Textos más populares esta semana | pág. 42

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La Pluma de Ganso

Roberto Arlt


Cuento


Desde pequeños, Arsenio y yo nos detestamos. En la escuela ya me aventajaba considerablemente por la posición de sus padres, a la cual no eran insensibles nuestros maestros. Más tarde, cuando dejamos las aulas y entramos a formarnos un honrado porvenir en el comercio, Arsenio me superó tan considerablemente, que yo era aún simple viajante al servicio de una empresa, cuando Arsenio administraba una compañía.

Pero mi odio y la envidia que experimentaba contra Arsenio no maduró hasta los mismos límites de la ferocidad sino el día que me arrebató a mi novia Herminia.

En un viaje de regreso de una larga gira por el interior me encontré con que Herminia se había casado con Arsenio.

Yo no podía alegrarme por la ocurrencia de este suceso, pero obedeciendo los dictados de una prudencia oscura, no le pedí explicaciones ni a Herminia ni a Arsenio. Procedí como si no hubiera ocurrido nada. Algunos curiosos intentaron tirarme de la lengua. Respondí con medias palabras, y tan equívocas, que hasta ahora podía pensarse que era yo el que había provocado la ruptura y que Herminia se había casado con Arsenio impulsada por el despecho.

Permítaseme ciertas digresiones. El suceso terrible que ocurrió más tarde, las justifica. Yo estaba acentuadamente enamorado de María (sic). La deseaba porque, mediante aquella traición fría y cínica, se me había revelado como una mujer hipócrita, vil e interesada, y esta certidumbre me embriagaba. Era un veneno cruel, matador, pero indispensable. Además, estaba absolutamente seguro que nada de todo aquel pasado que ambos habíamos vivido estaba muerto entre nosotros. De modo que la primera vez que me encontré con ella, la saludé correctamente, me interesé por su salud y fingí tan habilidosamente encontrarme cómodo junto a ella, que Herminia no pudo evitar el examinarme con cierta curiosidad sorprendida.


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6 págs. / 11 minutos / 368 visitas.

Publicado el 11 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Cura de Tours

Honoré de Balzac


Novela corta


A David, estatuario

La duración de la obra en que inscribo vuestro nombre, dos veces ilustre en este siglo, es muy problemática; mientras que vos grabáis el mío en el bronce, que sobrevive a las naciones aunque no haya sido batido mas que por el vulgar martillo del monedero. ¿No se verán confusos los numismáticos al hallar en vuestro taller tantas cabezas coronadas, cuando descubran entre las cenizas de París esas existencias por vos perpetuadas hasta más allá de la vida de los pueblos, y en las cuales se les antojará adivinar dinastías? Vuestro es ese divino privilegio; a mí me corresponde la gratitud.

De Balzac.

En los comienzos del otoño del año 1826, el abate Birotteau, personaje principal de esta historia, fue sorprendido por un chaparrón al volver de la casa donde había pasado la velada. Atravesaba, pues, tan rápidamente como sus carnes podían permitírselo la plazuela desierta llamada del Claustro, que se halla a espaldas del ábside de Saint-Gatien, en Tours.


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77 págs. / 2 horas, 15 minutos / 332 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Vida Intensa

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando Julio Shaw creyó haber llegado a odiar definitivamente la vida de ciudad, decidiose a ir al campo, mas casado. Como no tenía aún novia, la empresa era arriesgada, dado que el 98 por ciento de mujercitas, admirables en todo sentido en Buenos Aires, fracasarían lamentablemente en el bosque. La vida de allá, seductora cuando se la precipita sin perspectiva en una noche de entusiasta charla urbana, quiebra en dos días a una muñeca de garden party. La poesía de la vida libre es mucho más ejecutiva que contemplativa, y en los crepúsculos suele haber lluvias tristísima, y mosquitos, claro está.

Shaw halló al fin lo que pretendía, en una personita de dieciocho años, bucles de oro, sana y con briosa energía de muchacha enamorada. Creyó deber suyo iniciar a su novia en todos los quebrantos de la escapatoria: la soledad, el aburrimiento, el calor, las víboras. Ella lo escuchaba, los ojos húmedos de entusiasmo —«¡Qué es eso, mi amor, a tu lado!»—. Shaw creía lo mismo, porque en el fondo sus advertencias de peligro no eran sino pruebas de más calurosa esperanza de éxito.

Durante seis meses anticipose ella tal suma de felicidad en proyectos de lo que harían cuando estuvieran allá, que ya lo sabía todo, desde la hora y minutos justos en que él dejaría su trabajo, hasta el número de pollitos que habría a los cuatro meses, a los cinco y a los seis. Esto incumbiría a ella, por cierto, y la aritmética femenina hacía al respecto cálculos desconcertantes que él aceptaba siempre sin pestañear.

