Prólogo
El deseo que se me ha manifestado por diferentes y atendibles conductos, de ver expuesto el Derecho público romano en forma clara y suficiente para que lo conozcan los juristas que no son a la vez filósofos, es lo que me ha ofrecido ocasión para escribir este libro sobre aquel Derecho. Tan evidente es que para la concepción viva y la inteligencia fundamental del Derecho privado y del procedimiento privado romanos, no basta con saber que el pretor era un magistrado encargado de la administración de justicia, y que el jurado se llamaba iudex, como lo es también la inutilidad que para los prácticos del Derecho tienen la mayor parte de las particularidades del Derecho público del Estado romano y su tan necesario como fatigante aparato filológico-arqueológico. En este libro se ha intentado exponer ordenadamente los elementos esenciales del Derecho público de los romanos, haciendo caso omiso de las pruebas o documentos, que no corresponden a una reducción estricta. Es verdad que no está uno autorizado para hacer públicamente afirmaciones sin demostrarlas; pero cuando ya anteriormente se han presentado las pruebas en una obra extensa, según al presente ocurre (excepto en lo que hace referencia a la corta sección última), bien puede uno, en un trabajo sin pretensiones como es este, remitirse a tal obra.
Del Derecho público romano se puede decir que no ha desaparecido de la vida, lo mismo que del privado. Cierto que del primero no tenemos la unilateral y por desgracia exclusiva tradición que nos resta del segundo; pero la tradición histórica y aun la pseudohistórica existe suficientemente, y en muchos respectos exagerada. Especialmente en lo que toca a las épocas más antiguas, respecto de las cuales nos está vedado el conocimiento en las cosas fundamentales del Derecho privado, nos ofrecen aquí las instituciones y las tradiciones una pintura sin colorido, sí, pero no sin contornos fijos. La ciencia indagadora, mediante la explicación genética, libra a los juristas de la trivialidad de aquella investigación histórica que juzga deberse prescindir de todo cuanto no haya acontecido en tiempo ni en lugar alguno.
El objeto de esta exposición es la comunidad romana, desde el Rey Rómulo hasta el Emperador Diocleciano, y aun una ojeada rápida a la restauración de Diocleciano; la evolución política de una nación muy bien dotada políticamente y que más que ninguna otra se fundó y estableció por sí misma, evolución ininterrumpida, que, según el cómputo romano, abarca milenario y medio, habiendo sido probablemente más bien abreviada que alargada por dicho cómputo esa duración.
El buen orden es la clave de toda inteligencia; mas ese buen orden encuentra aquí dificultades no acostumbradas. Aun en mayor grado que en el Derecho privado nos encontramos en el público entregados a nuestras solas fuerzas, pues no poseemos una tradición, ni siquiera aproximadamente sistemática, de las antigüedades relativas al Derecho del Estado. Los particulares institutos se han originado históricamente, por tanto, de una manera no racional; es preciso exponerlos uno a uno, así en su existencia independiente como en sus funciones políticas, a menudo muy varias. Sobre todo, la cooperación de la Magistratura con los Comicios y el Senado, piedra angular de la organización romana, hace difícil las divisiones indispensables para la exposición, y al propio tiempo, las repeticiones no pueden evitarse; a lo más, se pueden economizar.
En esta obrita, con más cuidado aún que en la exposición detallada a que va unido el aparato, he procurado presentar, en un cuadro sistemático y claro, la ciudadanía y el reino (libro I); la Magistratura en general (II); las Magistraturas o funcionarios en particular (III); las diferentes funciones públicas (IV); los Comicios y el Senado (V). Acaso una ventaja de la brevedad que este resumen requiere, sea la de presentar más comprensible y claro en su organización el orden político.
T. Mommsen.
Berlín. Mayo de 1893.
Libro primero. La ciudadanía y el reino
I. La familia y el primitivo derecho de ciudadano
Aun cuando el Derecho político romano, que, como todo Derecho, presupone la existencia del Estado, debe prescindir de toda hipótesis acerca de las situaciones antepolíticas, sin embargo, ha de ser permitido indicar respecto del asunto que el llamado matriarcado, el cual significa el desconocimiento de la generación para determinar el estado jurídico de las personas y basa el orden social simplemente sobre el hecho del nacimiento, no puede considerarse como el grado primitivo de la comunidad política romana, sino que más bien la célula germinal del Estado romano habrá sido el matrimonio, y probablemente el matrimonio monogámico con todas sus consecuencias jurídicas, ya que la poligamia pasajera no deja huella alguna. Sobre el matrimonio descansa la familia, que se funda y establece por sí misma, la cual, según todas las apariencias, fue el grado originario del Estado romano; el Estado romano de los más antiguos tiempos que conocemos no puede ser concebido sino como una reunión de familias que coexisten unas al lado de otras, aunque, al contrario, tampoco la familia romana podemos pensarla más que en el Estado.
La familia comprendía todas las personas de uno y otro sexo que descendían, por línea de varón y por legítimo matrimonio, de un ascendiente común, o que se reputaban descender de él, bastando como prueba de esta descendencia, en el caso de que no se pudieran señalar determinadamente los ascendientes intermedios, la presunción jurídica derivada del hecho de llevar el mismo nombre patronímico. La pertenencia era forzosamente exclusiva: como solo se puede tener un padre, solo se podía pertenecer a una familia. Aun cuando la pertenencia a una familia se fundaba sobre el hecho de la generación, que es asimismo lo que daba origen al nombre, la generación, sin embargo, era una idea jurídica, por cuanto tenía su fundamento en el matrimonio legítimo, con todas las presunciones de derecho que consuetudinariamente iban anejas a él.
Como la familia misma, según se ha dicho, tampoco la situación de las personas dentro de ella se origina primitivamente en el Estado, sino que la adquieren con la familia. Esa situación se halla condicionada por la adquisición del derecho de propiedad, cuyo carácter originario, que tuvo gran predominio ya antes en la evolución griega, conservó hasta tiempos muy adelantados la soberanía doméstica romana. La mujer puede formar parte de la comunidad doméstica, y en el terreno del Derecho privado ocupa una posición esencialmente igual a la del marido; pero aun cuando puede tener propiedad suya, ella misma es siempre un objeto de propiedad. Esta idea se aplicaba a la mujer con tanto rigor y crudeza, que todavía según el Derecho de las Doce Tablas, la esposa podía ser adquirida por usucapión mediante la posesión de un año, lo mismo que cualquiera otra cosa mueble. Y hasta la sujeción de la mujer, en la organización más antigua, únicamente podía cambiar, nunca concluir: de la propiedad del padre pasaba a la del marido, y, cuando ambos faltaban, a la de los más próximos parientes por línea masculina, cuya potestad sobre la mujer, igualmente que la administración de los bienes de esta y el ejercicio sobre ella de facultades penales, tuvieron originariamente carácter de soberanía doméstica. Si el «señor» (κύριος) griego no fue en los tiempos históricos nada más que el tutor de la mujer, el derecho dominical sobre esta en la evolución romana, igualmente que la gradual desaparición de los nombres propios de la mujer y la adquisición por parte de ella del nombre de la familia a que en cada momento pertenecía, y el contarla en el número de los hijos, demuestra que, por lo menos en la desconsiderada aplicación de la teoría que en la época más rigurosa de la evolución romana se hizo, hubo de hacerse sentir, y más bien fortalecido que debilitado, el influjo de las instituciones helénicas en este punto, hasta bien entrados los tiempos. — No menor, sino más fuerte aún, era la potestad de los ascendientes sobre los descendientes en el campo del Derecho privado: también esta soberanía doméstica era sencillamente una propiedad, que permitía al ascendiente hasta enajenar los hijos y los nietos. En la más antigua organización fue siempre tan inadmisible esa potestad, que durante la vida del padre no podía, ni siquiera con la voluntad de este, ponérsele término alguno. Disuélvese, sí, por la muerte del padre, con respecto a los hijos mayores desde luego; y en cuanto a los menores de edad, la tutela que en tal caso comienza a existir, se halla reducida a ser una pura guarda, y, además, tiene un término. Los varones mayores de edad pertenecientes a la familia se hallan en una situación independiente unos de otros, y bajo un pie de igualdad.
Como el pueblo romano admite la institución de la familia, admite también los principios de la incapacidad de la mujer para tener potestad propia y del derecho de propiedad correspondiente al padre sobre ella y sobre los hijos; pero al mismo tiempo deja de aplicarse el último para el establecimiento del Derecho dentro de la comunidad. Desenvuélvese el doble concepto de la capacidad jurídica plena y de la meramente política: al lado de los esclavos y de los extranjeros, que en el campo del Derecho privado están sometidos a propiedad o pueden caer en ella, y los cuales carecen de capacidad jurídica, así privada como política, se hallan las personas sometidas a potestad, las cuales en el terreno del Derecho privado están en propiedad ajena, pero públicamente tienen capacidad, y por lo mismo se denominan liberi, en contraposición a los esclavos domésticos. La ciudadanía la constituyen, pues, todos los miembros de las familias unidas políticamente; la pertenencia a la misma no es otra cosa que la pertenencia a una familia de las que componen la comunidad romana: todo gentilis, como tal, es un quiris, que es la manera más antigua de designar al ciudadano, en contraposición, tanto al hombre que pertenece como cosa al Estado romano, esto es, al esclavo, cuanto a los extranjeros, que también están fuera del Estado romano. La exclusividad pasa también, necesariamente, de la familia al pueblo: la adquisición del derecho de ciudadano romano es incompatible con la posesión de otro derecho de ciudadano reconocido por Roma; y por el contrario, la cualidad de ciudadano romano cesa de derecho cuando el ciudadano ingrese en otra ciudadanía que Roma reconoce como válida jurídicamente.
Cuando la congregación familiar y la ciudadanía dejan de ser una misma cosa, y el círculo de la última alcanza una mayor extensión, como se indicará en el capítulo IV, pierde terreno la denominación de quiris ante la posterior de civis; entonces ocurre, con respecto a los miembros de las familias (los cuales desde este momento ocuparon una posición privilegiada, como nobleza hereditaria, entre los ciudadanos, y por efecto de esto, fueron los únicos que, en el estricto sentido de la palabra, pudieron contraer matrimonio legítimo y tener patria potestad jurídica, verdadera, propia) que comienza a dárseles la denominación distintiva de «padres», patres, usada por las Doce Tablas, y también la de «hijos de padres», patricii, que fue la que luego se empleó.
La capacidad de obrar les está vedada a las familias incorporadas al Estado. Si en la época antepolítica les perteneció, hubieron de perderla cuando se incorporaron al Estado, pasando entonces a este. La familia no tiene capitalidad (hauptlos) frente a los magistrados y a los Comicios del Estado, y los miembros de ella no pueden tomar acuerdos; es una comunidad que tiene su culto, pero no jurisdicción sacra; que tiene usos propios, mas no leyes privativas. La garantía del derecho de la familia, lo mismo que la fijación de las variaciones que necesariamente habían de ir apareciendo en el orden general familiar, es cosa que no pertenecía a las particulares familias, sino, como después veremos, a la reunión de todas las familias, esto es, al Estado, por medio de sus sacerdotes y magistrados y finalmente por sus Comicios. Así, al menos, se nos presenta la familia en los tiempos históricos. Si a esta sumisión de la misma a la colectividad precedieron luchas y crisis, y si la falta de capacidad de la familia fue conquistada en un principio quizá a consecuencia de penosos esfuerzos, la verdad es que ni aun el recuerdo de tal cosa se ha conservado; la idea política fundamental, según la que la unidad del Estado excluye la independencia de sus partes componentes, fue ya concebida y perfeccionada en Roma en estos primeros y acaso difíciles momentos de su evolución política. Por el contrario, en lo que toca al Derecho privado, la consideración de la familia como un sujeto unitario de derecho, persistió por largo tiempo; ciertas consecuencias de tal afirmación llegaron hasta bien adentro del Imperio. Respecto a la posesión territorial, es probable que en el origen el poseedor no fuera el ciudadano privado, sino la familia; y si, como no ha podido menos de acontecer, el servicio militar ha correspondido en algún tiempo exclusivamente a los patricios, era cabalmente porque tal servicio iba unido ya entonces a la propiedad privada del suelo. Aunque esta posesión familiar de los inmuebles cedió ya en los tiempos antehistóricos ante la propiedad individual del suelo, todavía el derecho hereditario de la familia, igualmente que la tutela familiar, se hallaban reconocidos en las Doce Tablas, y bastante tiempo después eran prácticamente aplicados. Ciertamente, no se piensa que la familia, como tal, sea el sujeto jurídico, sino que los llamados a ejercitar estos derechos, ya concurrentemente ya por modo electivo, eran el conjunto de los miembros de la familia y los agnados de igual grado. Ninguna huella queda tampoco de que la familia, como tal, tuviese representación ni aun en el terreno del Derecho privado.
La familia no puede ser creada por el Estado y sus leyes; pero una vez que presente la homogeneidad nacional, la familia que pertenezca a un Estado de la misma estirpe puede ser separada de este y unida al romano, y del propio modo varias comunidades de la misma estirpe pueden reunirse en una sola. Según todas las probabilidades, la Roma patricia se fue extendiendo por espacio de mucho tiempo por uno y otro procedimiento, juntando cada vez mayor número de familias. De semejantes agrupaciones de familias, sobre todo de la aparición en Roma de tres comunidades, y de la aceptación de los claudios entre las familias romanas, se han conservado noticias en los comienzos de la tradición histórica, noticias que parecen dignas de crédito. Pero esta recepción de nuevas familias cesó tan pronto como la comunidad de los patricios perdió el derecho de legislar y dejó en general de funcionar, según veremos más adelante; la ciudadanía patricio-plebeya podía, sí, conceder el derecho de ciudadano a los individuos, pero a partir de este momento faltó un órgano encargado de recibir e introducir a las familias en el grupo de los patricios — recepción e introducción que no han existido en los tiempos históricos. — Del propio modo que la familia no puede ser creada por el Estado, tampoco puede ser suprimida por este; sigue en pie hasta que se extingue. En cambio, es jurídicamente admisible la separación por el ingreso de una familia romana en otra unión política; esto habrá ocurrido en los tiempos más antiguos con el cambio de territorio, si bien los anales patrióticos no dicen nada del caso. — En ningún tiempo, por tanto, se puede haber dado un número fijo y cerrado de familias. La primitiva leyenda romana, también en esto esquemática, dice que el germen de la comunidad fueron cien hombres no pertenecientes a ningún otro Estado, y cien mujeres que los mismos adquirieron por robo, y así, haciendo de estas cien parejas las más antiguas comunidades familiares, explica el concepto de la descendencia agnaticia, fundamento de la familia. Esta ficción jurídica no ha de desorientarnos para reconocer que, aun según la concepción romana, la familia, lo mismo en su existencia que en su desaparición, es independiente del Estado y, por consiguiente, se halla sustraída a la regulación legal. Tampoco el número de individuos-cabezas pertenecientes a las familias puede haber sido nunca ni aun aproximadamente igual.
El derecho de familia no puede adquirirse más que ingresando en alguna de las familias existentes; la adquisición independiente de una familia por un individuo traería como consecuencia la creación subitánea de una familia nueva, cosa jurídicamente inadmisible, según lo dicho. Pero sobre este particular cambiaron las cosas al comienzo de la Monarquía, permitiéndose la concesión individual del patriciado, de manera que al nuevo patricio se le consideraba igual al senator de Rómulo, esto es, como cabeza de familia. Después que en la época republicana el patriciado se hubo convertido en nobleza hereditaria, la Monarquía le asoció la nobleza titulada, pero sin que la institución adquiriese una significación esencial. Constantino abolió estos derechos de nobleza hereditaria, y desde entonces los títulos de patricio se concedieron por el Gobierno con elevado rango, pero como la más alta nobleza personal.
El ingreso en la familia tiene lugar ordinariamente, lo mismo que el ingreso en la patria potestad, por la procreación verificada por un individuo romano perteneciente a una familia, y en legítimo matrimonio, debiendo tomarse como norma para este último concepto el orden jurídico existente en el momento de que se trate; por tanto, con respecto al estado jurídico de la madre solo se exige que tenga con el padre comunidad de matrimonio (connubium). — Independientemente de la procreación, se podía entrar en la familia:
1.º Probablemente por el matrimonio antiguo. En efecto, como el matrimonio solemne rompe de derecho la patria potestad a que se halla sujeta la mujer, igualmente que el poder tutelar cuando se trata de mujeres sin padre, y en cambio origina el vínculo de la autoridad marital, es claro que si el marido pertenece a otra familia, o también a otro Estado que la mujer, no puede esta continuar disfrutando del mismo derecho de familia, y en su caso del mismo derecho de ciudadano que antes de casarse. Por el contrario, el matrimonio no solemne solamente concede la autoridad marital cuando esta se ha adquirido por compra o usucapión de la mujer, en cuyo caso probablemente el derecho familiar de esta permanece intacto; pues aun en los antiguos vestigios de la confarreatio ha desaparecido generalmente de nuestra tradición el cambio de familia por el matrimonio, y no se trata más que una simple conjetura que no puede ser fácilmente rechazada. — En la condición de los bienes de la mujer encontramos una confirmación del supuesto según el cual, en la época más antigua, cuando la comunidad familiar aún se hallaba en pleno vigor, la comunidad matrimonial, o connubio, regularmente se hallaba limitada a los miembros de la misma familia, y el tránsito de la mujer a otra familia diferente de la suya constituía un caso excepcional. Pues, en efecto, para el matrimonio con un individuo que no perteneciera a la familia, la hija de familia solo había menester, como para todo matrimonio, de la autorización del padre, por cuanto dicha hija no podía tener bienes propios; por el contrario, si la contrayente fuese una mujer capaz de tener bienes, no solo se requería la aprobación de los tutores, esto es, de los miembros de la familia más cercanos a aquella, sino además un acto legislativo que le diese permiso para celebrar el matrimonio fuera de la familia.
2.º La aceptación de una persona como hijo produce, claro está, los mismos efectos que la generación, y puede, por lo tanto, dar también origen al cambio de familia; pero solo es permitida, por un lado, con la aprobación del nuevo padre y del nuevo hijo hecha ante la ciudadanía reunida en asamblea, y por otro, con la aprobación de la ciudadanía misma. Como los miembros de las familias eran los únicos que gozaban del derecho de ciudadanos, el acto de que se trata, esto es, la adrogatio, no podía tener lugar al principio más que entre patricios; posteriormente, sin embargo, se hizo extensivo también a los plebeyos, probablemente porque cuando las curias perdieron la facultad política de legislar, la competencia para el acto de que se trata pasó a la Asamblea de los patricios, competencia que esta conservó cuando más tarde se extendió a los plebeyos el derecho de votar en ella. Pero siempre estuvo prohibida la adrogación a las mujeres, a los menores y a los no romanos, por la razón de que tales individuos no podían hacer declaraciones ante los Comicios romanos, y además los hijos de familia, porque aun con la autorización del padre no podían disponer de sí mismos.
3.º La aceptación de una persona como hijo podía tener lugar también después de la muerte del nuevo padre; entonces, en el acto comicial, en vez de la declaración del nuevo padre, se presentaba la disposición de última voluntad del mismo.
4.º El hijo de familia que se hallare bajo potestad podía cambiar de señor, lo mismo que el esclavo, por medio de un acto privado en forma de mancipación, siendo entregado, sin perder su libertad como ciudadano, a otra persona, en cuyo poder se colocaba en la misma situación de carencia de libertad privada en que se encontraba frente a su padre. En tiempos posteriores se permitió al adquirente manifestar que tomaba al individuo, no como esclavo (causa mancipii), sino como hijo de familia, aceptación (adoptio) que se equiparaba en sus efectos a la adrogación cuando, mediante tres compras consecutivas del hijo, según una disposición de las Doce Tablas, este saliera definitivamente del poder de su padre, y además, por un procedimiento ficticio, el nuevo padre fuera judicialmente reconocido como tal. Por esta vía, no solamente podía llegar al patriciado el hijo de familia de todo ciudadano romano, aun el del liberto, sino que hasta los hijos de los latinos podían adquirir la ciudadanía romana. Parece que en esto no tenía intervención alguna el Estado; no obstante, pudieron existir ciertas disposiciones prohibitivas respecto del particular, que nosotros no conocemos. En todo caso, esta adopción no era seguramente derecho originario, sino una de las numerosas invenciones jurídicas que ayudaron a nacer al antiguo derecho de familia.
La separación de la familia tiene lugar, prescindiendo del caso de muerte, o cambiando de familia, caso ya examinado, o perdiendo el derecho originario de ciudadano, con el cual coincidía el derecho familiar. Esta pérdida acontece, tanto cuando uno se hace plebeyo como cuando pasa a otra comunidad que, según la concepción romana, tenía derecho propio, bien el tránsito llevare envuelta la pérdida de la libertad, ora no. Luego se examinarán ambos casos, únicos respecto de los cuales poseemos testimonios positivos.
Fuera del orden o clase de los patricios, no se da la comunidad familiar romana, en el estricto sentido de la palabra. Sin embargo, aun dentro de la ciudadanía plebeya existen igualmente grupos regulares y ordenados, unidos no meramente por el vínculo del parentesco natural, que también se llaman gentes, aun cuando no llevan este nombre en el estricto rigor con que se usa. Las casas que descienden de una familia patricia, pero que posteriormente se han hecho plebeyas por haber perdido la nobleza de alguno de los modos que después examinaremos, tienen comunidad entre sí y no pueden perder sus vínculos con los consanguíneos patricios; por su parte, las numerosas familias nobles de las ciudades latinas incorporadas a la ciudad romana habrán asegurado también la conservación de esta nobleza. Si el patricio no puede menos de ser miembro de una familia, los plebeyos pueden haber tenido derecho para, acaso por indicación del Colegio de los pontífices, constituir uniones familiares con valor en el Derecho privado. Los gentiles plebeyos están excluidos de los derechos políticos, reservados a los verdaderos y genuinos miembros de las familias. Por el contrario, no es inverosímil que la propiedad gentilicia inmueble, mientras existió, no fuera exclusiva de los patricios; más seguro es que el derecho hereditario gentilicio y la tutela gentilicia no pertenecieran solo a estos.
II. Organización de la comunidad patricia
Si de las divisiones topográficas de la ciudad en montes y del campo en pagi, divisiones que, según todas las probabilidades, servían para fines sagrados, y de los veintisiete distritos de las capillas argeas de la ciudad es posible prescindir en el Derecho público, por el contrario, el estudio de la organización política es cosa que pertenece al concepto del Estado; la capacidad de obrar de la colectividad depende de que la misma se distribuya en partes fijamente reguladas y de que las diferentes partes obren de un modo análogo y, en cuanto sea posible, contemporáneamente. La más antigua, y originariamente la única denominación, la común a todas las poblaciones latinas, la que se aplicaba a las diversas divisiones y grupos de la comunidad entera capaces de obrar políticamente, es la de curia, denominación afín de la de quiris que se daba al ciudadano en los tiempos primitivos. También esta agrupación tiene su base en la familia, supuesto que cada una de las curias se dividía, de una vez para todas, en cierto número de familias; por tanto, así como el populus representaba la asociación general de familias, la curia significaba una asociación familiar más restringida. No obstante que la curia se nos ofrece como un grupo personal, bien puede decirse que, a lo menos en un principio, hubo de existir en ella también vínculo local, supuesto que las nominaciones de los romanos, en cuanto de ellas conocemos, son locales; y puede conjeturarse que era así, porque el poseedor más antiguo de los bienes privados territoriales parece haber sido la familia, y la unión personal de cierto número de familias era por necesidad, a la vez, una unión territorial. Después de la individualización de la propiedad del suelo, esta base desapareció, y las particulares curias comprendieron, sí, todavía a todos los Emilios o a todos los Cornelios; pero ya no tuvieron relación con la tierra. En el respecto personal, la colectividad general y las curias, traduciendo las relaciones entre el todo y las partes, marchan paralelamente, y cada ciudadano pertenece de derecho a una curia, pero solo a una; al extenderse la ciudadanía por la agregación de nuevas familias, o se crearon nuevas curias para estas, o las nuevas familias fueron incorporadas a las curias existentes. Mientras el derecho de familia y el derecho de ciudadano coincidían, siendo una misma cosa, las curias comprendieron, como miembros activos, a todos los patricios, como pasivos, a todos los que dependían de ellos; más tarde, cuando los últimos adquirieron el derecho de ciudadanos, se extendió también a estos el carácter de miembros activos de las curias. Por tanto, si la curia descansa en el concepto de la familia, se desvanece dentro de ella la familia y la casa, como igualmente dentro del populus, componiéndose de un número de miembros de familia que se hallan entre sí bajo un pie de igualdad.
Conforme al antiquísimo sistema decimal latino, el número fundamental de las divisiones del pueblo es el número diez: toda comunidad se compone de diez curias. Y como en la primitiva época había tres comunidades latinas, los Titienses, Ramnes y Luceres, que se mezclaron entre sí para formar un Estado único, conservando cada una de ellas sus diez curias, resultó una comunidad total y única, compuesta de treinta curias. De aquí tomó origen la posterior contraposición entre las tribus, originariamente el campo de la comunidad, y el populus, que en un principio era el ejército de la comunidad; conceptos, esencialmente idénticos, que en los tiempos históricos vinieron a diferenciarse en que tribus significó el concepto intermedio entre el todo y la parte, el tercero de la ciudadanía y de la tierra, y el populus representó la comunidad trina. Lo cual significa que la unión no fue completa y que cada uno de los tercios conservó cierta independencia, a lo menos en un principio; cosa que encuentra confirmación en el hecho de que, en la comunidad de las treinta curias, en cuanto era posible hacerlo sin perjuicio del régimen monárquico, el procedimiento de los factores reunidos resultaba idéntico, sobre todo en la formación del sacerdocio y en la organización militar. Pudiera, sin embargo, verse cierta jerarquía en las tribus, puesto que tenían señalado un orden fijo de proceder, como igualmente en muchas particularidades, especialmente en lo que toca a las instituciones sagradas, hubo entre ellas preferencias o postergaciones; mas no puede caber duda alguna respecto a la igualdad esencial de derecho de todas las partes o grupos. Después no se siguió igual camino de unión incompleta. No se formaron luego ulteriores todos-partes, sino que cuantas comunidades o partes de comunidad vinieron a agregarse a la ciudadanía romana disolvieron sus agrupaciones familiares, y estas fueron incorporadas a las treinta uniones o grupos existentes. Parece que, más tarde, y en todo caso en época muy avanzada, hubo de mezclarse con la comunidad palatino-capitolina otra segunda comunidad, acaso la ciudad sobre el Quirinal, de tal manera que sus familias se distribuyeron entre todas las treinta curias, pero distinguiéndose, en cada una de ellas, estas gentes relativamente nuevas, que se llamaron gentes minores, para no confundirlas con las antiguas; lo cual se haría extensivo a las singulares familias que todavía más tarde hubieron de agregarse. Esta organización es lo que serviría de norma para regular el orden que habría de seguirse en las votaciones del Senado. Con todo, es seguro que una distinción propiamente jurídica no ha existido jamás entre las antiguas y las nuevas familias. La fuerza asimiladora de la totalidad, el principio según el cual la comunidad no puede componerse, a su vez, de comunidades, sino únicamente de personas, es el que ha dominado de un modo exclusivo la evolución política de Roma hasta la decadencia del Estado libre, cuyas últimas crisis dan expresión a la opuesta tendencia en la organización municipal (cap. X)
Precisamente de conformidad con tal principio se permitió, o más bien se exigió, que se organizara la comunidad; pero la falta de capacidad de obrar (Handlungsunfähigkeit) y la imposibilidad de formar cabeza (Hauptlosigkeit) fueron tan rigurosas con respecto a los miembros particulares de la comunidad como lo fueron para las familias.
La curia tiene, sí, una organización religiosa, como también aun a la familia se la considera como una comunidad sagrada, y hasta se le concede jurisdicción sacerdotal; mas de un culto privativo de cada curia, nosotros, a lo menos, no tenemos noticia alguna, y parece que esta institución hubo de convertirse en un culto general de la comunidad, organizado por curias. En el respecto político, la falta de capitalidad (Hauptlosigkeit) de la curia llegó a hacerse absoluta; ni aun se le concedía la analogía con una magistratura.
No puede decirse por completo lo mismo de los tres todos-partes, los cuales se resistieron de hecho al principio de la asimilación. Es digna de notarse, por su posición singular, la corporación de los hermanos ticios, introducida seguramente para la conservación de los antiguos sacra de la primera de las tribus. Según ya se ha observado, conforme a las más antiguas organizaciones, había tres pontífices, porque cada tribu exigió el suyo. También en el respecto político encontramos el tribunus militum, como jefe del ejército de a pie, y el tribunus celerum, como jefe de los caballeros de cada uno de los tres tercios, pues sin duda alguna esto es lo que fueron originariamente. Pero, a lo menos en los tiempos históricos, hasta el recuerdo de la posición política independiente de cada una de las tribus se ha borrado. El número tres ha continuado en estas instituciones; pero ni cada pontífice pertenece necesariamente a un determinado tercio, ni representa a este, sino a la comunidad; tampoco los tribunos suelen ser puestos por las tres tribus, y cada uno de ellos no guía el contingente de una tribu, sino la infantería y la caballería de la comunidad total. Y así, aunque la falta de capitalidad difícilmente acompañó en los orígenes a las tribus, se fue haciendo perfecta en estas en el curso de la evolución.
Análogos fenómenos encontramos en aquella organización de la colectividad que reconocemos en algún modo como orden de defensa, pero que verosímilmente sirvió también para los impuestos y las votaciones. En la época del Estado patricio puede ser considerada la curia como un círculo de percepción o leva; cada una de ellas establece un cierto número de soldados de infantería y de caballería, los primeros de los cuales son llamados en casos de guerra, y los segundos hacen su servicio permanentemente, percibiendo por él una retribución adecuada. Según el esquema, cada curia establece diez decurias o una centuria para el servicio militar de a pie, y una decuria para el de a caballo, y cada tribu diez centurias de soldados de aquella clase y una centuria de los de esta. Al duplicarse la comunidad por la agregación de las llamadas «pequeñas familias», se duplicó también la caballería permanente, de modo que cada tribu establecía dos centurias, priores y posteriores. No podemos saber si al hacer aplicación política del número fundamental indicado, el alistamiento de todos los ciudadanos en las centurias, alistamiento que no puede menos de haber tenido lugar, se habrá hecho conservando las divisiones y traspasando el número esquemático de plazas, o si, por el contrario, se habrá conservado el número esquemático y formado ulteriores centurias. Si con esta organización quedaron estrictamente separados los todos-partes, pudo la misma conservarse todavía para la aplicación política del orden de las curias aun en tiempos posteriores, con tanta mayor razón cuanto la misma hubo de ser bien pronto casi enteramente suprimida. Pero debe notarse que en la aplicación militar de estas organizaciones, que en la caballería permanente persistió por largo tiempo, las centurias que se establecieron con arreglo a la división en tribus y que se conservaron para lo tocante a las votaciones, fueron, por el contrario, reemplazadas, para lo concerniente al servicio militar efectivo, por la turma, formada por las tres decurias de las tres tribus. Por consecuencia, también por este lado hubo de verificarse posteriormente la asimilación de los todos-partes que originariamente estaban separados.
Finalmente, ni la curia como tal ni la tribu como tal tenían capacidad de obrar; según todas las probabilidades, ni a la una ni a la otra competía la facultad de tomar acuerdos, cosa que se sigue forzosamente del hecho de no reconocerles capitalidad. Solamente en cuanto la curia es la parte de la comunidad jurídicamente reconocida y en cuanto las curias todas son llamadas y preguntadas, unas después de otras, por el magistrado de la comunidad total, el acuerdo de la mayoría de las partes viene a ser un acuerdo, no de un cierto número de curias, sino de la comunidad.
III. La clientela
Ha existido quizá una época en la que los miembros de las familias romanas o ciudadanos de la comunidad solo tenían como opuestos a ellos, por un lado, los romanos no libres, y por otro, los extranjeros no romanos. Pero hasta donde nuestra investigación alcanza, encontramos siempre, entre la primera y la segunda categoría, una clase media que fluctúa entre la libertad y la carencia de ella, clase para la cual en rigor no existe una denominación valedera, a saber: los «dependientes», clientes, o la «multitud», plebeii. Clientela y plebeyado coinciden tanto en el concepto como en la realidad; clientela es la dependencia más efectiva, plebeyado la más nominal; esta procede de aquella; la clientela forma la antítesis al derecho del ciudadano del originario Estado gentilicio; el plebeyado es la antítesis al derecho de los nobles, de los antiguos ciudadanos, es la clase que posee el derecho de ciudadano romano de los tiempos históricos. Estudiándose el derecho de ciudadano en el capítulo siguiente, conviene que nos hagamos cargo en este de la evolución de las relaciones de dependencia, y ante todo de la clientela. Y debe partirse de lo siguiente: los dependientes se hallan en oposición, tanto a los extranjeros como a los ciudadanos completos; el carácter de exclusividad que acompaña al hecho de la pertenencia a la comunidad, es igualmente absoluto para ambas categorías, y en cuanto los dependientes romanos pueden ser considerados como personas libres, son no menos romanos que los patricios.
Los orígenes jurídicos de la dependencia o clientela son los siguientes:
1.º El hijo nacido de una romana fuera de matrimonio romano legítimo queda fuera de la sociedad familiar, pero no pertenece a otra alguna comunidad, ni tiene tampoco señor alguno; verosímilmente, se le consideró como semilibre desde antiguo.
2.º Cuando se disuelve una comunidad que ha sido hasta ahora independiente, los hasta aquí ciudadanos de la misma pueden adquirir el derecho de ciudadanos romanos entrando en las familias romanas, o pueden ser hechos esclavos según el derecho de la guerra. Estos individuos, desde la dedición hasta el ingreso en una o en otra de las divisiones a que han de ir destinados, hallándose en una situación transitoria, tienen la consideración de extranjeros que no pertenecen a ningún Estado extraño. Sobre esto hemos de volver en otro capítulo. Pero en los tiempos antiguos, estos dediticios, muy probablemente con frecuencia, y aun acaso como regla general, eran colocados en un estado permanente de protección; se hallaban dentro de la comunidad romana, pero fuera del grupo familiar y sin señor personal. Es seguro que la dedición que conducía al estado de protección, de que acaba de hablarse, hubo de suministrar a la plebe romana un contingente de importancia, tanto por el número como por la consideración.
3.º El extranjero, especialmente el latino, que, con arreglo al contrato celebrado entre el Estado romano y el suyo, se trasladaba a Roma bajo la égida de su derecho nacional, gozaba aquí de libertad y protección, garantizadas por el dicho contrato.
4.º El esclavo romano manumitido por testamento, es decir, por medio de una decisión del pueblo, en el momento de la muerte del señor alcanzaba protección contra los herederos del derecho de este, de manera que estos no podían reclamarlo como propiedad suya; pero ni pertenecía a ninguna familia ni tenía el derecho de ciudadano.
5.º La manumisión verificada por medio de actos privados no podía originariamente producir efectos jurídicos, de manera que no podía impedirse al señor ni a sus herederos que hiciesen revivir su derecho de propiedad. Pero en los tiempos históricos esta manumisión fue equiparada a la hecha ante los Comicios (que es la de que se acaba de hablar), siempre que la misma fuese ordenada en testamento mancipatorio, cuyos efectos legales se igualaron posteriormente a los del hecho en los Comicios, o que el propietario reconociera la libertad del esclavo, ya en un proceso ficticio que tenía lugar ante el pretor, ya ante el censor al formar el censo. La gran masa de los plebeyos, a lo menos en los tiempos claramente históricos, salió del poder de los señores gracias a estas donaciones de libertad.
6.º Era jurídicamente imposible que el padre diese libertad al hijo, porque este gozaba ya de la libertad política, y la patria potestad, según la primitiva concepción, no podía cesar nunca. Sin embargo, cuando, como hemos visto respecto de la adopción, a consecuencia de la celebración de tres ventas consecutivas, el hijo enajenado no podía volver a poder del padre, el adquirente del mismo podía darle la libertad, y si ese hijo había gozado hasta ahora del derecho patricio o del latino, entraba desde luego, lo mismo que otro cualquiera liberto, en la plebe romana. Este acto complicado, que lo mismo que la adopción fue ideado seguramente por los juristas para que produjera como resultado la ruptura de la patria potestad legalmente invariable, pero que ya estaba reconocido por las Doce Tablas, esto es, la emancipación, no perjudicaba realmente en nada al emancipado y trajo, en cambio, al plebeyado una gran parte de sus mejores elementos.
7.º Es verosímil que por el derecho estricto no estuviera permitido a los individuos pasar desde el patriciado a la plebe por una simple declaración de voluntad, por cuanto el ciudadano no puede dejar de serlo por su voluntad privada. Pero parece que semejante acto hubo de ser a lo menos tolerado, sin previa adopción ni emancipación, muy frecuentemente por motivos políticos.
8.º Todas las anteriores causas jurídicas de originar la dependencia hubieron de extenderse también a la descendencia, porque, como ya se indicará, la capacidad para el matrimonio fue uno de los derechos más pronto conquistados por los dependientes, y también dentro de este círculo, el hijo sigue regularmente la condición del padre. Del propio modo, los plebeyos pueden celebrar aquellos actos cuyos efectos se equiparan legalmente a los de la generación dentro de matrimonio legítimo, o sea la adrogación y la adopción, tan luego como existen las condiciones necesarias para ello; por tanto, pueden verificar la adrogación desde el momento en que adquieren el derecho del voto en los comicios curiados, y la adopción tan luego como este acto fue considerado en general como legalmente admisible.
