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Matrimonio a la Moda

Katherine Mansfield


Cuento


Camino de la estación, William se dio cuenta de que había olvidado comprar algo para los críos. El olvido le causó gran malestar. ¡Pobres niños! ¡Qué pena! Las primeras palabras que decían siempre cuando corrían a saludarle eran: «¿Qué nos traes, papá?», y él no llevaba nada. Tendría que comprarles unos dulces en la estación. Pero eso era lo que había hecho los cuatro sábados anteriores, y la última vez sus caras habían sido lo suficientemente expresivas al ver aparecer las mismas cajas de costumbre.

Paddy había dicho:

—A mí ya me diste una con cinta roja.

Y el comentario de Johnny fue:

—Y a mí siempre me toca rosa. Odio el color rosa.

Pero, ¿qué podía hacer William? El asunto no era fácil. Antes hubiera cogido un taxi hasta una buena juguetería y en cinco minutos habría encontrado algo adecuado para ellos. Pero ahora tenían juguetes rusos, franceses, serbios… juguetes de Dios sabe qué parte del mundo. Hacía más de un año que Isabel había desechado los burritos, las locomotoras y un montón de cosas más porque eran «demasiado sentimentales» y «muy perjudiciales para la formación de los pequeños».

—Es importantísimo —había explicado la nueva Isabel— que tengan gustos adecuados desde el principio. Ahorra mucho tiempo más adelante. La verdad, si las pobres criaturas se pasan la infancia contemplando semejantes monstruosidades, es muy normal que al crecer insistan en que los lleven a la Real Academia de Pintura.

Y continuaba hablando como si una visita a la Real Academia de Pintura fuese algo semejante a una condena a muerte…

—Bueno, no estoy muy seguro —dijo William lentamente—. Cuando yo tenía su edad me iba a la cama abrazado a una toalla con un nudo en la punta.

La nueva Isabel le miró con los ojos entornados y los labios entreabiertos.


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13 págs. / 23 minutos / 92 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Biombo del Infierno

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


I

El Gran Señor de Horikawa es el señor más grande que hubo nunca en Japón. Las generaciones siguientes jamás verán un señor tan grande. Los rumores dicen que antes de su nacimiento, Daitoku- Myo-O, se apareció a la gran señora, su madre, en un sueño. Desde el momento de su nacimiento fue un hombre absolutamente extraordinario. Todo lo que hacı́a trascendı́a las expectativas corrientes.

Para mencionar sólo unos pocos ejemplos, el esplendor y el audaz diseño de su mansión de Horikawa exceden con mucho nuestras mediocres concepciones. Algunos dicen que su carácter y conducta son comparables con los del primer Emperador de China y el emperador Yang. Pero esta comparación puede semejarse a la descripción que el ciego hace del elefante. Porque su intención no era en absoluto disfrutar del monopolio de toda la gloria y el lujo. Era un hombre de gran alcurnia que preferı́a más bien compartir los placeres con todos los que se hallaban bajo su dominio.

Sólo un gobernante tan grande podrı́a haber sido capaz de pasar indemne a través de la truculenta escena que fue el verdadero pandemonio desatado frente al palacio imperial. Y más aún, indudablemente fue su autoridad la que logro exorcizar al espı́ritu del difunto Ministro de la Izquierda, quien por las noches asolaba su mansión, cuyos jardines eran una afamada imitación del pintoresco paisaje de Shiogama. De hecho, la influencia de Horikawa era tan enorme que toda la gente de Kyoto, jóvenes y viejos, lo respetaba tanto como si fuera un Buda encarnado.

Una vez, cuando volvı́a a su casa de una exhibición de capullos de ciruelo realizada en la corte imperial, uno de los bueyes que tiraban de su carro se soltó y atropelló a un anciano que pasaba por allı́. Se rumorea que, aun en medio del accidente, el anciano, uniendo las manos en gesto reverente, expresó su gratitud por haber sido atropellado por el buey del Gran Señor.