Casáronse y se fueron a una colonia de Hohenlau, en el Paraguay. Shaw, que ya conocía aquello, había comprado algunos lotes sobre el Capibary. La región es admirable; el arroyo helado, la habitual falta de viento, el sol y los perfumes crepusculares, fustigaron la alegría del joven matrimonio.


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3 págs. / 6 minutos / 324 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Abanico

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Como deseaba escrutar el corazón de mi novia —díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas—, y en las conversaciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar, según ella decía, el peso de la «cesta».

Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en seguida. ¡Ejem!...

Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplicando a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla.


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4 págs. / 7 minutos / 295 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Rosario de Sonetos Líricos

Miguel de Unamuno


Poesía


Breve e amplissimo carme…
fosti d'arcan dolori arcan richiamo.

Carducci. Rime nuove. Al soneto.
 


The great object of fhe Sonnet seems to be, to express in musical numbers and as it were with individed breath, some occasional thought or personal feeling «some fee-grief due to the poet's breast». It is a sigh uttered from the fulness of the heart, an involuntary aspiration born and diying in the same moment.

W. Hazlitt. Table Talk. On Milton's sonnets.

Los sonetos de Bilbao

I. Ofertorio

A mi querido amigo Pedro Eguillor.


No de Apenino en la riente falda,
de Archanda nuestra la que alegra el boche
recojí este verano á troche y moche
frescas rosas en campo de esmeralda.


Como piadoso el sol ahí no escalda
los montes otorgóme este derroche
de sonetos; los cierro con el broche
de este ofertorio y te los doy, guirnalda.


Van á la del Nervión desde la orilla
esta del Tormes; á esa mi Vizcaya
llevando soledades de Castilla.


No con arado, los saqué con laya;
guárdamelos en tu abrigada cilla
por si algún día en mí la fé desmaya.

II. Puesta de sol

¿Sabéis cuál es el más fiero tormento?
Es el de un orador volverse mudo;
el de un pintor, supremo en el desnudo,
temblón de mano; perder el talento


ante los necios, y es en el momento
en que el combate trábase más rudo,
solo hallarse sin lanza y sin escudo,
llenando al enemigo de contento.


Verse envuelto en las nubes del ocaso
en que al fin nuestro sol desaparece
es peor que morir. Terrible paso


sentir que nuestra mente desfallece!
Nuestro pecado es tan horrendo acaso
que asi el martirio de Luzbel merece?


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45 págs. / 1 hora, 20 minutos / 283 visitas.

Publicado el 29 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Amor con Vista

Pedro Calderón de la Barca


Teatro


Personas

EL CONDE OTAVIO.
CÉSAR.
EL CONDE FABRICIO, padre de Fénis.
EL VIREY DE NÁPOLES.
JULIO.
LEONARDO.
UN CAPITAN.
CELIA.
LISENA.
FÉNIS.
FLORA, criada.
TOMÉ, criado.
ALBANO, criado.

Acto primero

CELIA Y LISENA, damas.

Cel.
Escribióme que partia,
Ya no es posible tardar.

Lis.
Lo que tanto ha de durar
¿Sientes esperar un dia?

Cel.
No es la pena que resisto
Amor en todo rigor,
Porque nadie tiene amor
Á las cosas que no ha visto.

Lis.
Engéndrase amor del ver,
Tambien del imaginar,
Y quien se piensa casar
Ya sabe que ha de querer.

Cel.
Deseos de ver me dan
Si á la verdad corresponde,
Como me han pintado al Conde
Tan gentil hombre y galan.

Lis.
¿Quién duda que será ansí
Y que no te han engañado?

Cel.
Sin los ojos me he casado,
Quejosos están de mí,
Que por no tener enojos
Con lo que se ha de querer,
Les da el alma su poder
En causa propia á los ojos;
Que ellos los primeros son
En tanto que el bien se alcanza,
Los que van con la esperanza
Á tomar la posesion;
Mas cuando no me contente,
Yo te aseguro de ser,
Sólo en mudarme mujer,
Y no suya eternamente.

Lis.
La dicha, Celia, no estriba,
De una mujer, en que sea
Lindo el hombre en quien se emplea
Para que contenta viva;
Un discreto entendimiento
Y una dulce condicion,
Partes principales son
De un dichoso casamiento;
Ruega que las tenga el dueño
Que esperas, para que seas
Dichosa si en él te empleas.


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48 págs. / 1 hora, 24 minutos / 271 visitas.

Publicado el 19 de junio de 2018 por Edu Robsy.