La esencia del híbrido instituto de la dependencia consiste en unir la libertad personal por un lado, y la sujeción a un ciudadano completamente libre por otro. Es parecida a la sujeción en que se halla, en el círculo de los ciudadanos completamente libres, el hijo de familia con respecto al padre; y hasta el modo de designar técnicamente a los hijos de familia políticamente libres y personalmente sometidos, liberi, con su doble oposición, por una parte a los esclavos y por otra a los ciudadanos independientes, los aproxima a aquellos semilibres, como lo indica muy especialmente la más antigua fórmula que se usaba para la manumisión testamentaria. La misma posición que ocupan los liberi patricios con respecto al padre ocupan también con relación al patronus los liberi que están fuera del círculo de la familia. Indisputablemente, la subordinación de cada uno de estos últimos a uno o varios patronos es de derecho necesaria, y la transmisibilidad hereditaria de la clientela, que con el tiempo se desarrolló, se corresponde justamente con la transmisibilidad hereditaria del patronato. La organización de la familia se amplió con los dependientes, y al menos cuando las relaciones del cliente con el patrono se hicieron más estrechas, como aquel llevaba el nombre gentilicio de este, se le consideraba como miembro de su familia. Con todo, relativamente a esta institución, de la que en los tiempos históricos solo quedan inseguros restos, no podemos decir con seguridad a quién ha pertenecido el derecho de patronato de las diferentes categorías de personas antes mencionadas. El hijo nacido fuera de matrimonio ha de haber estado sometido al poder o tutela de la madre. Respecto a la dedición, hay vestigios de un patronato ejercido por aquel magistrado romano que la había pactado. Cuanto a los latinos domiciliados en Roma, hay testimonios explícitos de que se sometían aquí a un patrono (applicatio). En las diferentes formas de donación de la libertad, el patronato corresponde, claro es, al donante y a sus herederos. Es de la esencia de esta institución el que en la subordinación que la misma implica haya grados efectivos, siendo de advertir que la transmisibilidad hereditaria de que se ha hecho mérito contribuyó a relajarla más y más, y que la misma se aproxima por un lado a la no libertad y por otro lleva a la libertad plena, como lo indican las mismas denominaciones de clientes y plebeii.
Solo aproximadamente y por conjeturas podemos decir cuál fuera la situación jurídica de los dependientes en el Estado de familia. Son, no obstante, tantos y de tal importancia los restos de la antigua dependencia que se conservan aun en los tiempos históricos, que nos parece posible definirla, al menos en sus rasgos generales.
En el campo del derecho privado, el dependiente romano es igual al ciudadano pleno, puesto que se le aplican en idéntica forma que a este todas las instituciones, así del derecho de las personas como del de las cosas: matrimonio, señorío doméstico o poderes del padre de familia, tutela, propiedad, obligaciones, derecho hereditario, etc. Si la forma religiosa de la unión matrimonial les estuvo verosímilmente vedada a los plebeyos, cuando menos en los tiempos primitivos, sin embargo, como queda advertido, ya desde época bastante antigua se equiparó jurídicamente el matrimonio consensual sin formalidades a la confarreación en cuanto al efecto de dar origen a la paternidad, y aun cuando la potestad que en el matrimonio legítimo nacía no iba unida a aquel otro que se celebraba sin formalidades, es lo cierto que se facilitó la adquisición de la misma a los dependientes por las formas legales de adquirir la propiedad. Pero esto solo hubo de aplicarse en un principio a los matrimonios celebrados por los dependientes entre sí o por un dependiente varón con una ciudadana; entre un ciudadano y una dependiente no existía connubio todavía a la época de las Doce Tablas, habiéndoseles concedido después, hacia el año 309 (445 a. de J. C.), por medio de un acuerdo del pueblo. En la esfera del derecho de los bienes, difícilmente han existido diferencias entre el dependiente y el ciudadano, sino que uno y otro tenían iguales derechos en cuanto al comercio y a la administración patrimonial. En los comienzos, la posesión territorial no ha podido pertenecer más que a la familia, y el derecho de disfrute de aquella no pudo ser concedido en un principio a los dependientes; sin embargo, los señores de la tierra tuvieron que admitir desde luego a sus dependientes en la porción que se les concedió en el campo de la familia, bajo las formas de posesión suplicada, y cuando menos de hecho se les otorgó también el aprovechamiento hereditario independiente en el mismo. Cuando después empezó a practicarse la propiedad individual de la tierra, este derecho de propiedad individual se concedió quizá desde un principio también a los dependientes, y en todo caso se hizo extensivo a ellos muy pronto. — Los dependientes estuvieron sin duda privados, en general, de los derechos de aprovechamiento correspondientes al ciudadano, especialmente del aprovechamiento de los pastos comunes por medio de manadas y rebaños y de recibir una parte en donación cuando se adjudicaban porciones de los terrenos de la comunidad; no obstante, según parece, se conseguían regularmente en tales casos especiales disposiciones, mediante las cuales los no ciudadanos vinieron acaso desde bien pronto a disfrutar de aquellos derechos. — En la esfera del derecho hereditario, los dependientes son, como hemos visto, iguales a los ciudadanos, solo que cuando el dependiente carece de personas que estén autorizadas para tomar directamente la herencia, son llamados a heredarle el señor que le protege y tras él sus parientes y los miembros de su familia. Mientras el testamento solamente podía hacerse a virtud de una decisión del pueblo y los plebeyos estuvieron excluidos de los Comicios curiados, claro está que no pudieron estos otorgarlo; mas tales limitaciones desaparecieron bien pronto, y a partir de este momento, se igualaron también bajo este respecto a los ciudadanos plenos.
En conjunto, pues, los dependientes no se diferencian de los ciudadanos desde el punto de vista del Derecho privado. Para hacer valer sus derechos y para defenderlos de todo ataque, pueden también reclamar la protección de los tribunales de la comunidad; pero asimismo se hace indicación a este efecto de la cooperación del señor que les tiene bajo su protección, sin que podamos decir cuál sea el valor que haya de darse a estas dos reglas. La cooperación del patrono puede haber sido un acto por el cual, a falta de persecución judicial independiente, postergara de un modo esencial al cliente en el acto del juicio; pero quizá era la misma más bien una obligación que un derecho del señor, y acaso el dependiente estuviera facultado para solicitar semejante protección, en tanto que el magistrado no tuviera derecho a rehusar el amparo judicial al cliente cuando este no hubiera pedido u obtenido la protección debida por el patrono.
Las relaciones jurídicas entre el patrono y el dependiente quedan ya, por tanto, indicadas en lo esencial. Uno y otro se hallan ligados más bien por vínculos morales que jurídicos. Tanto el protector como el protegido se deben recíproca fidelidad (fides). Aun la dependencia de este de aquel es dependencia de hecho. Quizá lo más esencial que sobre este particular existiera fuese la dependencia económica derivada forzosamente de la posesión suplicada de los pequeños agricultores; el dependiente debe haber estado obligado a prestar ciertos servicios o hacer ciertos pagos al señor, ya en forma de trabajo, ya entregando una parte de los productos del suelo. La pertenencia religiosa de los clientes a la familia del patrono se manifiesta por la participación de los mismos en las fiestas públicas de la curia a que el señor pertenecía. Ya se ha hablado de la adjunción procesal de los dependientes al señor en lo tocante al derecho patrimonial. No debe haber tenido el patrono jurisdicción verdadera sobre el cliente por los hechos penables cometidos por este; lo que se ha mencionado con relación al liberto indica, cuando menos, que puede ser atacada la manumisión por acto intervivos. Es muy significativa, para conocer la naturaleza de este instituto, la prohibición de persecuciones judiciales entre el patrono y el cliente, y el considerar sencillamente como un delito la infracción de las relaciones de fidelidad. En este caso, quizá el patrono mismo debía ser quien castigara al cliente culpable; y si el culpable era el patrono, el magistrado tenía facultades para llevarlo ante el tribunal del pueblo. En el importante y frecuente caso de que se disputara sobre si uno era no libre o dependiente libre (causa liberalis), lo ordinario era, sobre todo en los primeros tiempos, en que había instituido para el caso un tribunal especial (decemviri litibus iudicandis), que este otorgara la protección jurídica a aquel individuo que reclamaba su condición de dependiente libre.
Fácilmente se comprende que, en teoría, los no ciudadanos estuviesen privados de todos los derechos políticos, igualmente que de los correspondientes deberes. Mas en la práctica quizá nunca fue aplicado en toda su extensión este principio, sino que con toda seguridad fue sufriendo graduales limitaciones, hasta perder por completo todo su esencial contenido antiguo. Desde bien pronto estuvieron obligados los dependientes al pago de los impuestos, y fácil es de comprender que luego tuvieron la obligación de contribuir con todas las prestaciones políticas que pesaban sobre los hombres libres pertenecientes al Estado y protegidos por él. La denominación de aerarius, que desde los más antiguos tiempos se daba al romano que no pertenecía al grupo de ciudadanos armados, indica la existencia de un impuesto que en el Estado gentilicio gravaba sobre todo el haber del no ciudadano; pero nuestro conocimiento de la Hacienda romana es tan deficiente, que no podemos dar noticias detalladas y claras sobre el particular. Más seguro es que, tan luego como comenzó a existir una propiedad personal, y esta pudo ser también adquirida por los clientes, el impuesto real (tributus), que tomaba por base capital la estimación de los inmuebles, afectara a todo propietario de un pedazo del suelo romano, fuera ciudadano pleno, dependiente o extranjero latino. — Posteriormente se asoció con esto la obligación de las armas y el derecho de sufragio, ambos los cuales coincidieron en Roma desde un principio. Parece que por largo tiempo esta obligación y este derecho estuvieron unidos al derecho de los ciudadanos, y, por consiguiente, solo correspondían a los patricios; cuando, por el contrario, se unieron a la posesión del suelo, todo poseedor del mismo, con tal de que no fuese extranjero, fue incluido en los grupos formados para el servicio de las armas y el pago de los impuestos. Acaso el fenómeno fue realizándose por grados: pudo ocurrir que los dependientes fueran en un principio empleados como cuerpos auxiliares de la legión, y que más tarde concluyeran por ser equiparados a los antiguos ciudadanos en materia de armas y de impuestos, por lo menos en cuanto a la infantería, no identificándose completamente ambas masas respecto a la caballería. Entonces, los que hasta aquel momento habían sido dependientes se convirtieron en ciudadanos de la comunidad, si bien no seguramente con iguales derechos que los otros; en efecto, la antigua ciudadanía mantuvo un derecho preferente de voto por largo tiempo todavía, y asimismo el disfrute único, o cuando menos preferente, de las magistraturas y del sacerdocio. Sin embargo, en principio, el cambio estaba establecido: la ciudadanía antigua fue gradualmente convirtiéndose en nobleza privilegiada; la clase de personas que hasta ahora habían sido dependientes, y cuya sujeción personal desapareció, hubo de afirmarse como plebes, plebeii, al lado de la de los patricii; el quiris, especial manera de ser designado el ciudadano patricio, dejó de existir; populus, que quizá significó en algún tiempo la comunidad de los patricios, comenzó ahora a designar el conjunto de los patricios y los plebeyos; liberi no son ya exclusivamente los dependientes, sino los ciudadanos en general; invéntase para designar a estos la igualitaria denominación de cives, que los comprende a todos, a los ciudadanos antiguos y a los nuevos. En el siguiente capítulo se desarrollará más este concepto.
La clientela no fue propiamente abolida, sino que más bien continuó formalmente en vigor. Sin embargo, en la época de Mario hubo de sentarse el principio de que el plebeyo sale de la clientela cuando desempeña una magistratura romana, a causa del quasi-patriciado que con estas iba unido. También llevaba consigo la clientela, así por su origen como por su esencia, la postergación del liberto, que no tiene padre y sí únicamente un patrono, a aquel otro individuo que ha nacido libre, al ingenuus; esta postergación fue asimismo suprimida, si bien sus efectos continuaron existiendo en buena parte en tiempos posteriores. Claro está que no puede existir una formal distinción entre el que ya no es cliente y el que todavía se halla en dependencia; bueno es decir, sin embargo, que los hijos de primer grado del liberto se consideraban como dependientes en los tiempos antiguos y que, por el contrario, desde mediados del siglo VI de la ciudad, fueron mirados como completamente libres. La descendencia de los libertos en los grados ulteriores no se diferenciaba jurídicamente en nada, en los tiempos históricos, de los patricios, con respecto a los cuales no se admitía en general que procedieran de alguna persona no libre.
IV. La cualidad de ciudadano
Con la abolición de la híbrida categoría de los dependientes, la organización romana, si se prescinde de los esclavos, los cuales se contaban entre las cosas, volvió a su originaria sencillez, teniendo solo dos clases de personas, los ciudadanos y los no ciudadanos. Vamos ahora a examinar el derecho de los ciudadanos e inmediatamente a establecer las causas por las cuales se adquiere y se pierde.
La ciudadanía nueva es una ampliación de la antigua comunidad gentilicia, de modo que esta va incluida en aquella; pero además se ha añadido a ella otra totalidad. Los dos círculos se excluyen entre sí por exigencia jurídica, ya que ningún individuo puede pertenecer a ambos; de modo que cuando por excepción un patricio ingresa en el plebeyado o un plebeyo alcanza el patriciado, tanto el primero como el segundo, por este simple hecho, renuncian a su anterior posición en la ciudadanía. Tenemos, por tanto — lo cual debe advertirse para lo que toca a la adquisición y pérdida del derecho de ciudadano — que hacer esencialmente las mismas deducciones para el patriciado que para la dependencia; sin embargo, solo en parte coinciden las de uno y otro. Especialmente la dedición, que en los antiguos tiempos traía como consecuencia, probablemente no de un modo necesario pero sí frecuente, la dependencia protegida, o sea la clientela, no dio posteriormente origen al plebeyado que de la clientela procedió, y por consiguiente, de la dedición debe hablarse, como ya se ha indicado, al tratar de las organizaciones de los no ciudadanos.
Las causas que dan ingreso en la ciudadanía son las siguientes:
1.ª El nacimiento dentro de matrimonio legítimo, según las reglas vigentes así para el patriciado, como también en lo esencial para la dependencia.
2.ª El nacimiento fuera de matrimonio legítimo, según las normas de la dependencia.
3.ª La adopción como hijo de un hijo de familia de derecho latino, según las normas vigentes para el patriciado y el plebeyado. La adrogación presupone que el hijo adrogado es ciudadano, y por lo tanto no puede otorgársele este derecho.
4.ª La traslación de un latino a Roma bajo la égida de su derecho nacional, lo cual, sin embargo, hubo de sufrir muchas limitaciones en los tiempos posteriores de la República, y en el año 659 (95 a. de J. C.) fue abolido por la ley licinio-mucia. Al tratar de los latinos volveremos sobre este privilegio.
5.ª La liberación, no solamente de la esclavitud, sino también de la situación de aquellos hombres libres que se hallaban en lugar de esclavos, según las normas vigentes para la dependencia, sea la liberación hecha por testamento, séalo por alguna de las formas jurídicas prescritas para la liberación o manumisión entre vivos.
Adviértese en los anteriores modos la tendencia a no conceder el ingreso en el gremio de los ciudadanos a los ciudadanos de origen extranjero; no existe igual limitación con relación a los esclavos. Además, prescindiendo del modo ordinario del nacimiento, la cualidad de ciudadano no puede realmente conseguirse sin aprobación de la ciudadanía, y esto sucedió aun en el antiguo gremio de ciudadanos; pero también encontramos la posibilidad de adquirir dicha cualidad sin preguntar a la ciudadanía, y la encontramos tanto en la adopción como, sobre todo, en la manumisión, cuando esta no se verifica por medio del testamento comicial. Las normas relativas a la dependencia, y que para esta no tienen nada de extraño, han sido, por tanto, trasladadas al derecho de ciudadano, lo cual solo puede explicarse teniendo en cuenta la poca estimación que originariamente se hacía del mismo en la organización patricia.
6.ª La concesión del derecho de ciudadano en la forma antigua de recepción de una familia en el gremio de los patricios es cosa que no puede acontecer ya en la comunidad patricio-plebeya; en su lugar se hace uso de la concesión individual del plebeyado, concesión que difícilmente podía admitirse en el Estado gentilicio. Para esta concesión era absolutamente preciso el consentimiento de la ciudadanía romana, y además, probablemente, el de la persona interesada y el de la comunidad nacional a que, hasta el presente, hubiera la misma pertenecido, en el caso de que esta comunidad tuviese celebrado contrato con Roma y en ese contrato no se autorizaran de una vez para siempre tales concesiones. También acontecía a veces, por el contrario, que la comunidad romana se obligase con otra, por medio de un contrato, a no conceder a los individuos pertenecientes a esta el derecho de ciudadanos. En los casos en que se tratara de conceder el derecho de ciudadano a toda una comunidad, era jurídicamente necesario el consentimiento de la misma con mayor motivo que cuando se tratase de un solo individuo, a no ser que, como acontece en la dedición, el tratado celebrado al efecto dejase al arbitrio de la comunidad romana el determinar la situación jurídica de los miembros de la comunidad disuelta. — Por lo que a la forma de la concesión respecta, pueden distinguirse estos casos:
a) Concesión general del derecho de ciudadano con ciertas condiciones, lo cual apenas tuvo lugar más que en favor de los latinos, sobre todo después que hubo de sufrir limitaciones, y finalmente, ser abolido el antiguo derecho de cambiar de domicilio. De esto trataremos al ocuparnos del derecho latino.
b) Concesión especial a algunas personas, o también a un grupo particular, o a una ciudadanía que, aun bajo su forma colectiva, es jurídicamente como un individuo, con tal de que en ella no se designen con un nombre las personas, sino tan solo por una señal jurídica.
c) Concesión mediata, que tenía lugar en la época republicana dando poderes plenos al efecto a un particular funcionario; pero no se verificó sino en límites reducidos, permitiendo a los fundadores de colonias, y a menudo también a los jefes del ejército, admitir con ciertas limitaciones al gremio de ciudadanos a los que no lo eran. En la época del Imperio, solamente el Emperador concedía el derecho de ciudadano en virtud de la autorización general e ilimitada que para ello tenía.
Como signo exterior del derecho de ciudadano, sirve la declaración de los distritos de ciudadanos, que luego examinaremos, los cuales dan un nombre a los varones, mientras, a no ser así, se les llamaría con la denominación nacional, común a las estirpes latinas en general. Conforme a esto, para la demostración del derecho de ciudadano en una persona, sirve, en primer término, la lista o catálogo de ciudadanos formada por distritos al hacer el censo, como lo prueba señaladamente el hecho de existir una forma de manumisión consistente en inscribir como ciudadano en aquella lista o censo al esclavo a quien se quería dar libertad. Después que el censo del Reino desapareció, debieron ocupar su puesto las listas o censos municipales, tanto más, cuanto que entonces el derecho de ciudadano del Reino coincidió regularmente con la pertenencia a un municipio de ciudadanos romanos. Mas no debe entenderse lo dicho en el sentido de que el hecho de figurar o no en estas listas de ciudadanos tuviese un valor definitivo, ya positiva, ya negativamente, sino que más bien, en todos los casos en que se pusiera en cuestión el derecho de ciudadano de una persona, se dejaba a la apreciación del magistrado competente el concederlo o negarlo. Hubo establecidas algunas instituciones para prevenir la usurpación del derecho de ciudadano: a las comunidades confederadas cuyos ciudadanos se dijeran sin razón romanos, se les concedió una acción civil contra los mismos, y de un modo general se reconoció a cada una de ellas, en la época posterior a Sila, la facultad de perseguir por el más severo procedimiento del Jurado (quaestio perpetua) a los peregrinos que se atribuyeren falsamente el título de ciudadanos romanos. Todavía en la época de la República se echa de menos una institución autorizada para declarar de una vez para todas cuándo se poseía y cuándo no la cualidad de ciudadano, si bien las de que acabamos de hablar remediaron en alguna manera tal vacío; en los tiempos posteriores, el Emperador tuvo facultades para resolver definitivamente sobre los casos dudosos.
El derecho de ciudadano se pierde, aparte del caso de muerte, o por entrar en esclavitud el individuo que hasta ahora disfrutaba de tal derecho, o por la agregación jurídicamente válida a otro Estado con el cual Roma tuviere celebrado convenio, y esto, por la ley de incompatibilidad de varias nacionalidades. Los casos particulares son esencialmente ejemplificativos, bastando con examinar aquí los más importantes.
1.º Cuando el ciudadano romano que se hallare bajo la potestad de otro o en lugar de esclavo fuere enajenado por su señor a un miembro de otra nación por alguno de los actos que en Roma se consideran válidos, perdía definitivamente la libertad, y, por consecuencia, el derecho de ciudadano. Autoenajenaciones de esta clase no fueron conocidas en el Derecho.
2.º Cuando un prisionero de guerra ha sido entregado al enemigo en virtud de un tratado de paz, o ha muerto en el cautiverio, la prisión se considera como un hecho por el cual se pierde la libertad jurídicamente y que, por tanto, da también origen a la pérdida del derecho de ciudadano. Si, por el contrario, el prisionero, ya sea por virtud del tratado de paz, ya por otro cualquier modo, se librara del cautiverio, en tal caso, a su retorno (postliminium) se le reintegra de derecho en su anterior estado y se considera que el tiempo que ha estado sin libertad no ha existido.
3.º Cuando el ciudadano romano independiente fuera adjudicado a otro romano o a un latino por sentencia judicial y colocado en lugar de esclavo (in causa mancipii) a causa de un delito o de una deuda, o el ciudadano romano domésticamente sujeto fuera entregado en propiedad por su señor a un romano o a un latino para que quedara en lugar de esclavo, esta pérdida de la libertad era considerada en el antiguo Derecho como equivalente a la del prisionero de guerra; es decir, que el derecho de ciudadano, y en los patricios el derecho de familia, quedaba en suspenso. Pero como esta suspensión no producía el efecto de entregar a la persona a un Estado extranjero donde perdiera su libertad, y no estaba sometida a limitaciones de tiempo, sino que estaba permitido concluirla en cualquier tiempo, aun por los descendientes del preso, al adquirir de nuevo este su libertad se consideraba que no la había perdido nunca. En los tiempos posteriores, dulcificada ya la concepción primitiva, el que una persona se colocara en lugar de esclavo no ejerció generalmente ningún influjo sobre el derecho de ciudadano.
4.º La adquisición de este derecho en alguna comunidad extranjera reconocida por Roma hace cesar el derecho de ciudadano romano, aun cuando la ciudadanía romana lo hubiera aprobado. Esto tiene especial aplicación a la fundación de nuevas ciudades confederadas de Derecho latino. La concesión unilateral del derecho de ciudadano extranjero a un romano no le hacía perder su propio derecho de ciudadano.
5.º En virtud de los pactos federales celebrados con las ciudades latinas y con los demás Estados confederados de mejor derecho, existió entre estas comunidades libertad de capacidad; esto es, se reconoció a todo el que de derecho perteneciera a cualquiera de ellas la facultad de perder su derecho nacional, lo mismo si fuera patricio que plebeyo, y entrar en otra comunidad nueva como ciudadano o pariente protegido, sin más requisito que pasar a residir en ella, y aun por la mera declaración hecha de querer residir. La residencia en una ciudad de las que no hubieran celebrado semejantes pactos con Roma no llevaba consigo la pérdida del derecho de ciudadano romano, a no ser que la ciudadanía, por medio de un acuerdo especial, diera excepcionalmente valor a esta marcha o expatriación. Las causas a que la expatriación (exilium) obedeciera eran indiferentes desde el punto de vista jurídico; sin embargo, cuando en los tiempos posteriores el derecho de ciudadano obtuvo cada vez mayor estimación y aprecio, no era fácil que nadie se expatriara sino con el objeto de librarse de una condena judicial que exigiera como condición la pérdida del derecho de ciudadano del demandado. Mas como esta expatriación, cuando el expatriado se agregaba a una de las comunidades latinas, no excluía por sí misma la posibilidad de readquirir el derecho de ciudadano romano, y como además en Roma se garantizaba aun al extranjero por regla general el derecho de elegir libremente el lugar de su residencia y el expatriado se hallaba en situación, cuando menos, de poder seguir teniendo su domicilio en Roma, hubo de acudirse al medio de negar el agua y el fuego al que se hubiera expatriado con el fin de sustraerse a una condena criminal, lográndose de este modo extrañar realmente de Roma al expatriado que se hubiera hecho extranjero.
6.º Un acuerdo de los Comicios podía privar del derecho de ciudadano, tanto a las personas singulares como a todo un distrito, según se desprende de la naturaleza misma del Estado político, omnipotente, y de los actos de cesión de un determinado territorio, realizados algunas veces, como igualmente de la dedición. Mas el tribunal del pueblo no dio jamás sentencias en esta forma; privó al ciudadano, sí, de la vida, pero nunca de la libertad ni del derecho de ciudadano. El posterior procedimiento criminal, acaso ya el del tiempo de Sila, pero con seguridad el de la época del Imperio, incluyó entre las penas la de pérdida del derecho de ciudadano conservando la libertad personal. En el procedimiento civil podía también privarse al ciudadano de su libertad incapacitándolo para realizar actos de derecho privado, mas no era posible privarle definitivamente de su situación o estado de ciudadano; solo con respecto a la addictio, establecida por la ley para el hurto calificado, se ha discutido si el condenado por tal hecho no caería en esclavitud. Acaso la inadmisibilidad de la cualidad de ciudadano cuando alcanzara toda su completa fuerza fuese en la época republicana ya avanzada.
La pura renuncia del derecho de ciudadano no produce efectos jurídicos, pues ni el ciudadano puede por sí mismo, unilateralmente, romper sus relaciones con la comunidad, ni para la confirmación por parte de esta de un acto semejante, completamente negativo, ha existido forma jurídica ninguna.
V. Organización de la comunidad patricio-plebeya
La organización mediante la cual se hizo posible que la ciudadanía cumpliera sus fines administrativos, especialmente el servicio de las armas y el de impuestos, y participase en el Gobierno, la tenemos en el Estado patricio-plebeyo, en cuanto a partir de este momento la ordenación por curias del Estado gentilicio en la forma dicha comprende también a los plebeyos y penetra en el ampliado círculo de la ciudadanía. Pero de esta ordenación por curias no se hizo uso más que para ciertos actos de Gobierno de orden subordinado, especialmente para la adrogación y el testamento; toda la administración y la parte esencial de la autonomía gubernativa, la legislación y la elección para los cargos públicos tuvieron en la nueva ciudadanía otro fundamento, de conformidad con el cual fue nuevamente organizada la ciudadanía misma.
Este fundamento fue la posesión inmueble, la propiedad privada del suelo. Junto a la obligación de las armas y de los impuestos que comprenden a todos los ciudadanos, tenemos el servicio militar con armas propias y el impuesto territorial basado en la posesión. Además, el pueblo armado reunido en Asamblea se considera como la comunidad que se determina por sí misma. Con lo cual la curia, o lo que es lo mismo, la familia, desaparece bajo el aspecto político: si en otro tiempo solo el patricio como tal era llamado a servir militarmente y a pagar impuestos, y su lugar en la milicia y entre los contribuyentes lo indicaba la familia, ahora ya, en las cosas capitales — en la caballería le quedan aún a los miembros de la familia algunos derechos privilegiados — no se tiene en cuenta la distinción entre nobles y ciudadanos, y cada uno ocupa el lugar que le corresponde según el círculo en que se halla colocado por razón de los bienes inmuebles que posee.
La denominación dada a los círculos de posesión es la misma con la cual se designaban los tres más antiguos Estados de familia que, mezclados, componían un todo; pero estas nuevas tribus, las denominadas servianas, se diferenciaban completamente de las romulianas, tanto en su esencia como en su número. La tribu antigua era un compuesto de cierto número de familias; por tanto, su lazo era personal, hallándose unida territorialmente solo en cuanto y mientras estas familias se hallaban aposentadas unas al lado de otras en propiedad inalienable; la tribu nueva es esencialmente local, es el compuesto de aquellos ciudadanos que poseen una determinada porción del territorio del Estado, por lo que su personal cambia frecuentemente. Si las primeras fueron todos propiamente políticos, y solo se convirtieron en partes por la evolución synokística, las segundas, en cambio, sin la menor duda fueron consideradas desde un principio como barrios de ciudadanos. Conforme a lo cual, mientras las antiguas tribus se nos presentan, por sus denominaciones, como grupos de población, los círculos posesorios son denominados topográficamente, y así, aquellas tres tribus de Ticios, Ramnes y Luceres, nada tienen de común con los cuatro cuarteles Suburana, Palatina, Esquilina y Collina, que es la forma más antigua en que los conocemos. Y que dichos cuarteles, como lo indican sus nombres, fueron desde luego distritos de la ciudad, puede inducirse conjeturalmente por la circunstancia de que la evolución de los círculos de posesión se verificó desde un principio, según todas las probabilidades, paralelamente a la de la propiedad privada del suelo, y la propiedad sobre la casa y el jardín se estableció mucho antes que la del suelo cultivable. En esta forma, la división en cuarteles se puede haber remontado hasta la época del Estado familiar, y puede haber carecido en un principio de importancia política. Es inútil hacer conjeturas sobre las relaciones que pudieran existir entre las casas de la ciudad que se hallaron en posesión particular y la porción correspondiente a sus dueños en el campo cultivable de la familia, pues no nos queda de ello vestigio alguno que pueda ni siquiera ponernos en camino de averiguarlo. Los cuarteles adquieren reconocidamente importancia cuando la tierra se desliga de los grupos de familias, y cada casa de la ciudad, lo propio que todo pedazo de tierra, pueden ser adquiridos en plena propiedad romana por todos y cada uno de los ciudadanos de la comunidad patricio-plebeya. La obligación gentilicia del servicio militar dependía de la posesión gentilicia del suelo; la propiedad privada del suelo trajo consigo la obligación privada de tal servicio. La tradición histórica no se remonta hasta el origen de esa propiedad privada; pero el establecimiento de veinte tribus, formadas de los cuatro cuarteles primitivos de la ciudad y de dieciséis distritos territoriales denominados con nombres de los antiguos campos arables de las familias, indican claramente este tránsito, debiendo notarse que, como el número de familias era mucho mayor, cada distrito abarcó una multitud de tales cotos arables, tomando su denominación de los Emilios, Cornelios, Fabios y otras familias de las más distinguidas. De conformidad con este punto de partida, la división de los distritos se hizo de tal suerte, que cada porción asignada del campo romano, es decir, cada pedazo de tierra que el Estado declaró para propiedad particular, fue adjudicado a una tribu, quedando fuera de estos el campo de la comunidad. Para atender a este fin, por un lado se añadieron a los antiguos veinte distritos otros nuevos: primero, probablemente en el año 283 (471 a. de J. C.), el Crustumina, y luego, en el año 513 (242 a. de J. C.), el Velina y el Quirina, con lo que se llegó a alcanzar la cifra, no traspasada, de 35 distritos; por otro lado, el Areal nuevamente añadido se inscribió en un distrito de los ya existentes. Las cuatro antiguas tribus urbanas fueron delimitadas y cerradas topográficamente, delimitación que pudo también servir de base a la primera introducción de las tribus posteriormente formadas; pero no fue permanente y fija, y sobre todo después que concluyó de formarse el número de tribus, en el año 513 (241 a. de J. C.), fue por completo abolida.
La tribu del Estado patricio-plebeyo se halla, pues, unida al terreno, y en relación con este es invariable; pero también se enlaza con la persona, supuesto que esta, en cuanto propietario territorial, se halla obligada a hacer prestaciones al Estado. Ese enlace sufre ya ampliaciones, ya limitaciones: el hijo de familia del ciudadano poseedor pertenece a la tribu lo mismo que el padre, porque también a él le coge la obligación del servicio militar; por el contrario, como no tienen esta obligación la mujer propietaria ni el latino poseedor, no pertenecen a la tribu. De la propia manera, aquel que es poseedor en varios distritos, como solo le corresponde en uno la obligación del servicio de las armas, solo a una tribu puede pertenecer. Enlázase con esto también el ingreso o la cancelación o el cambio de tribu en el censo; las autoridades no pueden alterar el hecho de la posesión, pero pueden perfectamente modificar en los casos singulares las consecuencias jurídicas de aquella, especialmente la obligación de las armas. — Por consecuencia de lo dicho, en los primeros tiempos de la República la ciudadanía se dividió en dos categorías: la de los ciudadanos que tenían derecho para prestar el servicio militar con armas propias, y, por tanto, el de pertenecer a tribus personales, y la de aquellos otros que no eran tribules y que recibían la denominación de aerarii, porque para lo que principalmente se les tenía en cuenta era para la tributación.
Esta contraposición no llegó a consolidarse. Si en casos particulares el magistrado negaba al poseedor el derecho de pertenecer a las tribus personales, y acaso también llegaba a reconocer por excepción este derecho al no poseedor, el año 442 (312 a. de J. C.) el censor Appio Claudio inscribió en las tribus a todos los ciudadanos no poseedores en general, según parece en globo y por voluntaria elección de las tribus, con lo cual la obligación del servicio militar con armas propias se hizo independiente del patrimonio y no mucho después de la posesión inmueble, y por consecuencia, la contraposición de tribules y aerarii quedó borrada. Es verdad que los censores del año 450 (304 a. de J. C.) limitaron los ciudadanos no poseedores a las cuatro tribus urbanas; pero todo pleno ciudadano romano quedó formando parte de una tribu y (prescindiendo de una clase de semi-ciudadanos que luego examinaremos) ya no hubo, por tanto, aerarii, ni la obligación del servicio militar fue de aquí en adelante exclusiva de los poseedores. Por el contrario, en el respecto político estos conservaron todavía en lo sucesivo su preeminencia, porque la gran mayoría de los distritos votantes siguieron siendo suyos.
En el último capítulo de este libro se tratará de la conexión de las tribus con la comunidad de ciudadanos de época posterior, tal como hubo de originarse principalmente a consecuencia de las guerras entre los miembros que constituían la confederación, y del cambio de tribus desde los signos de la variable posesión al del derecho fijo de nacionalidad o de la patria, requisito para gozar del derecho de ciudadano del Reino.
La tribu territorial corresponde en lo esencial a la antigua curia, solo que, como más joven y menos orgánicamente formada que esta, carece por completo del culto divino común. La ley rigurosa de la centralización política, que no puede consentir que se conceda facultad de determinarse por sí mismas a las partes del Estado, tuvo también aquí aplicación. La tribu se estableció primitivamente como grupo secundario o auxiliar, carácter que conservó en cierta medida aun después de ser abandonada la relación de proximidad local, sobre todo porque en esta circunstancia se apoyaba la cualidad de común que tenía el voto que le correspondía y porque los particulares distritos fueron utilizados como corporaciones electorales independientes. Pero la organización de distribuciones y limosnas públicas por distritos en los últimos tiempos de la República, y más todavía durante el Imperio, dio a la tribu un carácter corporativo contrario a su propia esencia. Cada tribu tenía un jefe. En materia de impuestos es en lo que especialmente obraban las tribus, las cuales parece que no tuvieron significación política.
El distrito estaba destinado, parte a administrar, singularmente los asuntos relativos al servicio de impuestos y al de las armas, practicando las operaciones necesarias al efecto; parte a procurar que la voluntad general de la ciudadanía tuviese su legítima y adecuada expresión, mediante la organización de los Comicios. La organización de la ciudadanía patricio-plebeya por tribus y por centurias, que más o menos sobre las tribus se apoyaban, lo mismo que la contraposición entre tribules y aerarii, contraposición que todo lo dominaba, no pueden ser explicadas de otro modo que penetrando en la manera de hallarse organizados los impuestos y sobre todo el ejército de la época más antigua: supuesto que la tribu es el distrito de percepción y leva, y por ella se regula la paga y la posición del soldado de a pie y el impuesto necesario para este fin, y la centuria comprende el efectivo de las tropas de la caballería permanente y las unidades o individuos jurídicamente disponibles para cada uno de los cuerpos de tropa de la infantería no permanente, pero ambas, tribu y centuria, expresan en conjunto la totalidad de los ciudadanos que tienen la obligación de servir en el ejército. De esto depende la forma que ha de darse a la Asamblea de los ciudadanos, esto es, a los Comicios, cuya naturaleza examinaremos en el libro quinto.
Solo por excepción se hacía uso del distrito para los fines económicos de la comunidad, puesto que por regla general esta economía, lo mismo que la economía doméstica de los particulares, se servía de recursos propios, esto es, de las utilidades de la posesión común, rendimientos de pastos, diezmos de los frutos, aduanas marítimas y otros recursos análogos, además de los productos y adquisiciones de las guerras, de modo que en la más antigua época los particulares tenían que soportar pocas cargas impuestas por la comunidad. Como el terreno de esta se hallaba fuera de los distritos, la organización de los distritos nada tenía que ver tampoco con la administración del patrimonio de la comunidad. Los ciudadanos no tenían que soportar más impuestos permanentes, en beneficio de la comunidad, que los que fueran necesarios para suplir los gastos originados por el servicio militar. En este sentido, las mujeres y huérfanos que poseyeran un patrimonio independiente estaban obligados a contribuir al pago del sueldo de los caballeros. Es también probable que por todo el tiempo que el servicio de las armas solo recayó sobre los ciudadanos poseedores, esto es, hasta mediados del siglo V de la ciudad, los ciudadanos no inscritos como poseedores estuvieran obligados a pagar un impuesto permanente, en razón de lo cual se les llamó aerarii. Por el contrario, no tenemos noticia alguna de que el extranjero que vivía en Roma en virtud del derecho de hospitalidad, estuviese obligado al pago de semejantes impuestos. Pero en los tiempos más antiguos encontramos en la paga de los soldados una carga de distrito que, a lo menos de hecho, puede ser considerada como permanente. Originariamente, cuando los jefes del ejército no pagaban los gastos hechos por los soldados de a pie de las adquisiciones realizadas en la guerra, este pago había que hacerlo por medio de impuestos dentro del círculo o distrito, probablemente de tal manera, que cada pedazo de terreno de los que no tenían la obligación de empuñar las armas soportase un recargo compensatorio en beneficio de los que la tenían, siendo el presidente del mismo, que para esto era el tribunus, el que hacía el cómputo al efecto a cada ciudadano, aerarius. Luego que, hacia el año 348 (406 a. de J. C.), la paga de los soldados dejó de percibirse de los distritos y se cobraba de la caja del Estado, siguió existiendo esta institución, pero de tal manera, que desde entonces la caja del Estado indicaba a los presidentes de distrito la suma con que les correspondía contribuir.
