Cuento parisiense
En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta
actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo
por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos.
Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar
como niña golosa un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas
sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de
la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz de los
candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba
algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de
las líquidas esmeraldas de la menta.
Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una
buena comida. Éramos todos artistas, quién más, quién menos, y aun
había un sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera
inmaculada el gran nudo de una corbata monstruosa.
Alguien dijo: —¡Ah, sí, Fremiet! —Y de Fremiet se pasó a sus
animales, a su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de
nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, otro, como mirando al
cazador, alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa
y erecta. ¿Quién habló de Mirón? El sabio, que recitó en griego el
epigrama de Anacreonte: Pastor, lleva a pastar más lejos tu boyada
no sea que creyendo que respira la vaca de Mirón, la quieras llevar
contigo.
Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada
argentina:
—¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces,
y si esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos
semidioses. Os advierto que más que a los sátiros adoro a los
centauros; y que me dejaría robar por uno de esos monstruos
robustos, sólo por oír las quejas del engañado, que tocaría su
flauta lleno de tristeza.
El sabio interrumpió:
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