Textos peor valorados | pág. 31

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La Señora Hermet

Guy de Maupassant


Cuento


Los locos me atraen. Esas personas viven en un país misterioso de sueños extraños, en la nube impenetrable de la demencia en la que todo lo que han visto sobre la tierra, todo lo que han amado, todo lo que han hecho vuelve a empezar para ellos en una existencia imaginada fuera de todas las leyes que gobiernan y rigen el pensamiento humano.

Para ellos ya no existe lo imposible, lo inverosímil desaparece, lo fantástico se hace constante y lo sobrenatural habitual. Esa vieja barrera, la lógica; esa vieja muralla, la razón; esa vieja rampa de las ideas, el sentido común; se rompen, se derrumban, se vienen abajo ante su imaginación dejada en libertad, escapada en el país ilimitado de la fantasía, que va dando saltos fabulosos sin que nada la detenga. Para ellos todo ocurre y todo puede ocurrir. No hacen esfuerzos por vencer los acontecimientos, para domar las resistencias o derribar los obstáculos. ¡Basta un capricho de su voluntad ilusoria para que sean príncipes, emperadores o dioses, para que posean todas las riquezas del mundo, todas las cosas sabrosas de la vida, para que gocen de todos los placeres, para que sean siempre fuertes, siempre bellos, siempre jóvenes, siempre amados! Ellos son los únicos que pueden ser felices sobre la tierra, pues para ellos la Realidad ya no existe. Me gusta inclinarme sobre su espíritu vagabundo como se inclina uno sobre un abismo en cuyo fondo borbotea un torrente desconocido, que viene no de sabe de dónde y va no se sabe adónde.


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Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La República

Platón


Filosofía, Política


I

I. Acompañado de Glaucón, el hijo de Aristón, bajé ayer al Pireo con propósito de orar a la diosa y ganoso al mismo tiempo de ver cómo hacían la fiesta, puesto que la celebraban por primera vez. Parecióme en verdad hermosa la procesión de los del pueblo, pero no menos lucida la que sacaron los tracios. Después de orar y gozar del espectáculo, emprendíamos la vuelta hacia la ciudad. Y he aquí que, habiéndonos visto desde lejos, según marchábamos a casa, Polemarco el de Céfalo mandó a su esclavo que corriese y nos encargara que le esperásemos. Y el muchacho, cogiéndome del manto —por detrás, me dijo:

—Polemarco os encarga que le esperéis.

Volviéndome yo entonces, le pregunte dónde estaba él.

—Helo allá atrás —contestó— que se acerca; esperadle.

—Bien está; esperaremos —dijo Glaucón.

En efécto, poco después llegó Polemarco con Adimanto, el hermano de Glaucón, Nicérato el de Nicias y algunos más, al parecer de la procesión. y dijo Polemarco:

—A lo que me parece, Sócrates, marcháis ya de vuelta a la ciudad.

—Y no te has equivocado —dije yo.

—¿Ves —repuso— cuántos somos nosotros?

—¿Cómo no?

—Pues o habéis de poder con nosotros —dijo— u os quedáis aquí.

—¿Y no hay —dije yo— otra salida, el que os convenzamos de que tenéis que dejarnos marchar?

—¿Y podríais convencemos —dijo él— si nosotros no queremos?

—De ningún modo —respondió Glaucón.

—Pues haceos cuenta que no hemos de querer.

Y Adimanto añadió:

—¿No sabéis acaso que al atardecer habrá una carrera de antorchas a caballo en honor de la diosa?

—¿A caballo? —dije yo—. Eso es cosa nueva. ¿Es que se pasarán unos a otros las antorchas corriendo montados? ¿O cómo se entiende?


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Publicado el 15 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Origen de las Especies

Charles Darwin


Tratado, Ciencia, Biología


Introducción

Cuando estaba como naturalista a bordo del Beagle, buque de la marina real, me impresionaron mucho ciertos hechos que se presentan en la distribución geográfica de los seres orgánicos que viven en América del Sur y en las relaciones geológicas entre los habitantes actuales y los pasados de aquel continente. Estos hechos, como se verá en los últimos capítulos de este libro, parecían dar alguna luz sobre el origen de las especies, este misterio de los misterios, como lo ha llamado uno de nuestros mayores filósofos. A mi regreso al hogar ocurrióseme en 1837 que acaso se podría llegar a descifrar algo de esta cuestión acumulando pacientemente y reflexionando sobre toda clase de hechos que pudiesen tener quizá alguna relación con ella. Después de cinco años de trabajo me permití discurrir especulativamente sobre esta materia y redacté unas breves notas; éstas las amplié en 1844, formando un bosquejo de las conclusiones que entonces me parecían probables. Desde este período hasta el día de hoy me he dedicado invariablemente al mismo asunto; espero que se me puede excusar el que entre en estos detalles personales, que los doy para mostrar que no me he precipitado al decidirme.


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Publicado el 15 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Jane Eyre

Charlotte Brontë


Novela


I

Aquel día no fue posible salir de paseo. Por la mañana jugamos durante una hora entre los matorrales, pero después de comer (Mrs. Reed comía temprano cuando no había gente de fuera), el frío viento invernal trajo consigo unas nubes tan sombrías y una lluvia tan recia, que toda posibilidad de salir se disipó.

Yo me alegré. No me gustaban los paseos largos, sobre todo en aquellas tardes invernales. Regresábamos de ellos al anochecer, y yo volvía siempre con los dedos agarrota­dos, con el corazón entristecido por los regaños de Bessie, la niñera, y humillada por la consciencia de mi inferioridad física respecto a Eliza, John y Georgiana Reed.