Si pues, en un principio la comunidad, como tal, no recibía ordinariamente prestaciones económicas de los ciudadanos, sin embargo, pudo la misma exigir de estos por modo extraordinario, tanto servicio o prestaciones personales (operae), especialmente trabajos manuales y de yuntas y caballos para las obras públicas, como también ingresos en dinero (tributus), y lo mismo los unos que las otras formaron sin duda parte esencial de la vida de los ciudadanos en los primeros siglos de Roma. Pero los servicios personales fueron muy pronto abolidos y los ingresos extraordinarios en la caja del Estado llegaron también a hacerse con el tiempo innecesarios, sin que nosotros podamos decir, sobre algunas cosas de un modo absoluto y sobre otras insuficientemente, qué marcha se siguió en esto, y, sobre todo, nos está vedado perseguir de una manera exacta la aplicación que para tales fines se hizo de la organización de los distritos.
Esta afirmación vale incondicionalmente por lo que a los servicios personales se refiere. De cuánta importancia han debido ser los mismos, puede sospecharse por las construcciones colosales de los muros de las ciudades, cuyo origen indica su denominación, tomada prestada a las «obligaciones» (moenia, munera); es probable que estas obligaciones se exigieran ante todo a los ciudadanos poseedores, y también a los extranjeros que tuviesen bienes inmuebles (municipes); pero no tenemos noticia ni tradición alguna respecto a la dirección y a la distribución de los trabajos. En los tiempos históricos, la forma de ejecución de las obras públicas fue seguramente la de contrata.
El pago extraordinario de dinero a la comunidad, el tributus, no era propiamente un impuesto, sino una suscripción o desembolso que la comunidad obligaba a hacer a los ciudadanos en el caso de hallarse temporalmente incapacitada para hacer sus pagos, y cuyo importe les devolvía más tarde, siempre que a su juicio se hallase en disposición de poder verificarlo. La facultad para obrar de este modo debe de haber existido desde muy temprano. Pero ya se comprende que esta carga debe haber aumentado considerablemente cuando el pago de las tropas de infantería pasó a la caja del Estado. La denominación de este desembolso, así como su conexión con el censo formado por distritos, no ofrece duda alguna de que los distritos eran los que servían de base para tales percepciones. Está demostrada la participación de los jefes o presidentes de las tribus en el censo, y la percepción del desembolso ellos eran los que la llevaban a cabo. Mientras las tribus estuvieron compuestas únicamente de ciudadanos poseedores, parece lo natural que solo ellos fueran los que tuvieran que pagar el tributus, y no debe tampoco extrañar esto, porque no se trata de percibir un impuesto, sino de una prestación forzosa, y puede haber existido otra manera adecuada para hacer que contribuyeran los ciudadanos no poseedores. Luego que, hacia mediados del siglo V de la ciudad, se impuso a los ciudadanos en general la obligación de defender la patria con las armas y dejaron de existir los aerarii en el antiguo sentido, el desembolso o suscripción de que se trata se impuso a todos los ciudadanos en proporción al patrimonio registrado a este efecto en la tribu a que pertenecían. No se tiene noticia de que sobre los más grandes patrimonios pesaran las cargas en proporción relativamente más alta que sobre los pequeños; lo que sí existe es un límite del impuesto, en cuanto que el que tuviera un patrimonio de más de 1500 ases quedaba sometido al desembolso como «constante» (adsiduus) o «capaz de pago» (locuplex), mientras que, por el contrario, el que figurara en el censo con menos de aquella cantidad solo formaba parte de las listas «por la persona» (capite census) y como «padre de sus hijos» (proletarius), considerándosele, en cambio, como desprovisto de patrimonio para los efectos del pago del impuesto. Durante los siglos en que el poder romano fue en aumento, el desembolso creció con frecuencia y no pocas veces la ciudadanía estuvo en peligro de desaparecer bajo tal carga, pero la comunidad romana supo utilizar su gran poderío universal, una vez que lo hubo conquistado, principalmente para bastarse a sí misma en el terreno económico y librar a los ciudadanos de todo gravamen de esta índole. Desde el año 587 (167 a. de J. C.) hasta el Emperador Diocleciano, solo una vez, durante la confusión que siguió al asesinato de César, el año 711 (43 antes de J. C.), se cobró el desembolso.
De un modo análogo a la de los impuestos se organizó la obligación del servicio militar, y por consiguiente, la Asamblea de los ciudadanos aptos para la defensa nacional pudo ser convocada por tribus. Pero si estas han de ser consideradas como círculos o distritos de percepción y se subrogaron en el lugar de las curias, lo que se tomó como unidad militar base de la ciudadanía militarmente organizada, mejor dicho, del exercitus, así en el Estado gentilicio como en el patricio-plebeyo, fue la centuria, tanto con respecto a la infantería como a la caballería. Si la centuria vino a ser suplantada, para el servicio de campaña, en la caballería por la turma, en la infantería por el manipulus, esta nueva organización, por lo mismo que no era aplicable a los Comicios, puede considerarse como puramente militar y prescindirse de ella en el derecho político. A la originaria división de la ciudadanía en poseedores (tribules) y no poseedores (aerarii) corresponde el establecimiento de 188 centurias para el servicio militar de los ciudadanos obligados a él, mientras cuatro centurias más comprenden las personas destinadas a prestar en el ejército los servicios de su profesión, los carpinteros (fabri tignarii), los herreros (fabri ferrarii), los trompeteros (liticines o tubicines) y los tocadores de bocina (cornicines), y en otra centuria se reunía toda la masa de los suplentes desarmados (velati), los cuales, alistados (adcensi) como auxiliares o sustitutos de aquellos que tenían la obligación del servicio militar, solo por excepción y no a su propia costa podían prestar este servicio. Pero el ejército de ciudadanos comprendía todos los varones adultos que fueran miembros de la comunidad. Las centurias no guardaban una relación fija con las tribus; más bien, las particulares centurias se componían regularmente de tribules de distintos distritos, mezclados entre sí todo lo posible, tanto militar como políticamente. Del conjunto de los obligados a prestar el servicio de las armas se separaba desde luego la caballería permanente, organizada en diez y ocho centurias, seis de las cuales eran las reservadas a la comunidad patricia, y las doce restantes se formaban eligiendo al efecto las personas que por su patrimonio e idoneidad se considerasen más adecuadas para prestar el privilegiado servicio de caballería. Los demás obligados al servicio militar fueron divididos por su edad en un primer grupo que abrazaba a los individuos obligados a ir a campaña, desde los diez y ocho a los cuarenta y seis años cumplidos, los iuniores, y en un segundo grupo de los más viejos, los seniores; a cada uno de estos grupos se le asignaron ochenta y cinco centurias, pero cada mitad se dividió, con arreglo a la cantidad de posesión territorial, en los enteramente obligados al servicio, o sea los classici, que comprendían cuarenta centurias, y los que servían con armamento aminorado (por tanto, infra classem), los cuales se agruparon en cuatro grados, de diez, diez, diez y quince centurias. Parece que la distribución de los ciudadanos en las particulares centurias, cualificados por su edad y patrimonio para formar los referidos grupos de centurias, dependía del arbitrio del Magistrado. Como el número de las divisiones se fijaba de una vez para todas, es claro que, fuera de las centurias permanentes de soldados de caballería, compuestas de un número cerrado de cien hombres cada una, el número de individuos asignados a las demás centurias había de ser forzosamente diferente, pues, en efecto, considerando en conjunto tal organización, se advierte que el segundo de los grupos arriba mencionados, el cual comprendía muchos menos hombres que el primero, tenía el mismo número de centurias que este, y, sobre todo, los ciudadanos poseedores predominaban tan decisivamente sobre los no poseedores, así en lo que toca al servicio militar como al derecho de voto, que parecen perfectamente ilusorios la obligación militar y el derecho de voto de los últimos. En cambio, ateniéndonos a la tradición, nada podemos concluir, a lo menos de un modo seguro, sobre si los grandes poseedores sacaban ventaja a los dueños de pequeños fundos rústicos. Por el contrario, dentro de cada grupo de centurias, cada centuria particular debe de haber tenido igual número de cabezas que las restantes, y por tanto, deben de haber existido disposiciones tales que impidieran, por ejemplo, que los individuos que reunieran condiciones para formar parte de las 40 centurias del primer grupo de la primera clase fueran distribuidos caprichosamente entre ellas. — La colocación de los aerarii bajo los tribules no produjo más alteración en esta organización que la de que, en lugar de los diferentes grados o escalas de posesión, se atendía con respecto a ellos a las correspondientes escalas graduales en que figuraran en el censo, y la de que las cinco centurias auxiliares hubieron de comprender, no ya a los ciudadanos no poseedores, sino a los más pobres, a los que figuraran con menos riqueza imponible que la más inferior de las necesarias para el servicio militar, o sea menos de 11.000 ases, que posteriormente fue menos de 4000 ases.
Esta organización, que en el respecto militar hubo de ser pronto abolida, continuó existiendo para lo político hasta las guerras con Aníbal, y más tarde fue de nuevo puesta en vigor por Sila, aunque seguramente por poco tiempo. Probablemente el año 534 (220 a. de J. C.) fue reformada, sobre todo, a lo que parece, en el sentido de hacer independiente el derecho electoral activo de los ciudadanos del arbitrio de los censores y del de los magistrados que dirigían las elecciones. Ya se ha advertido que, en la organización antigua del ejército, mientras la colocación de los ciudadanos en los grandes grupos de centurias se hacía por edades y patrimonios, la distribución de los mismos en las centurias particulares se dejaba probablemente al arbitrio del magistrado. Aun cuando ciertas normas legales y consuetudinarias debieron de impedir en todo tiempo que hubiese desigualdad esencial en el número de personas atribuido a cada una de las centurias jurídicamente iguales entre sí, sin embargo, en la época republicana es cuando se manifiesta de una manera clara la tendencia a poner limitaciones también en este campo al arbitrio del magistrado. Lo cual se hizo más indispensable después, cuando los ciudadanos no poseedores empezaron también a formar parte de las tribus, porque la inclusión de los mismos en tal o tal otra centuria o grupo de centurias, cosa que se proyectaba de un modo tan acentuado en la organización de las tribus, dependía sin duda de la discreción de la magistratura. Y aconteció esto, probablemente, porque los 170 cuerpos votantes de infantería que existían se pusieron en relación fija e íntima, por disposición de la ley, con los 35 distritos, cuyo número, cabalmente por eso, no pudo, a partir de entonces, ser aumentado. Los tribules de cada tribu se dividieron, con arreglo a la edad, en dos grupos, de los jóvenes y de los viejos, y cada uno de los setenta grupos que resultaron se descompuso, con arreglo a las cinco escalas de patrimonios formadas, en cinco centurias; los 170 votos dichos fueron distribuidos entre las 350 centurias resultantes, de tal manera que a cada una de las 70 centurias de la primera clase se adjudicó un voto, y de las otras 280 se formaron cien cuerpos votantes, agrupándolos de una forma que no podemos determinar en detalle. Los 70 grupos referidos sustituyeron en cierto modo a los 35 distritos, y los centuriones puestos al frente de cada uno de aquellos a los jefes de las tribus. De esta manera se logró que el predominio de los ciudadanos poseedores pertenecientes a las 31 tribus rústicas sobre los no poseedores adscritos a las cuatro tribus urbanas, no estuviera pendiente del arbitrio prudencial del magistrado, como acontecía algunos decenios antes para la asamblea de las tribus y aconteció después en la organización centurial, sino que se hallara fijamente determinado por ley. Respecto a las centurias de caballeros, conservose vigente la organización anterior; lo que, sin embargo, es probable que aconteciera es que perdiesen entonces la importante preferencia de voto que hasta allí habían disfrutado y que de ahora en adelante votaran con o después de los ciudadanos que tenían la obligación completa de servir en la infantería.
VI. Las clases privilegiadas de ciudadanos
La Roma patricia, como hemos visto, no conoció clases privilegiadas de ciudadanos. En la Roma patricio-plebeya encontramos, como tales, aunque ciertamente en muy diversas épocas y bajo muy distintas formas, el patriciado, la nobleza, el orden de los Senadores y el de los caballeros. Todas ellas tienen de común que no revisten carácter corporativo ni poseen el derecho de tomar resoluciones, ni tienen jefe; por tanto, la comunidad conservó frente a ellas su unidad interna con tanto rigor como frente a las partes componentes de la ciudadanía: las indicadas categorías se distinguen por los privilegios personales o hereditarios que disfrutan, esto es, porque los individuos pertenecientes a ellas son ciudadanos de mejor derecho.
1. — El Patriciado.
El patriciado, que en algún tiempo equivalía sencillamente al derecho de ciudadano, en la posterior ciudadanía se convirtió en nobleza hereditaria. El concepto y la esencia del mismo permanecieron inalterables en lo fundamental, y, por consiguiente, para todo cuanto toca a él en sus relaciones con las instituciones de Derecho privado, sobre todo, con el derecho riguroso de matrimonio y con la clientela, podemos remitirnos a lo que queda expuesto anteriormente. Ahora vamos a indicar los privilegios políticos que en los tiempos posteriores correspondieron a los patricios, incluso aquellos puestos que en el curso de la evolución dejaron de poder ser ocupados por el patriciado.
a) Los Comicios por curias de los antiguos patricios, lo propio que los Comicios por centurias, perdieron su competencia legislativa general desde el momento en que comenzó a existir la ciudadanía patricio-plebeya; a las curias solo le quedó esa competencia en cosas de mero Derecho privado, singularmente sobre los actos tocantes a la organización gentilicia. Es probable que todavía largo tiempo después de haber comenzado a existir la comunidad patricio-plebeya, los patricios fueran los únicos que tuviesen derecho de voto en estos comicios. Lo cual está, sin embargo, en contradicción con el principio según el cual las clases privilegiadas de ciudadanos no funcionan como cuerpos; además de que, como ya se ha notado, en los tiempos históricos, los Comicios curiados son tan patricio-plebeyos como los por centurias y los por tribus.
b) En la primitiva organización patricio-plebeya del servicio militar y en la organización del voto basado en ella, las seis centurias más distinguidas, los sex suffragia de los caballeros, se les conservaron a los patricios como procum patricium, y probablemente esas centurias se distinguían de las otras doce de los caballeros y votaban antes que estas y que las de los soldados de infantería. Pero este derecho preferente de voto se concedió después también a las doce centurias patricio-plebeyas, con lo que el mejor derecho se cambió en un mero orden de colocación y asiento. Y posteriormente todavía, hacia el año 534 (220 a. de J. C.), parece que aquellas seis centurias privilegiadas fueron también abiertas a los plebeyos.
c) La incapacidad de los plebeyos para ejercer funciones sagradas en la comunidad era un principio fundamental de la primitiva organización patricio-plebeya, y hasta dentro de los tiempos del Imperio estuvo vigente la regla según la cual los patricios eran aptos para el desempeño de todos y cada uno de los sacerdocios de la comunidad por ser patricios, mientras que los plebeyos solo podían ser sacerdotes en virtud de una especial disposición legislativa; de hecho, esta regla había ido poco a poco siendo aceptada como consecuencia de la gradual desaparición de la rígidamente estrecha nobleza hereditaria. Para los tres grandes flaminados, que ocupaban el rango más alto de todos los sacerdotes, y para los dos colegios de los salios, se exigió el patriciado durante todo el Imperio. También por espacio de mucho tiempo estuvieron legalmente excluidos los plebeyos de los dos colegios sacerdotales nacidos cuando Roma, y que tan grande importancia política tuvieron, el de los pontífices y el de los augures, igualmente que del más moderno, aunque también muy antiguo, al cual estaba confiada la guarda del oráculo de las sibilas. En este último se reservaron a los plebeyos, por disposición de la ley licinia, año 387 (367 a. de J. C.), la mitad de los puestos; la ley ogulnia, año 454 (300 a. de J. C.), les reservó también la mitad mayor — o sea cinco de nueve — de los lugares en los colegios de los pontífices y de los augures, y los demás puestos quedaron igualmente abiertos a ambas clases. Del cuarto de los grandes colegios, el de los epulones, parece que fueron excluidos los patricios en la época republicana. Los demás sacerdocios, el de las vestales, para mujeres, los colegios de los feciales y de los lupercios, el pequeño flaminado, hasta donde nuestra tradición alcanza, parecen haber sido accesibles a los plebeyos. Como el nacimiento de estos sacerdocios tuvo lugar en la época del Estado gentilicio, no es posible decidir si constituyeron en un principio privilegios patricios abolidos después, tanto más, cuanto que varias de estas instituciones, sobre todo las vestales, no podían propiamente tener su fundamento en la representación del Estado frente a la divinidad, y, por consiguiente, pudo muy bien ocurrir que desde un principio fuese innecesario para desempeñar tales cargos el derecho completo de ciudadano.
d) Si la concesión a los plebeyos del derecho de servicio militar llevaba consigo lógica y prácticamente el reconocimiento a los mismos del derecho de ejercer mando militar bajo el magistrado, y, por tanto, desde ese momento un plebeyo pudo ser nombrado jefe de legión (tribunus militum), no cabe decir lo propio de la magistratura misma, sin duda porque el magistrado representaba también a la comunidad enfrente de los dioses. Esto es aplicable sin restricción alguna al Rey, que es al mismo tiempo magistrado y sacerdote, y siguió aplicándose también, hasta la propia época del Imperio, al esquema o representante religioso del Rey, esto es, al rex sacrorum. Pero aun en los primeros tiempos de la República, la incapacidad de los plebeyos para ocupar una magistratura constituyó la piedra angular de la organización política existente a la sazón. Solo con el tiempo fue tal precepto cayendo parcialmente en desuso, mas nunca sufrió una derogación general y en principio; sobre todo, el interregnado, todavía a fines de la República era un cargo patricio. Los plebeyos fueron admitidos desde bien pronto a ocupar la magistratura suprema por modo extraordinario o en representación: entre los decenviros que funcionaron en 303 (451 a. de J. C.) y 304 (450 a. de J. C.) para dar una constitución a la comunidad, se encuentran plebeyos, y lo que poco después ocurrió, quizá como consecuencia del decenvirato, esto es, el permitirse unir las más altas funciones públicas con la mera posición o cargo de oficial de ejército, que es lo que acontece con el llamado tribunado consular, significa propiamente el otorgamiento a los plebeyos de la facultad de desempeñar la magistratura suprema sin llevar el título de tal. De entre las magistraturas ordinarias hubieron de empezar los plebeyos por desempeñar la cuestura, en cuanto que el cargo subordinado, según en su tiempo debió ser mirado, no puede ser considerado en rigor como una magistratura; en el año 333 (421 a. de J. C.), al aumentarse los puestos de cuestor de dos a cuatro, debió permitirse el acceso al cargo a ambas clases, patricios y plebeyos. El paso decisivo se dio el año 387 (367 a. de J. C.) con el plebiscito licinio, en cuanto por él fue abolido el tribunado consular, y los dos puestos de cónsul se dividieron entre ambas clases, de manera que uno debía ser ocupado por los patricios y el otro por los plebeyos. Según todas las probabilidades, en estos mismos momentos debió disponerse que fueran igualmente accesibles a ambas clases, tanto la antigua dictadura como otro tercer puesto de magistrado supremo instituido recientemente, la pretura, pues es verosímil que la determinación de las condiciones exigibles para los cargos públicos superiores se hiciera de una manera general y a la vez para todos ellos. También parece que, a consecuencia de la ley licinia, se dio acceso a los plebeyos a la censura, cargo desprendido algún tiempo antes, lo mismo que la pretura, de la magistratura suprema; de suerte que todo ciudadano pudo desde entonces ser elegido tanto pretor como censor. La edilidad, instituida también en 387 (367 a. de J. C.), se atribuyó igualmente a ambas clases, de manera que los dos ediles plebeyos, antes cargos especiales de la plebe, se cambian ahora en cargos de la comunidad, privando a los patricios de los dos ediles curules nuevamente instituidos. La igualdad jurídica de nobles y ciudadanos que de esta suerte se perseguía se cambió bien pronto en una postergación jurídica de los primeros: las decisiones tomadas por el pueblo los años 412 (342 a. de J. C.) y 415 (339 a. de J. C.) determinaron, con relación al consulado y la censura, que el uno de estos cargos se reservara a la plebe y que el otro debía estar abierto a ambas clases; por la misma época se sometió a turno la edilidad curul, de manera que la misma fue poseída por los patricios los años impares de la ciudad, según el cómputo varroniano, y por los plebeyos los años pares, mientras la edilidad plebeya se reservó exclusivamente a los plebeyos. El tribunado del pueblo, aun después que este cargo se cambió realmente de especial de la plebe en cargo de la comunidad, le estuvo vedado a los patricios. Pero aun esto mismo da testimonio de que la situación política de prepotencia de la nobleza gentilicia sobrevivió largo tiempo a la pérdida de sus privilegios y aun a su postergación jurídica; sobre aquella prepotencia es sobre lo único que se apoyó el patriciado para poseer él solo un puesto especial de cónsul hasta el año 582 (172 a. de J. C.) y un puesto de censor hasta el año 623 (131 a. de J. C.); y las antiguas familias, a pesar de que su número fue gradualmente disminuyendo, ejercieron una decisiva influencia por todo el período de duración de la República, y aun después de ella, mientras el Imperio de las primeras dinastías de los Julios y los Claudios, salidas de aquellas familias, en tanto que la nobleza hereditaria de la época imperial no llegó a alcanzar ninguna importancia política.
e) El Senado de la comunidad patricia pasó inalterable a la patricio-plebeya, en cuanto también en esta conservaron los patricios como derechos privativos suyos el de confirmar los acuerdos populares y el interregnado. Por el contrario, para cuanto se refiere al gobierno o régimen propio de la comunidad, el cual fue pasando más y más cada vez al Consejo de esta, entraron en la organización del Estado patricio-plebeyo, y hasta donde nos es conocido desde los comienzos, al lado de los patres patricios, los conscripti plebeyos, pero no ocupando una posición igual a la de los primeros, ya que el plebeyo que se sentaba al lado del patricio no podía reclamar ni el nombre ni las insignias honoríficas de Senador; además, así como en la ciudadanía tuvo el plebeyo el derecho de sufragio y no el de optar a las magistraturas, así también en el Senado tuvo el derecho de voto y no el de proponer resoluciones. Ni aun en la época posterior consiguieron equipararse jurídicamente los Senadores plebeyos a los patricios. Solo a consecuencia del acceso de los plebeyos a la magistratura suprema, el año 387 (367 a. de J. C.), se concedió a los que consiguieran conquistarla que fuesen jurídicamente iguales en el Senado a los Senadores patricios; y como muy pronto hubo de corresponder, sin duda alguna, al Senador revestido de la magistratura más elevada un derecho preferente de proponer acuerdos, es claro que el consulado plebeyo no pudo seguir, a partir de este instante, siendo un asistente mudo a las discusiones del Senado. Más tarde, la situación privilegiada del noble en el Senado fue gradualmente sufriendo restricciones, hasta ser abolida del todo, gracias a la circunstancia de que los puestos en aquel se fueron dando poco a poco, y por fin se reservaron todos a los elegidos para alguna magistratura. Volveremos a tratar de esto en el libro V, al ocuparnos del Senado.
2. — La nobleza.
La nobleza es un patriciado ampliado, y del patriciado procede, en cuanto este círculo comprendía, además de patricios verdaderos, aquellos plebeyos que han salido del patriciado y aquellos otros que a los patricios se equiparan por el cargo público que desempeñan. El concepto de la nobleza se originó del principio según el cual, el noble que por medio de la emancipación o de la separación hubiere dejado de pertenecer a la familia, perdía sus derechos de nobleza, pero conservaba su nombre familiar y seguía además siendo un hombre determinado, «conocido» (nobilis). Pero la aplicación principal que de este concepto se hizo fue para designar a aquellos plebeyos que, conforme a la ley licinia, lograban ocupar los puestos públicos, reservados hasta entonces a los patricios. Como estos cargos se siguieron considerando como «patricios» aun después de la ley licinia, sus poseedores no podían continuar por derecho perteneciendo a la clientela, jurídicamente ligada al plebeyado, y en el Senado hubieron de equipararse a los patricios de aquí que, si no a este «hombre nuevo» (homo novus), sí por lo menos a sus descendientes se les contó entre la nobleza, de manera que la posesión de un cargo público curul llevaba anejo para los plebeyos este quasi-patriciado hereditario. No tiene la nobleza privilegios jurídicos, tales como los que al patriciado pertenecen; el derecho de tener en las habitaciones domésticas los retratos de los antepasados que hubieran ejercido algún cargo curul era, sí, un distintivo de nobleza, pero más bien que de un privilegio de clase, se trataba de un derecho honorífico concedido a los magistrados. Sin embargo, como después que fueron abolidas las prerrogativas jurídicas de los nobles, en punto a la adquisición de cargos públicos, continuaron todavía por largo tiempo ejerciendo poderosa influencia las consuetudinarias, estas últimas pasaron también al quasi-patriciado, señaladamente en cuanto la nobleza toda se ponía enfrente de la plebe, sobre todo en las elecciones. El carácter de exclusividad jurídica del patriciado hubiera incapacitado necesariamente a este para asegurar el gobierno por parte de los nobles, si no hubiese hecho posible la persistencia del dominio de estos la quasi-recepción en la nobleza hereditaria de aquellos plebeyos que al ser elevados a la magistratura rompían el estrecho anillo de la aristocracia. La igualdad jurídica entre patricios y plebeyos, conseguida a consecuencia de la lucha de clases, no sufrió alteración formal por el nacimiento de los nuevos nobles, pero en realidad recibió con ello un embate rudo, y con el tiempo hasta llegó a desaparecer de hecho. Lo que sucede a menudo en las luchas políticas por la igualdad sucedió también ahora, o sea que los vencedores convirtieron la disputada y conquistada igualdad en una nueva forma de privilegio.
3. — El orden de los Senadores.
De las sesiones del Senado y de la participación de este Cuerpo en el gobierno de la comunidad, se trata en el libro quinto. Ahora vamos a exponer las prerrogativas que se concedieron a los Senadores, y con el tiempo también a sus mujeres, hijos y descendientes hasta el tercer grado, en cuanto tales prerrogativas se refieran al rango de aquellos o tengan índole política. De la posición especial de los Senadores por lo que toca al derecho de matrimonio y al derecho relativo a los bienes, podemos prescindir aquí. El Senado como tal no tenía derechos corporativos, ni tampoco un patrimonio propio ni caja propia.
a) La más antigua insignia de los Senadores, el calzado de cordón, solo perteneció en un principio a los Senadores patricios, únicos que originariamente fueron considerados como Senadores efectivos. Más tarde encontramos que esta insignia, aunque con la limitación de que la hebilla (lunula) de marfil quedara reservada para los Senadores patricios, se hizo extensiva en el siglo VI a los que desempeñaran cargos públicos curules, por consiguiente también a los quasi-patricios, y posteriormente aun a todos los Senadores. — No se sabe si la banda roja que llevaban en el vestido, como los caballeros, se concedió a los Senadores desde luego, o si desde el orden de los caballeros se hizo extensiva al de los Senadores. Como en la época de los Gracos los Senadores y los caballeros se distinguían entre sí de un modo riguroso, la banda de los primeros era ancha (latus clavus) y la de los segundos estrecha (angustus clavus), distintivo este, que se conservó en ambas clases privilegiadas. — El anillo de oro no se conoció hasta más tarde, y correspondió usarlo primeramente a los Senadores, haciéndose luego extensivo también a los caballeros, como volveremos después. — Estos distintivos eran personales en la época republicana; pero cuando Augusto creó otro orden de Senadores, los extendió, por una parte, a los descendientes de estos, y por otra a aquellos jóvenes del orden de los caballeros que se equiparaban en derechos y obligaciones a los Senadores.
b) A partir del año 560 (194 a. de J. C.), se concedió a los Senadores un asiento especial y preferente en los espectáculos públicos, privilegio que más tarde se les otorgó también con respecto a las otras fiestas populares.
c) El Senador tenía un derecho privilegiado de sufragio, pero este privilegio no consistía más que en el derecho preferente de formar en las centurias de caballeros, de lo cual trataremos después.
d) En cuanto a la adquisición de los cargos públicos, tampoco le correspondía al Senador, como tal, privilegio alguno; pero posteriormente, cuando se exigió como condición para la más alta magistratura el haber ocupado un cargo más inferior que diera opción a un asiento en el Senado, los Senadores fueron seguramente los que obtuvieron los puestos más importantes. — De la propia manera, las delegaciones de toda especie hechas por el Senado, y las cuales desempeñaron tan importante papel en el régimen republicano, fueron exclusivamente encomendadas a Senadores, si no de derecho, cuando menos de hecho. — Todavía en los tiempos del Imperio, cuando pasó al Emperador la facultad de nombrar para los cargos públicos, para este nombramiento, como así bien para la posesión de los más altos puestos de oficiales del ejército, singularmente para el mando de las legiones, se exigía como condición el pertenecer al Senado, y aun a una determinada clase del mismo. — En la época republicana, parece que no era de derecho necesaria la cualidad de Senador para optar al sacerdocio; de hecho, sin embargo, los más altos puestos sacerdotales ya entonces se hallaban reservados exclusivamente para los Senadores y para los hijos de Senadores. Augusto confirmó después jurídicamente esta situación de hecho. — La capacidad general para adquirir por vez primera cargos públicos, y por consiguiente, para el ingreso en el Senado, no solo no estaba fijada formalmente en la época de la República, sino que es probable que a los hombres nuevos no les fuese muy difícil conseguirlos, si bien los individuos que pertenecieran a la nobleza debían también gozar de privilegios de hecho en este particular. Por el contrario, Augusto solo permitió la adquisición de las magistraturas de la comunidad, por un lado, a los descendientes de los Senadores, y por otro, a los hombres jóvenes que él mismo había llevado al orden de los Senadores, siendo de advertir que hizo de ello al mismo tiempo una obligación. Con lo cual el orden de los Senadores se convirtió en una pairía en parte hereditaria y en parte de nombramiento imperial, y esta pairía es la que en la época del Imperio disfrutó exclusivamente de los puestos públicos de la más alta categoría.
e) En un principio, es probable que los magistrados tuvieran derecho a llamar a cualquiera ciudadano romano para que actuase como jurado en asuntos civiles. Pero luego que se desarrolló el régimen aristocrático, los Senadores pretendieron ser ellos los únicos que ejercieran esta función, y sobre todo desde principio del siglo V de la ciudad aspiraron a ser los únicos que ocuparan los puestos de jurados en el procedimiento de las Quaestiones, procedimiento tan importante desde el punto de vista político y que fue un desarrollo del procedimiento civil. La pretensión contraria, formulada a este respecto por el orden de los caballeros, dio origen a una lucha de intereses de ambos órdenes privilegiados, que llena el último siglo de la República. Tanto en la época anterior a Cayo Graco, como de nuevo durante la reacción de Sila, los Senadores fueron seguramente llamados al desempeño de la función de jurados, mientras que en la época de los Gracos estuvieron excluidos de estos cargos, y en los últimos tiempos de la República, por el año 684 (70 a. de J. C.), un tercio de los mismos lo ocupaban los Senadores. Durante el Imperio, cuando el cargo de jurado, más bien que un apetecible derecho era una pesada obligación, los Senadores estaban exentos de él.
4. — El orden de los caballeros.
El orden de los caballeros, procedente de la antigua caballería de los ciudadanos, empezó a constituir una clase privilegiada de estos desde la mitad de la República, y lo formaban los poseedores de los caballos del Estado, los equites Romani equo publico. Si la caballería de los ciudadanos parece haber estado dispuesta de manera tal que este servicio, costoso ya de por sí, y sobre todo por su carácter de permanencia, pudieran también desempeñarlo en cierto modo los individuos que no tenían bienes, puesto que al tenedor de caballos del Estado se le daba un emolumento especial, y a todo otro caballero el triple del sueldo que a los soldados de a pie, sin embargo, el servicio militar de caballería se consideró desde bien pronto como una carga que solo podían llevar los que tenían patrimonio, pero al propio tiempo también, sobre todo en cuanto era permanente, y a causa de la consideración que llevaba consigo, como un servicio honroso, privilegio de los ciudadanos ricos; a lo que todavía hay que añadir que las seis centurias más distinguidas de entre las diez y ocho que componían los tenedores de caballos del Estado, se le reservaron a la aristocracia hereditaria o de sangre, y claro es que en las doce restantes tenían también una representación preeminente la nobleza plebeya y el círculo de grandes hacendados que fue creándose al lado de esta nobleza procedente de las magistraturas. Por consiguiente, junto a las condiciones primitivas de edad y de aptitud corporal, necesarias para el servicio militar de caballería, se introdujeron las de nacimiento y patrimonio. Los libertos estaban excluidos de la caballería con todo rigor y solo se permitía pertenecer a ella como por privilegio, a los hijos de aquellos que hubieran tenido ellos mismos caballos del Estado y hubieran adquirido en realidad cierto derecho a transmitirlo por herencia, pero con la condición de que poseyeran una riqueza cuatro veces mayor que la requerida para el servicio militar pleno, o sea 400.000 sextercios. De entre los ciudadanos que se consideraban con condiciones de capacidad para el servicio de la caballería, y los cuales se llamaban también, bien que abusivamente, caballeros, elegían por un lado los jefes del ejército la caballería efectiva, la que por lo demás perdió bien pronto su carácter militar, y los censores por otro lado elegían los 1800 caballeros con caballos del Estado, esto es, la caballería propiamente dicha, la cual tenía obligación jurídica de prestar servicio efectivo; pero poco a poco se fueron haciendo los nombramientos sin tener en cuenta los servicios militares que tales caballeros tenían que prestar. Continuó el sistema antiguo, donde los censores distribuían los caballos del Estado entre personas aptas, y privaban de ellos a las que ya no eran capaces para el servicio, llegándose al siguiente resultado: que esta segunda nobleza no tenía su base en el nacimiento, como sucedía con el patriciado, sino en la concesión del poder público, de donde vino a originarse después la nobleza titulada. De hecho, sin embargo, esta organización no se aplicó. Más todavía que por la adjudicación del caballo del Estado, que en atención a consideraciones políticas hacían los censores, de sentido generalmente aristocrático y libres de toda responsabilidad, parece que la exclusión de la caballería, a causa del mejor derecho de sufragio que a esta iba unido, hubo de retardarse con relación a la nobleza más allá de la edad legalmente fijada; y no es inverosímil que, a consecuencia de un privilegio legal, los que habían sido Cónsules, Pretores y Ediles siguieran perteneciendo a las centurias de los caballeros, hasta que en tiempo de los Gracos se declararon incompatibles la condición de caballero y el asiento en el Senado. Tanto esta declaración como el haberse abolido el derecho de los patricios a que se les reservase la tercera parte de tales centurias, contribuyeron luego a que el orden de la caballería, que hasta entonces había reunido dentro de sí la nobleza procedente de los cargos y la aristocracia financiera que de esa nobleza surgió, lo constituyera solo esta última, que es lo que vemos acontece en los siglos más avanzados de la República. La reacción de Sila significó esencialmente la victoria de la nobleza sobre el orden de los caballeros, y asentó además este último sobre otra base jurídica, en cuanto las admisiones de tenedores de caballos del Estado, admisiones que hasta aquí habían venido verificando los censores, desaparecieron al ser abolida realmente la censura. No se sabe bien con qué hubo de reemplazarse lo abolido; lo seguro y a la vez característico es que, desde este momento, los hijos adultos de los Senadores empezaron a pertenecer de derecho a la caballería, mientras que probablemente la adquisición de esta por vez primera hubo de hallarse condicionada por otro elemento diferente, que fue quizá el acceso al tribunado militar. Parece que de esta manera se suprimió todo motivo para dejar de pertenecer al orden de los caballeros los que a él perteneciesen, a no ser cuando alguno de ellos ingresaba en el Senado. Pero esta transformación del orden de los caballeros en optimates no fue suficiente en manera alguna. En la misma época republicana se hicieron tentativas para traer nuevamente a la vida a la censura, y en la reforma de Augusto, no solo se dejó nuevamente al puro beneplácito del Emperador la concesión de la condición de caballero, sino que se aumentó el número de estos al abolir el número fijo de ellos. En la época del Imperio domina principalmente la contraposición entre la nobleza hereditaria de los empleados, la cual formaba el orden de los Senadores, y el orden de la caballería, cuyos miembros eran varones de buena cuna y considerable patrimonio nombrados por el Emperador. Por el contrario, la tentativa que también hizo Augusto para renovar el servicio militar efectivo de la caballería, convirtiéndolo en un cuerpo de oficiales diestros, no le dio resultado sino en parte. Es verdad que el servicio de los oficiales del ejército llevaba aneja hasta cierto punto la condición de caballeros, así como a los hijos adultos de los Senadores les correspondía también de derecho esta condición; pero hay que advertir que la misma obligaba a servir en concepto de tribuno militar, y además, que en los mejores tiempos del Imperio no se concedía el caballo de caballero antes de haber cumplido cierta edad en el servicio; lo que sí se hizo, y cada día con mayor frecuencia, fue conceder el caballo de caballero sencillamente como nobleza personal y de por vida, salvo casos de indignidad manifiesta.
