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El Sitio de Sebastopol

León Tolstói


Novela


DICIEMBRE DE 1854.

El crepúsculo matutino colorea el horizonte hacia el monte, Sapun; la superficie del mar, azul obscura, va, surgiendo de entre las sombras, de la noche y sólo espera el primer rayo de sol para cabrillear alegremente; de la bahía, cubierta de brumas, viene frescachón el viento; no se ve ni un copo de nieve; la tierra está negruzca, pero, la escarcha hiere el rostro y cruje bajo los pies. Sólo el incesante rumor de las olas, interrumpido a intervalos por el estampido sordo del cañón, turba la calma del amanecer.

En los buques de guerra todo permanece en silencio. El reloj de arena acaba de marcar las ocho, y hacia el Norte la actividad del día reemplaza poco a poco a la calma de la noche. Aquí, un pelotón de soldados que va a relevar a los centinelas; oyese el ruido metálico de sus fusiles; un médico, que se dirige apresuradamente hacia su hospital; un soldado que se desliza fuera de su choza para lavarse con agua helada el rostro curtido, y vuelta la faz a Oriente reza su oración, acompañada de rápidas persignaciones. Allá, enorme y pesado furgón de crujientes ruedas, tirado por dos camellos, llega al cementerio donde recibirán sepultura los muertos que, apilados, llenan el vehículo. Al pasar por el puerto, produce desagradable sorpresa la mezcla de olores; huele a carbón de piedra, a estiércol, a humedad, a carne muerta.

Mil y mil objetos varios; madera, harina, gaviones, carne, vense arrojados en montón por todas partes.

Soldados de diferentes regimientos, unos con fusiles y morrales, otros sin morrales ni fusiles, agólpanse en tropel, fuman, discuten y transportan los fardos al vapor atracado junto al puente de tablas y próximo a zarpar. Botes y lanchas particulares llenos de gente de todas clases, soldados, marinos, vendedores y mujeres, abordan al desembarcadero y desatracan de él sin cesar.


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125 págs. / 3 horas, 40 minutos / 110 visitas.

Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Hadyi Murad

León Tolstói


Novela


Volvía yo a casa a campo traviesa. Iba mediado el verano. Se había dado remate a la cosecha del heno y empezaba la siega del centeno.

Esa estación del año ofrece una deliciosa profusión de flores silvestres: trébol rojo, blanco, rosado, aromático, tupido; margaritas arrogantes de un blanco lechoso, con su botón amarillo claro, de ésas de “me quieres no me quieres”, de olor picante a fruta pasada; colza amarilla con olor a miel; altas campanillas blancas o color lila, semejantes a tulipanes; arvejas rampantes; bonitas escabrosas, amarillas, rojas, de color rosa y malva; llantén de pelusa levemente rosada y levemente aromática; acianos que, tiernos aún, lucen su azul intenso a la luz del sol, pero que al anochecer o cuando envejecen se tornan más pálidos y encarnados; y la delicada flor de la cuscuta, que se marchita tan pronto como se abre.


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146 págs. / 4 horas, 15 minutos / 103 visitas.

Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Polikushka

León Tolstói


Novela corta


I

¡Como usted guste, señora! Pero son muy dignos de lástima los Dutlov. ¡Todos ellos son buena gente!... Y si no mandamos ahora a uno de los dvorovuy, inevitablemente deberá ir uno de ellos, decía el intendente. La verdad es que toda la aldea los señala. Por lo demás, si es voluntad de usted...

Y puso otra vez la mano derecha sobre la izquierda, colocándose ambas sobre el vientre; inclinó a un lado la cabeza, apretó sus delgadísimos labios hasta casi hacerlos chasquear, levantó los ojos y calló, con la intención evidente de permanecer así mucho tiempo, escuchando sin réplica todas las tonterías que no dejaría de decir la señora.

Este intendente era un antiguo siervo de la casa, que, afeitado y con largo casacón del corte especial adoptado por los intendentes, estaba de pie frente a su ama, rindiendo su informe, a la caída de una tarde de otoño. Según el parecer de la señora, el informe había de consistir en escuchar en las cuentas que le rindiera respecto a la marcha de la hacienda, para darle enseguida órdenes sobre asuntos futuros, mas, según el parecer del intendente, Egor Mikáilovich, consistía en la obligación de permanecer sobre sus torcidos pies, en un rincón de la estancia, con el rostro vuelto hacia el diván, escuchando toda la charla, alejada siempre del asunto, hasta lograr por medios diversos que la señora, impaciente, comenzara a murmurar: "Bien, bien...", consintiendo en todos los propósitos de Egor Mikáilovich.

