I
Ya estoy por el mundo, ganándome el pan; trabajo de «chico» en una
tienda de «calzado de moda», en la calle principal de la ciudad.
Mi amo es pequeño y regordete; tiene una cara pardusca de borrosas
facciones, dientes verdes y ojos del color del agua sucia. Me da la
impresión de que es ciego y, en mi deseo de cerciorarme de ello, le hago
muecas.
—No tuerzas el morro —me dice en voz baja, pero con severidad.
Es desagradable que estos ojos turbios me vean; no puedo creer que
tengan vista, tal vez mi amo haya adivinado simplemente que hago muecas.
—Te digo que no tuerzas el morro —me alecciona en voz más baja aún, casi sin mover sus abultados labios.
—No te rasques las manos —llega hasta mí su seco murmullo—.
Trabajas en una tienda de primera categoría, en la calle principal de la
ciudad, ¡esto no hay que olvidarlo! El chico de la tienda debe estar
plantado ante la puerta como una estatua…
Yo no sé lo que es una estatua, y no puedo dejar de rascarme las
manos, pues las tengo —así como los brazos, hasta los codos— cubiertas
de ronchas rojas y llagas, el ácaro de la sarna me pica de un modo
insoportable.
—¿Qué hacías en tu casa? —pregunta el amo, mirándome las manos.
Se lo digo; él mueve la redonda cabeza, toda cubierta de espesa pelambre gris, y responde, ofendiendo:
—Ser trapero es peor que ser mendigo, peor que robar.
No sin cierto orgullo, le contesto:
—Yo también robaba.
Entonces, después de poner las manos sobre el pupitre, como un gato
sus zarpas, clava asustado en mi cara sus ojos inexpresivos y dice con
voz:
—¿Qué-e? ¿Cómo que robabas?
Yo le explico cómo y qué.
—Bueno, consideremos eso como nimiedades. Pero si me robas unos
zapatos o dinero, te meto en la cárcel hasta que llegues a tu mayoría de
edad…
Información texto 'Por el Mundo'