Los privilegios políticos que se otorgaron a esta segunda clase de la aristocracia romana, en diferentes tiempos y en grados muy diversos, fueron los siguientes:
a) La organización militar que tuvo, claro es, la caballería permanente de los ciudadanos, la conservó el orden de los caballeros aun después que dejó de ser considerado como tropa, sirviendo, en efecto, de base para ella, no las antiguas centurias, sino la turma en efectivo servicio. Augusto dio al orden de los caballeros jefes quasi-magistrados que cambiaban todos los años, jefes que fueron los seis cabezas de las seis primeras turmas. Esta organización no tuvo aplicación más que para ciertas revistas de la caballería y para las solemnidades. El orden de los caballeros no era una corporación; no celebraba reuniones para tomar acuerdos; no tenía tampoco presidente con facultades al efecto, ni patrimonio propio, ni caja propia.
b) Parece que desde antiguo tuvieron los caballeros, como distintivo exterior de sus funciones, la banda de púrpura en el vestido (clavus), distintivo que siguieron usando posteriormente, cuando usaban otro igual, aunque mayor, los Senadores. — Por el contrario, el anillo de oro solamente fue usado más tarde y como insignia senatorial; a partir del tiempo de los Gracos, es cuando ambos órdenes privilegiados lo llevaron con igual derecho. La concesión del derecho de caballeros a los libertos por medio de la ficción de la ingenuidad, concesión que en la época republicana no tuvo lugar nunca, y en los mejores tiempos del Imperio por rara excepción, se verificaba en este último caso bajo la forma del otorgamiento del anillo de oro; posteriormente, no fueron pocos los casos en que este se concedió a los libertos, sin que semejante concesión implicara la ficción de la ingenuidad ni el cambio de clase social. — No es posible decidir con certeza si estos derechos honoríficos les fueron concedidos sencillamente a los tenedores de caballos del Estado, o si también, mientras existió la caballería de los ciudadanos, les fueron otorgados a aquellos individuos que servían en caballería sin caballo del Estado, ni podemos saber tampoco si tales derechos continuaban existiendo aun después de devuelto el caballo de caballero, antes, claro es, de que la caballería se comenzara a conceder de por vida.
c) En los espectáculos públicos tenían los caballeros asientos especiales, la «fila decimocuarta», a ejemplo de los Senadores. Los tuvieron en la época de los Gracos; los perdieron después en la de Sila, y se les volvieron a conceder de nuevo más tarde, por la ley roscia, el año 687 (67 a. de J. C.) En la época imperial se extendió este privilegio también a los espectáculos de carrera y lucha.
d) Ya se ha dicho que en el sufragio por centurias, de los 193 cuerpos votantes, 18 le estaban reservados a los poseedores de caballos del Estado. Este derecho electoral era tanto más privilegiado, cuanto que cada una de las centurias de los caballeros se componía de 100 personas, mientras que todas las demás se componían de un número indeterminado de individuos con derecho de sufragio, número por lo regular mucho mayor de 100, además de que a las 18 centurias dichas se les reconoció, según parece, hasta el año 534 (220 a. de J. C.), el importante derecho de votar en primer término.
e) El servicio de oficiales de ejército dependía en la época republicana, cuando no estuvo sometido a la elección popular, del nombramiento hecho por los jefes del ejército, en cuanto estos lo mismo podían emplear los soldados que dependían de ellos como simples soldados, que como conductores. Era natural que los jefes de categoría más elevada, sobre todo los tribunos militares y los oficiales equiparados a estos, fueran sacados preferentemente de entre los caballeros principales, subsistiendo semejante estado de cosas aun después que la caballería de los ciudadanos dejó de prestar servicio militar efectivo, por la razón de que los jóvenes de las clases privilegiadas que, aptos para el servicio de caballería, se hallaban a disposición de un jefe de ejército, aun después de esta época pertenecían a la caballería de los ciudadanos. Es difícil decir si poseyeron o no caballo del Estado, porque este no se concedía exclusivamente, según la ley, a los que ocupaban los puestos de oficial. Ya hemos dicho que, después de la organización de Sila, es de presumir que el servicio de oficiales tuviera caballo del Estado. Augusto, del propio modo que exigió como condición para ser oficiales de las más altas categorías la cualidad de Senador, exigió también, como condición jurídica para ser tribuno militar y jefe auxiliar, el caballo del Estado, mas la falta del mismo no sirvió ciertamente de obstáculo a los Emperadores para nombrar a su arbitrio todos los oficiales que quisieran, después que fue abolido el número fijo de caballeros.
f) Así como el servicio de los oficiales de caballería fue jurídicamente regulado por Augusto, Augusto fue también quien instituyó las magistraturas de caballeros y el sacerdocio de caballeros. Aquellos cargos públicos y aquellos mandos militares que tenían competencia de magistrados, cuyo nombramiento correspondía al Emperador, los distribuyó Augusto de una vez para siempre entre los dos órdenes privilegiados, de tal manera, que ni se pudiese conferir un cargo senatorial a un caballero, ni uno de caballero a un Senador. A los caballeros se les encomendó de esta suerte la administración de las provincias a la sazón recientemente creadas, y además se les confirieron todos los cargos financieros y palatinos y todos los mandos militares que funcionaban en Italia, señaladamente los de la guardia y la flota. Esos cargos se nos ofrecen como más próximos al Emperador y como más inmediatamente dependientes del nombramiento imperial que los senatoriales; si los cargos senatoriales se consideraban más como funciones del Reino que de otra manera, los de los caballeros eran más bien concebidos como cargos domésticos, y si el rango de los primeros era más elevado, los segundos en cambio tenían buenos emolumentos. Para ingresar en los cargos públicos de los caballeros, no era necesaria jurídicamente condición alguna más que la de ser caballero; pero de hecho sí se exigían algunas, singularmente el haber prestado el servicio militar de oficial de caballería, supuesto que los cargos de que se trata solían adjudicarse preferentemente a los que hubieran sido oficiales de caballería, constituyendo una especie de recompensa a los veteranos; sin embargo, desde Adriano en adelante pudieron también adquirir semejante derecho los que hubieran desempeñado funciones en la administración y en la justicia. Formáronse en los cargos públicos reservados a los caballeros grados análogos a los que existían ya antes en los senatoriales, y, por consecuencia, se formó una carrera de funcionarios caballerescos; hasta existió también una nobleza caballeril, puesto que a los descendientes de los más elevados funcionarios públicos del orden de los caballeros se les consideraba caballeros sin más y alcanzaban una posición preeminente dentro del orden de la caballería. Análogamente, el sacerdocio se dividió también en de Senadores y de caballeros.
La idea que Cayo Graco había tenido, de dotar a la comunidad de dos clases de personas dominadoras, fue puesta en completa ejecución por Augusto. La igualdad de todos los ciudadanos, especialmente la igualdad para la adquisición de los cargos públicos y del sacerdocio de la comunidad, no fue nunca un hecho perfectamente consumado en el Estado patricio-plebeyo, aunque sí un principio constantemente reconocido de un modo formal, por cuanto en dicho Estado los patricios tuvieron su lugar como nobleza hereditaria o de sangre, y junto al patriciado se formó también el quasi-patriciado de la nobleza plebeya; la abolición en principio y por ley de la igualdad de los ciudadanos, cuando primero se realizó fue en tiempo de Augusto, en cuanto este Emperador asignó al orden de los caballeros en la comunidad un puesto más bien coordinado que subordinado al del orden de los Senadores, distribuyó los cargos públicos y las funciones sacerdotales entre ambos órdenes privilegiados, y al suprimir en general el derecho de sufragio pasivo quedaron de derecho excluidos de los referidos cargos y funciones los ciudadanos que en la época del Imperio no pertenecían al uterque ordo, es decir, a la actual plebe.
VII. Las clases inferiores de ciudadanos
En la comunidad patricio-plebeya hubo tres clases de ciudadanos que ocupaban una posición inferior a los demás, a saber: los plebeyos, los libertos y clases afines a esta, y los semi-ciudadanos privados del derecho electoral (cives sine suffragio).
1. — Los plebeyos.
De lo expuesto anteriormente acerca de la situación jurídica del ciudadano patricio, se desprende cuál fue la del plebeyo: carencia de derechos políticos en un principio, la adquisición gradual de los mismos después, y por último, la inversión, en parte, de las cosas, esto es, la adquisición por el plebeyo de mejores derechos que el patricio. Ahora vamos a tratar de aquellas instituciones especiales que la plebe creó para sí antes de la conquistada igualdad de derechos; de esas mismas instituciones volveremos a ocuparnos en su sitio correspondiente cuando hayamos de considerarlas como órganos de la comunidad, que es en lo que se convirtieron después que los plebeyos lograron la igualdad referida.
En la lucha sostenida entre la nobleza hereditaria y los nuevos ciudadanos se advierte una doble tendencia: por un lado, la aspiración a la igualdad de derechos en ambos órdenes o clases; por otro, la aspiración a constituir la plebe como un Estado dentro del Estado, con propias Asambleas deliberantes y jurisdicción propia. Ambos movimientos se excluyen en el resultado: mientras el primero tendía a la adquisición de algo posible, y por fin llegó a conseguirlo, el último perseguía, por el contrario, un fin inaccesible, y por eso hubo de ser hasta infecundo; la comunidad existente no pudo ser por él aniquilada, pero tampoco se logró crear dentro de ella, aun dejándola subsistente, otra comunidad. Realmente, la nueva organización que hubo de originarse, esto es, la plebe como tal, no logró tener territorio propio, ni administración de justicia propia, ni ejército propio, ni Hacienda propia; cuantas instituciones políticas existieron pertenecieron sencillamente, en todo tiempo, a la comunidad patricio-plebeya. La plebe no significa otra cosa más que un débil compromiso entre la organización política existente, privilegiada para la nobleza, y el apartamiento de los nuevos ciudadanos de la comunidad, un medio de apaciguar la amenaza revolucionaria de este alejamiento, dando organización a aquella sombra de ser. Las violentas pasiones que se desencadenaron durante este movimiento no deben engañarnos acerca de la carencia de finalidad del mismo. Las organizaciones que por tal procedimiento llegaron a establecerse no fueron más que quasi-magistraturas y quasi-comicios de la plebe. Las primeras tomaron por modelo a los cónsules, con los dos tribuni plebis, y a los cuestores, con los dos aediles plebis. No pretendieron los tribunos el derecho de dar órdenes o mandatos, sino únicamente el de quitar fuerza a los mandatos de los cónsules por medio de su oposición o intercesión, copiada de la intercesión colegial que correspondía, según veremos más adelante, a las otras magistraturas superiores. Los ediles, lo mismo que los cuestores, sin tener una competencia fijamente determinada, estaban destinados a apoyar y auxiliar a los magistrados superiores, y quizá también lo estuvieran en un principio a inspeccionar las prestaciones personales y a prevenir, cuando fuese necesario, las injusticias que amenazaran cometerse, poniéndolas en conocimiento de sus superiores. Si la obediencia a las instituciones políticas tiene su base en la ley, la debida a las instituciones plebeyas la tiene, según la concepción jurídica romana, en el juramento común, por el cual los plebeyos se han obligado ellos mismos y han obligado a sus descendientes a constreñir por la fuerza a la obediencia dicha, y sobre todo, a asegurar al magistrado plebeyo aquella inviolabilidad que la ley concede al magistrado de la comunidad, obligándose al efecto todo plebeyo a vengar la ofensa que se hiciera a la autoridad plebeya, consagrada (sacrosancta) por su propio juramento religioso o por el de sus antepasados. Por consiguiente, el fundamento de la coacción y la pena en las instituciones plebeyas no es otro que el propio auxilio, el cual no puede decirse que tenga más organización sino la de hacer que todo individuo que cause alguna lesión al derecho de la plebe o a los magistrados de esta sea sometido a un proceso quasi-criminal ante la Asamblea de la plebe misma, y en su caso se ejecute la quasi-sentencia por el magistrado plebeyo. — Los quasi-comicios de la plebe, que en un principio tuvieron lugar por curias, pero que con objeto de contrarrestar el influjo de los clientes sometidos llegaron luego, en virtud de la ley publilia, año 283 (471 a. de J. C.) a verificarse por tribus, y por consecuencia, solo entraban en ellos los ciudadanos poseedores, tomando por modelo lo ocurrido con la dualidad de que se acaba de hacer mención en el procedimiento criminal más antiguo, pretendieron tener facultades quasi-legislativas, dirigidas únicamente a regular los asuntos propios de la plebe; pero la verdad es que en muchos casos se entrometieron en asuntos legislativos de la comunidad, y quisieron obligar a esta a respetar sus acuerdos. La cual pretensión fue luego formalmente reconocida cuando las resoluciones tomadas por la plebe, de acuerdo con el Senado, se equipararon a los acuerdos tomados por el pueblo, y cuando la ley hortensia, el año 468 (286 a. de J. C.), dio en general igual fuerza jurídica a los acuerdos de la plebe que a los de la comunidad patricio-plebeya. Con lo cual, el movimiento que nos ocupa, más bien llegó a su término que logró su fin; como en esta misma época los plebeyos habían conseguido en lo esencial la igualdad de derechos políticos con los patricios, su especial Asamblea no fue ya la de una clase inferior de ciudadanos, sino que lo que ocurrió fue que desde este momento la ciudadanía se hallaba representada tanto en los Comicios como en las Asambleas plebeyas, en aquellos, con inclusión de la nobleza, en estas, excluyéndola; en la práctica, sin embargo, es difícil que entre ellas hubiese una verdadera diferencia. De análoga manera, los magistrados de la plebe, sin que sus atribuciones sufrieran una modificación esencial, se convirtieron realmente en magistrados de la comunidad cuando la igualdad de derechos mencionada fue un hecho: a partir de ahora, tales funcionarios no apoyaban a los plebeyos en sus pretensiones contra los patricios, sino a los ciudadanos contra los magistrados, y sobre todo se aplicaron a someter al poder poco claramente definido del Senado a los magistrados que no le obedecían. La plebe de los tiempos históricos no es ya un Estado dentro del Estado, y las instituciones provenientes de la época de las luchas de clase, esto es, las modificaciones en la organización del sufragio y la exclusión de los nobles de las magistraturas plebeyas, no fueron ahora ya más que reminiscencias políticas de épocas anteriores.
2. — Los libertos y las clases afines a esta.
Si bien es cierto que en la comunidad patricio-plebeya se atribuyó el derecho de ciudadano a aquel individuo que hubiere pasado de la esclavitud a la libertad, sin embargo, había muchas cosas en que su posición era inferior a la de otros ciudadanos, y estas desigualdades se extendían también, en parte, a los hijos de tal individuo y a los nacidos de madre romana fuera de matrimonio legítimo. De tales desigualdades, muy distintas según los tiempos y la clase de que se tratara, y las cuales nos son todavía conocidas muy imperfectamente, vamos a indicar aquí algunas, por vía de ejemplo. Las indicadas categorías de personas estuvieron excluidas durante la época republicana, y los libertos aun durante el Imperio, de los cargos públicos y sacerdotales de la comunidad, del Senado y del servicio militar de caballería. Por lo que toca al servicio militar común y al derecho electoral íntimamente ligado con el mismo, la posesión de riqueza, que hasta mediados del siglo V fue condición para disfrutar tales derechos, no le estuvo negada al liberto, y quizá no le fue nunca difícil jurídicamente adquirirla; es más: como el número de libertos que llegaran a colocarse en dicha situación no pudo entonces ser considerable, quizá ni siquiera en un principio ocuparan en este respecto una posición de inferioridad; por lo menos hasta los más antiguos tiempos de la República, la tradición nada nos dice de que así sucediera. Luego que, a partir de mediados del siglo V, la capacidad para el servicio de las armas se hizo depender solo del patrimonio, no se introdujo variación alguna en el particular que nos ocupa; de hecho, el año 458 (296 antes de J. C.) es la primera vez que se habla de una diferencia en perjuicio de los libertos en materia de levas; es probable que entonces comenzara a originarse la posterior costumbre de adscribir aquellos, no a la legión, sino a la flota. Las primeras noticias que tenemos respecto a la exclusión de los libertos propietarios de inmuebles y de los hijos de libertos de las tribus rústicas, y de la inclusión de los mismos en las cuatro tribus urbanas, compuestas de ciudadanos no poseedores, se refieren a tiempos poco anteriores a la guerra de Aníbal; tocante a los hijos de libertos, se abolió tal estado de cosas el año 565 (189 a. de J. C.) por medio de un acuerdo del pueblo, pero en cuanto a los libertos mismos, siguió subsistiendo en lo esencial, aunque siendo objeto de frecuentes ataques y con muchas modificaciones de detalle. En los tiempos del Imperio, la desigualdad jurídica aumentó más bien que disminuyó; singularmente en lo que se refiere a la inclusión de los ciudadanos en las tribus, no obstante que tal inclusión había quedado reducida ahora ya a ser un mero signo del pleno derecho de ciudadano, aumentaron las prohibiciones: los hijos de liberto, los nacidos fuera de matrimonio legítimo, los hijos de los actores en espectáculos públicos, hasta los griegos de nacimiento que habían conseguido el derecho de ciudadanos romanos, eran llevados, a lo menos con frecuencia, a las tribus urbanas; los libertos mismos no dejaron tampoco de pertenecer a estas, y, por consiguiente, se contaban entre los componentes de ellas para los efectos de las distribuciones de grano y otros análogos repartimientos, que se verificaban por tribus, pero según todas las apariencias, estaba prohibido expresamente hacer que figurasen sus nombres en las tribus. En lo relativo al servicio militar de esta época dominaron iguales tendencias: los ciudadanos de segunda clase, colocados en las tribus urbanas, son incapaces para prestar el servicio en la guardia y en la legión, y solamente lo prestan en la guarnición de la capital, guarnición menos apreciada que aquellas otras; los libertos estaban excluidos de este servicio como tales, aun cuando posteriormente, cuando se les concedía la ingenuidad ficticia, formaron una gran parte de los soldados de la flota. — En conjunto, todas estas reglas eran aplicables a las organizaciones municipales; pero como aquí la clase de los libertos llegó a comprender una buena parte de los ciudadanos ricos, colocada frente a la nobleza municipal, de manera análoga a como en la capital se había establecido frente al Senado el orden de los caballeros, Augusto, a semejanza del sexvirato de quasi-magistrados para la caballería, estableció el sexvirato de los Augustales, compuesto sí de individuos quasi-magistrados, pero que no tenía más aplicación práctica que para las fiestas públicas. — Durante la época republicana, no se borró nunca la mancha que llevaban consigo los que hubieran sido esclavos, y aun en los mejores tiempos del Imperio, esa mancha no se borraba más que por medio de la concesión al liberto del anillo de oro, y, por tanto, del derecho de caballero; solamente a la época de la decadencia es cuando se encuentra la concesión directa de la ingenuidad ficticia (natalium restitutio).
3. — Los semi-ciudadanos.
Hacia la mitad de la República, del IV al VI siglo de la ciudad, se incorporaron a la romana una serie de ciudadanías de la Italia central, pero de tal suerte, que las mismas no se identificaron completamente con aquella, y los individuos que las componían eran, sí, ciudadanos romanos, mas no disfrutaban del derecho de sufragio (cives sine suffragio); la posición híbrida que ocupaban la denominamos nosotros derecho de semi-ciudadanos. El fundamento político de tal fenómeno fue el deseo de mantener separada la nación latina de la etrusca y de la osca; de esta manera, tales comunidades quedaban sometidas a la comunidad directora del Latium sin confundirse con ella, lo que tiene su expresión más clara en la circunstancia de negarse a las comunidades referidas el derecho de servirse oficialmente de la lengua latina. — La institución se originó, por tanto, cuando las armas de Roma traspasaron los límites del Lacio, y desapareció posteriormente, cuando venció la tendencia contraria de la latinización de los italianos, puesto que entonces las localidades de Italia fueron recibiendo, unas después de otras, el pleno derecho de ciudadanía. Cada una de estas localidades que entraba en la relación dicha con Roma era regulada por el estatuto local romano, y por tanto, para todas regían análogas reglas jurídicas, aunque no en todas ellas iguales. Regularmente, cada una de estas localidades tuvo su particular administración. Esta, o era puramente romana, y por consiguiente quedaba proscrita toda autonomía administrativa local, como ocurrió con Cervetere y otras comunidades colocadas en igual situación que esta, o se dejaba que las autoridades, magistrados, Comicios y Senado locales continuaran en pie, compartiendo con los de Roma el conocimiento de los asuntos, que es lo que sucedió especialmente con Capua. El poder propiamente soberano se lo reservaba, claro está, la comunidad romana, y las leyes de esta eran las que decidían de las materias tocantes a la limitación o abolición del derecho de semi-ciudadanos. Los asuntos religiosos de cada una de las comunidades quedaron invariablemente confiados a aquellos individuos puestos por las mismas para que les sirvieran de órgano, si bien los sacra, según su propio concepto, se consideraron como romanos. Por regla general, la administración de justicia correspondió al pretor romano, o en su caso al representante local que este hubiera nombrado (praefectus), de manera que en cuanto a este particular, la comunidad de los semi-ciudadanos y la de los plenos ciudadanos eran esencialmente iguales; únicamente Capua es la que parece que conservó, al lado del romano, un tribunal propio, con competencia limitada. Los miembros de las comunidades de semi-ciudadanos estaban obligados a todas las prestaciones que recaían sobre los ciudadanos, y en tal sentido recibían también aquellas la denominación de municipium civium Romanorum; se hallaban sometidos a la obligación del servicio militar y a la de los impuestos, y por consecuencia, también a la del registro o censo. Allí, donde, como en Cervetere, no se daba autonomía administrativa, el censo lo hacían los censores romanos, los cuales formaban una lista especial (tabulae Caeritum) de estos ciudadanos que no pertenecían a las tribus y que carecían del derecho de sufragio, e igualmente las levas militares y la percepción de los impuestos eran asuntos encomendados a las autoridades romanas; por eso, la calificación de aerarii, atribuida a los ciudadanos excluidos de las tribus pero obligados a pagar impuestos, se aplicó también a estos semi-ciudadanos. Con respecto a Capua, hay que advertir, por el contrario, que los habitantes de esta ciudad prestaban el servicio militar en una legión al lado de los plenos ciudadanos. En el derecho de los semi-ciudadanos no se contenían las facultades derivadas del derecho de los ciudadanos pertenecientes al Estado, así las propiamente políticas, cuales son el derecho electoral activo y pasivo y el de provocación o apelación, como las de carácter privado, cuales son la capacidad para celebrar matrimonio romano y para ser propietario romano; pero a cada localidad debió de reconocérsele un privativo Derecho romano político secundario y un privativo secundario Derecho privado romano, y por consiguiente, sus ciudadanos deben de haber disfrutado de la capacidad para contraer matrimonio legítimo y para tener propiedad legítima. De la manera que acabamos de exponer ha debido estar organizada, en sus líneas generales y en cuanto especiales preceptos locales no lo estorbaran, la clase de los semi-ciudadanos.
VIII. La nación latina y la confederación itálica
El pueblo de Roma es una parte del nombre latino (nomen Latinum), uno de los grupos armados (populi) urbanos, en los que se fraccionó, como toda otra nación heleno-itálica, la nación viviente de los Latinos, unida por comunidad de lengua y costumbres, y en los más remotos tiempos en alto grado indivisible. La intensidad y la eternidad que corresponden, desde el punto de vista político, a esta congregación de nacionales van mucho más lejos de la eufemística perpetuidad del contrato o pacto político y tienen por base la indestructibilidad de la relación entre la nación y sus miembros componentes. Ciertamente, no desconoció Roma esta situación de cosas en las arrogantes leyendas acerca de su origen. Por eso es por lo que la comunidad romana existe por sí misma, es autóctona, creada por el hijo de un Dios sin padre terrenal, por hombres sin patria y mujeres robadas, sin pacto con ninguna otra comunidad, en guerra con todas las vecinas, sobre la nación latina, la cual se presenta también aquí como una unidad cerrada que llega a conseguir la hegemonía mediante sus victorias militares. Pero no erraremos si en esta situación ignorada y guerrera de la nacionalidad latina, que incluye dentro de sí a Roma, vemos un modelo de aquel estado de cosas que los victoriosos romanos establecieron después de la disolución de la confederación latina, a principios del siglo V de la ciudad, y por consiguiente, no incurriremos en error considerando que Roma fue en sus orígenes una ciudad de la confederación latina.
Las primitivas organizaciones del nombre latino desaparecieron, y no nos es posible decir cuál fuese la independencia que correspondiera a cada una de las comunidades que lo componían, cuál la competencia de la confederación y cuáles los derechos especiales de la potencia superior. De la tradición puede deducirse que hubo una comunidad directora de la confederación, y que esta comunidad no fue en un principio Roma, sino Alba; pero difícilmente fue esta preeminencia otra cosa que una superioridad honorífica, consistente en que las fiestas de la confederación se celebraran anualmente en el monte Albano. Parece que la confederación, como tal, tuvo la misma organización y la misma competencia que cada una de las comunidades que la componían, por tanto, una magistratura permanente y una Asamblea análoga a los Comicios; la declaración de la guerra y la celebración de la paz correspondía tanto a cada una de las comunidades como a la confederación de ellas. La administración y manejo de las relaciones pacíficas entre las comunidades confederadas, relaciones que no pueden haber faltado del todo, aun cuando difícilmente dejaría de haber entre ellas guerra, y la admisión de nuevas comunidades en la confederación son cosas que solo a órganos de esta pudieron hallarse confiadas. — La presidencia en las fiestas federales parece que hubo de corresponder desde los más antiguos tiempos a la comunidad romana, según se desprende de la circunstancia de que la ciudad vecina Alba fue destruida por ella, y su campo, con el monte sagrado, se convirtió en romano. La disolución de la confederación latina tuvo lugar el año 416 (338 antes de J. C.), y según todas las probabilidades, ocurrió desapareciendo los magistrados y los Comicios federales pero trasladándose sus atribuciones a los magistrados y Comicios de la comunidad romana; de suerte que en realidad la confederación de las ciudades latinas no desapareció; lo que hubo fue un cambio de órganos, del propio modo que siguieron celebrándose las fiestas de la confederación sobre el monte Albano, participando en ellas todas las comunidades confederadas. Bajo esta nueva forma, que asoció de hecho y de derecho los medios de fuerza de la nación con la exclusividad del Estado único, y cuyo resultado podemos decir que fue la dominación de Roma primero sobre Italia y luego sobre toda la extensión del antiguo mundo, que lo mismo puede ser llamado romano que latino, es bajo la que se nos presenta la confederación latina a la clara luz de la Historia.
Se consideraba como comunidad de derecho latino todo Estado independiente que pudiera celebrar alianza con Roma y que por lo mismo fuese reconocido como de igual nacionalidad que esta; la confederación de todas las comunidades latinas entre sí, confederación que fue sin duda la originaria y la que sirvió de fundamento a la posterior, hubo de desaparecer. Pertenecían, por tanto, al nuevo Latium, por un lado, las comunidades comprendidas dentro de los antiguos límites del nombre latino (prisci Latini); por otro, las ciudades fundadas fuera de estos límites, como comunidades independientes de nacionalidad latina, primeramente en virtud de una resolución federal y más tarde por la voluntad de Roma (coloniae Latinae), y por otro, las ciudades confederadas que en su origen eran de estirpe extraña, pero a las que Roma había reconocido como latinizadas. La invariabilidad de estas relaciones jurídicas fundadas sobre la igualdad nacional continuó con toda su fuerza, por cuanto el vínculo de la confederación latina no pudo cambiarse en otra más débil forma de unión; pero pudo muy bien desaparecer al ser negada la independencia política de las comunidades, como aconteció indiscutiblemente cuando, por efecto de la guerra entre los miembros confederados, las comunidades itálicas pertenecientes a la confederación llegaron por esta vía a tener todas el derecho de los ciudadanos romanos. Aun cuando los derechos de ciudadanía de las particulares comunidades latinas se comprendían todos como derecho latino, la verdad es que este derecho no existía legalmente; cuando la latinidad aparece por vez primera, como entidad separada del derecho particular de cada una de las ciudades, es en la disgregación y confusión jurídica que produjo el Imperio.
La especial situación jurídica de las comunidades latinas se hallaba constituida, de una parte, por la disminución y la privación de ciertos derechos que por sí mismos pertenecían a la soberanía de las comunidades, y de otra, por haber hecho extensivo a los ciudadanos de las ciudades latinas ciertas atribuciones que por su índole pertenecían únicamente a los ciudadanos romanos.
La antigua confederación tuvo competencia para limitar los derechos de soberanía de las ciudades latinas, y esa competencia pasó luego a Roma, sin duda alguna; pero es probable que al pasar aumentaran las atribuciones de Roma en este respecto. La limitación de que se trata tuvo una manifestación doble: en la pérdida de la independencia con relación a otros Estados, y en la legislación civil.
La plena soberanía se manifiesta ante todo por el derecho de hacer la guerra y por el de celebrar tratados con otras comunidades; ahora bien, la ciudad latina ni podía hacer por sí la guerra, ni, si se exceptúa la alianza con Roma, entrar en tratos con otros Estados, ni siquiera con otra comunidad latina; por el contrario, la guerra, la paz y los tratados políticos se verificaban por la comunidad romana y en la forma que esta determinase. — Una consecuencia de esto fue el quedar las ciudades latinas obligadas a prestar auxilio a Roma en la guerra, auxilio que dependía de que se presentara un caso de guerra o hubiese peligro de que esta tuviera lugar; pero las autoridades romanas eran las que tenían que decidir si tal condición se cumplía o no, si tal caso de guerra o peligro de guerra existía o no existía, y el llamamiento del contingente de auxilio se realizaba prácticamente lo mismo que el llamamiento de las milicias de ciudadanos: hasta donde nuestras noticias llegan, lo mismo el uno que el otro se hacían todos los años, y el servicio de campaña, aunque fuese solo nominalmente, se verificaba, lo mismo por los ciudadanos que por los latinos, permanentemente. Cuanto a la extensión del servicio, parece que no existían limitaciones jurídicas: el Estado tenía facultades para exigir el servicio de las armas, tanto de sus ciudadanos como de los individuos de la confederación, en toda la extensión que tal servicio fuere posible; la única restricción que había era la moderación y prudencia políticas. El contingente seguía siendo la tropa de una comunidad independiente; el jefe del ejército romano era quien nombraba los oficiales que habían de dirigir ese contingente; a la comunidad le correspondía la elección de los individuos que habían de prestar el servicio y el nombramiento de los jefes del contingente, y ella era también la que tenía que pagar el sueldo a las tropas. Ciertamente, la realización y perfeccionamiento prácticos de esta organización no eran posibles sin una cierta vigilancia por parte de los puestos directores, y probablemente, ya en la época de la confederación, hubo de ser establecido también un registro que sirviera para los fines del servicio militar, pues el procedimiento empleado en el censo de las ciudades latinas se corresponde exactamente con el de la más antigua forma romana antes de que la censura fuera separada de la magistratura suprema el año 319 (435 a. de J. C.), como también la periodicidad de uno y otro son esencialmente análogas. Es muy posible que sobre la formación y resultados de este registro ejercieran asimismo los romanos alguna inspección, en virtud de la hegemonía y posición preeminente que les correspondía; pero no tenemos pruebas determinadas para afirmarlo.
En general, la legislación romana no se extendió a las comunidades latinas; no faltan pruebas de que las resoluciones del pueblo romano no eran aplicables a los latinos. Roma privó a los esponsales de la acción que originariamente producían; en el Latium siguió subsistiendo esta acción hasta que los latinos de Italia se convirtieron en romanos. Sobre todo, las comunidades latinas no podían ser disueltas unilateralmente, por solo un acuerdo del pueblo romano, mientras las mismas no perdieran sus derechos por romper el pacto federal. Sin embargo, acaso ya en la época de la confederación latina, y de seguro en la de la hegemonía de Roma, la autonomía correspondiente a la confederación, y luego a la potencia directora, ha de haber mermado las autonomías locales. Las instituciones que en general eran comunes a Roma y al Lacio, singularmente la censura y la edilidad, no pueden haber venido a la vida por otra vía, y muchos preceptos particulares, como, por ejemplo, las disposiciones relativas al procedimiento sobre las deudas en dinero, dadas el año 561 (193 a. de J. C.), y las conocidas sobre el culto de Baco, del año 568 (186 a. de J. C.), no dejan la menor duda de que el Gobierno romano solo permitió la autonomía latina en tanto en cuanto le parecía compatible con el bienestar del Estado. Todas estas disposiciones revisten, es cierto, carácter excepcional; pero es difícil que en la materia hayan existido limitaciones formales.
Ni la confederación latina ni su heredera Roma fueron más lejos en punto a las restricciones políticas a la libertad de las comunidades latinas. A cada ciudad siguió correspondiéndole el poder político, un territorio propio, y, por tanto, la exención del encuartelamiento romano y de las aduanas romanas; un propio derecho de ciudadano, Comicios propios, y por consiguiente, dentro de los límites dichos, una legislación propia; magistrados especiales, y por ende, una propia jurisdicción judicial; sobre todo, un pleno derecho en materia de impuestos y exención de cualquiera carga financiera en favor de Roma, excepto de las sumas necesarias para el pago del contingente militar de las comunidades. La organización dada a las ciudades latinas en tiempo de los emperadores flavios produjo algunas modificaciones en la jurisdicción judicial de las mismas, en virtud de las cuales aquellas ciudades se aproximaron en su organización a la de los municipios de ciudadanos.
Enfrente de estas limitaciones y cargas, están los derechos que el latino, y solo él, tiene comunes con el ciudadano romano, derechos que derivan de la comunidad de lengua y costumbres con Roma, y que colocan al latino en una posición intermedia entre el ciudadano y el extranjero. Claro está que estos derechos le son reconocidos tanto al latino en Roma como al romano en todas y cada una de las comunidades latinas. Son los siguientes:
1.º Igualdad jurídica comercial en cuanto a las formas particulares del comercio romano (commercium), especialmente la adquisición de propiedad y la constitución de deudas pecuniarias por medio del cobre y la balanza. Esta igualdad no existe más que entre romanos y latinos, no correspondiéndole a los extranjeros, a quienes en todo lo demás se les reconocía la comunidad de comercio con los romanos. Lo propio hay que decir en cuanto a la igual consideración de unos y otros en materia de procedimiento; tocante a este particular, ya en la época patricia se había igualado el latino al plebeyo, y juntamente con este adquirió el derecho de comparecer ante los tribunales romanos sin el acompañamiento del patrono o de un patrono de huéspedes. Cuando, posteriormente, el conocimiento de las cuestiones entre ciudadanos y peregrinos o entre dos peregrinos se encomendó a un pretor especial para estos, es muy probable que de las contiendas entre romanos y latinos o entre dos latinos continuaran conociendo los jueces competentes para el procedimiento de los ciudadanos.
2.º Una consecuencia de esta comunidad de derecho es la equiparación de los latinos a los romanos en lo referente al derecho de las personas; en virtud de ella, el romano adquirido en propiedad por un latino, no se convertía en esclavo, sino que solamente se colocaba en lugar de esclavo, conservando, por tanto, el derecho de ciudadano y la libertad; igualmente, una vez realizada la adopción de un latino, y por tanto, el ingreso de este bajo la patria potestad de un romano, aquel adquiría el derecho de ciudadano; y por fin, entre romanos y latinos existía comunidad de derecho en materia de herencias, pudiendo instituirse recíprocamente herederos en testamento, lo que no acontece con relación a los extranjeros. Por el contrario, difícilmente existió, en general, la comunidad matrimonial, o sea el connubium, entre romanos y latinos.
3.º Otra consecuencia de la comunidad jurídica dicha es la capacidad de los latinos para adquirir en plena propiedad tierras romanas, y de los romanos para adquirirlas latinas. En virtud de la obligación que de aquí se originaba para el latino, de tener que contribuir a las prestaciones personales y a las reales o impuestos, hubo de convertirse en municeps romano, y como esta capacidad se concedió a todos los latinos, la comunidad de semi-ciudadanos latinos se llamó municipium Latinum, de un modo análogo a como la denominación usual de la comunidad de semi-ciudadanos era la de municipium civium Romanorum. — Como, a causa de la extensión del derecho latino a la Galia cisalpina, la comunidad jurídica de que se trata, o sea la de tierras, comprendió a toda Italia, hasta los Alpes, hubo de empezar luego a llamarse derecho itálico sobre el suelo, denominación esta que se aplicó también, y hasta con preferencia, a aquellos territorios ultramarinos que habían entrado, excepcionalmente, en esta comunidad de derecho.
4.º Si bien es cierto que sobre los latinos no pesaba la obligación romana del servicio militar, y, por consecuencia, no pertenecían a las tribus, aun cuando fueran poseedores en el territorio romano, sin embargo, en muchos respectos se les trataba exactamente lo mismo que si fuesen ciudadanos de Roma. La guerra dirigida contra una ciudad latina que hubiere roto el pacto federal se consideraba como guerra civil, y si el derecho de ocupar cargos públicos le estaba vedado al latino, no sucedía lo mismo con el derecho de sufragio, por lo menos en la Asamblea de las tribus; en semejantes votaciones se permitía tomar parte a los latinos presentes, en la tribu que al efecto les correspondiera por suerte.
5.º Para la adquisición del derecho de ciudadano romano, no tenía el latino necesidad del consentimiento de las dos comunidades, la que dejaba y en la que entraba; más bien regía la regla, igual para la ciudadanía romana que para las latinas, de que nadie podía pertenecer a dos de ellas al mismo tiempo, pero que cada cual era libre de cambiar a su arbitrio de ciudadanía. Es posible que en algún tiempo ni siquiera dependiese necesariamente este cambio del cambio de residencia, sino que bastase al efecto la adecuada declaración de que uno había comenzado a figurar en el censo o registro correspondiente. Pero tal estado de cosas no fue duradero. Con respecto a las ciudades fundadas o confirmadas con derecho latino desde fines del siglo V en adelante, solo se permitía la adquisición del derecho de ciudadano romano a las personas que consiguieran alcanzar alguna de las diferentes magistraturas. Las comunidades latinas primitivas y las antiguas colonias conservaron, en cambio, plena capacidad libre para el derecho de ciudadano, hasta que en el año 659 (95 a. de J. C.) una resolución del pueblo les privó de este privilegio, lo cual fue causa próxima de guerra entre los miembros componentes de la confederación, y posteriormente, de que todas estas comunidades entraran a formar parte de la unión de ciudadanos romanos.
Frente a esta unión latina, que tenía por base la comunión de estirpe y que era apta para gozar la eterna comunión de derecho, se hallaban las comunidades itálicas de diversa nacionalidad, y además las gentes extranjeras, de estirpe extraña, con las cuales se estaba de derecho en eterna guerra. Fuera de los límites de la nación latina no se daba la propiedad del suelo, ni romana ni extranjera; el que habitaba el campo, el hostis, más tarde peregrinus, se hallaba, en principio, fuera del derecho y de la paz; la prueba de la imposibilidad de que cesara el estado de guerra frente a las naciones de estirpe extraña, la tenemos en el hecho de que con las ciudades etruscas, las primeras frente a las cuales afirmaron su distinta nacionalidad los romanos, no se podían celebrar tratados sino a término fijo. La consideración jurídica que los romanos daban a los prisioneros de guerra, aun tratándose de ciudadanos romanos, nos demuestra también el rigor con que se concebía esta clase de relaciones entre ambas partes. La existencia de un derecho internacional en el sentido estricto que hoy se le da, esto es, la coexistencia de distintas naciones, unas al lado de otras, que se reconocen recíprocamente iguales como tales naciones y completamente autónomas todas ellas, no fue compatible en ningún tiempo con la organización del Estado romano, mirada esta organización de un modo riguroso.