Se trataba en esta ocasión del reclutamiento. La hacienda Pokróvskoie había de enviar tres reclutas.


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72 págs. / 2 horas, 7 minutos / 124 visitas.

Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Tres Ermitaños

León Tolstói


Cuento


El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba sin la menor oscilación.

Algunos peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando pequeños grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse de un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y en el centro a un mujik que hablaba señalando un punto del horizonte. Los otros lo escuchaban con atención.

Detúvose el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el mar, cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Acercóse el arzobispo al grupo y aplicó el oído. Al verle, el mujik se quitó el gorro y enmudeció. Los demás, a su ejemplo, se descubrieron respetuosamente ante el prelado.

—No se violenten, hermanos míos —dijo este último—. He venido para oír también lo que contaba el mujik.

—Pues bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños —dijo un comerciante menos intimidado que los otros del grupo.

—¡Ah!... ¿Qué es lo que cuenta? —preguntó el arzobispo.

Al decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.

—Habla —añadió dirigiéndose al mujik—, también quiero escucharte... ¿Qué señalabas, hijo mío?

—El islote de allá abajo —repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el horizonte—. Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por la salvación de sus almas.

—¿Pero dónde está ese islote? —preguntó el arzobispo.

—Dígnese mirar en la dirección de mi mano... ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien, un poco más abajo, a la izquierda..., esa especie de faja gris.


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7 págs. / 13 minutos / 197 visitas.

Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Familia del Vourdalak

León Tolstói


Cuento


En el año de 1815 se reunió en Viena lo más distinguido en materia de erudición europea, espíritus brillantes de la sociedad y de enormes capacidades diplomáticas.

Cuando el Congreso concluyó, los monárquicos emigrados se preparaban para regresar definitivamente a sus castillos, los guerreros rusos a ver de nuevo sus hogares abandonados y algunos polacos partían a disgusto por tener que llevar con ellos su amor a la libertad a Cracovia, para ponerla bajo la triple y dudosa independencia que supuestamente habían logrado el príncipe Metternich, el príncipe de Hardenberg y el conde de Nesselrode.

Parecido al fin de un baile animado, la reunión hacía poco tiempo muy concurrida se redujo a un pequeño número de personas dispuestas al placer que, fascinadas por los encantos de las damas austriacas, se demoraban en cerrar el equipaje y postergaban su marcha.

Esta feliz sociedad, de la que yo formaba parte, se reunía dos veces por semana en el castillo de la señora princesa viuda de Schwarzemberg, a pocas millas de la ciudad, al lado de un pequeño burgo llamado Hitzing. Los buenos modales de la anfitriona del lugar eran realzados por la gentil amabilidad y la finura de su espíritu, y hacían deleitosa la estancia en su residencia.

Las mañanas estaban destinadas a dar paseos; merendábamos todos juntos, en el castillo o en los alrededores y, en la noche, sentados alrededor de un agradable fuego de chimenea, nos entreteníamos conversando y contando historias. Estaba estrictamente prohibido hablar de política. Ya habíamos tenido demasiado, y preferíamos los relatos de leyendas de nuestros respectivos países o de nuestras evocaciones.


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30 págs. / 53 minutos / 97 visitas.

Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Bautizo

Guy de Maupassant


Cuento


«Vamos, doctor, un poco de coñac.

—Con mucho gusto.»