La Cartera

Rafael Barrett


Cuento


El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:

—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?

—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.

Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.

—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?

—Sí, señor. Vea si falta algo…

El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba nada.

Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices?

El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro.

Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.

—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.

El obrero palideció.

—¿La propina, no es cierto?

—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.

—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los doscientos treinta?

—Yo…


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2 págs. / 3 minutos / 270 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Caso de la Señorita Amelia

Rubén Darío


Cuento


Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, esta:

—¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!

La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

—Caballero —me dijo saboreando el champaña—; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más satisfactoria.

—¡Doctor!


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6 págs. / 10 minutos / 252 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Cuentos para Novios

Horacio Quiroga


Cuento


¿Qué fue todo, al fin? Un pequeño detalle de la felicidad doméstica; pero cualquiera hubiera creído en una erupción volcánica.

Yo había llegado la tarde anterior a casa de Gaztambide, que vivía entonces en el campo. Esa misma noche, rendido por el viaje a caballo, me acosté muy temprano y me dormí enseguida. Me desperté, no sé a qué hora, y oí que el chico de los Gaztambide lloraba. Volví a dormirme, para despertarme otra vez. El chico lloraba de nuevo, y Gaztambide hablaba en voz alta. Torné a recuperar el sueño, y desperté de nuevo. El chico lloraba, pero el padre no hablaba. En cambio, oí que paseaba por afuera; hacía unos dos grados bajo cero. Esto me llenó de confusión; pero como el sueño de un hombre de mi edad es superior a la meditación de estas rarezas domésticas, torné a dormirme.

De madrugada ya, desperté por última vez.

—Esta buena gente —me dije mientras me vestía con sigilo— debe dormir aún. No hay que despertarlos.

Salí afuera, y lo primero que vi en el corredor fue a Gaztambide, hundido en un sillón de tela, bien envuelto en su plaid.

—¡Diablo! —exclamé deteniéndome a su frente—. ¿No ha dormido?

—No —respondió con una triste mirada al campo blanco de escarcha—. No dormiré nunca más.

—¿El nene…? —pregunté inquieto, recordando.

—No; el nene está sano y bueno… Pregúntele a Celina —concluyó con un movimiento de cabeza.

Abrí la puerta del comedor, y allí estaba Celina acodada a la mesa, visiblemente muerta de frío.

—No es nada —me dijo saliendo conmigo afuera—. Ya lo conocerá usted cuando se case… ¡Julio! —se volvió enternecida a su marido—. ¿Por qué no te acuestas un rato?

—No me acostaré nunca más —repuso él con la misma voz cansada—. Pero tomaría café.


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6 págs. / 12 minutos / 246 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Comerciante en Perlas

José Tomás de Cuéllar


Novela


Prólogo

En la época del descubrimiento de las minas de oro de California, uno de los buques de vela que hacían el servicio entre Panamá y San Francisco, se encontraba frente a las playas de Costa Rica siguiendo majestuosamente su ruta con un tiempo magnífico y una mar tranquila.

Los pasajeros estaban reunidos a la mesa; ya se habían vaciado algunos vasos de champaña y de jerez, y por consiguiente, la conversación era animadísima.

Un inglés, de unos cuarenta años que había hecho fortuna en California y que se dirigía hacia Centro América para establecer nuevas factorías y extender sus relaciones comerciales, hablaba con violencia y despecho de la influencia francesa, que tendía en aquella época a reemplazar la preponderancia exclusiva de Inglaterra, preponderancia que perdió un poco más tarde por faltas que no nos incumbe mencionar.

El negociante inglés, contrariamente a la calma y reserva habituales a sus compatriotas, se dejaba arrastrar, ayudado por el champaña y el jerez, a apreciaciones de tal modo injustas que ya varias veces habían llamado la atención de un joven francés de unos veintidós a veintitrés años, que estaba sentado a uno de los extremos de la mesa.

—Los franceses —respondió el inglés a un español que le hizo una objeción—, no nos perdonarán nunca Waterloo y Santa Elena.

—Señor mío —dijo el joven francés—, los franceses no tienen nada que perdonaros, si no es las faltas que cometisteis durante la batalla, pues todo el mundo sabe que el duque de Wellington cometió tales errores, que harían subir los colores a la cara de un simple subteniente. En cuanto a la catástrofe de Waterloo, tampoco fueron los ingleses, sino la Europa coaligada y sus ejércitos quienes triunfaron de la Francia. Por lo tanto, pueden ustedes guardar el orgullo para cuando sean capaces de sostener, con fuerzas iguales, dos horas de combate en campo raso.


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Dominio público
304 págs. / 8 horas, 52 minutos / 201 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.

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