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36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 731 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Tartarín de Tarascón

Alphonse Daudet


Novela


EPISODIO PRIMERO. EN TARASCÓN

I. EL JARDIN DEL BAOBAB

Mi primera visita a Tartarín de Tarascón es una fecha inolvidable de mi vida; doce o quince años han transcurrido desde entonces, pero lo recuerdo como si fuese de ayer. Vivía por entonces el intrépido Tartarín a la entrada de la ciudad, en la tercera casa, a mano izquierda, de la carretera de Aviñón. Lindo hotelito tarasconés, con jardín delante, galería atrás, tapias blanquísimas, persianas verdes y, frente a la puerta, un enjambre de chicuelos saboyanos, que jugaban al tres en raya o dormían al sol, apoyada la cabeza en sus cajas de betuneros.

Por fuera, la casa no tenía nada de particular.

Nadie hubiera creído hallarse ante la mansión de un héroe. Pero, en entrando, ¡ahí era nada!

Del sótano al desván, todo en el edificio tenía aspecto heroico, ¡hasta el jardín!...

¡Vaya un jardín! No había otro como él en toda Europa. Ni un árbol del país, ni una flor de Francia; todas eran plantas exóticas: árboles de la goma, taparos, algodoneros, cocoteros, mangos, plátanos, palmeras, un baobab, pitas, cactos, chumberas..., como para creerse transportado al corazón de Africa central, a 10 000 leguas de Tarascón. Claro es que nada de eso era de tamaño natural; los cocoteros eran poco mayores que remolachas, y el baobab —árbol gigante (arbos gigantea)— ocupaba holgadamente un tiesto de reseda. Pero lo mismo daba: para Tarascón no estaba mal aquello, y las personas de la ciudad que los domingos disfrutaban el honor de ser admitidas a contemplar el baobab de Tartarín salían de allí pasmadas de admiración.

¡Figuraos, pues, qué emoción hube de sentir el día en que recorrí aquel jardín estupendo!... Pues ¿y cuando me introdujeron en el despacho del héroe?...

Aquel despacho, una de las curiosidades de la ciudad, estaba en el fondo del jardín y se abría, a nivel del baobab, por una puerta vidriera.


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86 págs. / 2 horas, 31 minutos / 229 visitas.

Publicado el 18 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

Diario de un Hombre Superfluo

Iván Turguéniev


Novela corta


Aldea de Ovéchaia Vodá, 20 de marzo de 18...

El médico acaba de marcharse. ¡Por fin he conseguido sacar algo en limpio! Por más que ha intentado echar mano de sus triquiñuelas, a lo último ha tenido que confesarme la verdad. Sí, moriré pronto, muy pronto. Los ríos se deshelarán, y yo me iré probablemente con las últimas nieves... ¿Adónde? ¡Dios sabrá! También al mar. ¡Qué le vamos a hacer! Si hay que morir, mejor que sea en primavera. Pero ¿no resulta ridículo iniciar un diario acaso dos semanas antes de morir? ¿Y qué hay de malo en ello? ¿Es que catorce días representan menos que catorce años, que catorce siglos? Frente a la eternidad, todo es vanidad, como suele decirse. Sin duda, pero en ese caos la misma eternidad es vanidad. Podría pensarse que me entrego al pensamiento abstracto: una mala señal. ¿No será que me acobardo? Será mejor que cuente algo. Fuera el ambiente es húmedo, sopla el viento. Me han prohibido salir. ¿Y qué voy a contar? Un hombre bien educado no debe hablar de sus propios achaques. Y escribir una novela no es algo que esté a mi alcance. Discurrir sobre temas elevados está por encima de mis fuerzas; en cuanto a la descripción de las cosas que me rodean, ni siquiera a mí mismo llega a interesarme. Pero no hacer nada me aburre, y me da pereza leer. ¡Ah! Voy a contarme a mí mismo mi propia vida. ¡Excelente idea! Cuando uno está con un pie en la tumba, no cabe mejor ocupación, tanto más cuanto que no ofende a nadie. Empecemos.


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66 págs. / 1 hora, 55 minutos / 425 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2017 por Edu Robsy.

