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La Princesa Esclava

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

En el exterior, el clamor resultaba ensordecedor. El clangor del acero contra el acero, mezclado con alaridos de sed de sangre y de triunfo salvaje. La joven esclava vaciló y examinó la cámara en que se encontraba. Su mirada mostraba una indefensa resignación. La ciudad había caído; los turcomanos, sedientos de sangre, cabalgaban por las calles, quemando, saqueando, masacrando. En cualquier momento, un grupo de victoriosos salvajes con las manos ensangrentadas, irrumpiría en la casa de su señor.

Un gordo mercader apareció corriendo, procedente de otra parte de la casa. Tenía los ojos dilatados por el terror, y respiraba entre jadeos. Llevaba las manos cargadas con gemas y cofrecillos engarzados… unas pertenencias que había elegido a ciegas, y al azar.

—¡Zuleika! —su voz era como el chillido de una comadreja atrapada—. ¡Abre la puerta, deprisa! Y luego ciérrala desde dentro… escaparé por la parte de atrás. ¡Allah ill Allah! Esos malditos turcos están matando a todo el mundo en las calles… los sumideros están anegados de sangre…

—¿Qué me pasará a mí, amo? —preguntó la moza con voz triste.

—¿Qué te va a pasar, ramera? —gritó el hombre, golpeándola con fuerza—. Abre la puerta. Abre la puerta, te digo… ¡Aaahh!

Su voz se quebró como un vidrio hecho añicos. Por la puerta que daba al exterior, penetró una figura indómita y aterradora… un desmañado y greñudo turcomano cuyos ojos eran los de un perro rabioso. Zuleika, paralizada por el terror, contempló sus ojos vidriosos, su cabello ensangrentado y la corta lanza para cazar jabalíes que empuñaba con una mano que goteaba sangre carmesí.


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40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 70 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Sangre de Belshazzar

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Brilló sobre el gran pecho del rey persa,
Al propio Iskander, en su camino iluminó;
Relució donde las lanzas se alzaban, prestas,
Con un destello enloquecido, embrujador.
Y a lo largo de sangrientos años cambiantes,
Atrajo a los hombres, que en alma y mente,
Sus vidas, en lagrimas y sangre se ahogaron,
Quebrando sus corazones nuevamente.
Oh, arde con la sangre de corazones bravos,
Cuyos cuerpos son de nuevo solo barro.

La Canción de la Piedra Roja.
 

En otro tiempo se le llamaba Eski-Hissar, el Castillo Viejo, pues ya era antiguo incluso cuando los primeros selyúcidas surgieron por el horizonte oriental, y ni siquiera los árabes, que reconstruyeron sus desvencijadas ruinas en la época de Abu Bekr, sabía qué manos fueron las que erigieron esos bastiones descomunales en las sombrías colinas del Taurus. Ahora, dado que la antigua fortaleza se había convertido en un nido de bandidos, los hombres lo llamaban Bab-el-Shaitan, la Puerta del Diablo, y no sin un buen motivo.

Aquella noche tenía lugar un festín en el gran salón. Grandes mesas repletas de copas y jarras de vino, y enormes bandejas con viandas, se hallaban flanqueadas por una serie de catres que resultaban toscos para un banquete como aquel, mientras que, en el suelo, grandes cojines acomodaban las reclinantes formas de otros invitados.

Temblorosos esclavos se apresuraban en derredor, llenando los cálices con sus odres de vino y sirviendo grandes tajadas de carne asada y rebanadas de pan.


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40 págs. / 1 hora, 11 minutos / 40 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Halcones de Ultramar

Robert E. Howard


Cuentos


1. Vuelve un hombre


Blanco y quedo serpentea el camino,
marcado con huesos de hombres yacientes.
¡Tanta apostura y poder han caído
para enlosar la calzada hasta Oriente!
La gloria de un millar de guerras libradas,
Los corazones de un millón de amantes formaron,
El polvo de la ruta a tierras lejanas.

Vansittart
 

—¡Alto! —el barbado centinela balanceó su lanza, gruñendo como un mastín rabioso. Más le valla a uno ser prudente en la ruta que conduce a Antioquía. Las estrellas relucían rojas a través de la densa noche y su fulgor no era suficiente para que el guardia distinguiera con nitidez qué clase de hombre se erguía ante él con un porte tan gigantesco.

Un guantelete de hierro se cerró bruscamente sobre la cota de mallas del hombro del soldado, paralizando todo su brazo. Bajo aquel yelmo, el centinela vislumbró el destello de unos ojos azules y feroces que parecían arder incluso en la oscuridad.

