Prólogo
Cuando la poesía es un grito estridente y puntiagudo —de madrugada en
flor fría—, cumple el poeta su primera luna reposada: es el poema
terruñero, provincial, querencioso de pastorería de sueños.
Cuando es aterradora la pregunta «La poésie est-elle dépendante de la
poétique? ou poétique et poésie, du poéme?», nace el religioso albor de
su segunda luna poesía literaria, resonante de voces y reflejos; con
fundadora alegría de romancero entrañable; obra conseguida con mínimos
«elementos», con mínimo «esfuerzo».
Cuando el poeta es recta unidad y torre cerrada, cruza, pariendo, su
tercera luna; es el poema de rito inefable, producto de la «acción
transformante y unificante de una realidad misteriosa», es la estrella
pura, en delirio callado de tormentas deliciosas.
Miguel Hernández (nacido el 30 de octubre del año de gracia poética
de 1910, en Orihuela, lugar situado a 50 kilómetros de Alicante, a 20 de
Murcia), ha resuelto, técnicamente, su agónico problema: conversión del
«sujeto» en «objeto» poético. Porque la poesía —y «su poesía», con
musculatura marina de grumete— es, tan sólo, transmutación, milagro y
virtud.
Ramón Sijé
I
Je m’enfonce au mépris de
tant d’azur oiseaux
Valéry
A la caña silbada de artificio,
rastro, si no evasión, de su suceso,
bajaré contra el peso de mi peso:
simulación de náutico ejercicio.
Bien cercén del azar, bien precipicio,
me desamparará de azul ileso:
no la pita, que tal vez a cercenes
me impida reflejar sierra en mis sienes.
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