Retrato de una Dama

Henry James


Novela


1

Era la hora dedicada a la ceremonia del té de la tarde y sabido es que, en determinadas circunstancias, hay en la vida muy pocas horas que puedan compararse a ésa por el agrado y atractivo que ofrece a quienes saben disfrutarla. Hay momentos en los cuales, se tome o no se tome té —cosa que, desde luego, algunos no hacen jamás—, la situación constituye por sí misma una verdadera delicia. Las personas que están presentes en mi imaginación al intentar escribir la primera página de esta sencilla historia ofrecían a la vista un cuadro admirablemente ilustrador del disfrute de tan inocente pasatiempo. Los utensilios de ágape tan parco e íntimo se hallaban dispuestos sobre el tierno césped de una antigua casa de campo inglesa durante una hora que yo calificaría de momento supremo de una espléndida tarde de verano. Se había desvanecido parte de dicha tarde, pero aún quedaba de ella bastante, que era precisamente su parte de más bella y extraordinaria calidad. Faltaban todavía algunas horas para el verdadero atardecer, mas el torrente de intensa luz de verano había empezado ya a decrecer, se había vuelto más suave el aire, y las sombras, como desperezándose, se iban estirando poco a poco sobre la tupida y tierna hierba. Era, como decimos, pausado su alargamiento, y el escenario de la naturaleza contribuía a favorecer el nacimiento de ese estado de ánimo, de solaz y abandono, que constituye la fuente principal de placer en semejante actividad y a semejante hora. Puede decirse que el intervalo de tiempo comprendido entre las cinco y las ocho de la tarde de un día estival es a veces una pequeña eternidad; mas en momentos como éste cabe afirmar que es y no puede ser más que una eternidad de placer. Los participantes en la misma parecían estar disfrutando tranquilamente de él, y, por añadidura, no eran de los pertenecientes al sexo que se supone proporciona el mayor número de adeptos a tales ceremonias.


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786 págs. / 22 horas, 56 minutos / 1.293 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

La Esfera y la Cruz

Gilbert Keith Chesterton


Novela


I. Discusión un poco en el aire

La nave voladora del profesor Lucifer silbaba atravesando las nubes como dardo de plata; su quilla, de límpido acero, fulgía en la oquedad azul oscuro de la tarde. Que la nave se hallaba a gran altura sobre la tierra es poco decir; a sus dos ocupantes les parecía estar a gran altura sobre las estrellas. El profesor mismo había inventado la máquina de volar, y casi todos los objetos de su equipo. Cada herramienta, cada aparato tenía, por tanto, la apariencia fantástica y atormentada propia de los milagros de la ciencia. Porque el mundo de la ciencia y la evolución es mucho más engañoso, innominado y de ensueño que el mundo de la poesía o la religión; pues en éste, imágenes e ideas permanecen eternamente las mismas, en tanto que la idea toda de evolución funde los seres unos con otros, como sucede en las pesadillas.

Todos los instrumentos del profesor Lucifer eran los antiguos instrumentos humanos llevados a la locura, desenvueltos en formas desconocidas, olvidados de su origen, olvidados de su nombre. Aquella cosa que parecía una llave enorme con tres ruedas, era, en realidad, un revólver, patentado, y muy mortífero. Aquel objeto que parecía hecho con dos sacacorchos enrevesados, era, en realidad, la llave. La cosa que hubiera podido confundirse con un triciclo volcado patas arriba era el instrumento, de imponderable importancia, a que servía de llave el sacacorchos. Todas estas cosas, como digo, las había inventado el profesor; había inventado todo lo que llevaba la nave voladora, con excepción acaso de su misma persona. El profesor había nacido demasiado tarde para que pudiese descubrirla realmente, pero creía, al menos, haberla mejorado bastante.


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244 págs. / 7 horas, 7 minutos / 680 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Nuestro Amigo Común

Charles Dickens


Novela


Libro primero. Entre la copa y el labio

Capítulo I. Ojo avizor

En esta época nuestra, aunque no sea necesario precisar el año exacto, un bote de aspecto sucio y poco honorable, con dos figuras en él, flotaba sobre el Támesis, entre el Southwark Bridge, que es de hierro, y el London Bridge, que es de piedra, cuando una tarde de otoño tocaba a su fin.