—¡Que los santos nos asistan! —exclamó aterrado—. ¡Cormac FitzGeoffrey! ¡Atrás! ¡Vuelve al averno como un buen caballero! O te juro que…

—¡A mí no me jures! —gruñó el caballero—. ¿Qué es toda esa cháchara?

—¿No eres pues un espíritu incorpóreo? —boqueó el soldado—, ¿Acaso no te mataron los corsarios moros durante tu travesía de vuelta a casa?

—¡Por todos los dioses malditos! —gruñó FitzGeoffrey—. ¿Acaso esta mano te parece de humo? —y hundió sus dedos enguantados de hierro en el brazo del soldado, sonriendo como un lobo cuando este lanzo un quejido—, ¡Basta de estupideces! Dime quién hay en esa taberna.

—Tan solo mi señor, Sir Rupert de Vaile, señor de Rúen.

—Me vale —gruñó el otro—. Es uno de los pocos hombres que puedo contar entre mis amigos, ya sea en Oriente como en cualquier otro lugar.


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39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 53 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los que Siembran el Trueno

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Vientos acerados, fuego y ruina
Y un jinete agitándose con enorme alegría
Sobre los cadáveres esparcidos, tierra ennegrecida
Acechando desnuda, viene la Muerte
Como una nube de tormenta aplastando los barcos
Todavía permanece erguido el jinete.
Pálido con la sonrisa de un rey muerto en los labios.
Como el alto caballo blanco que montaba.

La Balada de Baibars
 

Los holgazanes de la taberna observaban la figura apostada en el marco de la puerta. Allí se alzaba un hombre alto y robusto, con las sombras de las antorchas y el clamor del bazar a sus espaldas. Sus vestiduras eran una simple túnica y unos cortos calzones de cuero; un manto de pelo de camello colgaba de sus anchos hombros y sus pies estaban calzados con sandalias. Desentonando con su atuendo de pacífico viajero, una corta y afilada espada recta colgaba de su faja. Un gigantesco brazo, muy musculoso, se extendió, con la fornida mano sujetando un bastón de peregrino, mientras permanecía con sus poderosas piernas tensas en la entrada.

Sus piernas desnudas eran peludas, nudosas como árboles talados. Su fosco pelo rojizo estaba recogido por una sencilla tela azulada, y desde su cuadrado rostro moreno, sus extraños ojos azules brillaban con una alegría imprevisible y temeraria, reflejada por la media sonrisa que curvaba sus finos labios.


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51 págs. / 1 hora, 30 minutos / 47 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Señor de Samarcanda

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

El rugido de la batalla había expirado; el sol colgaba sobre las colinas del oeste como una bola de oro carmesí. A través del hollado campo de batalla ningún escuadrón resonaba, ningún grito de guerra reverberaba. Solo los alaridos de los heridos y los quejidos de los moribundos se alzaban hasta los círculos de buitres cuyas negras alas se acercaban más y más hasta que rozaban sus pálidas cabezas en su vuelo.

En su enorme semental, sobre la ladera de una colina repleta de matorrales, Ak Boga el tártaro oteaba atentamente, como ya lo había hecho desde abajo, cuando las huestes acorazadas de los francos, con su bosque de lanzas y pendones flameantes, había avanzado sobre la planicie de Nicópolis para enfrentarse con las siniestras hordas de Bayazid.

Ak Boga, observando la formación de batalla, había chascado sus dientes con sorpresa cuando vio que los relucientes escuadrones de caballeros montados se estiraron en un frente compacto como si fueran la infantería. Estaba la flor y nata de Europa: caballeros de Austria, Alemania, Francia e Italia; pero Ak Boga había sacudido su cabeza con desaprobación.

Había visto a los caballeros cargar con un atronador rugido que agitó incluso los cielos, les había visto embestir a la avanzada de Bayazid como una ráfaga fulminante y barrer la larga pendiente bajo el fuego de los arqueros turcos de la cima. Les había visto cosechar a los arqueros como maíz maduro, y lanzar todo su poder contra los spahis que se les acerca ban, la caballería ligera turca. Y había visto a los spahis doblarse, romperse y esparcirse como espuma en una tormenta; los jinetes provistos de armaduras ligeras arrojaron a un lado sus lanzas y espolearon fuera de la refriega como perros locos. Pero Ak Boga había mirado atrás, donde, algo más lejos, los robustos piqueros húngaros se apostaban, buscando mantener cierta distancia de la avanzada de los caballeros.