Pero no solo hubo entre los romanos derecho internacional y comercio internacional, sino que los mismos desempeñaron un importantísimo papel en la evolución política de Roma. No obstante el principio en virtud del cual los extranjeros estaban privados de derechos, existieron generosísimas concesiones con respecto a ellos. Las mismas relaciones geográficas lo trajeron consigo. Las ciudades latinas no estaban en disposición tal que pudieran apartarse y prescindir de las etruscas, de las samnitas, de las helénicas; por otra parte, la organización municipal de todas estas naciones, igual en sus rasgos generales, produjo necesariamente entre ellas relaciones mercantiles y judiciales. Cuando el estado legal de guerra era reemplazado por el estado legal de suspensión de hostilidades, convenido para una larga serie de años y renovado, por regla general, una vez transcurridos estos, se calculaba quedar entablado y regulado para lo sucesivo el comercio internacional. Los tratados fueron, seguramente, el único medio en que podía fundarse el extranjero para exigir jurídicamente la comunidad de derecho que los mismos le garantizasen; pero no queda rastro ninguno de la correspondiente negociación y legalización, no siendo inverosímil que en realidad se concediera la comunión de derecho a todo extranjero que no perteneciera a una nación especialmente excluida o a otra que se hallara en guerra efectiva con Roma. Así, el hostis se convirtió, de enemigo, en extranjero que vive bajo el amparo del derecho de hospitalidad, y nuestras fuentes jurídicas más antiguas hacen referencia, por un lado, a la contraposición entre el comercio latino, sometido a igual derecho que el romano, y el ulterior comercio, no sometido a esa igualdad, y por otro lado, a la estima y aun a la situación privilegiada en que se tenía el procedimiento jurídico internacional. Al extranjero no se le reconoció la posesión del suelo, la prescripción adquisitiva, la igualdad en cuanto a la testamentifacción y a la adopción, ni tampoco la capacidad para los asuntos de comercio ejecutados por medio del cobre y la balanza, ni para el procedimiento por jurados en su forma estricta, en la antigua; con todo, no ha habido quizá nunca una nación que haya ido tan lejos como la latina en facilitar la práctica de los negocios al extranjero y en reconocer sus consecuencias jurídicas. Las necesidades del comercio hicieron que se establecieran algunas normas simples con relación al mismo, sobre todo en lo relativo al préstamo y a la compra, desarrollándose, en cuanto al comercio toca, al lado del derecho nacional romano-latino, un derecho internacional general, sí, pero en todo caso positivo (ius gentium), cuyos principios y reglas no se tomaban de las convenciones particulares, sino de la legislación general romana, y cuyo órgano legislativo propio eran las declaraciones del más alto tribunal romano. De igual manera, al lado del procedimiento vigente para romanos y latinos, empezó a formarse un segundo procedimiento, más libre que el anterior, con cortos plazos, con el privilegio de contar los días de viaje que fuera necesario emplear antes de que llegaran los términos establecidos para los ciudadanos, y acaso hasta con tribunales de Jurado compuestos de individuos de ambas naciones. A principios del siglo VI de la ciudad, hasta se separaron los tribunales de los extranjeros y los de los ciudadanos, encomendándose los asuntos de cada clase a un pretor, con lo que, a la vez que se reconoció la importancia y la frecuencia del procedimiento internacional, se creó para el mismo una legislación independiente. El fundamento de esta notable institución jurídica, tan rica en consecuencias, no fue otro, según parece, que la libertad de contratar, originada del gran sentido mercantil que muy luego se desarrolló entre los romanos, y el correspondiente tacto y discreción para inspeccionar y poner trabas al comercio. Claro es que el Estado romano conservó siempre el derecho de poder expulsar a todo extranjero y de cobrar derechos de aduanas en sus fronteras y puertos; pero hasta donde nos es posible conocer, los romanos y los latinos permitieron cuando menos que los extranjeros pudieran comerciar en Roma y en el Lacio, y los romanos y latinos ejercieron también el comercio por su parte en el extranjero; de modo que en la época del apogeo de Roma, la libertad comercial, aun con las gentes extranjeras de estirpe extraña, constituía una de las bases de la organización del Estado.
La confederación nacional, fundamento de la organización del Estado romano-latino, se hizo extensiva después a la península itálica, y así la estrecha confederación de ciudades de los latinos se cambió posteriormente en la más amplia de los itálicos. Pero si se prescinde del cambio de principios, por virtud del cual el puesto de la ciudad nacional de iguales vino a ser ocupado por la ciudad política de semejantes, en todo lo demás las relaciones jurídicas continuaron siendo en general las mismas.
A la confederación itálica pertenecieron todas las ciudades de la Italia propiamente dicha y las de la Galia cisalpina que hubieran celebrado con Roma una alianza perpetua análoga a la latina. También ahora la comunidad romana celebró el pacto únicamente con cada una de las otras comunidades, y en el caso de que estas hubieran formado hasta aquí alguna confederación, como ocurría en Etruria, la confederación existente tuvo que disolverse políticamente para poder celebrar el tratado con Roma. Para hacer el tratado era necesario que existiera una constitución de ciudad que pudiera estimarse igual a la de la Roma republicana, fuera la tal constitución de nacionalidad helénica, sammita o etrusca; el punto de partida de tales pactos podemos verlo en la alianza convenida el año 428 (326 antes de J. C.) con los napolitanos de Campania. En esta confederación no tenían puesto los Estados regidos por príncipes, ni las comunidades no sometidas al régimen de ciudad, como ocurría con las poblaciones de celtas y ligures de la Italia superior. La denominación política que se daba a los confederados era la de socii, correspondiente a lo que en realidad eran, combinada con la de los latinos (nomen latinum ac socii); después que este círculo, siempre en aumento, hubo llegado, por una parte a los Alpes y por otra al mar, empezó a usarse para ellos y para los latinos de Italia la denominación común de Italici. Esta confederación tendía a asimilarse los latinos; cuando la lengua y las costumbres latinas se fueron extendiendo poco a poco a toda la península, señaladamente a las localidades no defendidas por la civilización griega, superior a la latina, algunas comunidades latinizadas y algunas otras que aspiraban a la latinización verificaron su ingreso en la estrecha unión de los romanos, y de esta manera es probable que fueran desapareciendo continuamente los límites entre latinos e itálicos. Pero la condición jurídica de las comunidades confederadas de Italia fue, como la latina, una amalgama de la disminución en la independencia política y de la equiparación, en ciertos respectos, de sus miembros a los ciudadanos romanos.
Las restricciones de la soberanía fueron para este círculo las mismas que se habían establecido para el de las ciudades latinas; la «alianza de iguales» (foedus aequum) otorgada a las comunidades itálicas implicaba tanto la negación de la independencia jurídica hacia el exterior, como la sujeción a las leyes romanas dentro de los límites en aquella señalados. En principio, la obligación del servicio de las armas que los confederados tenían no era diferente de la de los latinos; de hecho, las ciudades de la confederación itálica se dividían bajo este respecto en las dos clases de los togati, obligados al servicio terrestre, y de las ciudades griegas, obligadas a la instalación de barcos de guerra, de cuyo contingente se compuso también, principalmente, en la época republicana, la flota de los romanos, formada según el modelo de la griega. Pero los esfuerzos dedicados al establecimiento de una Marina permanente de guerra, adecuada a las exigencias de Italia, no dieron resultados duraderos, y esta falta política, la más grave que cometió la República romana, produjo efectos contraproducentes para soldar la menos segura de todas las partes de la confederación, o sea la de las ciudades helénicas. Mas por otro lado continuaron los Estados referidos disfrutando de un gobierno completamente propio e independiente en todas las relaciones no afectadas por lo dicho, incluso la alta jurisdicción judicial y la exención de los impuestos romanos.
Los privilegios que en materia de comercio ultramarino adquirió el ciudadano romano, debidos a la superioridad política de Roma, sobre todo el de la comparecencia ante las autoridades y funcionarios romanos residentes en los territorios a donde Roma extendía su poder, y ciertas ventajas aduaneras, parece que se hicieron extensivos a todos los itálicos absolutamente, y así Italia, aun antes de que sus habitantes llegasen a adquirir legalmente el derecho de ciudadanos romanos, existió, en materia de comercio, como nación unitaria privilegiada frente a los extranjeros propiamente tales.
Por el contrario, aquellos privilegios que se concedieron desde luego a los latinos en vista de su igual nacionalidad con los romanos, no les fueron otorgados a los confederados helénicos, oscos ni etruscos, a quienes en general se consideraba como extranjeros. Sin embargo, aun entre los itálicos no latinos se fue abriendo camino una reforma esencial relativa a la condición jurídica de los mismos. Según la misma organización primitiva de los latinos, entre estos y los extranjeros existía cierta comunión jurídica, mas no había fundamento para considerarla necesariamente eterna. Luego que esta comunión de derecho dejó de tener su base en la nacionalidad y que se verificó paso a paso la unión de todos los itálicos bajo la jefatura de Roma, los ciudadanos de las comunidades de tal manera unidas con la romana no pudieron ser considerados ya como extranjeros; el napolitano tuvo desde entonces un derecho todavía más restringido que el palestrino, es verdad, pero ambos pertenecían igualmente a la unión permanente del Estado romano. Si el latino fue juzgado desde tiempo antiguo como un individuo perteneciente a la comunidad dirigida por Roma, lo mismo que el ciudadano romano, aun cuando con un derecho más limitado que el de este último, los ciudadanos de los Estados no latinos de Italia, también eternamente federados con Roma, empiezan ahora ya a formar en cierto modo una tercera clase próxima a aquellos y a constituir otros tantos miembros del Reino o Estado romano. La denominación de peregrini, con que siguió designándoseles, cambió de contenido, pues aun cuando se aplicaba todavía a los extranjeros, el uso principal que de ella se hacía era para designar a los individuos de derecho restringido que pertenecían al Reino. El orden jurídico internacional de otros días, esto es, el ius gentium se fue gradualmente convirtiendo en un conjunto de normas supletorias en general de los órdenes jurídicos locales y valederas para todos los miembros del Reino.
IX. Territorios de la soberanía fuera de Italia
Los territorios que la soberanía de Roma tenía fuera de Italia eran los Estados confederados dependientes y las localidades sometidas.
Los Estados confederados dependientes de Roma, fuera de Italia, Massalia, Atenas, Rodas, etc., en la época en que Roma limitaba el territorio de su mando a Italia, existieron frente a Roma como Estados contractuales de iguales derechos e igual autonomía que esta, aun cuando menos fuertes; tampoco los reyes, como por ejemplo el de Numidia, se hallaban sometidos en un principio a protección jurídica permanente por parte de la República romana. Pero en el curso del tiempo, la dominación de Roma sobre Italia se convirtió en dominación sobre el territorio mediterráneo, lo cual trajo como consecuencia el que los Estados existentes en este territorio, o fueron disueltos, o las antiguas relaciones federales que mantenían con Roma se convirtieron de dependencia de hecho en dependencia de derecho. Es característico tocante a la materia el tratado que en el sentido dicho se les obligó a aceptar a los rodios el año 587 (167 a. de J. C.), el cual indica, además, que la tendencia referida no se cuidó en un principio de establecer el mando militar romano de un modo permanente fuera de Italia. Pero sin duda, la institución de estas llamadas provincias hubo de reclamar imperiosamente la modificación de las antiguas relaciones federales en el sentido indicado. Hasta tanto que no existió una permanente magistratura romana sobre el suelo griego, la República de Atenas, por pequeña que fuera su fuerza, pudo conservar plena autonomía. Pero tan pronto como el poderoso confederado estableció en la provincia macedónica un mando militar, aquella autonomía se redujo a ser cuando mucho puramente nominal, pues, por ejemplo, fue incompatible con ella el ejercicio de un propio y privativo derecho de defensa militar. De manera que en esta época se abolieron completamente las alianzas efectivas de iguales para ser reemplazadas por una forma en que, llamándose las cosas lo mismo que antes, se llegó a plantear un estado realmente opuesto al anterior.
Con respecto a los Estados confederados dependientes, fuera de Italia, valen en lo esencial las mismas reglas conforme a las cuales habíase organizado la confederación itálica; el derecho de pertenecer al Reino de Roma se desarrolló en la confederación extraitálica más tarde y más débilmente que en la itálica.
Si la confederación itálica descansaba en la organización de ciudad de todos sus miembros, también entabló Roma igual relación con los reinos monárquicos fuera de Italia. Pero aquí no pudo la relación adquirir carácter de perpetuidad, en cuanto, según la concepción romana, el contrato celebrado con los reyes era personal y el cambio de rey exigía la renovación de aquel, renovación que en el caso presente implica una investidura, y si esta no fuera conferida, la consecuencia era la privación o sustracción del territorio dependiente.
También era elemento esencial de la confederación extraitálica la pérdida del derecho de hacer la guerra y de celebrar tratados; en el ya mencionado contrato con los rodios es donde encontramos singularmente la expresión jurídica de esto. Muchas veces, sin embargo, puede haber sido suficiente con que Roma se reservase la facultad de poder verificar de hecho la modificación. En esta esfera estuvo en principio prohibida la igualdad de derecho, con tanto mayor motivo cuanto que la organización de las relaciones entre las partes dependía en absoluto de tratados especiales celebrados por las mismas; y en realidad no hubo excepciones, de suerte que ya en los posteriores tiempos de la República, en ninguno de los territorios a donde extendía Roma su poder había ciudad ni príncipe que gozase de autonomía efectiva.
En el particular que nos ocupa existió la comunión con Roma en cuanto al derecho del servicio militar; por tanto, los individuos pertenecientes a los Estados extraitálicos confederados con Roma podían tomar participación en las guerras que esta sostuviese. Pero esta participación fue muy diferente de aquella permanencia efectiva del auxilio guerrero que daba su carácter a la confederación de los itálicos togati. Lo mismo que había sido concedida a las ciudades griegas de Italia la facultad de armar barcos para la flota romana, también se les concedió a las ciudades griegas extraitálicas, como Rodas y Atenas. Mas ya hemos advertido que la rápida decadencia de la Marina romana no permitió que estas prestaciones adquiriesen permanencia, y esta anulación militar de las ciudades griegas pertenecientes al Estado romano aceleró su anulación política. La forma en que el auxilio guerrero se exigió de los reinos monárquicos dependientes, fue sobre todo la de defensa de los límites del Reino romano; por consiguiente, los mismos tuvieron más importancia que las ciudades, pero participaban menos que estas en el auxilio guerrero ordinario.
Mientras conservó su autonomía el Estado confederado, se le reconoció también en principio a los extraitálicos; pero una de las consecuencias más esenciales de ella, a saber, la exención de prestaciones pecuniarias directas, dependía realmente de la participación en el auxilio guerrero, de modo que si tal auxilio dejaba de existir, era reemplazado, no injustamente, por el pago de un tributo. En este particular todo dependía de las estipulaciones contenidas en cada tratado, cuya evolución apenas podemos nosotros perseguir; es posible, no obstante, asegurar que por lo menos los miembros de la confederación no organizados bajo el régimen de ciudad, y no obligados a prestar el auxilio de las armas permanentemente, tenían obligación absoluta de pagar tributos pecuniarios. — Por otro lado, a estos círculos políticamente incongruentes y muy alejados de la comunidad romana por las relaciones de distancia material, les estuvo reconocida de hecho una autonomía sin duda bastante mayor que la que gozaban los miembros de la confederación itálica, y aun mayor que la de los miembros de la confederación latina. Es cierto que se tropiezan disposiciones de la potencia soberana que implican injerencia de esta en la administración interna de los distritos o círculos en cuestión, por ejemplo, relativas a la jurisdicción y a la acuñación de moneda, y que en ningún tiempo la potencia soberana dejó de menospreciar los derechos adquiridos y de ejercer opresiones sobre los distritos; pero la Roma republicana no aspiró a igualar políticamente a estos. En la época del Imperio es cuando empezó a desarrollarse la tendencia a asimilar, no ya los Estados confederados extraitálicos, pero sí las ciudades enclavadas en las provincias y de hecho pertenecientes a ellas, a las comunidades sometidas, con lo que disminuyó la autonomía de las ciudades confederadas y al propio tiempo aumentó la de las sometidas.
Pero la soberanía de Roma no solo se ejercía sobre los distritos confederados que gozaban de mayores o menores derechos, sino también sobre los sometidos de fuera de Italia; de estos últimos vamos a tratar ahora.
La relación de sumisión tenía su base en la dedición, esto es, en la disolución efectuada por Roma de una comunidad que hasta el presente había tenido existencia, colocando el territorio y los habitantes de la misma, de un modo incondicional, bajo el poder del Estado romano. En esta posición se encontraban aquellas comunidades que se sometían al poder romano después de luchar militarmente con él, o sin lucha. El estado de privación del derecho de ciudadano romano, en que se hallaban las comunidades romanas de semi-ciudadanos, se aplicaba igualmente a la dedición, como se hizo con la comunidad de Capua durante la guerra de Aníbal. Cuando la dedición no llevaba consigo o la esclavitud o la concesión del derecho de ciudadano romano, para ambas las cuales cosas se requería una decisión especial del pueblo, a lo menos en la comunidad patricio-plebeya, los dediti mismos y sus descendientes, dediticii, no eran considerados ni como ciudadanos, ni como extranjeros, ni como esclavos, sino como hombres libres sin el derecho de ciudadano, es decir, que no se hallaban propiamente privados de derechos, puesto que en el recinto a que se extendía el poder de Roma a todo hombre libre se concedía la seguridad personal y el comercio privado, pero sí excluidos jurídicamente del goce de todas las instituciones que implicaban el derecho de ciudadano, sobre todo del derecho de matrimonio y del derecho hereditario, y con mayor motivo aún del derecho de servir en el ejército, y, en general, de toda participación en la vida política; además, carecían de derecho frente a la comunidad romana, en cuanto esta no perdía el derecho que originariamente le correspondiera de disponer de un modo definitivo de las gentes que de ella dependían, por no haber hecho desde luego uso de él. En Italia, hasta donde nosotros sabemos, de conformidad con la naturaleza propiamente provisional de la relación jurídica de que se trata, esta no se aplicó jamás sino de una manera transitoria; donde únicamente pudo la misma tener un carácter permanente fue en las localidades subalpinas. Por el contrario, el gobierno ultramarino de los romanos se apoyaba predominantemente en el carácter de perpetuidad efectiva de la dedición.
La denominación provincia, dada por los romanos a los distritos sometidos en Ultramar, la tomaron al derecho del vencedor, cuya expresión exacta nos la ofrece seguramente la dedición. Con respecto a los sometidos mismos, se evitó el hacer uso de esta odiosa denominación y por efecto de la quasi-autonomía que se les concedió y que pronto estudiaremos, hubo de aplicárseles eufemísticamente la denominación de miembros confederados (socii), que era la que se daba a las comunidades verdaderamente autónomas.
El régimen de los sometidos fue, conforme a su indicada situación jurídica, el de estar perpetuamente sujetos a los mandatos superiores del jefe del ejército. Si el presidente o gobernador de la provincia ejercía sobre los romanos que vivieran en esta igual jurisdicción que la que ejercía el pretor en la capital, con relación a los individuos sometidos, dicho gobernador era un comandante militar y podía por lo tanto obrar a su arbitrio en todos los respectos.
La organización política de los sometidos continuaba sin embargo siendo la misma que el caudillo militar romano se encontraba, pero sirviendo en general de base para ella el régimen helénico de ciudad, habiendo influido decisivamente para el establecimiento del gobierno provincial las instituciones griegas que los romanos encontraron en la más antigua provincia romana, Sicilia, y que sus antecesores en la dominación, los cartagineses, respetaron también en lo esencial. Cuando se encontraba alguna confederación de ciudades, regularmente era abolida, lo mismo que la autonomía efectiva. Conservábanse a la comunidad sometida el derecho de que sus miembros pudieran tomar acuerdos, el Consejo de la comunidad y los magistrados de esta; la comunidad, aunque no de derecho, sí por tolerancia, seguía también teniendo hasta nueva orden el derecho de personas, el derecho de bienes y los tribunales que anteriormente había disfrutado. Cuando el Gobierno romano no tropezaba con un régimen autónomo de ciudad, como ocurrió con los celtas e iberos, en África y en Oriente, lo que hacía era atemperar desde luego a este régimen las instituciones existentes hasta modificarlas y transformarlas por fin en instituciones de organización municipal. Cuando el Gobierno romano se encontraba con un régimen monárquico, ordinariamente no lo regía como tal, sino que, o le permitía hacer uso del derecho de confederarse, o reemplazaba el régimen monárquico por el de ciudad, como sucedió, por ejemplo, con el Estado de Pérgamo. La única excepción verdadera que se estableció fue con el reino de Egipto, agregado a Roma en tiempo de Augusto; en este reino el nuevo dominador, la comunidad romana, se subrogó en los derechos que habían correspondido a los anteriores monarcas, si bien en el curso del tiempo echó también raíces aquí, a lo menos en parte, la organización de ciudad. Augusto fue tan lejos en este punto, que organizó corporativamente las ciudades de cada una de las provincias, y hasta llegó a resucitar, dentro de ciertos límites, la antigua confederación nacional de ciudades. Aun cuando esta autonomía careció de territorio jurídicamente fijo, y no tuvo fuerza ni vida propiamente legal, y el tribunal romano que funcionaba al lado y sobre los quasi-autónomos magistrados municipales y excluido de derecho del círculo de la formal autonomía de los miembros confederados, hacía imposible teórica y prácticamente la independencia de este régimen provincial autonómico, sin embargo, el espíritu romano-helénico no dejó de ejercer su civilizadora misión de una manera poderosísima y beneficiosa en este orden.
Los romanos permitieron que la propiedad territorial de las provincias continuara desde luego existiendo igual que como ellos la encontraron; pero solo por tolerancia, lo mismo que antes hemos dicho de la autonomía, porque la dedición excluía por su propia naturaleza el reconocimiento jurídico de la propiedad. Mas así como no aplicaron a Sicilia el derecho de conquista con todas sus consecuencias, así también no mucho tiempo después observaron la siguiente conducta con respecto al Asia Menor, y más tarde, como medida general: la propiedad del suelo conquistado era adquirida de una vez para siempre por el pueblo romano, y al que hasta ahora había sido propietario de ella se le reconocía únicamente una posesión de la índole del precario romano, una posesión protegida y transmisible a los herederos hasta nueva orden en contrario. Este principio fue, a partir de entonces, uno de los fundamentales del Derecho público romano. De las alarmantes consecuencias jurídicas que del mismo fluían, a saber, que la renta del suelo correspondía de derecho a la comunidad romana, y que el Estado romano podía distribuir todo el territorio ultramarino de la propia suerte que distribuía el terreno común dentro de Italia, solamente la segunda se llevó a la práctica, y excepcionalmente. Por una parte, el espanto que producía semejante expropiación universal, y por otra, y, sobre todo, la justificada tendencia a arraigar la comunidad asentada en Italia por medio de emigraciones ultramarinas en masa, indujeron a sentar más bien la máxima política de que la propiedad que sobre el suelo ultramarino correspondía al Estado romano no podía ser asignada a los particulares, como la itálica, máxima que se respetó absolutamente durante la época republicana y a la que en los tiempos del principado solo se faltó por lo que hace a las no muy numerosas colonias de derecho itálico. De hecho, por consiguiente, la posesión itálica y la ultramarina del suelo guardaron entre sí una relación parecida a la de la propiedad con respecto a la enfiteusis.
En lo tocante a las prestaciones que unas y otras debían al Estado romano, es en lo que se hallaba la principal diferencia entre las comunidades confederadas y las sometidas.
Estas últimas no tenían obligación de prestar el servicio de las armas. Solo un Estado era quien podía prestar a otro auxilio en la guerra, y los dediticios, que carecen de Estado, eran, por tanto, incapaces de tal auxilio, jurídicamente; sin embargo, por consideraciones prácticas, el Gobierno romano otorgó también a los provinciales el derecho de servicio militar. El comandante o gobernador romano de las provincias podía utilizar también a los dediticios, cuando la necesidad lo impusiera, para fines militares, pero esto no cambiaba en nada la posición jurídica de los mismos. Augusto fue el primero que, al organizar nuevamente la obligación del servicio de armas, atribuyó en parte este servicio a los pueblos sometidos, y, por tanto, reconoció a esta clase inferior de individuos el derecho de pertenecer al Reino, al menos como miembros activos.
Por el contrario, el distintivo jurídico de la sumisión era la obligación de pagar los impuestos, obligación que propiamente no tenían las comunidades confederadas, y que a lo más fue en estas un sustituto de la obligación del auxilio para la guerra. La contribución que se exigía de los provinciales fue considerada desde luego como una contribución perpetua de guerra, del propio modo que la provincia misma se consideró también como un mando militar perpetuo; el nombre de stipendium que a dicha contribución se daba así lo indica, por cuanto el motivo de su percepción era el pago del sueldo al ejército victorioso. Es también de la esencia de esta contribución el que los impuestos que se pagaban a los anteriores Gobiernos los perciba ahora el vencedor para sí, como aconteció multitud de veces al organizar los romanos las provincias. Pero después que el suelo provincial empezó a ser mirado como parte de la propiedad del Estado romano, los impuestos que sobre aquel pesaban se consideraron como la renta inmueble (vectigal) pagada al propietario, y esta concepción es la que posteriormente llegó a adquirir predominio.
Cuanto al derecho de pertenecer al Reino o ser miembros de este, los confederados extraitálicos, una vez que el Estado extendió sus límites más allá del mar, se colocaron en una situación igual a la de los itálicos no latinos, y aun a la de los sometidos, ora se considerasen estos como dediticios de derecho, ora como comunidades independientes; no pudieron, pues, ser mirados ya como extranjeros, sino como los miembros del Reino del peor derecho de todos, como lo da a entender la denominación usual de socii que se les aplicaba. De hecho, durante los últimos tiempos de la República y durante el Imperio, la peregrinidad fue una segunda forma de pertenecer al Estado.
A medida que se fue extendiendo gradualmente el círculo de los individuos que pertenecían al Reino, fue también debilitándose, y podemos decir que desapareciendo el Derecho internacional. Hemos indicado anteriormente que este derecho tuvo la más alta importancia, tanto extensiva como intensivamente, en las diferentes épocas de la evolución de Roma; que la confederación latina se puso en relaciones jurídicas con Cervetere y Nápoles, con Massalia y Rodas, gracias a los tratados de amistad, y que hasta la confederación itálica entró en relaciones mercantiles, sobre la misma base, con las ciudades y reinos del Oriente griego. Las restricciones comerciales, como las que nos indican en parte los tratados con Cartago, parece que fueron una excepción; lo general y ordinario fue que la organización internacional romana presupusiera y reclamara una amplísima comunión mercantil. Sin embargo, la igualdad jurídica efectiva de los Estados contratantes, igualdad de que se debe partir para la celebración de estos tratados internacionales, no pudo subsistir mucho tiempo, dado el continuo incremento de la supremacía romana. La alianza entre iguales, en el recto sentido de la palabra, desapareció del Derecho público romano; en las épocas posteriores no se conoce la alianza sino como forma suavizada de la sujeción, y los llamados extranjeros no eran otra cosa que individuos de derecho mermado pertenecientes al Reino romano. El Estado romano, crecido en medio de una libertad comercial ilimitada, concluyó su obra hacia fuera, a lo cual contribuyeron la monstruosa extensión de sus límites y la coincidencia, por decirlo así, oficial del Estado de Roma con el círculo de la tierra (orbis terrarum). Allí donde, como en África, en Egipto, en Oriente, existían efectivamente fronteras territoriales, el comercio encontró trabas en ciertas limitaciones artificiales y en las aduanas. La concepción originaria, según la cual el hombre de estirpe extranjera era un enemigo y como enemigo debía ser tratado, hubo de resucitarla el Estado en su decrepitud, frente a los germanos y a los persas.
X. El ŕegimen de ciudad del Estado unitario
Hasta ahora hemos estudiado la evolución del Reino romano. Si en este la potestad soberana era cosa perteneciente a la ciudad, la posesión plena, inadmisible y exclusiva de dicha potestad fue un derecho privilegiado de la ciudad de Roma, y Roma fue por este medio la que ocupaba el punto central del edificio político, edificio que no era, a su vez, otra cosa sino una confederación de ciudades. Lo cual es aplicable así a la confederación de las ciudades latinas como a la de las itálicas, y aun las comunidades extraitálicas fueron organizadas de manera tal, que la autonomía que disfrutaban o les había sido reconocida jurídicamente por el poder central, o por lo menos era una autonomía concedida de hecho por el mismo. No de igual manera, pero con análogos resultados de conjunto, coexistieron las comunidades de ciudad subordinadas a un poder central, en todas las formas y modificaciones por que fue pasando el Estado romano en el curso secular de su historia. Ya dejamos examinadas las fases sucesivas de las confederaciones latina, itálica y ultramarina; quédanos por exponer todavía la unión final del Reino a que toda esta evolución condujo, la transformación de la confederación de ciudades en un Estado unitario organizado sobre la base del régimen de la unión de ciudades.
Ningún axioma se afirmó desde luego en la evolución del Estado de Roma tan enérgicamente como el de la absoluta centralización política, que excluye toda autonomía de las partes. Esto se ve tanto en el modo como son consideradas las curias, las tribus, y las categorías privilegiadas de la ciudadanía, como también en todo el curso del movimiento plebeyo, movimiento que se opone a esta unidad, y, por lo tanto, se niega a sí mismo. Pero la condición y supuesto realmente indispensable de dicha centralización política era la centralización territorial, por lo que tan pronto como dentro de la ciudadanía romana se forman otros organismos locales intermedios que gozaron de posición especial y propia en su régimen de ciudad, empieza a disgregarse y conmoverse el fundamento referido. Los imperceptibles comienzos del fenómeno de que se trata son casi tan antiguos como la misma Roma. Cuando Roma adquirió su puerto, y a él se envió un cierto número de ciudadanos para que residieran permanentemente en el territorio particular que se les otorgara (colonia), parece que la residencia de sus sacra comunes conservó una quasi-magistratura organizada conforme al modelo de la romana; pero no es posible todavía llamar a esto autonomía local. El comienzo de esta autonomía lo encontramos en el siglo V de la ciudad. La colonia de ciudadanos de Ancio, la segunda en antigüedad, fundada conforme al modelo de Ostia, recibió, según referencias dignas de crédito, un estatuto especial y una magistratura propia, que imitaba a la romana, veinte años después de su fundación, o sea el año 437 (317 a. de J. C.). Estas comunidades de ciudadanos localmente cerradas nacieron en virtud de autorización política, pero parece que también se formaron muchas veces, con solo el elemento de la residencia, mercados (fora) y lugares de reunión (conciliabula), cuya población se componía predominantemente de ciudadanos; estos fora y conciliabula fueron convirtiéndose igualmente en comunidades organizadas, más o menos rigurosamente, según el régimen de ciudad. De las comunidades de semi-ciudadanos que por esta misma época comenzaron a tener existencia, aquellas que antes de entrar a formar parte de la ciudadanía romana disfrutaban de una autonomía administrativa bastante amplia, conservaron como hemos indicado, un resto por lo menos de ella, y lo mismo pudo acontecer cuando comunidades de derecho latino o itálico, que hasta entonces habían sido autónomas, adquirían el derecho de los ciudadanos romanos. Ahora bien: como el número de tales círculos particulares, a los que se concedía cierta independencia hubo de ir en constante aumento dentro de la ciudadanía romana, es claro que tuvo que realizarse una completa transformación de la organización hasta entonces vigente, por virtud de la cual lo que antes era excepción vino a convertirse en regla, y el derecho de ciudadano romano, como el conjunto de todos estos derechos de las patrias particulares, se convirtió en el derecho del Reino. Dicha transformación fue debida, ante todo, a la guerra social entre los miembros confederados, de la cual resultó que todos los itálicos fueron admitidos en la ciudadanía romana.
Trajo consigo esta transformación un cambio en la composición de las tribus; por consiguiente, un cambio en la organización del sufragio, puesto que este derecho se concedía a las tribus o a las centurias condicionadas por las tribus. Si hasta ahora el ciudadano poseedor era por regla general adscrito a la tribu en donde tenía sus bienes inmuebles, y el no poseedor a una de las cuatro tribus urbanas, ya antes de la guerra social aquellas comunidades que resolvían sumarse a la ciudadanía romana eran agregadas a las tribus, no solamente en el sentido de que su territorio era inscrito en una de estas, sino también en el de que los individuos pertenecientes a las dichas comunidades adquirían y conservaban para sí y para sus descendientes el derecho de sufragio en la misma tribu a que empezaban a pertenecer. Cuando más tarde, a consecuencia de aquella gran revolución, la inmensa mayoría de las ciudades itálicas entraron a formar parte de la unión de los ciudadanos romanos, y probablemente también aquellas antiguas comunidades de ciudadanos que hasta entonces habían estado privadas del derecho de sufragio lo adquirieron, las tribus se cambiaron, de reuniones de poseedores de inmuebles dentro de ciertos límites territoriales, en un conjunto de ciudades particulares a las cuales se reconoció su propio derecho indígena. Aquel que descendía de un romano que había adquirido el derecho de ciudadano por haber sido Venusia admitida en la ciudadanía, adquiría de una vez para todas el derecho de sufragio en la tribu horacia, aun cuando no fuese ya poseedor de bienes inmuebles en Venusia, y probablemente aun cuando no fuera ya poseedor de tales bienes en ningún sitio. A las cuatro tribus urbanas no les era aplicable este sistema territorial, y a ellas seguían perteneciendo esencialmente solo los ciudadanos que no se hallaran en plena posesión de los derechos honorarios. En los Comicios dominaron de allí en adelante, al menos en potencia, las ciudadanías de las ciudades que tenían derecho de sufragio. Por consecuencia, a partir de este tiempo, el ciudadano romano poseía, por un lado un derecho de ciudadanía, indígena, especial suyo, y por otro lado, un derecho general de ciudadano, ligado con el primero, al cual derecho de ciudadano general no le queda ya otra cosa que el nombre de la ciudad de Roma. Esta nueva organización de que tratamos no hubo seguramente de ponerse en práctica, por lo general, de una manera rigurosa; sobre todo, parece que quedaron fuera de la unión municipal las antiguas familias nobles, tanto patricias como plebeyas, que no provenían de ningún municipio, e igualmente se conservaron algunas otras excepciones personales. Pero que el nuevo derecho de ciudadano romano era en realidad el derecho político del ciudadano, lo demuestra la circunstancia de que el mismo podía ir unido, tanto con el derecho indígena de una comunidad de ciudadanos, como con el de una comunidad de no ciudadanos: también la composición de las tribus tuvo ahora seguramente un carácter exclusivamente personal. La exclusividad propia del derecho de ciudadano de Roma se aplicó también al derecho indígena; nadie podía ser a la vez ciudadano de Capua y de Puzol, o de Capua y de Atenas; pero el ateniense pudo ahora ya adquirir el derecho de ciudadano romano sin perder por eso su derecho de ciudadano ateniense.
Por tanto, luego que por efecto de la distribución de la ciudadanía, que originariamente residía en un solo punto, en numerosos organismos locales intermedios diseminados por toda la península itálica, la organización primitiva, que negaba toda independencia a las partes del Estado, vino a parar al extremo contrario, y la comunidad de Roma, o mejor dicho, la comunidad del Reino empezó a estar constituida por un cierto número de comunidades sometidas al régimen de ciudad, presentose el problema de ordenar convenientemente las relaciones que deberían guardar entre sí la autonomía de la comunidad del Reino y la de las particulares comunidades de ciudad; o lo que es igual, puesto que al verificarse esta transformación fue también fijada indefectiblemente la centralización de hecho y de derecho del poder político, se hizo preciso determinar la cantidad de derechos que de los pertenecientes a la antigua autonomía de las ciudades confederadas podían dejarse a las nuevas ciudades del Reino. Lo cual dio origen al nuevo derecho municipal, esto es, al derecho de la ciudad dentro del Estado. Los derechos que al poder central correspondían frente a las ciudades confederadas, no solamente no fueron disminuidos, sino que se aumentaron: para las relaciones exteriores no se conocía la existencia de otro Estado que la del Reino unitario, no la de ninguna particular ciudad; y si la legislación general del Reino se había inmiscuido ya antes, por vía de excepción, en el derecho de las ciudades, ahora este fenómeno se convirtió en regular, corriente e indiscutible. El derecho de celebrar pactos federales y las altas atribuciones que tuvieron las comunidades confederadas en materia militar debieron desaparecer; los municipios de ciudadanos no tuvieron facultades para celebrar alianzas con Roma, y el ciudadano del Reino, reclutado militarmente en Palestrina, no fue ya un soldado palestrino, sino romano. También desapareció el derecho privativo de las ciudades, por lo menos en general. El precepto jurídico romano, hasta ahora no aceptado por las ciudades latinas, por virtud del cual los esponsales no producían acción, se hizo extensivo a estas cuando entraron a formar parte de la ciudadanía romana. Es probable que continuaran existiendo como estatutos locales algunas disposiciones que se apartaran de las reglas generales legales; sin embargo, lo que parece tuvo predominio fue la nivelación. Los municipios de ciudadanos perdieron también en lo esencial la alta jurisdicción que habían conservado las ciudades confederadas, y sus habitantes se vieron obligados, por regla general, a comparecer y hacer valer sus derechos ante los magistrados romanos; sin embargo, la competencia criminal que las ciudades tenían les fue respetada en una gran extensión, y por otra parte, es probable que para los asuntos civiles o privados de menor importancia y para los urgentes, sobre todo para aquellos cuyo conocimiento no se encomendaba en las antiguas comunidades de ciudadanos romanos al pretor de Roma, sino a su vicario o representante local, se mantuviera en la ocasión presente la jurisdicción municipal. En todo caso, al municipio de ciudadanos se le conservaron ciertos elementos esenciales de su anterior autonomía, y a los que nunca los habían tenido se le concedieron ahora. El derecho de ser persona jurídica, que según la concepción primitiva de Roma no correspondía sino al Estado mismo, la capacidad de poseer bienes y la de recibir herencias y manumitir esclavos los tuvieron y ejercitaron también los municipios de ciudadanos. Los cuales tuvieron asimismo sus magistrados, sus Consejos y sus Cuerpos consultivos, sus Comicios para las elecciones y para legislar, su caja común, y por consiguiente la autonomía administrativa y financiera, si bien las atribuciones de la magistratura y las de los Comicios fueron grandemente mermadas, como se desprende de lo que dejamos dicho.