Los tres, Eliza, John y Georgiana, se agruparon en el salón en torno a su madre, reclinada en el sofá, al lado del fuego. Rodeada de sus hijos (que en aquel instante no disputaban ni alborotaban), mi tía parecía sentirse perfec­tamente feliz. A mí me dispensó de la obligación de unirme al grupo, diciendo que se veía en la necesidad de mantener­me a distancia hasta que Bessie le dijera, y ella lo compro­bara, que yo me esforzaba en adquirir mejores modales, en ser una niña obediente. Mientras yo no fuese más sociable, más despejada, menos huraña y más agradable en todos los sentidos, Mrs. Reed se creía obligada a excluirme de los privilegios reservados a los niños obedientes y buenos.

—¿Y qué ha dicho Bessie de mí? —interrogué al oír aquellas palabras.

—No me gustan las niñas preguntonas, Jane. Una niña no debe hablar a los mayores de esa manera. Sién­tate en cualquier parte y, mientras no se te ocurran me­jores cosas que decir, estate callada.


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Navidad

Charles Dickens


Cuento


PREFACIO

Con este fantasmal librito he procurado despertar al espí­ritu de una idea sin que provocara en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmi­go. Ojalá encante sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.

Su fiel amigo y servidor,

Diciembre de 1843

CHARLES DICKENS

PRIMERA ESTROFA. EL FANTASMA DE MARLEY

Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la me­nor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propieta­rio de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge había fir­mado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apa­reciera. El viejo Morley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo de una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un ataúd como el más muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de nuestros ances­tros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por con­siguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley es­taba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que estaba muetto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamenta­rio, su único administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y el único que llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el luctuoso suceso; siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral, que fue solemni­zado por él a precio de ganga.


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Manuscrito de un Loco

Charles Dickens


Cuento


Sí...¡de un loco! ¿Como hubiera herido mi corazon esta palabra algunos años há! Como hubiera despertado el terror que de vez en cuando me acometia, haciendo que la sangre como fuego corriera por mis venas, hasta que el frio hielo del temor en gruesas gotas cubria mi piel, y mis rodillas temblaban de miedo! Ahora me agrada. Es un bello nombre. Mostradme al monarca cuyo iracundo entrecejo tanto intimide como el brillo del ojo de un loco, y cuyo cordel y hacha sean jamas tan eficaces como las garras de un loco. Sí, sí, es una gran cosa estar loco! ser mirado como un feroz leon entre las barras de hierro, y rechinar los dientes y ahullar, las largas y silenciosas noches, á la alegre música de una pesada cadena, y rodar y bramar entre la paja, arrebatado con tan deliciosa armonía. Hurrah por la casa de los locos. Me recuerdo de un tiem­po cuando temia estar loco; cuando me despertaba sobresaltado de mi sueño, y cayendo de rodillas rogaba á Dios me libertara de la maldicion de mi raza: cuando huia de la alegria y de la felicidad y me ocultaba en algun lugar solitario, y pasaba las pesadas horas observando el progreso de la calentura que debia consumir mi cerebro. Sabia que la locura estaba en mi misma sangre, hasta en el tuétano de mis huesos; que una generacion habia pasado sin que la pestilencia apareciese entre ellos, y que yo era el primero en quien debia revivir. Sabia que asi debia ser, que asi siempre habia sido, y que asi siempre seria; y cuando huia del contacto de mis semejantes á algun oscuro rincon; veia desde alli á los hombres hablar en voz baja, y señalar, y volver los ojos hacia mi, y conocia se estaban refiriendo unos á otros la prescrita locura, y conociéndolo en silencio gemia. Esto hice por años, largos, largos años fueron aquellos.


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Historia de los Duendes que Secuestraron a un Enterrador

Charles Dickens


Cuento


En una antigua ciudad abacial, en el sur de es parte del país, hace mucho, pero que muchísimo tiempo —tanto que la historia debe ser cierta porque nuestros tatarabuelos creían realmente en ella—, trabajaba como enterrador y sepulturero del campo santo un tal Gabriel Grub. No se deduce en absoluto de ello que porque un hombre sea enterrador, esté rodeado constantemente por los emblemas la mortalidad, tenga que ser un hombre melancólico y triste; entre los funerarios se encuentran los i pos más alegres del mundo; en una ocasión tuve honor de trabar amistad íntima con uno muy silencioso que en su vida privada, estando fuera de ser necio, era el tipo más cómico y jocoso que haya gorjeado nunca canciones osadas, sin el menor tropiezo f su memoria, ni que haya vaciado nunca el contenido de un buen vaso sin detenerse ni a respirar. Pe no obstante estos precedentes que parecen contrariar la historia, Gabriel Grub era un tipo malparado, intratable y arisco, un hombre taciturno y solitario que no se asociaba con nadie sino consigo mismo, aparte de con una antigua botella forrada o cestería que ajustaba en el amplio bolsillo de chaleco, y que contemplaba cada rostro alegre que pasara junto a él con tan poderoso gesto de malicia y mal humor que resultaba difícil enfrentarlo sin tener una sensación terrible.


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Confesión Encontrada en una Prisión de la Época de Carlos II

Charles Dickens


Cuento


Tenía el grado de teniente en el ejército de St Majestad y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi esposa.

Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez; tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte.

Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Para Leer al Atardecer

Charles Dickens


Cuento


Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.

Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.

Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos, que era alemán Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome, mi cigarro, como ellos, y también como ellos con templando la nieve enrojecida y el solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasa dos iban saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría región

Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue absorbido; la montaña, se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo; se levantó el viento y el aire se volvió terrible mente frío. Los cinco correos se abotonaron lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el mío.

La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes de que el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares que se había conseguido nunca en un país.


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Visita del Señor Testador

Charles Dickens


Cuento


El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas ( despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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