Todo Véziers-le-Réthel había asistido
al duelo y al entierro del señor Badon-Leremince, y las
últimas palabras del discurso del delegado de la Prefectura se
grabaron en la memoria de todos: «¡Era un modelo de honradez!»
Modelo de honradez lo había sido en
todos los actos apreciables de su vida, en sus palabras, en su
ejemplo, en su actitud, en su comportamiento, en sus negocios,
en el corte de su barba y la forma de sus sombreros. Jamás
había dicho una palabra que no encerrara un ejemplo, jamás
había dado una limosna sin acompañarla con un consejo, jamás
había tendido la mano sin que pareciera una especie de
bendición.
Dejaba dos hijos: un varón y una
hembra; el hijo era diputado provincial, y la hija, casada con
un notario, el señor Poirel de la Voulte, una de las más
encopetadas damas de Véziers.
Se mostraban inconsolables por la
muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.
En cuanto terminó la ceremonia,
regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el
hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían
conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera
recibido tierra. Una anotación en el sobre indicaba esta
voluntad.
Fue el señor Poirel de la Voulte
quien rompió el sobre, en su calidad de notario habituado a
estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó,
con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:
Hijos míos, queridos hijos, no podría
dormir tranquilo el sueño eterno si no les hiciera, desde el
otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un
crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he
cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.
Información texto 'La Confesión'