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La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras

Mark Twain


Cuento


Para cumplir el encargo de un amigo que me escribía desde el Este, fui a hacer una visita a ese simpático joven y viejo charlatán que es Simón Wheeler.

Fui a pedirle noticias de un amigo de mi amigo, Leónidas W. Smiley, y este es el resultado.

Tengo una vaga sospecha de que Leónidas W. Smiley no es más que un mito, que mi amigo nunca lo conoció, y que mencionárselo a Simón Wheeler era motivo suficiente para que él recuerde al maldito Jim Smiley, y me aburra a muerte con alguna anécdota insoportable de ese personaje de historia tan larga, cansadora y falta de interés. Si era esa la intención de mi amigo, lo logró.

Encontré a Simón Wheeler soñoliento y cómodamente instalado cerca de la chimenea, en el banco de una vieja taberna en ruinas, situada en medio del antiguo campo minero de El Angel. Observé que era gordo y calvo y que tenía en su rostro una expresión de dulce simpatía y de ingenua sencillez.

Se despertó y me saludó. Le dije que uno de mis amigos me había encargado hacer algunas averiguaciones sobre un querido compañero de infancia, llamado Leónidas W. Smiley, el reverendo Leónidas W. Smiley, joven ministro evangelista, que había residido algún tiempo en el campo de El Angel.

Agregué que si él podía darme informes sobre el tal Leónidas W. Smiley, yo le quedaría muy agradecido.

Simón Wheeler me llevó a un rincón, me bloqueó el paso con su silla, se sentó, y luego me envolvió con la siguiente historia monótona.

Durante el relato no sonrió una sola vez, ni arqueó una sola vez las cejas, ni cambió de entonación y hasta el final mantuvo el mismo sonsonete uniforme con el que había comenzado su primera frase. Ni una vez mostró el más ligero entusiasmo.


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Publicado el 12 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Casa Encantada

Virginia Woolf


Cuento


A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.

«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»

Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.


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2 págs. / 4 minutos / 677 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Ética a Eudemo

Aristóteles


Filosofía, Tratado


Capítulo 1

DE LAS CAUSAS DE LA FELICIDAD

El moralista que en Delos grabó su pensamiento y le puso bajo la protección de Dios, escribió los dos versos siguientes sobre el pórtico del templo de Latona, considerando sin duda el conjunto de todas las condiciones que un hombre solo no puede reunir completamente: lo bueno, lo bello y lo agradable: "Lo justo es lo más bello; la salud lo mejor; obtener lo que se ama es lo más grato al corazón."

No compartimos por completo la idea expresada en esta inscripción, pues en nuestra opinión, la felicidad, que es la más bella y la mejor de las cosas, es, a la vez, la más agradable y la mas dulce. Entre las numerosas consideraciones a que cada especie de cosas y cada naturaleza de objetos pueden dar lugar, y que reclaman un serio examen, unas sólo tienden a conocer la cosa de que uno se ocupa, y otras tienden además a poseerla y hacer de ella todas las aplicaciones posibles. En cuanto a las cuestiones que en estos estudios filosóficos tienen un carácter puramente teórico, las trataremos según se vaya presentando la ocasión y desde el punto de vista especial de esta obra.

Ante todo indagaremos en qué consiste la felicidad y por qué medios se la puede adquirir. Nos preguntaremos si todos aquellos a quienes se da este sobrenombre de dichosos lo son como mero efecto de la naturaleza, a manera que son grandes o pequeños o que difieren por el semblante y la tez; o si son dichosos merced a la enseñanza de cierta ciencia, que sería la de la felicidad; o si acaso lo deben a una especie de práctica y de ejercicio, porque hay una multitud de cualidades diversas que no las deben los hombres ni a la naturaleza ni al estudio, y que sólo se adquieren por el simple hábito; las cuales son malas cuando proceden de malos hábitos y buenas cuando los contraen buenos.


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Publicado el 12 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Fantasma Provechoso

Daniel Defoe


Cuento


Un caballero rural tenía una vieja casa que era todo lo que quedaba de un antiguo monasterio o convento derruido, y resolvió demolerla aunque pensaba que era demasiado el gusto que esa tarea implicaría. Entonces pensó en una estratagema, que consistía en difundir el rumor de que la casa estaba encantada, e hizo esto con tal habilidad que empezó a ser creído por todos. Con ese objeto se confeccionó un largo traje blanco y con él puesto se propuso pasar velozmente por el patio interior de la casa justo en el momento en que hubiera citado a otras personas, para que estuvieran en la ventana y pudiesen verlo. Ellos difundirían después la noticia de que en la casa había un fantasma. Con este propósito, el amo y la esposa y toda la familia fueron llamados a la ventana donde, aunque estaba tan oscuro que no podía decirse con certeza qué era, sin embargo se podía distinguir claramente la blanca vestidura que cruzaba el patio y entraba por una puerta del viejo edificio. Tan pronto como estuvieron adentro, percibieron en la casa una llamarada que el caballero había planeado hacer con azufre y otros materiales, con el propósito de que dejara un tufo de sulfuro y no sólo el olor de la pólvora.