Resulta, pues, que la forma que el Estado unitario, compuesto de ciudadanos de igual derecho, adquirió medio siglo antes de que la libertad romana llegara a su ocaso, solo se aplicó en un principio a Italia, y a esta hubo de limitarse en lo esencial, por cuanto el fundamento de toda perfecta unión política, la comunión de lengua y costumbres, en Italia es donde ahora hubo de tener desarrollo completo. Pero el sistema era también aplicable al territorio ultramarino, y poco a poco fue trasponiendo los límites de la península. A principios del siglo III de J. C., las ciudades de derecho latino y de derecho peregrino de todo el Reino se hallaban convertidas en municipios de ciudadanos, con lo que la confederación de ciudades, en su sentido más amplio, dio lugar al derecho de ciudadano del Reino. Fuera de la ciudadanía del Reino no quedaron de ahora en adelante más que los gentiles no organizados bajo el régimen de ciudad y no pertenecientes al Reino bajo la forma de la confederación o de la autonomía tolerada, los príncipes de los sarracenos y de los godos, los sátrapas de Armenia, las tribus de los confines africanos y los extranjeros residentes en las Galias y en Italia.
Libro II. La magistratura
I. Concepto del cargo público
La capacidad de obrar, la facultad de querer y de exteriorizar la voluntad, lo mismo que la de hacer valer esta dentro de los límites del poder, son inherentes de un modo natural a la persona física. Los romanos trasladaban idealmente esta capacidad de obrar a la colectividad que hemos estudiado en el libro primero, a la ciudadanía, al populus, y subordinaban la voluntad individual de todas las personas físicas pertenecientes a la colectividad a esta voluntad común. Sobre estas dos bases estribaba el concepto que ellos tenían del Estado. La falta de independencia individual enfrente de la voluntad colectiva era el criterio distintivo de la comunidad política y lo que diferenciaba al Estado de las corporaciones, por ejemplo, de la curia y del Senado.
Si nos es permitido aplicar aquí una de las expresiones del derecho privado romano, diremos que la voluntad colectiva es una ficción política. En la realidad se necesitaba, para manifestar y ejecutar esa voluntad, una representación, de manera análoga a como sucede en el derecho privado con respecto a los menores, incapaces de obrar. Y así como para estos existe la tutela, así también, según el derecho político, vale como acto de voluntad de la colectividad el realizado por un varón que haya sido puesto para representar a esta en el caso particular de que se trate. Pero la representación de la comunidad va más lejos que la tutelar, en cuanto el tutor suple a una persona con existencia física, pero que no tiene completa capacidad de obrar, mientras el representante de la comunidad obra en lugar de una persona que no existe físicamente. El acto de voluntad político es siempre el acto de un hombre singular, puesto que el querer y el obrar son indivisibles uno de otro; según la concepción romana, el obrar colectivo por medio de un acuerdo de la mayoría es una contradicción. El representante de la colectividad no podía ejecutar ciertos actos sino cuando para ello estuviera autorizado por la mayoría de las partes componentes de la ciudadanía o por la mayoría de los Senadores; pero el acuerdo de la ciudadanía o del Senado únicamente se convierten en actos de la comunidad cuando el representante de esta los provoca y los ejecuta, y cuando así sucede, el acto realizado es lógica y prácticamente un acto del representante de la comunidad.
Aquella persona singular a quien por la constitución de la comunidad se confiere la representación de esta, ora en general, ora dentro de ciertos límites, es un magistrado, y acciones de la comunidad son todas aquellas que se ejecutan por el representante mismo o por encargo suyo dentro de los límites a tal efecto señalados. Regularmente, se exige para obrar en nombre de la comunidad una representación organizada de un modo fijo; solo en ciertos casos, singularmente en los de perjuicios originados a la comunidad, es cuando la constitución autoriza a todo ciudadano para representar a esta y cuando por excepción tiene lugar una representación de la comunidad por quienes no son magistrados.
De donde resulta que la magistratura, la encarnación del concepto del Estado y la depositaria del poder de este, no puede concebirse como basada jurídicamente sobre la voluntad colectiva de la ciudadanía, por cuanto esta voluntad no puede en general ejecutarse por sí sola; más bien, según la concepción romana, la magistratura es más antigua que la comunidad popular que la crea, y el mandato, sin el cual no puede ciertamente ser pensada representación alguna, se transmite desde el antecesor a los sucesores, los cuales van ocupando el puesto que dejan vacantes los otros, gracias al interregnado, que ya estudiaremos. Y este estado de cosas subsistió realmente, sin interrupción, hasta los comienzos del Principado. Después que comenzó a realizarse el nombramiento del sucesor con intervención del antecesor en la forma de pregunta previa dirigida a los Comicios, estos y la magistratura contribuyeron por igual a conferir la autoridad de que se trata al nombrado. Tal concepción de la magistratura y los Comicios, como depositarios igualmente independientes de la voluntad colectiva, es la que domina y penetra el derecho político de la época republicana; pero en los tiempos posteriores de esta, los Comicios fueron poco a poco siendo considerados como los propios representantes de la comunidad, aun cuando nunca llegaron a serlo completamente, y entonces la cooperación de los magistrados en la manifestación de la voluntad de aquellos perdió la forma anterior de acuerdo con los Comicios y quedó reducida a dirigir el acto.
La posesión de los cargos públicos de la comunidad era en sí tanto un derecho como una obligación de los particulares ciudadanos, lo mismo que el servicio militar y que otras prestaciones públicas. En los primitivos tiempos hubo de emplearse coacción jurídica para obligar a ser magistrado, como puede demostrarse que ocurrió con el sacerdocio; a esto obedece el que en Roma no se conociera nada parecido a una declaración formal de aceptación hecha por el magistrado nombrado, y que, por regla general, entre el nombramiento y la toma de posesión no mediara tiempo alguno. Pero en los tiempos históricos de la libre República, ninguno de los cargos públicos, ni aun siquiera los no apetecibles e indirectamente más o menos forzosos, fueron oficialmente obligatorios, o por lo menos, no hay noticia de que lo fueran. Por lo mismo, tampoco se habla de motivos legales de exención a fin de ser nombrado para un cargo de la comunidad; por el contrario, a todo ciudadano le estaba permitido, sin limitación alguna, excusarse del cargo antes de admitirlo o renunciar al que se estaba desempeñando antes de que transcurriera el tiempo de su duración. Había establecida una rigurosa línea de demarcación entre las prestaciones públicas obligatorias (munera) y los cargos, o según la expresión romana, los «honores» (honores); no era propio del orgulloso Estado libre de Roma el considerar el desempeño de sus asuntos como una prestación obligatoria. Durante el Principado, es cuando por vez primera aparece tal concepción, hija de la desaparición del sentimiento de la comunidad.
La representación de la comunidad por un miembro de ella exigía, en su más antigua y más pura forma, la existencia de un señor único de dicha comunidad, al cual le fuere concedida la eterna duración que requiere la eternidad de la comunidad misma, por medio de un orden de suceder regulado de un modo fijo. Esto fue la Monarquía, el regnum, forma la más antigua del Estado romano. No vamos ahora a dilucidar si la comunidad representada y la persona que la representaba eran consideradas como un doble sujeto de derecho o como un sujeto único; el hecho de que el Rey tuviera un alojamiento debido al cargo que desempeñaba, es un motivo que nos induce a suponer con bastante fundamento que su patrimonio y el de la comunidad no eran jurídicamente distintos. La representación de la comunidad por su Rey era perfecta; esta representación valía lo mismo para ante los dioses romanos y frente al extranjero, que frente a los ciudadanos del propio Estado; igualmente como sacerdocio supremo, que como jurisdicción judicial, como mando del ejército y como administración del patrimonio común. Pero ni de hecho ni de derecho era un poder ilimitado. A la comunidad ideal pertenecía, como lo demanda su derecho a dar leyes, un poder sin límites para dar disposiciones sobre la vida y el patrimonio de los ciudadanos; pero los actos de voluntad de su representante solo podían considerarse como voluntad de la comunidad en tanto en cuanto cumplieran con los requisitos exigidos por las prescripciones de esta, y singularmente en tanto en cuanto el Consejo de la misma y la ciudadanía hubieran prestado su consentimiento en aquellos casos en que este era necesario por la constitución. Cuando el Rey no obrara como representante legítimo de la comunidad, su acto no era un acto de esta.
Nuestra tradición no se remonta hasta la época de la Monarquía, y por tanto, no es posible hacer una exposición histórica de ella; pero las organizaciones que de la misma se derivaron, y que vemos en tiempos posteriores, nos remiten y conducen a la existencia de un poder originario perfectamente pleno. A la Monarquía sucedió lo que en nuestro modo de hablar llamamos República; mas los romanos, para quienes res publica, que corresponde exactamente al common wealth inglés, era sencillamente el nombre con que se designaba la comunidad, parece que cuando cambió la constitución del Estado no tuvieron un nombre con qué designar la nueva constitución de una manera positiva, y la consideraban y designaban, negativamente, como la abolición de la unicidad y de la vitalicidad del representante de la comunidad, igualmente que como la supresión del nombre que hasta el presente había llevado. La magistratura suprema republicana fue considerada como igual jurídicamente al Rey, como lo demuestra bien claramente el interregnum, que siguió existiendo. La concepción de la organización nueva como el comienzo de la soberanía del pueblo, de la omnipotencia, cuando menos teóricamente, de los Comicios, fue, como ya se ha notado, la concepción de la República que se democratiza. Menos exacto aún es concebir la abolición de la Monarquía como la fundación y establecimiento de la libertad, de la libertas, pues la medida de la sujeción de los ciudadanos con respecto al Estado, no dependía del número de los representantes ni de la duración del cargo, y por otra parte, la ciudadanía de tiempo de Numa no parece haber sido ciertamente una reunión de esclavos, puesta en parangón con la que hubo de venir a sucederla. La revolución que dio origen a la soberanía de los cónsules no se dirigió contra el poder real como tal, sino contra el abuso del mismo, supuesto que depuso a los señores de la comunidad culpables y suprimió la unicidad y la vitalicidad del cargo, que eran los motivos conocidos de tal abuso. El identificar la organización republicana con la «libertad» del pueblo, igualmente que el concebir al soberano vitalicio como dominus, esto es, como el «propietario» del Reino, fueron cosas debidas a la oposición de los tiempos cesarianos y a la de los del Imperio, al orden de ideas de los asesinos de César y de los admiradores y partidarios de estos.
En este libro vamos a tratar de la magistratura de la República. No hay duda de que en los tiempos de esta no existía ya la identidad jurídica entre la función y el funcionario, identidad vigente acaso durante la Monarquía, porque esa identificación no se compadece con el interregnado, y es enteramente incompatible con la pluralidad de los magistrados. El alojamiento inherente al cargo únicamente perteneció durante la República a la mortecina sombra de Rey que hubo de seguir existiendo para los fines religiosos; en esta época los locales donde ejercían sus funciones los que ocupaban cargos eran de propiedad de la comunidad, y los individuos que desempeñaban tales funciones residían en su casa particular y seguían en su posición de meros individuos privados. En nuestro estudio vamos a ocuparnos, primeramente de la distribución del régimen sacral o religioso entre los sacerdotes y la magistratura, y luego de la oposición entre el régimen o gobierno de la ciudad y el de la guerra. Después trataremos del nombramiento de los magistrados (cap. IV) y de las condiciones requeridas al efecto (capítulo V); de la colegialidad y la colisión de los magistrados (cap. VI); de la duración de la magistratura, toma de posesión y cesación en los cargos (cap. VII); de los derechos honoríficos y emolumentos de los magistrados y servidumbre de los mismos (cap. VIII); finalmente, de los auxiliares, sustitutos o suplentes y consejeros de los magistrados (cap. IX). En el libro III se hablará de las particulares magistraturas históricamente consideradas, y en el IV, de los particulares órdenes o clases de asuntos encomendados a los funcionarios. Pero antes nos parece indispensable hacer una explicación de la terminología que vamos a emplear.
Con la palabra imperium, cuya etimología no explica suficientemente la idea a que se refiere, se designaba la declaración de la voluntad de la comunidad en la forma anteriormente dicha, es decir, el derecho de mandar en nombre de la comunidad. El imperium lo usaba exclusivamente el poder eminente del Estado sobre los ciudadanos, y solo se atribuía a aquel a quien correspondiera plenamente este poder; de manera que en la palabra imperium parece encarnado el concepto primitivo del cargo público. A los representantes de la voluntad de la comunidad que no pertenecían a la organización romana primitiva, y a los cuales se les concedía una competencia limitada, se aplicaba una expresión análoga a la anterior, pero más general que ella y hasta de frecuente uso en el derecho privado: la potestas.
Los depositarios de esta absoluta voluntad de la comunidad no eran designados de otro modo que por el especial cargo que desempeñaban; no existía un nombre común aplicable a todos ellos, pues el de imperator tuvo bien pronto un sentido técnico y restringido, habiéndose permitido aplicar esta denominación a los individuos que poseían el imperium, solamente cuando su mandato en nombre de la comunidad hubiera conducido a la victoria en una batalla.
Magister, que posteriormente fue una calificación aplicada a todo representante, sobre todo a los que funcionaban solos, y que más todavía que para las relaciones políticas se usó para las religiosas y para las de derecho privado, debió aplicarse también en los tiempos antiguos a los que poseían imperium, pues el abstracto magistratus, derivado del magister, y a cuya raíz hay por fuerza que referirlo, se aplicaba a todo el que poseía imperium, aun a aquellos que no estaban sometidos a elección popular, tales como el dictador, el interrex, el jefe de los caballeros y el vicario o prefecto de la ciudad. Esta denominación derivada conservó el valor y la significación política que con el tiempo perdió la radical, y en ella es donde encontró su expresión adecuada la antítesis rigurosa entre el Estado y cualquiera otra comunidad; pues cuando se hablaba de magistrados plebeyos y de magistrados municipales, con la palabra magistratus no se quería decir más que la plebe pretendía ser un Estado dentro del Estado, y que la ciudad que pertenecía al Reino romano era dentro del mismo un Estado que en otro tiempo fue soberano y cuya existencia no se ha borrado completamente en el Reino de Roma. Ahora, la prueba de que en el proceso evolutivo de la comunidad romana el centro de gravedad del poder soberano pasó desde la magistratura suprema a la Asamblea de los ciudadanos, o por lo menos aquella lo compartió con esta, la tenemos en que si bien la denominación de magistratus se siguió aplicando a los cargos supremos que no eran de elección de los Comicios, y que anteriormente hemos nombrado, se hizo extensiva también a todos cuantos individuos recibían alguna comisión de la comunidad por medio de la elección de los Comicios, y por el contrario, no se daba a ningún individuo que hubiere recibido comisión o encargo de una autoridad o que hubiera sido instituido exclusivamente por esta; así que, por ejemplo, de los suplentes o vicarios del pretor para la administración de justicia y de los jefes de legión, todos los cuales tenían igual competencia y título, solo recibían el nombre de magistrados los nombrados en los Comicios. De igual modo, aunque en sentido menos técnico, se aplicaba el honor; designábase como tal el cargo público, en tanto en cuanto la colación del mismo por los Comicios era una distinción para el elegido. En el estudio que vamos a hacer de la magistratura emplearemos en general el concepto de esta en el sentido que posteriormente se dio a la misma, no en el primitivo, si bien los límites trazados son puramente exteriores, y no es prácticamente factible el hacerse cargo en la exposición de los puestos que, a comenzar desde el momento dicho, van siendo, a medida que el tiempo corre, confiados al nombramiento de los Comicios.
Si atendemos a las clases o categorías de magistrados, veremos que la oposición entre el magistratus patricii o populi romani y el magistratus plebeii o plebis no significa propiamente más sino que el representante de la plebe, en un principio de hecho y después también de derecho, no era considerado como magistrado efectivo de la comunidad. La rigurosa e importante contraposición entre la magistratura ordinaria y la extraordinaria no tenía una correspondiente terminología: llamamos magistrados ordinarios a aquellos cuya competencia se determina y regula de una vez para siempre y para los cuales hay una denominación fija; en tanto que son extraordinarios aquellos cuya competencia se determina en cada caso particular, ora se hiciera esta determinación al mismo tiempo que se les elegía, ora, y esto era lo regular, por medio de una ley especial anterior al nombramiento: estos magistrados no tenían denominación alguna, ni general siquiera. A la primera categoría pertenecían, por ejemplo, el cónsul, el dictador, el censor; a la segunda, v. gr., los duunviros nombrados para cada particular proceso de alta traición, y los decenviros para dar una constitución a la comunidad. Los cargos públicos ordinarios podían ser permanentes, cuando, según la constitución, hubieran de estar siempre funcionando, y procedían regularmente de elecciones anuales (magistratus annui), y no permanentes, como sucedía con la dictadura, que solo tenía lugar en especiales circunstancias, y con la censura, que según la constitución no funcionaba más que intermitentemente. La separación en magistrados mayores (magistratus maiores) y menores (magistratus minores), regularmente se refería solo al mayor o menor poder anejo a las distintas magistraturas; pero los poseedores del imperium y los censores que procedían de las elecciones iguales de las centurias se consideraban en posesión de los auspicia maiora, mientras que a los elegidos en los Comicios por tribus solo les correspondían los auspicia minora, y en general eran menos considerados que los otros. La denominación de magistratus curules, tomada de la silla judicial que usaban, se aplicó a todos los cargos públicos que participaban del imperium, aun a los ediles de categoría superior, que no poseían sino una jurisdicción limitada; los censores no tenían este imperium, pero en los tiempos posteriores también se pudieron contar entre los que lo poseían.
La organización republicana no conoció cargos públicos sin potestad pública, o a lo más los conoció con respecto a los magistrados que habiendo sido abolidos, continuaron encargados de las cosas religiosas, como sucedió con el rex sacrorum en la comunidad romana y con otras muchas instituciones semejantes en los Estados latinos que iban ingresando en la misma. Por el contrario, parece haber sido frecuente la existencia de potestad pública sin cargo. Esta potestad se expresaba por medio de la denominación general pro magistratu, o por la especial correspondiente pro consule, pro praetore, etcétera, y por lo regular la usaban los particulares adornados de funciones públicas, y también los magistrados inferiores adornados de funciones superiores, sin que hubiera diferencia terminológica entre los particulares que, transcurrido el tiempo de la función que habían ejercido, la continuaban ejerciendo de derecho, y los lugartenientes que funcionaban como magistrados en virtud del mandato recibido (cap. IX). Sin embargo, por modo excepcional, aun después que se suprimieron las condiciones legales necesarias para el nombramiento de los magistrados, se conoció la promagistratura; por ejemplo, los tribunos militares, instituidos para prestar auxilio a la administración de la magistratura suprema, fueron considerados como promagistrados. La denominación de que se trata tuvo, pues, en el Derecho político un puro valor negativo, significando solo la carencia de función en ciertos magistrados, y si queremos comprender también la categoría últimamente mencionada, la carencia de función ordinaria en algunos magistrados.
II. El régimen sacral
Si la tradición nos hubiera conservado una imagen de la más antigua organización de la comunidad, probablemente veríamos que su fundamento fue la compenetración de las cosas divinas y las humanas; una jurisdicción igual e igualmente poderosa bajo ambos respectos, una jurisdicción unitaria, compuesta del sacerdocio y de la magistratura. Aquella organización que nosotros llamamos republicana, por contraposición a la anterior de la época de los reyes, representa lo contrario de esta, o sea, una rigurosa separación entre el sacerdocio de la comunidad, sacerdotes publici populi Romani, y la magistratura de la comunidad, magistratus publici populi Romani, y una manera análoga de considerar ambos círculos u órdenes; y no ya simplemente la exclusión completa del sacerdocio del manejo de los asuntos temporales, sino además la subordinación del mismo, en tanto en cuanto lo exigiera la organización unitaria de la comunidad, a la magistratura. Esta secularización, tan acentuada como fue posible, de la magistratura, fue acaso lo más esencial y característico de la nueva organización republicana, y a ella fue debida también la introducción en la comunidad romana del predominio de la omnipotencia del Estado, gracias al cual consiguió Roma la hegemonía en la civilización antigua.
Que ambos los indicados círculos estaban sujetos a iguales normas, se demuestra, sobre todo, por la circunstancia de que a sacerdotes y magistrados correspondían las mismas insignias exteriores. Al sacerdote del templo de Júpiter le estaban concedidas las insignias de los magistrados, en especial la silla curul, y acaso también el asiento en el Senado que se concedía a la persona revestida de la magistratura suprema. Al presidente del colegio de los pontífices, que ocupaba en el sacerdocio una posición semejante a la del cónsul dentro de la magistratura, le estaba permitido usar, igual que a este, los distintivos propios del poder público, o sea los lictores (lictores curiatii qui sacris publicis apparent). La púrpura en el vestido, vestigio heredado del pleno poder de los Reyes, la tenían tanto los sacerdotes como los magistrados; pero aquellos llevaban la pretexta solo mientras practicaban los actos religiosos de la comunidad, y estos, siempre que se presentaban en público. Por lo que a los honores toca, ambas clases se hallaban bajo un pie de igualdad, puesto que ninguna tenía legalmente preferencia sobre la otra; sin embargo, en la época republicana predominó absolutamente el sacerdotium en cuanto a los honores, en tanto que durante el Imperio ocurrió lo contrario; sobre todo, la consideración del pontificado supremo como el más alto puesto honorífico dentro del Estado, fue cosa de que se aprovecharon los nuevos monarcas.
El sacerdocio y la magistratura coincidían también personalmente por lo general, es decir, que eran desempeñados por las mismas personas; la carrera política se hacía regularmente en ambas direcciones en todas las épocas. La doble aristocracia que en la Edad Media hubo de aparecer y desarrollarse, efecto de la contraposición entre el Estado y la Iglesia, fue desconocida en toda la antigüedad, cuyos dioses se hallaban dentro del Estado total y necesariamente. Si en el antiguo Estado patricio es probable que no se exigieran especiales condiciones ni para optar a los cargos públicos, ni para aspirar al sacerdocio, en el patricio-plebeyo, como ya dejamos dicho, ambas cosas le estuvieron reservadas en un principio a la nobleza, hasta que poco a poco fueron los simples ciudadanos consiguiendo, ya la participación, ya la posesión exclusiva de algunos puestos. Ahora, si los plebeyos no se apoderaron de los puestos sacerdotales tan pronto ni tan completamente como del gobierno de la comunidad, obedeció el hecho, menos al temor de introducir innovaciones en las cosas divinas, si bien esto contribuyó a ello, que a la poca importancia política de semejantes puestos; por eso, todavía en la época del Imperio, ciertos sacerdocios meramente decorativos y sin significación alguna desde el punto de vista político, le estaban reservados en buena parte a los nobles.
El sacerdocio de la época republicana se hallaba más estrechamente ligado por su contenido a la organización primitiva que no la magistratura; por eso continuó siendo vitalicio y unitario, y en cierto sentido, hasta centralizado.
Durante la República, la magistratura se convirtió en perfecta y estrictamente anual; al sacerdocio no se hizo extensivo tal carácter, sino que, por el contrario, siguió siendo vitalicio y unitario, lo mismo que lo había sido el cargo de Rey.
Lo propio hay que decir del segundo principio republicano de la colegialidad, que hacía iguales a los que desempeñaban cargos iguales, y que, por tanto, en caso de conflicto, ellos mismos lo resolvían. La colegialidad sencillamente, esto es, la pura igualdad en el mandato, tuvo también su expresión perfecta en el sacerdocio de los más antiguos tiempos; pues cuando comenzó a existir la Roma trina, coexistieron unos al lado de otros, y con igual autoridad, varios observadores y adivinos de las aves. Pero cuando no se trataba de dar un consejo en asuntos religiosos, sino de practicar algún acto sacral, lo ordinario era que estuviese obligado a realizarlo un solo sacerdote; aun cuando había casos excepcionales en los que todo el sacerdocio era llamado a obrar colectivamente y en nombre de la comunidad, como sucedía a los salios, por ejemplo, en el servicio de Marte, tenemos, por el contrario, que los flámines obraban todos particularmente, y tenemos, sobre todo, que al lado del heredero religioso de la monarquía, del presidente del Colegio pontifical, no había ningún otro sacerdote con iguales derechos que él, lo que indica que no había nadie que pudiera interponer contra el mismo su oposición o intercessio.
El nombramiento de los reyes, según ya se ha observado y más adelante desarrollaremos, estuvo encomendado a ellos mismos. Cuando en la época de la República se separaron el sacerdocio y la magistratura, la ciudadanía adquirió quizá inmediatamente, pero a lo menos muy pronto, el derecho de intervenir en la designación de sucesor que hacían los magistrados, hasta que poco a poco concluyó por abolir de hecho esta facultad que la magistratura había tenido; por el contrario, el sacerdocio, aun después de la organización republicana, se renovaba absolutamente por sí mismo. Con respecto al nombramiento de los sacerdotes, se hallaba el Colegio pontifical en una situación análoga, aunque superior, a la que ocupaba el Senado patricio con respecto al nombramiento de los magistrados: ese Colegio tenía el derecho de irse renovando interiormente, nombrando para ocupar las vacantes que en él ocurrieran, y la jefatura o presidencia del sacerdocio correspondía al miembro que al efecto eligiesen sus compañeros. Todos los demás sacerdotes de la comunidad parece que no eran en el sentido jurídico otra cosa que auxiliares de esta cabeza sacerdotal, del propio modo que los oficiales del ejército de ciudadanos eran auxiliares del cónsul; y así como los sacerdotes de la época de los reyes eran en general nombrados por estos, durante la republicana hubieron de serlo por el pontífice supremo. Pero desde bien pronto formaron una excepción a esta regla los Colegios sacerdotales de varones, cuya renovación interior la hacían ellos mismos, lo propio que acontecía con los pontífices, y los cuales, por tanto, se nos presentan como independientes de hecho de estos. Con respecto a otros nombramientos, encontramos que en tiempos posteriores el pontífice supremo se hallaba obligado a atenerse a una lista de candidatos que le daban hecha, o también a emplear el sistema del sorteo. En el nombramiento de los sacerdotes no tenían intervención los magistrados, ni tampoco tenía participación alguna en su establecimiento la ciudadanía, habiendo contribuido seguramente a esta exclusión, por una parte el miedo a la intervención de la multitud indocta en el servicio divino, que solo debía hallarse bien desempeñado por los avisados, y por otra, la idea política de tener forzosamente separados el régimen de las cosas profanas y el de las religiosas. El poder soberano de la ciudadanía fue adquiriendo cada vez mayor intervención con respecto a la magistratura; en cambio, en el régimen sacral no tenían derecho a mezclarse los Comicios: solo el magistrado electivo era el depositario del poder popular de los Comicios, no el sacerdote, que entraba en funciones por nombramiento o cooptación (cooptatio). Después de la primera guerra púnica es cuando la soberanía popular comenzó a ir penetrando poco a poco también en este campo, que hasta entonces le había estado vedado: primeramente, el pontífice supremo y el presidente de los demás Colegios que tenían importancia política fueron elegidos de entre sus colegas por las pequeñas mitades de las tribus, bajo la dirección pontifical; luego, fueron elegidos de esta misma manera los miembros de los tales Colegios; con lo cual se dejó a un lado el antiguo principio, acudiendo a la escapatoria de decir que el director del acto no era magistrado y las pequeñas mitades de la ciudadanía no eran la ciudadanía.
El poder del sacerdocio de la época republicana puede decirse que era, en la cabeza o jefe del mismo, un poder equivalente al de los magistrados, por cuanto en él se daban los dos elementos esenciales del pleno poder de estos, o sea el auspicium y el imperium, y además la función pública que el jefe de los sacerdotes desempeñaba era en ciertos respectos igual o análoga a la del supremo magistrado. De hecho, sin embargo, la competencia del sumo pontífice, comparada con el imperium general de los magistrados, no puede ser incluida entre los poderes políticos efectivos.
Cuando los auspicios fueran necesarios, el magistrado los consultaba siempre él mismo, en su nombre y en el de la comunidad, y solo acudía al sacerdote cuando así le conviniera. El supremo pontífice solo por excepción consultaba los auspicios; por ejemplo, cuando los reclamaba para la inauguración de ciertos sacerdocios con la asistencia de la ciudadanía.
El imperium, esto es, el derecho de reclamar obediencia, y en su caso constreñir a ella, le correspondía al magistrado sencillamente por serlo; al pontífice supremo solo tenían los ciudadanos que prestarle obediencia en aquellos casos particulares en los que su posición le daba el derecho de mandar, especialmente cuando se trataba del establecimiento de un puesto sacerdotal o de la insumisión de un sacerdote. En este caso le pertenecía también la coerción propia de los magistrados pero solo la menor, o sea la coerción al pago de una multa y a tomar prenda, y cuando de esta coerción pudiera apelarse ante la ciudadanía, el pontífice podía convocar a los Comicios al efecto competentes y debatir con ellos. También en cuanto a las sacerdotisas de Vesta, que se hallaban como tales excluidas de toda familia, correspondía al pontífice supremo el ejercicio del procedimiento criminal doméstico, que era lo que representaba con respecto a las mujeres al tribunal penal ordinario, y tratándose de delitos contra las familias, podía hacerse extensivo el procedimiento dicho a los varones que en tales delitos hubiesen tenido participación. Pero los delitos materialmente religiosos no se llevaban ante sacerdotes, sino ante la magistratura, porque en casos tales no era únicamente la divinidad quien sufría la ofensa, sino que también la sufría la comunidad. El robo de los templos se consideraba lo mismo que la traición a la patria; el hurto nocturno de los frutos del campo ofendía lo mismo a Ceres que a la comunidad; aun el aborto no podía ser considerado sino como la eliminación de un ser perteneciente a la comunidad. Los dictámenes del sacerdocio pueden haber servido realmente de norma en casos de esta naturaleza, pero el procedimiento era cosa de la magistratura. El pontífice supremo no tenía facultades para debatir con el Senado, y el derecho de provocar una resolución de los Comicios políticos solo le correspondía en el caso excepcional antes mencionado. Por el contrario, las curias, que en la comunidad patricio-plebeya no tuvieron ya el derecho que antes habían tenido de tomar acuerdos políticos, eran convocadas por el supremo pontífice, el cual acordaba juntamente con ellas acerca de los actos privados que las mismas conservaron por vía de privilegio, singularmente el testamento, antes de que este revistiera una forma puramente privada, y las adrogaciones.
Toda la organización de los negocios sacrales de la comunidad pertenecía a la magistratura, con la cooperación a veces del Senado y de los Comicios, según se expondrá más extensamente luego, en el capítulo dedicado al estudio de los negocios sacrales encomendados a la magistratura (lib. IV, cap. I). Los sacerdotes no tenían facultades para disponer por sí mismos de semejantes asuntos, ni en tiempo alguno las tuvieron tampoco para señalar el día en que había de celebrarse una fiesta permanente, pero no fijada por el calendario. Los más notables de los Colegios sacerdotales, aun cuando sus componentes no pertenecían en manera alguna, como tales, al Senado, hubieron, sin embargo, de funcionar de hecho como comisiones permanentes de este, con especialidad los pontífices respecto a todos los asuntos religiosos del Estado y los augures con respecto a todas aquellas importantes cuestiones, que no eran pocas en el terreno político, dependientes de los auspicios; y no solo se sometían previamente a su deliberación y consejo los asuntos que en el respecto indicado llamaran la atención, sino que hasta ejercían realmente en semejantes casos la iniciativa, pues el Presidente del Senado no podía negarse a darles la palabra cuando la pidieran sobre tales asuntos. Aquí es donde principalmente estribaba la influencia política de estos Colegios sacerdotales; pero, nunca pretendieron ellos ejercer otros derechos de carácter político que, a lo más, el de presentar proposiciones al Consejo de la comunidad.
Así como la organización de los negocios sacrales de esta no constituía un derecho de los sacerdotes, tampoco lo constituía el de ejecutar dichos negocios; por el contrario, esta ejecución correspondía de derecho a los magistrados llamados a tener la representación de la comunidad, a no ser que hubiese algún precepto especial que lo impidiera. Pues, en efecto, los actos religiosos permanentes estaban de ordinario encomendados a sacerdotes instituidos a la vez, también de un modo permanente, para ejecutarlos. La mayoría de los sacerdocios romanos vinieron a la vida de esta manera, tanto los sacerdotes particulares de la época más antigua, nombrados por el pontífice máximo, como también buen número de corporaciones sacerdotales, por ejemplo, las dos de los Salios para el servicio de Marte, la de los Lupercios, para el de Fauno, y la de los Arvales para el de la diosa Dea Dia. De igual modo, los espectáculos permanentes, los cuales no eran otra cosa más que una forma de las solemnidades religiosas, eran en un principio, mientras fueron permanentes, considerados de esta manera y ejecutados por Colegios de sacerdotes: tal sucedía con los Consuales, con los espectáculos de los Arvales y con los Seculares. En esto se diferenciaban los actos religiosos permanentes de los negocios sacrales que desempeñaban los magistrados. Por el contrario, cuando se trataba de actos extraordinarios, la regla era que los ejecutasen los magistrados: lo cual fue causa de que los espectáculos más importantes, que se convirtieron de fiestas religiosas celebradas extraordinariamente para conmemorar una victoria en fiestas populares permanentes, tanto el pueblo como la plebe se las quedaran reservadas a los magistrados, mientras los actos del culto que a estas fiestas iban unidos les fueran encomendados en parte a los sacerdotes, como se ordenó, v. gr., que se hiciese con los sacrificios en los espectáculos de Apolo. La presidencia en estas fiestas era un derecho honorífico muy codiciado, y servía para adelantar en la carrera política. Vese, pues, aquí también bien de resalto la preponderancia política de la magistratura sobre el sacerdocio.
Después de lo dicho, apenas es necesario demostrar extensamente que la Hacienda religiosa estaba establecida en beneficio, sí, del sacerdocio, pero que no era este quien por sí mismo la manejaba. Las instituciones políticas estaban organizadas de tal manera, que los sacerdotes tenían seguro el importe de los gastos que envolvía el desempeño de sus funciones. A lo que parece, de la época de los reyes pasó a la de la República un impuesto que gravaba sobre el procedimiento privado y en beneficio de los pontífices, una multa divina (sacramentum) impuesta a todos los que en aquel eran parte y quedaban vencidos, la cual se pagaba en un principio en forma de aportación de animales y posteriormente en dinero, y era destinada, sin duda, a que en los sacrificios públicos, encomendados al Collegium hubiera las ovejas y bueyes necesarios. Además, en los más antiguos tiempos, las prestaciones económicas indispensables para cada santuario pueden haber sido derramadas entre los particulares ciudadanos año por año, no por los sacerdotes, sino por los magistrados (magistri fanorum). En los tiempos ya mejor conocidos, la tendencia a librar en lo posible de cargas permanentes tanto a la caja de la comunidad como a los particulares ciudadanos, hubo de proyectarse también en esta esfera, y entonces parece que los santuarios de la comunidad, o mejor dicho, cada uno de los sacerdotes a quienes les estaba encomendado el proveer al culto, igualmente que los Colegios sacerdotales, adquirieron una congrua fija, constante, gracias a habérseles asignado pedazos de terrenos fructíferos; pero como la propiedad de los mismos siguió perteneciendo al Estado, su arrendamiento no correspondía a los sacerdotes, sino a los magistrados de la comunidad. Jamás se concedió independencia financiera a los sacerdocios, fuese cual fuese su clase. Cuando hubiere lugar a alguna contienda jurídica entre el templo y un particular, o entre el templo y la comunidad, el conocimiento y resolución de la misma no se sometía al procedimiento propio y verdadero por jurados, sino al procedimiento administrativo ante un magistrado. No solo no tenían los Colegios sacerdotales derecho para percibir impuestos, sino que parece que ni siquiera les estuvo permitido recibir emolumento alguno; y de igual manera, en la época republicana, a ninguna divinidad romana que tuviera templo, quizá con la excepción de Vesta, le estuvo reconocido el derecho de recibir herencias ni legados.
Quédanos todavía por exponer la situación, no ya del sacerdocio en general, sino la del pontífice máximo, con respecto a las lesiones jurídicas, así religiosas como privadas.
Ya se ha hecho notar que el sumo pontífice no tenía una jurisdicción penal propia, excepto cuando se tratara de delitos o crímenes de los sacerdotes, y que, por el contrario, cuando hubiese que penar criminalmente una injusticia religiosa, esta punición se verificaba lo mismo que la de otra cualquiera injusticia. No sucedía lo mismo cuando se tratara de faltas e infracciones religiosas que el Estado no persiguiera, pero que acusaran la conciencia del agente. Con respecto a estas faltas, las normas y tradiciones religiosas guardadas preferentemente por el Colegio pontifical formaban en cierto modo una ley (ius pontificium) — las llamadas leyes regias o reales, nacidas acaso hacia el final de la República, deben ser consideradas como un sistema piacular o expiatorio general establecido por los pontífices con el nombre real, — y el mismo Colegio constituía al efecto el tribunal correspondiente, el cual, en forma mas o menos procesal, determinaba ante todo los elementos constitutivos del hecho, y declaraba después si la injusticia cometida merecía o no expiación, y en el primer caso, qué es lo que el culpable tenía que hacer para recompensar o comprar la pena a los dioses y, por consecuencia, aplacarles (piare). El mismo procedimiento puede haberse empleado también con relación a las acciones primeramente indicadas, como cuando el Colegio designaba a petición de parte las acciones expiatorias indispensables para la traslación de una sepultura. No puede decirse si y cuáles serían las consecuencias jurídicas que produjera una sentencia de esta especie. Puede ser que, singularmente en los casos en que sirvieran de base a la sentencia del Colegio disposiciones vigentes fijas, la multa o expiación impuesta se hiciera efectiva por vía de acción popular privada. También puede haberles estado concedido a los pontífices el derecho de postergar en el culto público, o de excluir de él, a aquellos que hubieren cometido una injusticia no susceptible de expiación, o que no hubieren pagado la multa que deberían pagar para expiar su deuda. Pero en la mayor parte de los casos este procedimiento expiatorio fue esencialmente un juicio de conciencia, y como tal debe haber tenido sin duda importancia en la época de creencias arraigadas. No hay que pensar que se aplicara a las relaciones o asuntos políticos.
