir la espalda de su cliente, desde el cuello hasta la cintura, con una deslumbrante representación de la Caída de Ícaro. Cuando la composición quedó terminada, Monsieur Deplis sufrió una ligera decepción, pues suponía que Ícaro era una fortaleza tomada por Wallenstein durante la Guerra de los Treinta Años, pero se sintió más satisfecho con la ejecución de la obra, que fue aclamada por todos los que tuvieron el privilegio de verla, como la obra maestra de Pincini.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 192 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Las Tres Naranjas de Amor

Alfred de Musset


Cuento


Había una vez un príncipe que no se reía nunca. Pero un día, una mujer se dijo:

—Yo haré reír a ese príncipe; reír o llorar.

Y la mujer se vistió con harapos sujetos con una cuerda, se soltó el pelo y al son de un tamboril fue a bailar delante del príncipe que estaba asomado al balcón de su palacio. Se movió tanto bailando frenéticamente que, de repente, se rompió la cuerda que sujetaba su ropa y se quedó completamente desnuda en medio de la calle. Al verla, el príncipe se puso a reír a carcajadas. La mujer no había previsto que pudiera caérsele la ropa. Cuando vio que el príncipe se reía de ella dijo:

—Quiera Dios que no vuelva a reír nunca más antes de encontrar las tres naranjas de amor.

A partir de ese momento, el príncipe se sintió muy triste. Un día se dijo:

—Quiero divertirme y reír. Iré a buscar las tres naranjas de amor allí donde se encuentren.

Y se marchó en su búsqueda yendo de pueblo en pueblo. Una mañana, encontró a la mujer que le había echado la maldición, pero no la reconoció.

—¿Adónde va usted? —le preguntó.

—Estoy buscando las tres naranjas de amor.

—Se encuentran muy lejos de aquí; tres perros las custodian al fondo de una gruta. Vaya hacia el norte y la encontrará en el hueco de un montón de rocas.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 142 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Clavel

Katherine Mansfield


Cuento


En aquellos días tan calurosos, Eve —la singular Eve— llevaba siempre una flor. La olfateaba y olfateaba, la hacía girar entre los dedos, se la llevaba a la mejilla, la sostenía entre los labios, cosquilleaba con ella a Katie en el cuello, y terminaba haciéndola pedazos y comiéndola pétalo a pétalo.

—Las rosas son deliciosas, querida Katie —solía decir, de pie en el lóbrego guardarropa, extrañamente decorado con los floridos sombreros que pendían de las perchas a su espalda—, pero los claveles son sencillamente divinos. Saben como, como a... bueno.

Y echaba a volar su risita delgada que se iba revoloteando entre aquellas gigantescas y extrañas corolas de la pared de detrás. (Pero qué cruel aquella risita tan fina; Katie se la imaginaba con pico largo y afilado, garras y ojos como cuentas.)

Hoy era un clavel. Había llevado un clavel a la clase de francés. Un clavel de un rojo tan obscuro, que parecía haber sido inmerso en vino y puesto luego a secar en la obscuridad. Lo sostenía ante ella en su pupitre con los ojos entornados y sonriendo.

—¿Verdad que es encantador? —decía—. Pero...

—Un peu de silencie, s'il vous plait —se oyó decir a Monsieur Hugo.

¡Uf, qué calor más molesto! Era algo excesivo; algo espantoso. Un calor como para asarse una viva.

Las dos ventanas cuadradas de la sala de francés estaban abiertas de par en par, y las cortinas medio bajadas. No entraba aire, las cuerdas se balanceaban hacia atrás y hacia delante, y la cortina se movía. Pero lo cierto era que del exterior deslumbrante no venía ni un soplo de viento.

Hasta las chicas, en aquella estancia en penumbra, con sus pálidas blusas y las tiesas mariposas de sus lazos posadas sobre sus cabezas, parecían exhalar una claridad cálida y enfermiza, mientras que el blanco chaleco de Monsieur Hugo relucía como el vientre de un escualo.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 78 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Sueños

Guy de Maupassant


Cuento


Fue después de una cena de amigos, de viejos amigos. Eran cinco: un escritor, un médico, y tres solteros ricos sin profesión.

Se había hablado de todo, y se había llegado a una lasitud, esa lasitud que precede y decide la partida después de una fiesta. Uno de los comensales, que miraba desde hacía cinco minutos, sin hablar, el agitado bulevar, constelado por las boquillas del gas y lleno de zumbidos, dijo de pronto:

—Cuando no se hace nada de la mañana a la noche, los días son largos.

—Y las noches también —añadió su vecino.

Yo apenas duermo, los placeres me cansan, las conversaciones no varían; jamás encuentro una idea nueva, y experimento, antes de hablar con no importa quién, un furioso deseo de no decir nada y no oír nada. No sé qué hacer con mis veladas.

Y el tercer desocupado proclamó:

—Estaría dispuesto a pagar bien una forma de pasar, cada día, sólo dos horas agradables.

Entonces el escritor, que acababa de echarse el abrigo al brazo, se acercó.

—El hombre —dijo— que descubriera un vicio nuevo, y lo ofreciera a sus semejantes, aunque eso redujera su vida a la mitad, haría un servicio más grande a la humanidad que aquél que encontrara el medio de asegurar la salud y la juventud eternas.

El médico se echó a reír, y mientras mordisqueaba un cigarro dijo:

—Sí, pero las cosas no se descubren de este modo. Aunque se ha buscado encarecidamente y trabajado el asunto desde que el mundo existe. Los primeros hombres llegaron de golpe a la perfección en esto. Nosotros apenas los igualamos...

Uno de los tres desocupados suspiró.

—¡Es una lástima!

Luego, al cabo de un minuto, añadió:

—Si tan sólo pudiéramos dormir, dormir bien sin tener ni frío ni calor, dormir con ese anonadamiento de las noches de gran cansancio, dormir sin sueños.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 360 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Tatuaje

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—La jerga artística de esa mujer me cansa —dijo Clovis a su amigo periodista—. Le gusta tanto decir que ciertos cuadros "crecen sobre nosotros", como si fueran una especie de hongos.

—Eso me recuerda —dijo el periodista— la historia de Henri Deplis. ¿Te la conté alguna vez?

Clovis negó con la cabeza.

—Henri Deplis era por nacimiento un nativo del Gran Ducado de Luxemburgo. Por una reflexión más madura, se convirtió en un viajante de comercio. Sus actividades frecuentemente lo llevaban más allá de los límites del Gran Ducado, y paraba en una pequeña ciudad del norte de Italia cuando le llegaron noticias de que había recibido un legado de una parienta distante que había fallecido.

"No era un gran legado, aun desde el modesto punto de vista de Henri Deplis, pero lo impulsó hacia algunas extravagancias aparentemente inofensivas. En particular lo condujo a patrocinar el arte local en tanto representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas Pincini. El Signor Pincini era, tal vez, el más brillante maestro de tatuaje que Italia había conocido jamás, pero estaba decididamente empobrecido, y por la suma de seiscientos francos emprendió alegremente la tarea de cubrir la espalda de su cliente, desde la clavícula hasta la cintura, con una brillante representación de la Caída de Ícaro. El diseño, cuando fue finalmente desarrollado, le produjo una ligera desilusión a Monsieur Deplis, que había imaginado que Ícaro era una fortaleza tomada por Wallenstein en la Guerra de los Treinta Años, pero quedó más que satisfecho con el trabajo ejecutado, que fue aclamado por todos los que tuvieron el privilegio de verlo, como la obra maestra de Pincini.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 116 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

2122232425