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47 págs. / 1 hora, 22 minutos / 42 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El León de Tiberias

Robert E. Howard


Cuento


I

La batalla en los prados del Éufrates había terminado, pero no la carnicería. Tanto en ese campo sangriento, donde el Califa de Bagdad y sus aliados turcos habían roto la poderosa avalancha de Doubeys ibn Sadaka de Hilla, como en el desierto circundante, los cuerpos forrados de acero yacían como si una tormenta les hubiese arrastrado y amontonado. El gran canal, al que llamaban Nilo, que conectaba el Éufrates con el distante Tigris, se encontraba bloqueado por los cuerpos de los hombres de las diversas tribus, y los supervivientes jadeaban en su huida hacia los blancos muros de Hilla que brillaban en la distancia, más allá de las plácidas aguas del cercano río. Tras ellos, halcones acorazados, los selyúcidas, rajaban a los fugitivos desde sus sillas de montar. El resplandeciente sueño del emir árabe había acabado en una tormenta de sangre y acero, y sus espuelas salpicaban sangre mientras cabalgaba hacia el distante rio.

Aún en ese momento, en un punto del sucio campo, la lucha se recrudecía y se arremolinaba donde el hijo favorito del emir, Achmet, un esbelto muchacho de diecisiete o dieciocho años, permanecía en pie junto a un aliado. Los jinetes cubiertos de cotas de malla se acercaban, golpeaban y retrocedían, rugiendo en su desconcertada furia ante el azote de la gran espada en las manos de ese hombre. La suya era una figura extraña e incongruente: su roja melena contrastaba con los negros mechones de cuantos le rodeaban, no menos de lo que su polvorienta cota lo hacia con los emplumados tocados y las plateadas corazas de los atacantes. Era alto y poderoso, con una dureza lobuna en sus miembros y figura que su malla no podía ocultar. Su oscuro semblante repleto de cicatrices era sombrío, sus ojos azules, fríos y duros como el azul acero forjado por los gnomos de las Rhinelanu para los héroes de los bosques del norte.


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Protegido por copyright
37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas Rojas de la Negra Cathay

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Las trompetas se apagan en el paso estruendoso,
Y las lanzas se perlan de niebla gris;
Tras brillar se extinguen estandartes gloriosos
En el polvo de los años y su devenir.
Son heraldos de un orgullo que el silencio acalla
Y el espectro de un Imperio que murió
Mas un canto aún persiste en las antiguas montañas
Como el aroma de una marchita flor.
¡Cabalga pues con nosotros, por caminos sin hollar
Hasta el alba de unos días que ya no hay,
En que blandimos nuestro acero por un pendón singular…!

Por la Flor de la Negra Cathay
 

La canción de las espadas era un clamor sepulcral en la cabeza de Godric de Villehard. Sangre y sudor velaban sus ojos y en un instante de ceguera sintió una afilada punta penetrar entre una juntura de su cota y aguijonear profundamente entre sus costillas. Golpeando a ciegas, sintió el áspero impacto que significaba que su espada había hecho blanco y le concedía un instante de gracia, se echó hacia atrás el visor y se secó la rojez de sus ojos. Solo pudo echar un simple vistazo: en esa mirada tuvo una fugaz vislumbre de las enormes y oscuras montañas salvajes; de un grupo de guerreros protegidos con cotas de mallas, rodeados por una aullante horda de lobos humanos; y en el centro de ese grupo, una delgada forma vestida de seda, permaneciendo en pie entre un caballo caído y su derribado jinete. Entonces las lobunas figuras surgieron por todas partes, arrasando como enloquecidos.

—¡Por Cristo y la Cruz!


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 32 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Tito Andrónico

William Shakespeare


Teatro, Drama


Dramatis personae

SATURNINO, hijo mayor del último emperador de Roma, futuro emperador
TITO ANDRÓNICO, su hermano, general romano, victorioso ante los godos
LUCIO, hijo de Tito
QUINTO, hijo de Tito
MARCIO, hijo de Tito
MUCIO, hijo de Tito
LAVINIA, hija de Tito
El JOVEN LUCIO, hijo de Lucio
MARCO ANDRÓNICO, tribuno, hermano de Tito
PUBLIO, hijo de Marco
SEMPRONIO, pariente de Tito
CAYO, pariente de Tito
VALENTÍN, pariente de Tito
EMILIO, noble romano
Un CAPITÁN
TAMORA, reina de los godos, futura mujer de Saturnino
ALARBO, hijo de Tamora
DEMETRIO, hijo de Tamora
QUIRÓN, hijo de Tamora
AARÓN, un moro, amante de Tamora
NODRIZA
BUFÓN
MENSAJERO
Senadores, tribunos, soldados, otros romanos, godos y sirvientes

Primer acto

I

Fanfarria. Entran arriba los tribunos y los senadores; luego, abajo, por una puerta SATURNINO y sus seguidores y por otra BASIANO y los suyos, con tambores y estandartes.

