Cuento simple
Hay cosas realmente difíciles de entender, bien se me alcanza.
Sobre todo, cuando uno no se halla dispuesto a entenderlas. Entonces, no
es posible, aunque le sean ofrecidas a plena luz, captar siquiera la
silueta de ellas, mucho menos su pequeño espíritu escondido.
Esto les ocurrió a mis oyentes de la cocina conventual de Pueblo
Viejo, cuando yo les narré la historia de los vagos amores de Samuel
Morales con aquella graciosa muchacha guayaquileña que se llamaba, si no
recuerdo mal, Perpetua, o algo por el estilo.
Empero, la hora para narrar era propicia. Acabábamos de merendar, y
estábamos aún en torno de la gran mesa, que presidía el cura de la
aldea, saboreando con deliciosa lentitud nuestro cafe aromado.
El párroco contaba hacía un instante el «ejemplo» del montuvio
sordomudo, devoto de la Virgen. Éste se había salvado, porque, ingenuo
irreverente, cada vez que pasaba frente a la iglesia arrojaba un
pedruzco contra el icono, sin duda para testimoniar su creencia; por los
agujeros que hicieron sus pedruzcos en el manto de la Madre, entró en
el Paraíso su alma ignorante, pero empapada en la más severa fe
religiosa.
Como soy hombre de lecturas, recordé en seguida la leyenda de aquel
hermano sirviente que antes fuera juglar y el cual, para congraciarse
con la Virgen, realizaba sus juegos malabares delante del altar. Recordé
de un modo exacto que esta leyenda la redactó ha muchos años, en lengua
moderna, Anatole France, tomándola de viejos textos feudales.
Mas, para no contrariar al párroco, nada dije. Él pensaba que el
«ejemplo» del montuvio sordomudo era de una indiscutible originalidad,
es decir, de una autenticidad indiscutible. Citaba nombres, lugares y
fechas, y hasta circunstancias tan precisas como la de que, el día en
que murió el devoto, y su alma inmortal voló a los cielos, estaba
lloviendo.
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