I
Pues bien, ya voy a estudiar a la Universidad de Kazán, ni más ni menos.
La idea de la universidad me la sugirió N. Evréinov, alumno del
liceo, muchacho bueno y guapo, con cariñosos ojos de mujer. Vivía en la
buhardilla de la misma casa donde yo habitaba; me veía a menudo con un
libro en las manos, y aquello despertó su interés; trabamos conocimiento
y, poco después, Evréinov empezó a convencerme de que «yo poseía
excepcionales dotes para la ciencia».
—Usted ha nacido para consagrarse a la ciencia —me decía, sacudiendo bellamente los largos cabellos.
Por aquel entonces, yo no sabía aún que a la ciencia se le puede
servir en calidad de conejillo de indias, y Evréinov me demostraba con
tanto acierto que las universidades necesitaban precisamente muchachos
como yo… Ni que decir tiene que Mijaíl Lomonósov fue invocado, turbando
su reposo. Evréinov me decía que yo viviría en Kazán en su casa y que
durante el otoño y el invierno terminaría los estudios del liceo,
aprobaría unos examencillos de tres al cuarto —así dijo: «de tres al
cuarto»— en la universidad, recibiría una beca del Estado y, al cabo de
unos cinco años sería ya un «hombre de ciencia». Todo aquello era tan
sencillo porque Evréinov tenía diez y nueve años y un buen corazón.
Después de aprobar sus exámenes, se marchó y un par de semanas más tarde, partía yo en busca suya.
Al despedirnos, la abuela me aconsejó:
—No te enfades con la gente, no haces más que enfadarte, ¡muy
severo y soberbio te has vuelto! Esto te viene del abuelo, ¿y qué es el
abuelo? Después de vivir años y años, sólo ha llegado a tonto; es una
pena el viejo. Recuerda una cosa: no es Dios el que condena a las
personas, ¡al diablo es a quien le gusta hacerlo! Bueno, adiós…
Y luego de enjugarse unas parcas lágrimas de sus mejillas terrosas, ajadas, dijo:
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