Como lo esperaba, la estratagema dio resultado. Alguna gente fantasiosa, teniendo noticia de lo que pasaba y deseando ver la aparición, tuvo la ocasión de hacerlo y la vio en la forma en que usualmente se mostraba. Sus frecuentes caminatas se hicieron cosa corriente en una parte de la morada donde el espíritu tenía oportunidad de deslizarse por la puerta hacia otro patio y después hacia la parte habitada.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Clase

Alphonse Daudet


Cuento


Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: “¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?”

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

—No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

—¡Silencio! ¡Un poco de silencio!


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Adrienne Buquet

Anatole France


Cuento


Cuando estábamos terminando de cenar en el restaurante Laboullée me dijo:

—Lo admito, todos esos hechos relacionados con un estado aún mal definido del organismo como doble visión, sugestión a distancia o presentimientos verídicos, la mayor parte del tiempo no son constatados de una manera suficientemente rigurosa como para satisfacer todas las exigencias de la crítica científica. Casi todos se basan en testimonios que, aunque sinceros, dejan subsistir algo de incertidumbre acerca de la naturaleza del fenómeno. Esos hechos están aún mal definidos, lo admito. Pero su posibilidad ya no plantea dudas para mí desde el momento en que yo mismo he constatado uno. Por pura casualidad, pude reunir todos los elementos de observación. Puedes creerme cuando te digo que he procedido metódicamente y he puesto cuidado en evitar cualquier causa de error. —Mientras articulaba estas frases, el joven doctor Laboullée golpeaba con las dos manos su pecho hundido, atiborrado de folletos y, por encima de la mesa, acercaba hacia mí su cráneo agresivo y calvo—. Sí, querido amigo, —añadió— por una suerte única, uno de esos fenómenos clasificados por Myers y Podmore bajo la denominación de «fantasmas de vivos», se desarrolló en todas sus fases ante los ojos de un hombre de ciencia. Lo constaté todo, lo anoté todo.

—Te escucho.

—Los hechos —continuó Laboullée— se remontan al verano de 1891. Mi amigo Paul Buquet, del que te he hablado con frecuencia, vivía entonces con su esposa en un pequeño apartamento de la calle de Grenelle, frente a la fuente. ¿Conoces a Buquet?

—Lo he visto dos o tres veces. Es un chico grueso, con una barba hasta los ojos. Su mujer es morena, pálida, de grandes facciones y grandes ojos grises.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Reseda del Párroco

Anatole France


Cuento


Dedicado a Jules Lemaître


En un pueblo del Bocage conocí hace años a un piadoso párroco que se negaba cualquier tipo de sensualidad, practicaba con gozo la renuncia y no conocía más alegría que la del sacrificio. Cultivaba en su jardín árboles frutales, hortalizas y plantas medicinales. Pero, temiendo la belleza incluso en las flores, no quería que hubiera en él ni rosas ni jazmines. Sólo se permitía la inocente vanidad de algunos pies de reseda cuyos retorcidos tallos, tan humildemente floridos, no atraían sus miradas cuando leía el breviario por entre los cuadrados de coles, bajo el cielo del buen Dios.

El santo hombre desconfiaba tan poco de su reseda que, con frecuencia, al pasar, arrancaba una ramita y la olía prolongadamente. Esta planta no pide sino que la dejen crecer. Una rama cortada hace renacer otras cuatro. Hasta tal extremo que, con la ayuda del diablo, la reseda del párroco llegó a cubrir una amplia zona del jardín. Invadía parte de la vereda y cuando éste pasaba, enganchaba la sotana del buen sacerdote que, distraído por la planta, interrumpía veinte veces por hora su lectura o su oración. Desde la primavera hasta el otoño, todo el presbiterio estaba perfumado por la reseda.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Best Seller

O. Henry


Cuento


1

Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg; era en realidad un viaje de negocios.

Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del compartimiento de coche—cama.

Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas asomaba por el respaldo del asiento número nueve.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Espejo y la Campana

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace ocho siglos, los sacerdotes de Mugenyama, provincia de Tõtõmi, quisieron fabricar una gran campana para su templo, y les pidieron a las mujeres de la comarca que los ayudaran mediante la donación de viejos espejos de bronce para la fundición.

[Aún hoy, en los patios de ciertos templos japoneses, se ven pilas de viejos espejos de bronce donados para propósitos semejantes. La colección más vasta que pude observar estaba en el patio de un templo de la secta Jõdo, en Hakata, Kyûshû : los espejos se habían donado para la erección de una estatua de bronce de Amida, de treinta y tres pies de alto.]


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Muerta

Lafcadio Hearn


Cuento


Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O—Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O—Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O—Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O—Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O—Sono declaró:

—Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O—Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo… a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O—Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.


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2 págs. / 4 minutos / 89 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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