I
El cura del pueblo de C… vivía con su hermano, militar retirado,
con la mujer de este, virtuosa señora sin más deseo que el de
agradar a su marido, y con los tres hijos de aquel matrimonio, de
los que el mayor, Miguel, contaba apenas diez y seis años.
El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia sobre la familia,
que nada hacía sin consultarle y al que miraba como a un oráculo; a
él estaba encomendada la educación de los niños, él debía decidir
la carrera que habían de seguir, tuviesen vocación o no, y en
cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino se comprometía a
costear la enseñanza de sus sobrinos y abrirles un hermoso y
lisonjero porvenir.
Una noche se hallaba reunida la familia en una sala pequeña que
tenía dos ventanas con vistas a la plaza; el militar leía en voz
baja un periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba los
cristales de sus gafas y Javier y Mateo, los dos hijos menores,
trataban en vano de descifrar un problema difícil, mientras Miguel,
con una gramática latina en la mano, a la que miraba distraído,
soñaba despierto escuchando una música lejana, que tal vez ninguno
más que él lograba percibir.
—¡Qué aplicación! —exclamó de repente don Antonino.
Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier echó un borrón de
tinta en el cuaderno que tenía delante, Mateo dio con el codo a su
hermano para advertirle que prestase más atención, y Miguel leyó
algunas líneas de gramática conteniendo a duras penas un
bostezo.
—Tengo unos sobrinos que son tres alhajas —prosiguió el buen
sacerdote.
Juan, el militar retirado, suspendió la lectura, miró a su
prole, cuya actitud debió dejarle satisfecho, y esperó a que su
hermano continuase hablando.
—Es preciso pensar en dar carrera a estos chicos, dijo D.
Antonino; veamos, Mateo, ¿qué desearías tú ser?
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