Se ha sobreestimado quizá el influjo ejercido por el Colegio pontifical sobre el derecho y el procedimiento privados. Sin duda, la organización del calendario, dirigida desde luego a la santificación de los días festivos, y el señalamiento de los días fastos y nefastos fueron realmente atribuciones del Colegio de los Pontífices, aun cuando las vacilantes disposiciones que para ello servían de principal base eran fijadas jurídicamente por los magistrados, y los términos procesales se contaban también seguramente tomando en cuenta la fecha de cada día. Pero la formación del derecho privado dependió del calendario en la misma pequeña medida que de la entrega de las multas del vencido en juicio a la caja del sacerdocio; y la suposición de que el Colegio fue en general el depositario de la tradición, no solo en lo tocante al derecho divino, sino también con respecto a las normas generales del Derecho, y que ese Colegio llegó a tener facultades para declarar cual era el Derecho, se compadece mal con la conducta adoptada por la magistratura de la República de tener alejados a los sacerdotes de los asuntos profanos, y mal también con los vestigios que sobre el particular han llegado hasta nosotros. La fuente del derecho privado fue esencialmente la facultad de dictar edictos que los magistrados tenían; el Colegio pontifical no careció de esa facultad, pero de los edictos dictados por el mismo, cuyo contenido fuera de derecho privado, no nos queda el menor resto. Los individuos particulares, fueran o no magistrados o funcionarios públicos, es difícil que pudieran reclamar dictámenes del Colegio de que se trata; más bien parece que estos dictámenes colegiados no se mandaban sino al Senado, y que los dictámenes esencialmente jurídicos, que son los que desde los más antiguos tiempos contribuyeron al desarrollo del derecho privado romano, se daban siempre por individuos particulares. Es posible que en la época primitiva los dieran principalmente los pontífices; pero desde que empiezan a sonar nombres sobre el asunto, advertimos que en modo alguno pertenecen todos ellos a este Colegio: por ejemplo, no pertenece a él el autor de los tripertita, P. Aelius Catus, cónsul en 552 (202 a. d. J. C.). Toda la evolución del Derecho, y la misma antítesis entre el ius pontificium y el ius civile, antítesis que comienza a existir desde bien pronto, están indicando que este último no trae su origen de los pontífices, sino de los magistrados.
III. El régimen de la ciudad y el de la guerra
La ciudadanía era un cuerpo armado, apto para la coexistencia pacífica, donde no se permitía tomarse uno la justicia por su mano, sino acudiendo al tribunal arbitral concedido al magistrado supremo; pero no menos apto para reunirse, en caso necesario, bajo la dirección de la misma magistratura suprema, a fin de defenderse y atacar al enemigo exterior. La significación política del recinto murado (pomerium) que la misma ciudadanía instaló dependía de que estaba confiada de derecho a este baluarte la protección de la paz y de las acciones pacíficas; por lo que todos los negocios públicos, siempre que no pertenecieran a cosas de la guerra, debían ser ejecutados en el interior de este recinto. De aquí resultaba una verdadera dualidad de régimen según el lugar de que se tratara, una antítesis entre el imperium domi y el imperium militiae, antítesis que tenía su expresión visible cuando el magistrado salía fuera del recinto murado con formalidades y ceremonias religioso-militares.
La contraposición entre el régimen de la ciudad y el régimen de la guerra no estribaba en las condiciones objetivas de los actos de los magistrados, sino tan solo en el lugar donde se realizaran estos actos. Todo acto ejecutado dentro del recinto murado se hallaba sometido a las leyes del primer régimen, y lo mismo sucedía con los que se ejecutaran dentro del espacio exterior a los muros hasta una distancia de mil pasos de cada una de las puertas, o, lo que es igual, hasta la primer piedra miliaria de las carreteras o vías que partían de Roma. Más allá de este límite, o más allá del propio muro de la ciudad, en el caso de que el magistrado hubiera traspasado el recinto murado con las formalidades a que acabamos de referirnos, comenzaba el régimen de la guerra, al cual se hallaba sometido, por consiguiente, tanto el campo de la ciudad, como todo el territorio extranjero. Para los efectos de las funciones oficiales no eran tomados en cuenta los límites de hecho entre el asiento de la ciudad y el campo, los cuales, por lo demás, estaban continuamente variando.
La necesidad de que los negocios públicos no pertenecientes a la guerra fueran ejecutados dentro de la ciudad, fue, sin duda, originaria, remontándose su nacimiento al origen mismo del recinto murado. Esa necesidad tenía, desde luego, su expresión en la circunstancia de que aquellos actos de los magistrados a cuya realización cooperaban el Consejo o la ciudadanía habían de ser ejecutados en todo tiempo dentro de la ciudad, pues ni el Senado ni los Comicios se podían reunir en el campo de la guerra. En lo que al Senado concierne, jamás se faltó a este requisito, pues aun a los contra-Senados que durante las épocas de revolución se reunieron a veces fuera de la capital, no se les atribuyó nunca más que una pura importancia de hecho. Lo mismo se dice de las antiguas y solemnes formas de las asambleas de ciudadanos por curias o por centurias. Alguna vez se intentó reconocer a la ciudadanía derecho para reunirse por tribus en el campo, pero una decisión del pueblo, del año 397 (357 a. de J. C.), lo prohibió, y posteriormente no se volvió de este acuerdo.
Aquellos negocios pacíficos que podían ser ejecutados por el magistrado solo, no hubieron de estar unidos a la ciudad de una manera tan absoluta como los anteriores; pero en principio sucedía con ellos lo mismo que con estos, como se ve claro sobre todo si se tiene en cuenta que cuando se verificaban en el campo de la guerra revestían un carácter excepcional.
La formación del ejército de ciudadanos y, por consiguiente, todos los actos comprendidos bajo el nombre de censo, eran operaciones que habían de realizarse, sin género alguno de duda, dentro de la ciudad, a lo que contribuyó seguramente la circunstancia de que las mismas fueron encomendadas desde muy temprano a magistrados especiales que no funcionaban más que en la ciudad. El reclutamiento efectivo de los ciudadanos, singularmente para la caballería, se verificaba también, por regla general, dentro de la ciudad; pero ya se comprende que en esto tuvo que haber frecuentes excepciones, y que el magistrado, cuando lo estimase necesario, tomaría al ciudadano obligado al servicio militar allí donde lo encontrase.
También el tribunal pertenecía de derecho a la ciudad; hasta bien entrado el Imperio estuvo en vigor la regla jurídica, según la cual, el procedimiento civil perfectamente valedero (iudicium legitimum) solo podía tener lugar dentro de Roma. Es difícil que en la más antigua organización jurídica se conociera un procedimiento civil en el campo militar, o por lo menos, cuando la vida y la disciplina militares lo hicieran necesario, por ejemplo, para corregir el hurto, este procedimiento no se consideraba como verdaderamente jurídico. Cuando la conquista de territorios ultramarinos hizo indispensable la institución en ellos de tribunales locales para los ciudadanos romanos residentes en aquellos, se aprovechó para el ejercicio de esta jurisdicción el imperium de los jefes del ejército; de otro lado, organizado el mando, por medio de una legislación excepcional privose a los miembros del tribunal de la ciudad de una parte de los negocios encomendados a ellos, la cual pasó al conocimiento de magistrados subordinados. Pero toda sentencia de esta especie tenía su fundamento jurídico, no en la ley, sino en el arbitrio y beneplácito de los magistrados supremos (imperio continetur), y su fuerza jurídica no fue igual a la de la sentencia dada en la ciudad ni aun en época bastante adelantada.
Una cosa análoga debió acontecer con el procedimiento criminal. La insubordinación, y en general toda ofensa a la disciplina militar, dentro de los límites prudenciales que los mismos jefes del ejército apreciasen, quedaba sometida al sistema de la guerra, y la coerción que podía emplear al efecto el jefe del ejército no era cosa perteneciente al régimen de la ciudad: a este último régimen correspondía, por el contrario, todo otro proceso contra los ciudadanos que cometieran delitos. Esta contraposición tuvo poco relieve mientras el régimen de la ciudad fue tan incondicionalmente autoritario y tan absoluto como el militar, que es lo que debe suponerse que ocurrió, por lo menos, en los comienzos. Sin embargo, tanto el natural desenvolvimiento de las cosas, como la tradición, nos enseñan que la antítesis entre el procedimiento penal militar y el de la ciudad se remonta hasta los más lejanos tiempos, pues a los delincuentes convictos y condenados no podía el magistrado perdonarles sino con el consentimiento de la ciudadanía; por lo tanto, ese perdón no podía verificarse sino en el procedimiento de la ciudad.
Esta separación originaria entre el régimen y gobierno de la ciudad y el de la guerra, separación conciliable con la plenitud de poder que tenían los reyes, hubo de aumentarse de un modo esencial al advenimiento de la República, por la razón de que las limitaciones que entonces se imponen a la magistratura afectaron desigualmente a una y otra de las dos esferas, no refiriéndose verdaderamente más que a la primera. Preciso es que especifiquemos más sobre el asunto, si bien aquí solo podemos hacerlo a manera de anticipación de lo que más adelante ha de decirse.
El derecho de coerción del magistrado, examinado antes, siguió siendo absoluto en el régimen de la guerra, mientras que en el de la ciudad experimentó esenciales restricciones, consistentes en que el antiguo derecho de la ciudadanía a perdonar su pena al delincuente condenado se hizo independiente de la aprobación del magistrado sentenciador, y este, por otra parte, no tenía más remedio que admitir la provocación del condenado ante los Comicios. No se atendía tampoco para esto a la índole del delito, sino al lugar en que el proceso se hubiera seguido; y así, mientras en el régimen de la guerra podía el jefe del ejército librarse de la provocación a los Comicios, no tan solo por parte de los soldados, sino también, legalmente a lo menos, por parte de otro cualquiera procesado, en cambio dentro de la ciudad no podía sustraerse a dicha provocación por los delitos militares, v. gr., el de desobediencia militar. Para representar exteriormente el de tal manera mermado poder de los magistrados, se aminoró el número de los instrumentos penales propios de los lictores; de manera que la antítesis entre la obediencia limitada y condicional del ciudadano y la incondicional del soldado encuentra ahora su expresión externa en la circunstancia de usar los lictores en el régimen de la ciudad solamente varas, mientras en el régimen de la guerra usaban varas y hachas, y en la circunstancia de recibir estas últimas el magistrado cuando salía de la ciudad. En el libro cuarto (capítulo II) trataremos de ciertas otras modalidades de este importante derecho de provocación.
El nuevo carácter de anualidad que se dio a la magistratura se extendió a ambos círculos mencionados de funciones, al de la ciudad y al de la guerra, pero no tan absolutamente al uno como al otro. En el primero, los magistrados cesan de derecho en sus funciones tan pronto como llega el límite de tiempo señalado a las mismas, y en el caso de que no tengan un sucesor legítimo, se aplica, también de derecho, el interregno. El ejercicio de funciones una vez pasado el plazo estaba prohibido de manera tan rigurosa, que ni una vez sola lo autorizaron los Comicios. También en el régimen de la guerra cesaban en iguales casos los cargos y los títulos propios de los mismos, al menos según las ideas que en tiempos posteriores dominaron, pero no cesaba el desempeño de los negocios propios de cada cargo ni las insignias del mismo; la promagistratura continuaba hasta tanto que el sucesor entrase en el campo donde iba a ejercer sus funciones y tomase personalmente posesión del mando militar; aquí no había interregno. Pero desde bien pronto empezó la costumbre de prolongar el cargo (prorogatio) hasta un término posterior al ordinario, y en este caso se le aplicaba una denominación o título de categoría inferior; hacíase esta prorrogación en un principio por virtud de un acuerdo especial del pueblo, mas posteriormente se hizo muchas veces con una simple orden del Senado. En la práctica, la anualidad de los cargos fue tan rigurosa en el régimen de la ciudad, como laxa en el de la guerra. Sobre todo en este último, no era raro el caso en que la prorrogación de las funciones públicas llevase consigo un cambio de competencia: a los funcionarios públicos de la ciudad, al concluir la época de sus funciones, se les daba muchas veces un mando militar; también a los que tenían uno de estos mandos se les solía cambiar por otro, con lo que más bien que una continuación del cargo lo que llegó realmente a originarse de esta suerte fue una creación o nombramiento de magistrados, siendo este uno de los caminos por donde el Senado se apropió la facultad de nombrar magistrados, que por la constitución no le estaba reconocida.
Una cosa análoga sucedió con la colegialidad de los magistrados superiores. En el régimen de la ciudad, la colegialidad se perfeccionó todo lo posible, así en el terreno de los principios como en el de la práctica: en este régimen se llevó el principio de la colegialidad a su consecuencia última, la de dar origen a la colisión entre los magistrados de iguales atribuciones, a la anulación del mandato de un magistrado por la intromisión (intercessio) del colega; pero se hizo de modo que ambos magistrados superiores colegas funcionasen juntos, y que la intercesión fuera realmente posible. Por el contrario, en el régimen de la guerra la intercesión colegial se suprimió en principio, permitiendo dar mandatos superiores que modificaran los de los colegas y que también obligaban a estos, y de hecho se logró también, hasta donde fue posible, que los poderes iguales de los colegas no se hallaran en conflicto, dividiendo entre ellos las tropas y los distritos sobre que habían de ejercer mando.
La intercesión de los tribunos de la plebe, imitada de la colegial, y que en la práctica hubo de ser una de las más esenciales limitaciones del imperium, no podía ejercerse tampoco más que en el régimen de la ciudad. En el régimen de la guerra nunca adquirió, por lo general, fuerza alguna la contraposición entre la nobleza y la ciudadanía.
Finalmente, el principio según el cual las funciones públicas no pueden ser desempeñadas sino por los magistrados hubo de conducir en el régimen de la ciudad a la exclusión de las lugartenencias o delegaciones voluntarias. En este régimen solo puede echarse mano de la lugartenencia cuando haya necesidad de ello; por ejemplo, en el caso de que todos los magistrados se hallaren en el extranjero, se nombra un vicario judicial; por el contrario, cuando el magistrado se hallare ausente en otro sitio que no sea el extranjero, o enfermo, o impedido por cualquier otra causa, la función queda en suspenso. En el régimen de la guerra aquel principio no se aplicó con igual rigidez, y por eso al jefe en campaña se le consintió, en semejantes casos, nombrar un lugarteniente, que no era un magistrado, pero que desempeñaba el cargo por el magistrado.
Es innegable que estas limitaciones impuestas al régimen de la ciudad suponen que esta se halla realmente en paz y bajo el imperio de las leyes ordinarias, como lo es igualmente que tales limitaciones contradicen en cierto modo el principio anteriormente desarrollado, según el cual, para la separación entre ambos órdenes no se atiende a la índole de la acción que el funcionario ejecute, sino al sitio donde se realiza. Por privilegio, en los días de fiestas conmemorativas de alguna victoria, solía concederse al magistrado dentro de la ciudad el mismo poder que le correspondía según el régimen de la guerra, lo que hace pensar desde luego en las hachas de los lictores; ahora, con mayor motivo ha debido hacerse necesaria una situación excepcional análoga a esta cuando hubiera precisión de hacer la guerra dentro del recinto murado. Sin embargo, la tradición no nos dice nada de esto, y el orgullo y arrogancia de la época republicana no se avienen sino con la idea de la realización práctica de la eterna paz dentro del contorno de la ciudad romana. Verdad es que la sólida República romana tenía en algún modo derecho a ignorar que la ciudad había sufrido sitios y que había habido guerras civiles. Prácticamente, esta laguna la llenó hasta cierto punto en el primitivo régimen de los magistrados el instituto de la dictadura, el cual tenía competencia aun dentro del régimen de la ciudad; pues la dictadura no era esencialmente otra cosa más que el poder del jefe militar, libre de las limitaciones dichas. Y en la época de la soberanía del Senado, se colmaba el vacío dicho mediante el derecho que el Senado llegó a adquirir de revestir de poderes excepcionales a los magistrados que funcionaban dentro del recinto de la ciudad.
Paralelamente a la separación teórica entre las funciones públicas propias de la ciudad y las de campaña, se fue desarrollando el principio de la unión de unas y otras en las mismas personas. Por tanto, lo mismo que del rey se pensaba, hubo de pensarse también de los más antiguos magistrados de la República, y así los cónsules como los cuestores funcionaban igual en la ciudad que en el campo, y aun en los casos en que predominaban dentro los fines militares, como acontecía con la dictadura, no se privó al correspondiente magistrado, o sea al dictador, del régimen de ciudad. Pero con el tiempo esta situación de cosas hubo de cambiar, y los dos círculos referidos de funciones públicas fueron poco a poco siendo distintos aun por parte de las personas que las ejercían. Los jefes de la plebe, que en un principio no eran seguramente magistrados, fueron los primeros que se consideraron exclusivamente capaces para las funciones de la ciudad. Los ediles plebeyos tenían limitada su esfera de acción a la ciudad, y esta limitación hubo de ser luego aplicada también a sus más recientes semicolegas patricios. Y lo propio debe decirse de la censura, como ya queda advertido. Al aumentarse el número de puestos de la magistratura suprema y de la cuestura, varios de aquellos quedaron limitados a ejercer funciones solo en la ciudad, al paso que el poner restricciones jurídicas al círculo de los cargos de la militia era opuesto a la esencia de la magistratura romana, esquivándose el hacerlo hasta en tiempos posteriores con pocas excepciones, prefiriéndose con frecuencia nombrar particulares funcionarios para el manejo de tales asuntos. La denominación de urbani, que se aplicaba a algunos magistrados, parece que no significó desde luego que tales funcionarios administrasen los negocios de la ciudad, sino la obligación impuesta a los mismos, al revés de lo que sucedía con sus colegas, de no abandonar Roma mientras durasen sus funciones.
IV. Nombramiento de los magistrados
Como la comunidad es eterna, claro está que se necesita una representación igualmente eterna e ininterrumpida de la misma. Pero la exigencia teórica no puede ser completamente realizada en la práctica: cuando la fuerza de los hechos da origen a interrupciones en la continuidad jurídica, entonces las lagunas que se produzcan en la sucesión de las magistraturas determinadas por la ley se llenan por medio del mando en estado de necesidad, de la propia suerte que cuando las personas carecen de protección jurídica se colma este vacío por medio de la legítima defensa. Así en el régimen de la ciudad como en el de la guerra, cuando no hay persona alguna llamada al desempeño de una función, o el llamado se niega a desempeñarla, todo ciudadano está autorizado para ponerse al frente de los demás y dar aquellas reglas que la necesidad reclama; pero son llamados con preferencia para llevar esta dirección los hombres más notables, esto es, los Senadores en la ciudad y los oficiales del ejército en campaña. En el orden militar, sobre todo luego que los romanos llegaron a tener organizada una jerarquía de jefes y oficiales, aconteció esto con frecuencia con respecto a las divisiones de tropas que se quedaban sin guía por falta del depositario del imperium a quien había correspondido antes esa dirección, pues tal depositario solía ser único; pero aun en el propio régimen de la ciudad se sintieron también semejantes lagunas y se conoció semejante modo de llenarlas espontáneamente, v. gr., al aparecer Aníbal ante los muros de Roma, en la catástrofe de los Gracos y en otras ocasiones análogas de trastorno, en las cuales alternaron seguramente el uso y el abuso, como siempre sucede al emplear la defensa propia. El orden jurídico de la comunidad no pudo desconocer que existían estas situaciones excepcionales y regularmente transitorias; pero ese orden jurídico solo se cuidó de exponer las reglas relativas a los cambios normales y ordinarios de representantes, esto es, las normas pertinentes a las variaciones de los magistrados.
La continuidad ininterrumpida que exige la representación de la comunidad no existe sino en la suprema magistratura permanente, que es donde, propia y esencialmente hablando, la representación está concluida, perfecta. Aquí, la continuidad dicha es independiente del cambio de la persona, sea que este cambio se verifique por la muerte del que ocupa el cargo, cuando el cargo es vitalicio, sea que tenga lugar por haber transcurrido el tiempo necesario, como acontece en los cargos anuales; es no menos independiente también del cambio de denominación, en cuanto los diferentes depositarios de la magistratura suprema: el rey, el interrex, los cónsules y los distintos magistrados que temporalmente ejercían el poder consular, formaban todos ellos una cadena que no sufría interrupciones. — Los magistrados permanentes inferiores, como los cuestores y los ediles, también formaban una serie análoga; sin embargo, como durante el interregno las magistraturas inferiores quedaban en suspenso, esa serie no era ininterrumpida; ni necesitaba tampoco serlo, porque estas magistraturas subordinadas no llevaban aneja la perpetuidad de la representación de la comunidad. — Otra cosa sucedió con el tribunado del pueblo, por cuanto la plebe quiso formar un Estado por sí misma y reclamó al efecto una representación perpetua de ese Estado; faltole, no obstante, para ello una institución análoga al interregno, y la perpetuidad del tribunado solo pudo conseguirse de hecho, después de la interrupción producida por el decenvirato, gracias a un bien organizado y administrado orden de suceder en el cargo. — En las magistraturas ordinarias no permanentes, lo mismo que en todas las extraordinarias, la continuidad, o podía interrumpirse y se interrumpía, o en general no era necesaria.
La continuidad de la suprema magistratura, o, lo que es igual, la circunstancia de estar asegurada la inmediata reocupación de la misma tan luego como quedara vacante, dependía del Senado patricio, el cual, justamente para este efecto, se transmitió inalterable a la organización patricio-plebeya de la comunidad. Ahora, como de sus reuniones trataremos en el libro quinto (cap. II), al cual nos remitimos, nos bastará con indicar aquí que esta corporación, perpetuamente renovada y dispuesta para durar eternamente, llevaba, por decirlo así, el monarca dentro de sí misma. Es cierto que los miembros de ella no pueden ser considerados como reyes en el sentido ordinario de la palabra, porque el poder real exige unicidad en la persona que lo ejerce; pero en caso de estar vacante la monarquía, son llamados todos ellos, uno después de otro, como sucesores, estando limitada la soberanía de cada uno de ellos a una duración de cinco días. La serie de personas que en caso de vacante de la monarquía habían de ir ocupando esta se determinaba, bien por sorteo, bien — y este medio hubo de convertirse posteriormente en regla general — designando probablemente por votación al primer interrex, y ocupando el puesto cada uno de los siguientes por designación del antecesor, hecho lo cual, se interrogaba a los auspicios, y de esta suerte se obtenía para la elección el beneplácito de la divinidad. Como quiera que debe de haberse pensado que entre el imperium vacante y el establecimiento del primer interrex no podía darse jurídicamente tiempo alguno, y como para el procedimiento dicho no se daba plazo, claro es que habría de ponerse gran diligencia en cubrir el puesto vacío y en que la serie referida de personas no tuviera interrupciones o lagunas.
Pero esto no era un verdadero nombramiento de sucesor, sino más bien, como lo está demostrando la misma denominación del soberano por cinco días, una institución interina, preparatoria del establecimiento de la nueva magistratura. La forma jurídica al efecto consistía en la designación de sucesor hecha por el poseedor actual del supremo poder; el magistrado crea al magistrado. De este principio fundamental es de donde partió el derecho político romano, principio que, aun en los tiempos posteriores, pudo ser oscurecido, mas nunca abolido por completo. Mas es difícil que al soberano vitalicio se le concediera el derecho de nombrar a su sucesor, sino abdicando al mismo tiempo su soberanía: un nombramiento a plazo del sucesor, ni se aviene bien con la concepción jurídica general que tenía en los primeros tiempos el pueblo romano, ni puede tampoco conciliarse con el procedimiento interregnal. También puede haber contribuido a ello la idea religiosa, según la cual la necesaria desaparición del poder soberano del individuo y la consiguiente traslación del gobierno al Senado patricio de la comunidad extinguía las culpas que el soberano individual hubiere podido cometer, y el imperium pasaba puro y rejuvenecido al nuevo presidente de la comunidad. En cambio, el interregno era una institución perfectamente ideada y adecuada para el acto dicho. Es verdad que al primer interrex no era aplicable este sistema, porque para su instauración no podía ser obtenido el previo beneplácito de los dioses. Pero el segundo y cada uno de los siguientes estaban autorizados para y obligados a hacer que el puesto de la magistratura ordinaria fuera cubierto lo más pronto posible, observando al efecto los auspicios; tan luego como el nombramiento quedaba hecho, el magistrado entraba en funciones y cesaba el interregno. — La instauración exclusiva del magistrado por el interrex, tal cual nos la hacen suponer las organizaciones de la época de los reyes, hubo de cesar en los tiempos de la República, quizá a partir de los comienzos de esta, y entonces se confió a los mismos magistrados supremos el nombramiento regular del sucesor, con la correspondiente fijación del plazo que había de durar, como única compensación del perdido carácter vitalicio de su cargo; a la vez se les concedió el derecho de nombrar a sus colegas en los casos de vacantes parciales. Sin embargo, aún pudo seguirse aplicando subsidiariamente el sistema interregnal. El concepto de puesto vacante, en que el interregno estribaba, conservó para el caso su antiguo carácter de absoluto, no obstante la gran variedad y fraccionamiento que alcanzó la magistratura en los tiempos posteriores. No se consideraba vacante la magistratura mientras subsistiera un solo magistrado efectivo, y debe entenderse aquí esta idea en el más amplio sentido que luego se le dio, de tal manera que no solo los promagistrados y los magistrados de la plebe, sino aun los cargos inferiores tenían que hallarse totalmente vacantes para que el interregno tuviera lugar. Por medio de este exagerado rigor del principio, se destruyó sin duda alguna la esencia y el fin de la institución; pues cuando faltaban los cónsules y quedaban subsistiendo los pretores, o aunque no quedaran más que los cuestores, no solo se carecía de un puesto competente para el nombramiento de los cónsules hasta que al último de aquellos magistrados le pluguiera renunciar, sino que también se interrumpía la continuidad de la magistratura suprema, al menos en el último caso.
Todos los llamamientos de magistrados se hacían en la comunidad romana con arreglo al principio que acabamos de desarrollar respecto a la sucesión en la suprema magistratura; todos los magistrados, así los ordinarios como los extraordinarios, así los superiores como los inferiores, eran instaurados por la magistratura suprema. Solamente el cónsul, incluyendo en esta denominación aquellos poderes equivalentes al suyo que obraban en lugar del cónsul dentro del régimen de la ciudad, o sea los decenviros y los tribunos militares, el dictador, así como también el interrex y el pretor, eran los que tenían atribuciones para instituir o nombrar magistrados, mas no todos ellos con la misma amplitud. Este derecho solo al cónsul y al dictador les correspondía de un modo ilimitado; de suerte, que el primero podía nombrar al segundo y el segundo al primero. El interrex no tenía competencia más que para nombrar a los cónsules. Al pretor únicamente le correspondía el nombramiento de los magistrados inferiores; de manera que, en rigor — hubo excepciones, — no podía instituir ni un dictador, ni un cónsul, ni siquiera un pretor. Solo una vez, durante la confusión que siguió al asesinato de César, se establecieron funcionarios extraordinarios encargados de hacer los nombramientos de magistrados, y aun entonces se hizo, sin duda, anticonstitucionalmente, porque la competencia de la suprema magistratura ordinaria para el nombramiento de cargos públicos era considerada como un precepto constitucional, obligatorio aun para los Comicios. En los capítulos destinados a tratar del principado y de sus auxiliares, examinaremos hasta dónde correspondió al príncipe el derecho de nombrar funcionarios, o qué influjo le consentían las leyes ejercer sobre las elecciones de estos.
La colegialidad no tenía aplicación al nombramiento de que se trata: así como en la más antigua forma de nombramiento de los magistrados por medio del interrex se hallaba naturalmente excluida dicha colegialidad, así también el nombramiento hecho por los cónsules o por los pretores se ejecutaba solo por uno de estos, como por fuerza tenía que acontecer si se quería conservar rigurosamente el principio antiguo del nombramiento de los magistrados. En este punto no se concedió nunca al colega la intercesión. La suerte era la que decidía a quién correspondía el nombramiento, en el caso de que los colegas no se hallasen de acuerdo tocante al particular. Es probable que en los orígenes se considerara el nombramiento, sobre todo el de colegas y sucesores, más como un derecho que como una obligación de los magistrados; la Constitución no reconocía medio alguno para incitarles u obligarles a la ejecución de este acto, y parece que el magistrado competente estaba de derecho facultado para no hacer la elección que había de dar por resultado cubrir la vacante en un collegium incompleto, y cuando se tratara de nombrar sucesor, para provocar el interregno. La aplicación de esta regla a la dictadura tenía una importancia especial; pues si bien es cierto que el cónsul era quien nombraba al dictador y creaba una magistratura, por este solo hecho subordinada tanto a él como a su colega, sin embargo, siempre se reconoció que no había medio constitucional alguno para constreñir directamente al cónsul a hacer tal nombramiento. — Los demás magistrados no podían nombrar ni a sus propios colegas y sucesores ni a otros funcionarios. Claro está que los tribunos de la plebe tenían, con respecto al nombramiento de las quasi-magistraturas plebeyas, los mismos derechos que los cónsules respecto a las magistraturas efectivas.
Tratemos ahora de averiguar desde cuándo y hasta dónde dependió el derecho de nombramiento de los magistrados de los acuerdos de la ciudadanía, y cómo y dentro de qué límites se trasladó realmente desde la magistratura a los Comicios la facultad de crear funcionarios. La toma de la palabra de fidelidad, acto por el cual se reforzaba desde antiguo la obligación que los ciudadanos tenían de obedecer al magistrado supremo después que este había sido nombrado, no se puede considerar como un acto de cooperación de la ciudadanía en el nombramiento de los funcionarios, si bien indica que desde los comienzos la obligación que el ciudadano tuvo de obedecer al magistrado no era igual a la que el esclavo tenía de obedecer al señor, sino que era la de un hombre libre, obligado políticamente, sí, pero que se ha obligado por sí propio. Aquel cambio constitucional tuvo una importancia decisiva, tanto desde el punto de vista de los principios como bajo el aspecto práctico. La magistratura subsistió por sí misma mientras el antecesor tuvo derecho para nombrar al sucesor; pero cuando el derecho de nombramiento pasó a los Comicios, estos adquirieron la representación del poder de la comunidad, y el magistrado se convirtió en un mandatario o comisionado suyo. De esta manera se trasladó, pues, el centro de gravedad del régimen desde la magistratura a los Comicios; la ciudadanía se convirtió en soberana principalmente cuando se comenzó a elegir a los magistrados en los Comicios.
La tradición hace remontar hasta el nombramiento primero que se hizo de un magistrado, esto es, hasta el del rey Numa, la obligación que los magistrados tenían de interrogar previamente a los Comicios al hacer los nombramientos de que se trata; mas aquí tenemos, sin duda, una de las numerosas traslaciones y aplicaciones que la leyenda hace a los primitivos tiempos sagrados de lo que solo fue propio de las instituciones posteriores. Seguramente, el punto de partida de la evolución fue el nombramiento libre del magistrado por el magistrado; el verdadero rey romano no procedía de la elección efectiva del pueblo, como tampoco procedían de esta elección el interrex, y más tarde el sacerdote que representaba formalmente la Monarquía, el rex sacrorum. Aquella obligación de interrogar previamente a los Comicios para el nombramiento de los magistrados hubo de comenzar por ser excepcional, yendo la ciudadanía patricio-plebeya conquistando y arrancando un puesto tras otro de manos de la nobleza dominante, hasta que por fin las excepciones fueron tantas que se convirtieron en regla general.
La obligación dicha no se hizo extensiva a la magistratura suprema en general, supuesto que hasta la época de las guerras de Aníbal vemos que se prolonga el nombramiento de dictador hecho por el cónsul sin la cooperación de los Comicios. La tenaz defensa de esta restricción, que explica suficientemente la índole del cargo, por el cual se somete por tiempo la ciudad al poder de un jefe militar, y así bien la desaparición de la institución tan luego como la misma no pudo sustraerse por más tiempo a la elección del pueblo, están demostrando bien claramente la no común importancia política que las elecciones populares alcanzaron. De un modo análogo a aquel como se procedió con la dictadura, hubo también de procederse con los altos auxiliares del dictador, es decir, con el jefe de los caballeros y con el prefecto de la ciudad (praefectus urbis); ninguno de estos dos altos cargos estaba sujeto a la elección del pueblo, pero andando el tiempo fueron abolidos, el últimamente nombrado (prescindiendo de ciertas supervivencias puramente formales), probablemente al establecerse el tercer puesto permanente de la magistratura suprema, o sea la pretura de la ciudad, y el primero, cuando la dictadura, a la cual pertenecía. Con la abolición de estos cargos, la magistratura suprema quedó toda ella, salvo el interrex, sometida a la elección comicial. No es posible resolver cuándo pudo comenzar a ocurrir esto con relación a la magistratura suprema ordinaria, al consulado y a la pretura. Como quiera que la tradición hace remontar la elección de los magistrados por los Comicios hasta la época de los reyes, y no habla de momento alguno en que la magistratura suprema ordinaria nombrase libremente a los magistrados, no puede aducirse como testimonio para resolver la cuestión la circunstancia de que el consulado vino a la vida con la República misma; el cambio se verificó quizá más tarde, pero en todo caso antes de la época de la tradición propiamente histórica. — Tampoco puede resolverse la cuestión de si la ciudadanía contribuyó desde antiguo, por la elección, al nombramiento de los tribunos del pueblo; lo único que sabemos es que posteriormente, mientras los Comicios intervenían en toda elección para la magistratura suprema, hasta en el nombramiento de los puestos vacantes en los casos de magistraturas colegiadas incompletas, a los tribunos del pueblo se les siguió reconociendo por largo tiempo el derecho de nombrar libremente, en tales casos, a sus colegas, o sea el derecho de cooptar, que es como se llamaba este acto.
Pero la obligación impuesta a la magistratura suprema de contar con la cooperación de los Comicios para la designación de colegas y sucesores, se hizo bien pronto extensiva al nombramiento de los funcionarios auxiliares. Esta tendencia, manifestada en la época republicana, fue limitando cada vez más la elección de los auxiliares, libre en los orígenes, hasta que concluyó por abolirla, o poco menos, con respecto a los auxiliares de los altos cargos. El primer paso dado por este camino lo representa la obligación de interrogar a los Comicios para el nombramiento de cuestores, y se dio hacia los tiempos del decenvirato; los demás los indicaremos en el siguiente libro al tratar de cada magistratura particularmente. Con esto desapareció el concepto primitivo de la magistratura, esto es, el concepto del poseedor del imperium, el concepto del que hasta ahora se había considerado como el único representante inmediato de la comunidad y el ministro para el desempeño de todas las funciones públicas particulares, convirtiéndose para lo sucesivo únicamente en el principal de los mandatarios de la comunidad; así como también la antigua contraposición entre el magistrado y el auxiliar del magistrado se cambió ahora en una antítesis entre el magistrado supremo con imperium y el funcionario inferior sin él. Que fue así, lo demuestra, por lo que a la terminología se refiere, el examen que más atrás queda hecho de la palabra magistratus, y lo demostrará objetivamente el estudio de las magistraturas en particular, que en el libro siguiente haremos.
El nombramiento de los funcionarios republicanos, que siguió correspondiendo a los Comicios en tiempo de Augusto, fue trasladado por Tiberio al Senado, y como este se formaba entonces de los individuos que habían sido funcionarios de la comunidad, aquel nombramiento pudo llamarse cooptación; sin embargo, como se indicará más adelante (lib. V, cap. V), en esos nombramientos tuvo una gran intervención, más o menos directa, el emperador, ya otorgando el empleo mismo, ya los derechos anejos a él. Los nuevos cargos creados bajo el Imperio, de los cuales trataremos en el capítulo referente a los funcionarios subalternos del emperador (lib. III, cap. XII), eran ordinariamente cubiertos por el emperador mismo; pero para una gran parte de los mismos, se exigía como condición jurídica el haber ocupado alguno de los puestos oficiales de la época republicana: así que la importancia real de la elección, sobre todo para el consulado y la pretura, estribaba menos en la época del principado en los cargos mismos, que en las esperanzas y en la expectativa que llevaban estos anejos.
La forma en que la ciudadanía cooperaba al nombramiento de los magistrados — la misma en que intervenía antiguamente en la obra legislativa — era la siguiente: el magistrado interrogaba a los ciudadanos, los cuales contestaban individualmente, siguiendo a este acto, que era la rogación, la proclamación del resultado obtenido y la publicación del mismo, o sea la renuntiatio. Pero es probable que la rogación cambiase de contenido, por cuanto la propuesta de la elección iba colocada primeramente en la pregunta, y más tarde en la respuesta. Aun cuando la tradición no nos dice nada de ello, parece que la iniciativa para preguntar a la ciudadanía la conservó el funcionario llamado a hacer el nombramiento; de manera que él indicaba a los ciudadanos las personas que creía debían ocupar el cargo, y los ciudadanos las aceptaban o las rechazaban. Pero en los tiempos históricos, el acto de la elección se verificaba diciendo el magistrado interrogante cuál era el puesto que había que cubrir, y dejando que los ciudadanos fuesen quienes eligieran las personas que debían ocuparlo. Tocante al procedimiento en sus detalles, nos remitimos a la organización de los Comicios, que en el libro V se estudia; aquí solo diremos que el voto público y oral siguió practicándose por largo tiempo, y que no fue sustituido por la votación secreta hasta el año 615 (139 a. de J. C.). El derecho que los magistrados tenían en un principio a nombrar a los magistrados hubo, pues, de quedar reducido al derecho de dirigir la elección en los Comicios, si bien todavía, gracias a la facultad concedida al funcionario encargado de esta dirección para examinar y comprobar las condiciones de los aspirantes, como se indicará en el próximo capítulo, y para inspeccionar el curso de la elección misma, no dejó de conservar aquel una esencial influencia sobre el resultado de esta. La renuntiatio era obligatoria para el funcionario que dirigía la elección, una vez realizada válidamente esta, aun cuando es verdad que no existía ningún medio para compelerle a efectuarla y que en algunos casos los que tenían que hacerla la negaron.
