Capítulo 1
A José Lázaro Galdiano
en prenda de amistad
La Autora
La primer señal por
donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos
del sueño, fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a
parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del
pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le
clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita,
amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas
ardían; latían desaforadamente las arterias; y el cuerpo declaraba
a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de cama, no
estaba él para valentías tales.
Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenía
molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró
con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las
maderas del cuarto—tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba,
y Asís exclamó con voz ronca y debilitada:
—Menos abierto… Muy poco… Así.
—¿Cómo le va, señorita? —preguntó muy solícita la Ángela (por
mal nombre Diabla)—. ¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
—Sí, hija… , pero se me abre la cabeza en dos.
—¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
—Clavada… A ver si me traes una taza de tila…
—¿Muy cargada, señorita?
—Regular…
—Voy volando.
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de
cara a la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con
ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista en
aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.
De tiempo en tiempo, se percibía un gemido sordo.
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