Las figuras que se veían en el bote eran la de un hombre recio, de pelo desgreñado y entrecano y la cara bronceada por el sol, y la de una muchacha morena de diecinueve o veinte años, que se le parecía lo bastante como para poder identificarla como su hija. La chica remaba, manejando un par de espadillas con suma facilidad; el hombre, con las cuerdas del timón inertes en sus manos, y las manos abandonadas en la pretina, estaba ojo avizor. No llevaba red, ni anzuelo, ni sedal, y no podía ser un pescador; su bote no tenía cojín para pasajero, ni pintura, ni inscripción, ni más accesorio que un oxidado bichero y un rollo de cuerda, y él no podía ser un marinero; su bote era demasiado frágil y demasiado pequeño para dedicarse a labores de reparto, y no podía ser un transporte de mercancía ni de pasajeros; no había indicio de qué podía estar buscando, pero buscaba algo, pues su mirada era de lo más escrutadora. La marea, que había cambiado hacía una hora, ahora iba a la baja, y sus ojos observaban cada remolino y cada fuerte corriente de la amplia extensión de agua a medida que el bote avanzaba ligeramente de proa contra la marea, o le enfrentaba la popa, según él le indicara a su hija con un movimiento de cabeza. Ella observaba la cara del padre con tanta fijeza como él el río. Pero en la intensidad de la muchacha había una nota de temor u horror.


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1.067 págs. / 1 día, 7 horas, 8 minutos / 634 visitas.

Publicado el 6 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Proceso

Franz Kafka


Novela


La detención

Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. La cocinera de la señora Grubach, su casera, que le llevaba todos los días a eso de las ocho de la mañana el desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada, se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le observaba con una curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y hambriento, tocó el timbre. Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la puerta y un hombre al que no había visto nunca entró en su habitación. Era delgado, aunque fuerte de constitución, llevaba un traje negro ajustado, que, como cierta indumentaria de viaje, disponía de varios pliegues, bolsillos, hebillas, botones, y de un cinturón; todo parecía muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué podía servir.

—¿Quién es usted? —preguntó Josef K, y se sentó de inmediato en la cama.

El hombre, sin embargo, ignoró la pregunta, como si se tuviera que aceptar tácitamente su presencia, y se limitó a decir:

—¿Ha llamado?

Anna me tiene que traer el desayuno dijo K, e intentó averiguar en silencio, concentrándose y reflexionando, quién podría ser realmente aquel hombre. Pero éste no se expuso por mucho tiempo a sus miradas, sino que se dirigió a la puerta, la abrió un poco y le dijo a alguien que presumiblemente se hallaba detrás:

Quiere que Anna le traiga el desayuno.

Se escuchó una risa en la habitación contigua, aunque por el tono no se podía decir si la risa provenía de una o de varias personas. Aunque el desconocido no podía haberse enterado de nada que no supiera con anterioridad, le dijo a K con una entonación oficial:

—Es imposible.


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247 págs. / 7 horas, 13 minutos / 725 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Rostro Verde

Gustav Meyrink


Novela


Capítulo I

El forastero de vestimenta distinguida, que se había detenido en la acera de la calla Jodenbree, leyó una curiosa inscripción en letras blancas, excéntricamente adornadas, en el negro rótulo de una tienda que estaba al otro lado de la calle:

Salón de artículos misteriosos
de Chidher el Verde

Por curiosidad, o por dejar de servir de blanco al torpe gentío que se apiñaba a su alrededor y se burlaba de su levita, su reluciente sombrero de copa y sus guantes —todo tan extraño en ese barrio de Amsterdam—, atravesó la calzada repleta de carros de verdura. Lo siguieron un par de golfos con las manos hondamente enterradas en sus anchos y deformados pantalones de lona azul, la espalda encorvada, vagos y callados, arrastrando sus zuecos de madera. La tienda de Chidher daba a un estrecho voladizo acristalado que rodeaba el edificio como un cinturón y se adentraba a derecha e izquierda en dos callejuelas transversales. El edificio, a juzgar por los cristales deslucidos y sin vida, parecía un almacén de mercancías cuya parte posterior daría seguramente a un Gracht (uno de los numerosos canales marítimos de Amsterdam destinados al tráfico comercial).

La construcción, en forma de dado, recordaba una sombría torre rectangular que hubiera ido hundiéndose paulatinamente en la blanda tierra turbosa, hasta el borde de su pétrea golilla —el voladizo acristalado—. En el centro del escaparate, sobre un zócalo revestido de tela roja, reposaba una calavera de papel maché amarillo oscuro. Su aspecto era muy poco natural, debido a la excesiva longitud de la mandíbula superior, a la tinta negra de las cuencas de los ojos y a las sombras de las sienes; entre los dientes sostenía un As de picas. Encima había una inscripción que decía: «Het Delpsche Orakel, of de stem uit het Geesteryk» (El oráculo de Delfos, la voz del reino de los fantasmas).


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231 págs. / 6 horas, 45 minutos / 521 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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