SATURNINO (A sus seguidores.)
Nobles patricios, protectores de mis derechos,
defiendan la verdad de mi causa con las armas;
y ustedes, compatriotas, mis amados seguidores,
aboguen por mi título de sucesión con sus espadas.
Yo soy el primogénito del último
que portó la diadema imperial de Roma;
dejen pues que el honor de mi padre viva en mí,
y no ultrajen mi mayorazgo con este agravio.


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67 págs. / 1 hora, 57 minutos / 610 visitas.

Publicado el 24 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Tempestad

William Shakespeare


Teatro, Comedia


Dramatis personae

ALONSO, rey de Nápoles
SEBASTIÁN, su hermano
PRÓSPERO, el legítimo Duque de Milán
ANTONIO, su hermano, usurpador del ducado de Milán
FERNANDO, hijo del rey de Nápoles
GONZALO, viejo y honrado consejero

ADRIÁN
FRANCISCO, nobles

CALIBÁN, esclavo salvaje y deforme
TRÍNCULO, bufón
ESTEBAN, despensero borracho
El CAPITÁN del barco
El CONTRAMAESTRE
MARINEROS
MIRANDA, hija de Próspero
ARIEL, espíritu del aire

IRIS
CERES
JUNO, segadores

Ninfas
Segadores

Escena: una isla deshabitada.

Acto I

Escena I

Se oye un fragor de tormenta, con rayos y truenos. Entran un CAPITÁN y un CONTRAMAESTRE.

CAPITÁN
¡Contramaestre!

CONTRAMAESTRE
¡Aquí, capitán! ¿Todo bien?

CAPITÁN
¡Amigo, llama a la marinería! ¡Date prisa o encallamos! ¡Corre, corre!

Sale.
Entran los MARINEROS.

CONTRAMAESTRE
¡Ánimo, muchachos! ¡Vamos, valor, muchachos! ¡Deprisa, deprisa! ¡Arriad la gavia! ¡Y atentos al silbato del capitán! — ¡Vientos, mientras haya mar abierta, reventad soplando!

Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, FERNANDO, GONZALO y otros.

ALONSO
Con cuidado, amigo. ¿Dónde está el capitán? — [A los MARINEROS] ¡Portaos como hombres!

CONTRAMAESTRE
Os lo ruego, quedaos abajo.

ANTONIO
Contramaestre, ¿y el capitán?

CONTRAMAESTRE
¿No le oís? Estáis estorbando. Volved al camarote. Ayudáis a la tormenta.

GONZALO
Cálmate, amigo.


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Publicado el 23 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre de Hierro

Robert E. Howard


Cuento


1. El hombre de hierro

«¡Una izquierda como un cañonazo y una derecha fulgurante! ¡Una mandíbula de granito y un cuerpo de acero templado! ¡La ferocidad de un tigre y el corazón de combatiente más grande que haya latido en un pecho con las costillas de hierro! Así era Mike Brennon, aspirante al título de la categoría de los pesos pesados».

Mucho antes de que los periodistas deportivos descubrieran la existencia de Brennon, yo me encontraba en la «tienda de atletismo» de un circo que alzó sus carpas a las afueras de una pequeña ciudad de Nevada, sonriendo y admirando las bufonadas del presentador, que ofrecía con toda facilidad cincuenta dólares a cualquier hombre que resistiera cuatro asaltos frente a Young Firpo, el Asesino de California, ¡campeón de California y de Insulindia! Young Firpo, un muchacho recio y peludo, con los músculos sobresalientes de un levantador de pesas y cuyo verdadero nombre sería algo así como Leary, estaba a su lado, con una expresión aburrida y despectiva dibujada en sus gruesas facciones. Todo aquello era rutina para él.

—Vamos, amigos —gritaba el presentador—, ¿no hay ningún joven entre los presentes capaz de arriesgar su vida en el cuadrilátero? ¡Naturalmente, la dirección declina toda responsabilidad si tan valiente joven se deja matar o desgraciar! Pero si alguien de los presentes se arriesga a correr semejantes peligros...

Vi a un individuo de rostro patibulario levantarse de su asiento —uno de los habituales «comparsas» en connivencia con los feriantes, claro—, pero en aquel momento la multitud empezó a bramar:

—¡Brennon! ¡Brennon! ¡Vamos, Mike!


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46 págs. / 1 hora, 21 minutos / 60 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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