Y después de alargar su vaso, el antiguo médico de la Marina vio subir hasta el borde el hermoso líquido de reflejos dorados. Luego lo levantó hasta sus ojos, permitió que pasara dentro la claridad de la lámpara, lo olió, tomó unas gotas que paseó lentamente por la lengua y por la carne húmeda y delicada del paladar, y luego dijo:

—¡Oh! ¡qué encantador veneno! O, más bien, ¡qué seductor veneno, qué delicioso destructor de pueblos! Usted, usted no lo conoce. Es cierto que ha leído ese admirable libro titulado La taberna, pero usted no ha visto, como yo, el alcohol exterminar a una tribu salvaje, a un pequeño reino de negros, ese alcohol llevado en toneles regordetes que desembarcaban con gesto plácido los marineros ingleses de barbas pelirrojas. Pero mire, yo he visto con mis propios ojos un drama producido por el alcohol, muy extraño y muy conmovedor, cerca de aquí, en Bretaña, en un pueblecito en los alrededores de Pont-l'Abbé.


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5 págs. / 9 minutos / 76 visitas.

Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Bautismo

Guy de Maupassant


Cuento


Los hombres, vestidos con sus trajes de día de fiesta, esperaban a la puerta de la granja. El sol de mayo derramaba su luz esplendorosa sobre los manzanos en flor, que parecían enormes ramos redondos, blancos, rosáceos y perfumados, que cubrían todo el patio con un techo florido. De todos ellos caía constantemente una nieve de pequeños pétalos, formando remolinos y ondulaciones en el aire, antes de posarse en la hierba alta, en la que brillaban como llamas los dientes del león, y las amapolas semejaban gotas de sangre.

Una cerda madre, de vientre enorme y ubres abultadas, dormitaba al borde del estercolero, y una multitud de cerditos corría a su alrededor con el rabo ensortijado como una cuerda.

De pronto empezó a sonar la campana de la iglesia, a lo lejos, más allá de los árboles de las granjas. Su metálica voz lanzaba en los cielos gozosos su débil llamada lejana. Las golondrinas cruzaban como flechas por el inmenso espacio azul encuadrado en las grandes hayas inmóviles. De cuando en cuando pasaba una vaharada de establo y se mezclaba con el aroma suave y dulzón de los manzanos.

Uno de los hombres que estaban en pie delante de la puerta, se volvió hacia la casa y gritó:

—Ea, Melina, vamos ya, que están tocando.

Tendría unos treinta años. Era un campesino fornido, al que todavía no habían conseguido deformar, ni encorvar, los muchos años de trabajo en la tierra. Un viejo, su padre, avellanado como un tronco de haya, de muñecas abultadas y piernas torcidas, sentenció:

—Está visto, nunca acaban de prepararse las mujeres.

Los otros dos hijos del viejo se echaron a reír; uno de ellos se volvió hacia el hermano mayor, que era quien primero había hablado, y le dijo:

—Ve en su busca, Polito; de otro modo, no estarán antes del mediodía.

El joven entró en su casa.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Beso

Guy de Maupassant


Cuento


Encanto mío: De modo que te pasas el día y la noche llorando, porque te abandonó tu marido; no sabes qué hacer y solicitas consejo de tu anciana tía, a la que, por lo visto, supones muy experta. No estoy tan enterada como tú te lo imaginas; pero desde luego que no soy del todo ignorante en el arte de amar o, más bien, de hacerse amar, que a ti te falta un poco. A mis años creo que me debe estar permitido confesarlo.

Me cuentas que no tienes para él otra cosa que atenciones, cariños, caricias y besos. De ahí tal vez procede el daño; creo que te excedes en besarlo.

Tenemos en nuestras manos, querida, la potencia más terrible que existe: el amor.

El hombre, dotado de su fuerza física, la ejerce por la violencia. La mujer, dotada del encanto, domina por la caricia. Es nuestra arma, arma temible, incontrastable, pero que es preciso saber manejar.

Somos, sábelo bien, las dueñas de la tierra. Narrar la historia del Amor desde los orígenes del mundo, equivaldría a narrar la historia del hombre mismo. Todo arranca del Amor: las artes, los grandes acontecimientos, las costumbres, la moral, las guerras, el derrumbamiento de los imperios.

En la Biblia tropiezas con Dalíla y Judit; en la Leyenda, con Onfala y Helena; en la Historia, con las Sabinas, Cleopatra y tantas más.

Reinamos, pues, como soberanas omnipotentes. Pero es indispensable que empleemos, lo mismo que los reyes, una diplomacia refinada.

El Amor, pequeña mía, está hecho de primores, de sensaciones imperceptibles.

Sabemos que es fuerte como la muerte; pero es también tan frágil como el vidrio. El choque más insignificante lo quiebra y nuestro dominio se derrumba, sin que podamos ya reconstruirlo.

Tenemos el poder de hacernos adorar, pero necesitamos una cualidad minúscula: el discernimiento de matices en la caricia, la percepción sutil de lo excesivo en la manifestación de nuestra ternura.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Borracho

Guy de Maupassant


Cuento


El viento del norte soplaba tempestuoso, arrastrando por el cielo enormes nubes invernales, pesadas y negras, que arrojaban al pasar sobre la tierra furiosos chaparrones.

El mar encrespado bramaba y azotaba la costa, precipitando sobre la orilla olas enormes, lentas y babosas, que se desplomaban con detonaciones de artillería. Llegaban suavemente, una tras otra, altas como montañas, esparciendo en el aire, bajo las ráfagas, la espuma blanca de sus crestas, igual que el sudor de un monstruo.

El huracán se precipitaba en el vallecito de Yport, silbaba y gemía, arrancando las pizarras de los tejados, rompiendo los sobradillos, derribando las chimeneas, lanzando por las calles tales rachas de viento que sólo se podía andar sujetándose a las paredes, y capaces de levantar a un niño como si fuera una hoja y de arrojarlo al campo por encima de las casas.

Las barcas de pesca habían sido sirgadas hasta el pueblo, por miedo al mar que iba a barrer la playa cuando subiese la marea, y algunos marineros, ocultos tras el redondo vientre de las embarcaciones tumbadas de costado, contemplaban a aquella cólera del cielo y del agua.

Después se marchaban poco a poco, pues la noche caía sobre la tormenta, envolviendo en sombras el océano enloquecido, y todo el estruendo de los irritados elementos.

Quedaban aún dos hombres, las manos en los bolsillos, encorvados bajo la borrasca, el gorro de lana calado hasta los ojos, dos corpulentos pescadores normandos, con una sotabarba áspera, con la piel quemada por las saladas ráfagas de alta mar, de ojos azules con una pinta negra en el centro, esos ojos penetrantes de los marinos que ven a lo lejos en el horizonte, como un ave de presa.

Uno de ellos decía:

—Hala, vente, Jérémie. ¿Qué tal si echamos una partida de dominó? Yo pago.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Barrilito

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Chicot, dueño de la posada de Epreville, detuvo su tartana delante de la finca de la señora Magloire. Chicot era un hombrón rayando en la cuarentena, coloradote, panzudo y con fama de malicioso.

Ató el caballo a un poste de la valla y entró en el patio. Poseía unos campos contiguos a los de la vieja y deseaba ensanchar su posesión. Veinte veces había propuesto la compra; pero la señora Magloire se negaba obstinadamente a formalizar ningún trato.

—He nacido aquí, y aquí moriré —decía ella.

Aquel día la encontró mondando papas en el umbral de la puerta. Con setenta y dos años cumplidos, era seca, rugosa, encorvada, pero infatigable como una moza. Chicot, afectuosamente, le dio unos golpecitos en el hombro, y después tomó asiento junto a ella en una banquetilla.

—¡Magnífico! ¿Cómo estamos de salud?

—No estoy del todo mal. ¿Y usted, señor Próspero?

—Sin unos dolorcitos que de cuando en cuando me importunan, estaría perfectamente.

—Hay que conservarse.

Y no dijo más la vieja. Chicot la veía pelar papas. Sus dedos encorvados, nudosos, duros como patas de cangrejo, agarraban a manera de pinzas cada papa, haciéndola girar vivamente y sacándole tiras largas de la piel con un viejo cuchillo que sostenía en la otra mano. Y a medida que las mondaba, las iba echando en un cubo de agua. Tres gallinas se acercaban hasta sus pies para recoger las mondeduras; luego corrían, alejándose y llevando en el pico su botín.

Chicot parecía inquieto, ansioso, no sabiendo cómo decir lo que deseaba. Al cabo se atrevió:

—Oiga usted, señora Magloire.

—Diga. ¿En qué puedo servirle?

—¿Con que no se decide usted a venderme la finca?

—Eso no. Si no le traen otras intenciones, pierde usted el tiempo en venir. Es inútil que me hable usted de semejante cosa.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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