Por lo que al tiempo se refiere, en todos los cargos no sometidos al principio de la anualidad, la toma de posesión iba unida inmediatamente (ex templo) al nombramiento. Esta regla era aplicable al rey, al dictador, a los censores, a los magistrados instituidos para la fundación de colonias, etc., del propio modo que a los cargos anuales cuando por excepción se hubiera diferido el nombramiento hasta después de haber comenzado el año de funciones. Solo en casos raros y excepcionales tropezamos aquí con la existencia de intervalos entre el nombramiento y el comienzo del ejercicio de las funciones. Por el contrario, el nombramiento para los cargos anuales estaba sometido por derecho a la anticipación; es decir, que, según la manera de hablar romana, la creación o nombramiento tenía lugar en forma de designación, y entre esta y la toma de posesión mediaba cierto tiempo. Respecto a la duración de este período intermedio, parece que solo estaba determinado constitucionalmente que tenía que ser más corto que un año del calendario; pues la designación con intervalo mayor, tal como tuvo lugar singularmente después de la dictadura de César, era contraria al orden existente, desde el momento en que perjudicaba el derecho de nombramiento correspondiente a los magistrados que ocuparan después la magistratura suprema. Había, por lo menos, la costumbre de hacer los nombramientos para el año siguiente en la segunda mitad del corriente año; por lo tanto, la anticipación se limitaba, lo más, a seis meses. El fijar ulteriormente el término, quedaba al arbitrio del magistrado que hacía el nombramiento, a no ser que lo impidieran especiales disposiciones sobre el caso. Era usual en los tiempos antiguos nombrar para los cargos anuales después que los magistrados volvían de su mando de estío, por consiguiente, a lo más no mucho tiempo antes de transcurrir el año de las funciones; después, cuando los cónsules empezaron a funcionar regularmente en la ciudad todo el año, o sea probablemente desde la época de Sila, las elecciones de los magistrados anuales se hacían, por regla general, lo más pronto posible, esto es, en julio. De análoga manera se verificaban también las elecciones plebeyas.
V. Condiciones necesarias para el desempeño de las magistraturas
En la República romana, o por lo menos en los tiempos que nos son históricamente conocidos, no se obligaba a nadie a aceptar los cargos públicos; y para poder desempeñarlos bastaba desde tiempo inmemorial con poseer el derecho de ciudadano, pues así como este derecho implicaba la facultad de votar, así también suponía la elegibilidad. Pero en el curso del tiempo fueron apareciendo y desarrollándose numerosas trabas para ejercer los referidos cargos, por virtud de las cuales, aun existiendo el derecho de ciudadano, o se anulaba el nombramiento hecho, o se obligaba, o cuando menos se facultaba a los nombrados para rehusar el cargo. La diversidad de los impedimentos u obstáculos jurídicos de que acaba de hablarse se patentiza sobre todo en lo tocante a la dispensa de los mismos. Algunos eran tan absolutos, que en general no se admitía dispensa de ellos; otros podían ser dispensados por medio de una resolución especial del pueblo, debiendo advertirse que no se consideraba bastante para ello con el simple acto de la elección; y otros, finalmente, si bien autorizaban al magistrado que dirigía la elección para excluir de esta al candidato, no tenían, sin embargo, fuerza suficiente para anular una elección válidamente hecha. La tradición no nos da datos que nos permitan señalar detalladamente las diferencias que hubieron de existir entre estas varias categorías; por tanto, tenemos que contentarnos con establecer sencillamente los varios motivos de incapacidad.
1.º La carencia total o parcial del derecho de ciudadano impedía que fueran elegibles los hombres no libres y los extranjeros, las mujeres, los jóvenes hasta la edad en que adquirían la capacidad para el servicio de las armas y el derecho de sufragio, o sea hasta los diez y siete años cumplidos, los ciudadanos sin derecho activo de sufragio, por cuanto el pasivo depende del activo, y aquellos individuos a quienes se hubiese privado por sentencia penal de la elegibilidad, lo que acontecía singularmente en los últimos tiempos de la República.
2.º A la oposición de clases hay que atribuir el hecho de que, en los antiguos tiempos, ni los plebeyos pudieran ocupar cargos de la comunidad, ni los patricios tuvieran condiciones para desempeñar las quasi-magistraturas plebeyas. En el libro precedente hemos tratado de la casi completa abolición de los motivos de incapacidad nombrados en primer término. También era de esta clase la incapacidad del rey de los sacrificios para desempeñar un cargo público de la comunidad, por cuanto el rey patricio no sirve para este puesto. Y asimismo pueden mencionarse, desde la época de los emperadores Julio-Claudios, la incapacidad de los transalpinos y acaso la de los no itálicos en general.
3.º La falta de capacidad para los honores llevaba consigo la inelegibilidad. Esta incapacidad abarcaba a los que hubieran sido esclavos, a los descendientes de estos en primer grado y a los nacidos fuera de matrimonio legítimo; a las personas cuya posición social parecía incompatible con el desempeño de cargos públicos, sobre todo por tener necesidad de ganarse la vida; a las personas reprobadas a causa de una mancha moral. Pero estas condiciones, inseguras y vagas, tanto en su extensión como en la manera de ser comprobadas, dependían principalmente de las costumbres y, además, del arbitrio de los magistrados que hubieran de hacer los nombramientos. Por ley, o por costumbre que podía hacerse valer como ley, estaban excluidos de la elección aquellos ciudadanos que no pudieran indicar un padre o un abuelo. También estaban realmente excluidos los trabajadores asalariados, cifrándose y mostrándose en ello, no solo el orgullo del régimen de la esclavitud, sino también la vanidad y la gran soberbia de la aristocracia que gobernaba sin retribución alguna; pero quizás esa exclusión tuviera lugar, más aún que por vía de una disposición de ley, no haciendo en realidad caso de las candidaturas de semejantes individuos. En la época republicana no existían fundamentos legales para excluir a los individuos infamados; en los tiempos del principado es cuando se reconoció la infamia como causa de exclusión de los puestos públicos, tal y como se había fijado este concepto en el derecho civil para lo concerniente a la representación en los asuntos procesales. La condena por hurto o por otras análogas acciones deshonrosas, el haber sido marcado con mala nota por el censor, la degradación militar, y otros actos semejantes a estos, eran motivos que se tenían en cuenta para excluir de las candidaturas a los individuos en quienes esos motivos concurrían; ahora bien, los magistrados que tenían derecho a hacer el nombramiento eran los únicos que a su arbitrio podían decidir en cada particular caso si las mencionadas causas de exclusión existían o no existían.
4.º Probablemente en virtud de la ley villicia sobre los cargos públicos, dada el año 574 (180 a. de J. C.), solo se permitía llegar a ocupar esos puestos a los ciudadanos obligados al servicio de las armas, esto es, a los menores de cuarenta y seis años y útiles corporalmente, luego que hubieran prestado dicho servicio el número de años determinado por la ley, o también cuando se hubieran ofrecido a prestarlo. Posteriormente, quizá a partir de la época de Sila, se prescindió de este requisito, si bien todavía se exigió por la costumbre, como condición para ingresar en la carrera administrativa, el haber servido un año como soldado y un segundo como oficial. Desde los tiempos de Augusto se necesitaba para entrar en la cuestura el haber prestado servicio de oficial.
5.º No era permitido ocupar al mismo tiempo dos cargos públicos permanentes; el ser una persona elegida para la pretura la incapacitaba, por lo tanto, para presentarse a las elecciones edilicias de aquel mismo año. Los cargos públicos ordinarios no permanentes y todos los extraordinarios podían acumularse, ya entre sí, ya con los cargos permanentes.
6.º Desde antiguo se desaprobó, por constituir una infracción del principio de la anualidad, el que una persona ocupara un cargo público anual durante dos años consecutivos. La reiteración después de pasado cierto plazo, consentida en un principio, fue más tarde, desde comienzos del siglo V, limitada para el consulado a un plazo de diez años; luego fue totalmente prohibida: con respecto a la censura, a fines del siglo V, y con relación al consulado, en los primeros años del siglo VII; en tiempo de Sila se volvió a poner en vigor el intervalo de un decenio para el consulado. — Es probable que con respecto a los cargos inferiores no hubiera trabas jurídicas que se opusieran a la reiteración; de hecho, sin embargo, no se hizo uso de ella, supuesto que en tiempos posteriores, si los dichos cargos inferiores se adquirían, era la mayor parte de las veces solo para poder ascender a los cargos superiores. — Tocante al tribunado del pueblo, como los que lo desempeñaban no podían aspirar a otros cargos públicos, no solo estuvo permitida la reiteración, sino hasta la continuación. — Y con respecto a los cargos ejercidos fuera de la ciudad que llevaban anejo el imperium, fue frecuente en los últimos tiempos de la República el permitir la reiteración sin previo intervalo, bajo la forma de la prorrogación.
7.º Parece que a principios del siglo VI hubo de prohibirse el desempeño de distintos cargos públicos patricios anuales sin transcurrir un cierto período de tiempo entre uno y otro; la ley villicia dispuso luego que este período fuese por lo menos de dos años.
8.º En los tiempos antiguos no se conoció un orden jerárquico que hubiera de guardarse al ir ocupando los diferentes cargos, si bien lo regular era, claro está, que antes de llegar a desempeñar los que llevaban anejo el imperium, se ocuparan los cargos auxiliares y subalternos. Todavía a fines del siglo VI no era raro que después del consulado se ejerciera el tribunado militar; y aun cuando no era usual que después de haber ejercido un alto cargo se desempeñase otro subordinado, nada, sin embargo, impedía que así sucediera. Por el contrario, lo probable es que después de publicada la ley villicia el año 574 (180 a. de J. C.), se exigiese en los cargos patricios ordinarios el desempeño previo de la cuestura como condición para aspirar a la pretura, y el de la pretura para aspirar al consulado. Augusto comprendió en un solo grado, entre la cuestura y la pretura, las tres edilidades y el tribunado del pueblo, si bien esto no era aplicable sino a los plebeyos, y además instituyó con el nombre de vigintiviros un cierto número de cargos de entrada, los cuales constituían un grado inferior a la cuestura, y su desempeño previo era condición necesaria para el de esta. Como los dos grados ínfimos, de los vigintiviros y de los cuestores, estaban constituidos ambos por un número igual de veinte puestos, el tercero, de los ediles y tribunos, por diez y seis, y el cuarto, de los pretores, al menos por doce, para que hubiera posibilidad de elegir cuestores hubo que añadir una cierta cantidad de auxiliares, y con respecto a los demás grados apenas fue preciso apelar de un modo efectivo al derecho electoral. Parece que el fin de estas disposiciones fue hacer que, sin que se prescindiera de la forma de elección, en realidad se fuese ascendiendo grado por grado, dentro de un sistema normal, hasta la pretura. También al consulado se hizo extensivo esto, aunque en menor grado que a los cargos dichos, pues después de la división del año introducida en la época del principado, se nombraban cada año, primeramente cuatro, después, muchas veces seis, y no era raro que hasta más cónsules. — Con respecto a los cargos públicos ordinarios no permanentes, o sea la dictadura y la censura, poco a poco se fue fijando, no por ley, sino por la práctica una regla, según la cual solo podían aspirar a ellos los que ya hubieran sido cónsules. — Como ya queda dicho, los cargos reservados al Senado por la organización que Augusto estableció, quedaron regularmente sometidos en su desempeño al requisito derivado de la referida gradación. Y a este requisito no se faltó, por la agregación ficticia de cargos cuyo desempeño previo era indispensable (adlectus inter praetorios), sino en la época del principado, durante el cual se hizo gran uso de semejante medio, con el propósito sobre todo de quebrantar las limitaciones impuestas, por las mencionadas condiciones de capacidad, al derecho del emperador para nombrar magistrados.
9.º Las condiciones concernientes al servicio militar (4.º), al orden de ascender (8.º) y a los intervalos entre cargo y cargo (7.º), llevaban consigo, en cuanto se refiere a los dos grados de la magistratura suprema, pretura y consulado, ciertas limitaciones tocantes a la edad. El primero que probablemente exigió de una manera directa cierta edad para los cargos públicos fue Sila, a consecuencia de la abolición que él mismo hizo de las condiciones militares de capacidad, prescribiendo al efecto, como mínimum de edad para el ejercicio de la cuestura, la de estar entrado en los treinta y siete años, y sucesivamente, para la pretura, la de estar entrado en cuarenta, y para el consulado, estarlo en cuarenta y tres. De hecho, sin embargo, solo se respetaron los dos últimos límites de edad; en efecto, parece que, acaso para hacer un hueco en la serie obligatoria a los dos cargos de la edilidad y del tribunado del pueblo, los cuales no formaban legalmente parte de la serie, pero por costumbre se venían desempeñando después de la cuestura, se permitió que aquellos que hubieran sido declarados ya para ocupar alguno de estos dos cargos o ambos, pudieran entrar a desempeñar la cuestura tan pronto como empezara a correr para ellos el año treinta y uno de edad; esto es lo que luego se hizo de hecho regla general. Augusto rebajó los límites dichos, estableciendo probablemente como mínimo de edad: para la cuestura, el haber entrado en los veinticinco años; para la edilidad y el tribunado, que, como dejamos dicho, fueron incluidos por él en la serie obligatoria, el haber entrado en los veintisiete; para la pretura, el haber entrado en los treinta, y para el consulado, el haber entrado en los treinta y tres.
A estas reglas se atendía, pues, para saber si un ciudadano podía o no ser propuesto para ser nombrado magistrado por medio de interrogación hecha a los Comicios. La resolución de las cuestiones dudosas — en la mayor parte de los casos, los datos que hubiere que apreciar serían notorios, o fácilmente se podían adquirir los justificantes precisos — no correspondía al cuerpo electoral, sino que se defería al conocimiento del magistrado que dirigía la elección, quien empleaba al efecto un procedimiento administrativo. Por esto, evidentemente, es por lo que tenía que verificarse antes de la elección el anuncio o presentación de los candidatos y la admisión de los mismos (nomen accipere), debiendo advertirse que como a menudo se había tenido que resolver inmediatamente antes la cuestión relativa al magistrado a quien correspondía la ejecución de la elección, es claro que debía ser admitida alguna clase de comunidad en el procedimiento probatorio. Aquel candidato que hubiere omitido el presentarse como tal candidato al pueblo y no se hubiera cerciorado previamente de haber sido admitido, es claro que podía ser considerado como no capaz para ser elegido por el magistrado que dirigía la elección; pero este no era menos libre de admitirlo cuando no se le ofreciera duda alguna en cuanto a las condiciones de capacidad del aspirante; de esta manera se hizo no pocas veces la elección de los ausentes, aun sin que ellos lo supieran. Hacia fines de la República, la presentación hasta entonces usual de los candidatos empezó a ser prescrita por la ley, disponiéndose que hubiera de ponerse en conocimiento del magistrado veinticuatro días, por lo menos, antes de la elección; y todavía más tarde, quizá el año 692 (62 a. de J. C.), se mandó que esa notificación tuvieran que hacerla en Roma personalmente los candidatos. — La exclusión del candidato la verificaba el magistrado que dirigía la elección, considerando como no emitidos los votos que se hubiesen depositado a favor de aquel.
En la época del principado, las condiciones de capacidad para el desempeño de cargos públicos fueron radicalmente alteradas por haberse establecido una pairía a la que exclusivamente se concedió la opción a los mismos. Ya durante el gobierno del Senado, los cargos públicos, no obstante la formalidad de la elección en los Comicios, se habían hecho realmente hereditarios en las grandes familias; hasta cierto punto, la misma disposición de las cosas hizo que los miembros de dichas familias fueran los que ingresaran en la carrera política y ascendieran por los varios grados que la constituían, y que se naciera más bien que se fuera elegido cuestor, y en cierto modo también pretor y cónsul, a pesar de que todo ciudadano no infamado siguiera gozando en principio de la elegibilidad legal para los puestos públicos y de que en virtud de esto se estuvieran siempre añadiendo algunos elementos nuevos al plantel hereditario. Pero Augusto abolió aquel principio republicano, y el derecho de sufragio pasivo, que por largo tiempo les estuvo vedado, con relación a los cargos públicos superiores, a los individuos no senadores, gracias al orden jerárquico que había establecido la ley entre tales cargos, hubo de limitarse también ahora, con relación a los cargos públicos inferiores, a los descendientes agnaticios de los Senadores, con lo que se creó un orden o clase senatorial que tenía el privilegio, pero a la vez también la obligación legal de desempeñar aquellos cargos. En la pairía dicha podían ingresar, además de los descendientes de senadores, aquellos individuos a quienes el emperador concediese el derecho de pertenecer al orden senatorial (latus clavus); sobre todo a los jóvenes que por su nacimiento y sus riquezas eran idóneos para ingresar en la dicha pairía, se les abrió de esta suerte, por modo de excepción, sí, pero con mucha frecuencia, la carrera política. — También para el ingreso en la segunda clase de funcionarios, ahora nuevamente creada, se exigió como condición el pertenecer a la caballería; pero la concesión de esta dependía del beneplácito imperial, y por consiguiente, el emperador puede decirse que no reconocía limitaciones para elegir y nombrar magistrados.
VI. Colegialidad y colisión entre los magistrados
Bajo el nombre de colegialidad de los magistrados y de los sacerdotes, se designaba en el Derecho romano un concepto absolutamente distinto del que hoy se significa con la misma palabra, o sea el hecho de que a varias personas se hubiese encomendado por igual el desempeño de una función política única. Así como legatus es el depositario o portador de la lex, el que recibe una misión política, así también aquellos individuos que reciben conjuntamente un mandato del Estado son conlegae. Son requisitos esenciales para que exista la colegialidad, además de los indicados, esto es, que la comisión se reciba del Estado y que los que la reciban sean formalmente iguales, el que la misma no sea ejecutada por medio de un acto común de los comisionados, como acontece con relación a las tropas militares, sino por acto de uno solo de ellos, sin cooperación de los demás. El derecho privado no conoció el nombre, pero sí conoció un mandato común de la especie de la colegialidad en aquella tutela, correlativa en general con la magistratura, que tenía lugar cuando existían varios tutores, todos ellos con iguales facultades que los otros. La institución se nos presenta en toda su pureza en la más antigua forma de la misma, o sea en el gran colegio sacerdotal: cada particular augur verifica en nombre del Estado y para el Estado la inspección del vuelo de las aves, y cada acto de estos puede ser ejecutado igualmente por cada uno de los miembros del colegio. El concepto de que se trata comenzó bien pronto a aplicarse, singularmente a lo religioso, atribuyéndose la colegialidad a aquellas colectividades que, como por ejemplo, la de los Salios, no funcionaban sino en común; pero según el estricto sentido que originariamente tuvo la palabra, solo eran colegios, tanto de magistrados como de sacerdotes, aquellas colectividades cada uno de cuyos miembros tenía derecho a practicar por sí mismo, individualmente, todo acto de la colectividad, lo que no impedía naturalmente el que los mismos deliberaran y obraran colectivamente en determinadas circunstancias.
La colegialidad fue ajena a las primitivas organizaciones romanas, en las cuales dominaba el concepto de la unicidad de las entidades colectivas. En el interregno es donde se nos presenta con mayor relieve la unicidad del régimen originario, sobre todo, porque en estos momentos el Senado patricio se consideraba casi como un rey colectivo. Esa unicidad existió también en el régimen sacral de la República, sobre todo en el pontificado supremo, cargo este distinto, así por su origen como por su contenido, de la composición múltiple del collegium, cargo que continuó ocupando en el régimen republicano el poder monárquico religioso, el rey sacral. También en el derecho privado el poder propio del jefe de familia sobre las personas libres es unitario, y en la tutela, que es una de las formas de ese poder, no se admite una verdadera pluralidad de puestos, sino que lo único que sucede es que a los que concurren a ella se les considera tener iguales atribuciones. Aun cuando encontramos la colegialidad en las instituciones patricias, en las corporaciones de los pontífices y de los augures, en la primitiva jefatura corporativa de los caballeros, y aun cuando se trata de una colegialidad antiquísima, no puede considerarse como originaria; es una colegialidad hija del más antiguo synakismo, o sea de la transformación de la única comunidad de diez curias en la comunidad trina de treinta curias: un resto, o más bien un recuerdo de esta transformación consiste precisamente en haber continuado existiendo como comunidades separadas e independientes las que compusieron la comunidad única, no en verdad con derecho a regirse y gobernarse como lo creyera conveniente cada una de ellas, pero sí con derecho a tener todas participación en el desempeño de los más importantes puestos, así religiosos como militares. En todo caso aquí tenemos la prueba de por qué los maestros del Derecho romano no exigen absolutamente que la unicidad de la representación, así en el campo del derecho político como en el del privado, implique unicidad de persona representante; sino que, por el contrario, admiten la existencia de múltiples representantes con iguales atribuciones para una sola representación, no obstante que esto contradice la idea rigurosamente primitiva del poder y de que es quizá menos una simple consecuencia de los principios del derecho que una concesión hecha a las exigencias de la realidad.
La aplicación del régimen de la pluralidad de puestos a la magistratura suprema, y luego a los cargos y funciones públicas, es lo que generalmente se llama abolición de la Monarquía e introducción de la organización republicana. Las dos leyendas relativas a Rómulo, tanto la de los gemelos como la de la doble monarquía romano-sabina, han sido inventadas para demostrar el principio jurídico sobre que descansa la nueva organización, es decir, el principio de que la multiplicidad de puestos es también compatible con la magistratura suprema; pero una vez admitido este principio, no era posible seguir sosteniendo que el mismo no era aplicable teóricamente a los puestos inferiores y auxiliares; lo más que podía permitirse es que por motivos puramente prácticos dejara de realizarse. Las luchas que para la introducción de la organización nueva pudieron tener lugar, tanto con la espada como con las armas espirituales, terminaron; hasta donde nuestras noticias alcanzan, el principio de la colegialidad constituye un fundamento reconocidamente inatacable del derecho político republicano, aquel principio que por lo menos durante quinientos años influyó en la suerte del poderoso Estado, sin eficacia aparente, pero sin embargo innegable, y cuya total violación con el restablecimiento del régimen unitario es lo que se llama dictadura de César y principado de Augusto, y cuya señal exterior es la caída de la República. De la colegialidad en las organizaciones sacerdotales hemos tratado ya; réstanos ahora exponer cuáles fueron las aplicaciones que de ella se hicieron a la magistratura.
En la esfera de esta última no se introdujo el principio de la colegialidad en aquellas instituciones que traían su origen de la organización antigua y que en la práctica no admitían oposición ni injerencia, o sea en el interregnado y en la prefectura de la ciudad. Por el contrario, dicho principio aplicose por lo regular a todos los cargos públicos que nacieron con la República o dentro de ella, tanto a la magistratura suprema ordinaria, cuya denominación usual derivaba cabalmente de la colegialidad, como a todas las demás magistraturas, mayores y menores, ordinarias y extraordinarias; es más: aun en el nombramiento de aquellos funcionarios establecidos para realizar actos individuales, que solo podían ser ejecutados por un solo hombre, como el fallo en los procesos de alta traición y la dedicación, se adoptaba la forma de la colegialidad. De esta rígida sujeción a las fórmulas consagradas, solo pudieron escapar, entre todas las magistraturas republicanas, la dictadura y el cargo de jefe de la caballería, y aun estas estuvieron quizás sometidas a la colegialidad desigual, cuyo concepto examinaremos luego. El principio de que se trata se aplicó aun a los cargos subordinados y auxiliares, cuyos depositarios no se consideraban como magistrados. En la administración de justicia, donde por lo menos se consentía el dicho principio, se conservó siempre el antiguo jurado único, individual, y aun el tribunal de los recuperatores, que funcionaba, sin duda, haciendo uso del sistema de la mayoría de votos, no estaba sometido tampoco a la colegialidad. Por el contrario, el número de seis, que eran los jefes destinados a mandar las legiones, y el establecimiento de un doble centurionato, no eran otra cosa más que aplicaciones del dicho principio.
Aun cuando es condición esencial de la colegialidad la pluralidad de puestos, el número de los que habían de ser estos era cosa libre, no existiendo, por tanto, acerca del asunto, ninguna regla general valedera. La colegialidad de tres puestos de las organizaciones patricias dependía de que la Roma patricia era trina. En la comunidad patricio-plebeya, la colegialidad adoptó en un principio su forma más sencilla, o sea la de dualidad; por lo que al consulado se refiere, esta forma persistió por todo el tiempo de duración del cargo, y en cuanto a los demás cargos públicos patricios ordinarios afecta, como también a los cargos plebeyos, hay que decir que todos comenzaron por ser duales, si bien es verdad que, posteriormente, en la mayor parte de ellos se aumentó el número de los puestos. Singularmente en lo que se refiere al colegio de los tribunos del pueblo, el cual no podía invocar en apoyo de su eterna duración ningún fundamento orgánico, hubo de asegurarse la persistencia del cargo contra la contingencia de quedar vacante, aumentando bastante, y desde bien pronto, el número de los puestos. En los tiempos posteriores de la República, a consecuencia de la creencia en la virtud benéfica de los números impares, predominó en los cargos nuevamente instituidos entonces, y en los extraordinarios, la cifra de tres y la de cinco puestos.
Como quiera que, tratándose de cargos públicos que tuvieran varios puestos, cada una de las personas que los desempeñasen podía por sí sola, sin asistencia de las demás, practicar todos los actos necesarios para el desempeño del cargo, es claro que, desde el punto de vista jurídico, el hecho de que faltase uno o más colegas no tenía trascendencia. Si desde un principio no fuese cubierto más que uno de los puestos, o por muerte, o renuncia, o cese de algún colega mientras se hallara en funciones quedase alguna vacante, el único colega que permaneciese en el cargo podía, sí, cubrirla si le parecía oportuno, pero también podía quedarse él solo en plena posesión de todo el poder correspondiente a la función de que se tratara.
En principio, la colegialidad exige la igualdad de derechos entre los funcionarios que desempeñan un mismo cargo, por lo tanto igual título e iguales atribuciones (par potestas); y en efecto, así se aplicaba a los cónsules, ediles, cuestores, tribunos populares, y en general a la mayoría de los funcionarios ordinarios y extraordinarios. Una colegialidad con poderes desiguales o con desigual competencia era, en rigor, una contradicción en los términos. Después que el tribunal de los ciudadanos y el de los extranjeros fueron encomendados a dos pretores distintos, solo se pudo hablar de un mandato común para ambos en tanto en cuanto los dos puestos llevaban consigo otras atribuciones comunes de hecho a ambos, no en cuanto se refiere a la jurisdicción.
Hase admitido también la colegialidad entre depositarios del imperium con diferente poder (maior y minor potestas), por lo menos entre el cónsul y el pretor, y acaso también entre el dictador y el cónsul; pero los doctores del derecho político romano lo han hecho así con el objeto principalmente de poder atribuir también al pretor y al dictador, cuando menos de nombre, las condiciones generales de la colegialidad, que real y verdaderamente no les cuadraban. La diversidad de títulos que desde antiguo sirvió para diferenciar al dictador del cónsul, y la variedad de competencia de los pretores, y de estos con relación a los cónsules, establecida desde bien pronto, no pueden tampoco caber dentro del círculo de la colegialidad. Después mostraremos que el concepto de esta última no se mantuvo en toda su pureza y rigor originarios.
Como la colegialidad tendía a la vez a conservar y a impedir el pleno poder de los magistrados, claramente se comprende por solo esto que la misma no pudiera conseguir su fin, y que el ideal que con ella se perseguía en la época republicana solo aproximadamente pudiera realizarse. Así lo demuestra la manera de tratar y despachar los asuntos que con ella vino a introducirse. Este despacho podía tener lugar de tres modos: por cooperación, por turno acompañado de sorteo y del derecho de intercesión y, finalmente, por distribución de los negocios según las varias esferas de competencia. Lo que acerca del asunto conocemos se refiere principalmente a la magistratura suprema; los preceptos, sin duda esencialmente análogos a estos, que rigieron con respecto a las funciones inferiores son tan poco conocidos, que no tenemos más remedio que prescindir de ellos.
La cooperación hubiera representado la expresión perfecta de la colegialidad, en el caso de que hubiera sido posible. Varios magistrados podían mandar la misma cosa, pero solo uno era quien podía llevar a ejecución el mandato; la cooperación, pues, cesaba desde el momento en que se hacía uso del derecho de coacción que al magistrado compete. Así hubo de reconocerse en la práctica, como lo demuestra la circunstancia de que la cooperación no se admitía en el régimen de la guerra nunca, y en el régimen de la ciudad, en las funciones más importantes, a saber: en las jurisdiccionales y en el nombramiento de los magistrados. Para el edicto, para la proposición de ley, para la convocación del Senado, para la leva militar, se congregaban todos o varios colegas; pero es porque los límites del obrar colectivo se habían extendido a estos actos de un modo impropio e inconveniente. Ahora, dejando a un lado que por este medio se buscaba el dar en espectáculo a las gentes semejante palladium de la República, cosa, en general, muy propia del derecho político romano, hemos de advertir que el resultado práctico que con ello se consiguió fue el de hacer enteramente imposible la intercesión de los colegas (que pronto estudiaremos), por cuanto, obrando estos unidos, aquella no tenía razón de ser. Por otra parte, las cuestiones de etiqueta, por ejemplo, las relativas al turno en la presidencia del Senado, encontraron un terreno favorabilísimo para su desarrollo con este procedimiento.
La expresión verdaderamente práctica de la colegialidad se encuentra en la regla, según la que los asuntos divisibles eran despachados por turno, esto es, por el colega a quien le tocara funcionar en cada plazo de tiempo, y los no divisibles eran despachados por aquel colega a quien le tocaran en suerte; debiendo añadirse que los colegas podían también entenderse y obrar de acuerdo (comparare), igualmente que hacer uso de la intercesión, de que luego se hablará.
El turno lo encontramos en el más antiguo régimen militar y en la más antigua jurisdicción. Cuando el mando de la guerra se hallaba encomendado a dos jefes que funcionaban juntos y tenían las mismas facultades, turnaban diariamente en el ejercicio del mismo. De esta regla, a cuya acción entorpecedora y perjudicial debió Roma la derrota de Canas, se haría seguramente poco uso en la práctica. Se permitía la variación de este turno, acordándolo así los colegas, y entre los dos cónsules aconteció probablemente con frecuencia que el uno estuviera al frente de la caballería, el otro al frente de la infantería, siendo por lo tanto este quien daba las órdenes supremas. Además, el instituto de la dictadura era perfectísimamente adecuado para impedir la inoportuna dualidad del mando en el orden militar, y en los antiguos tiempos se hizo uso del mismo regularmente, con este objeto, siempre que la necesidad lo imponía. Finalmente, la división de las tropas y del campo de la guerra, división que ya estudiaremos, produjo probablemente desde bien pronto el efecto de impedir que fuera fácil que los jefes militares con iguales atribuciones ejercieran el mando juntos. — Mayor importancia práctica tuvo el turno en el régimen de la ciudad. La jurisdicción iba correspondiendo sucesivamente por plazos o períodos de tiempo proporcionados al número de los funcionarios que participaban en ella, y como los lictores iban también turnando con aquella, este turno debe referirse al ejercicio de todas las funciones públicas dentro de la ciudad. La jurisdicción civil fue organizada de otro modo por la ley licinia del año 387 (367 a. de J. C.); en todo lo demás continuó el turno, cuando menos como regla general. El convenio y el sorteo de los colegas solo se aplicaron a las funciones públicas de la ciudad para establecer el orden de sucesión con que correspondía actuar a los magistrados. No hay que olvidar los distintos efectos del turno sobre el ejercicio del imperium militar y del imperium en la ciudad; en el primer caso hay que obedecer al magistrado que no ejerza temporalmente el mando; en el segundo caso no hay que atenerse más que a la función. — Tocante al ejercicio de aquellos actos correspondientes a un cargo público, los cuales no consienten ni cooperación ni turno, v. gr., el nombramiento de sucesor, la suerte es la única que decide, a no ser que los concurrentes se pongan de acuerdo sobre el particular.
La tercera forma de despachar los asuntos, o sea el reparto de los mismos por esferas de competencia, excluye realmente la colegialidad, o la limita por lo menos al acuerdo mutuo indispensable para determinar el círculo de asuntos propios de cada colega. El acuerdo mutuo no era cosa que a estos se permitiese de una manera incondicional; no por ley, pero sí por costumbre con fuerza legal, se prohibía probablemente a los cónsules el ponerse de acuerdo para regir uno la ciudad y el otro los negocios de la guerra. En virtud de lo dicho más arriba acerca del íntimo enlace que por la Constitución existía entre ambas formas del imperium, el de la ciudad y el de la guerra, si bien es verdad que los dos cónsules no ejercían indistintamente el uno y el otro al mismo tiempo, también lo es que por regla general ambos cónsules participaban a la vez, uno al lado del otro, así en el imperium de la primera clase como en el de la segunda. Parece que con esta limitación se permitía que los colegas se pusieran de acuerdo para repartirse los asuntos y despacharlos contemporáneamente, cada uno los que le hubieran correspondido en el reparto hecho, lo mismo que se permitía ese acuerdo para variar el turno y no hacer uso del sorteo: una vez acordado el reparto de los negocios, se hacía primero la distribución de estos en grupos, y luego se podían sortear los grupos entre los colegas. Sobre todo en el régimen de la guerra, y por tanto, con relación a las tropas y a los distritos sometidos al mando (provinciae), hubo de ser frecuente el ejercicio simultáneo de varios mandos militares supremos, si bien parciales. En estas separaciones, relacionadas estrechísimamente con las medidas militares y políticas que anualmente habían de tomarse por acuerdo entre los magistrados y el Consejo de la comunidad, este último ejerció un influjo decisivo desde al instante sobre la distribución de los negocios, mientras que, por el contrario, una costumbre inveterada y fija no le consentía mezclarse en la adjudicación de los grupos o divisiones de asuntos a tal o cual persona, dejando en esto libertad a los cónsules para convenirse sobre el particular o hacer uso del sorteo.
La partición de los asuntos por mutuo acuerdo no era la expresión más perfecta de la colegialidad, pero sin embargo esta era la que le servía de base; por el contrario, cuando la ley determinaba la competencia de cada magistrado, la colegialidad se hacía ilusoria. Esto es lo que ocurrió con la magistratura suprema, cuando la legislación licinia creó un tercer puesto en ella, destinado en especial a la administración de justicia, y esto continuó ocurriendo en adelante, cuando se fueron sucesivamente instituyendo otros puestos para el mismo fin en la capital y en Ultramar, siendo substancialmente indiferente para el caso que esta especial competencia se hubiera otorgado a los funcionarios en el acto mismo de su elección hecha en los Comicios, cual aconteció al instituir el tercer puesto referido, o que la elección se hiciera para las jurisdicciones en general y luego cada una de estas se adjudicara a aquel de los funcionarios previamente elegido a quien le correspondiera por suerte, que es lo que tuvo lugar en muchos casos. El fundamento de la colegialidad de los magistrados supremos, esto es, el pleno imperium que cada uno de ellos gozaba, se conservó todavía nominalmente en estas instituciones, dado caso que a los dos primeros puestos de dicha magistratura no les fue negada la jurisdicción misma, sino tan solo su ejercicio, y al magistrado supremo añadido posteriormente a los otros dos tampoco dejó de pertenecerle el mando militar; lo que hubo fue que el ejercicio de este mando quedó neutralizado o localizado, ya porque al magistrado de que se trata se le prohibía salir de la ciudad mientras durase el tiempo del desempeño de sus funciones, ya también porque del mando militar solo podía hacerse uso en los territorios ultramarinos. Con estas disposiciones quedó, sin embargo, abolida de hecho la colegialidad de la magistratura suprema, originándose, por consiguiente, la llamada colegialidad desigual, antes mencionada, y que con más exactitud debería llamarse nominal.
Para introducir la pluralidad de puestos en los cargos públicos, no dejaría de tenerse en cuenta la consideración práctica de que la dualidad servía para hacer improbable la paralización de los asuntos, paralización que no podía menos de acontecer en el caso de que el magistrado estuviese impedido de funcionar, y que debía sentirse grandemente, sobre todo cuando se careciera casi del todo de representación. Pero el motivo capital de semejante introducción fue, sin duda alguna, la negativa consecuencia que la misma produjo, a saber: la debilitación de la extrapotente Monarquía y la consiguiente posibilidad de quebrantar el imperium, y en general, el poder de los funcionarios públicos. De hecho, el régimen antiguo de la unicidad de persona en la magistratura suprema envolvía tal peligro de que fueran desconocidos los derechos de la comunidad y la seguridad personal de los individuos, a causa del absoluto poder que correspondía a los reyes, que se veía con evidencia la necesidad de una reforma de principios encaminada en sentido contrario. La pluralidad de puestos dejó intacta la plenitud del poder, pero hizo posible el quebrantarlo. La materia del mandato mancomunado en el derecho privado no estaba organizada de la misma manera para todos los casos; así, en la tutela testamentaria bastaba con la declaración de un solo tutor, mientras que en la agnaticia se requería la de todos los tutores. En la colegialidad de los magistrados se siguió la línea media: bastaba con que uno solo de ellos diera el mandato o la orden, pero esa orden quedaba ineficaz con que uno solo de los colegas se opusiese a ella. De esta manera, sin debilitar cualitativamente el poder monárquico pleno, se le colocó en disposición de negarse a sí mismo, en disposición de que la injusticia que él mismo podía preparar fuese evitada por la intervención del colega.
La colisión entre los mandatos de dos magistrados, o sea el acto de contrarrestar y hacer inútil el mandato de uno de ellos por medio del mandato contrario de otro, que es lo que los romanos llamaron intercesión, podía tener lugar, bien entre dos funcionarios que se encontraran entre sí en la posición de superior a inferior (maior y minor potestas), bien entre los que se hallaran bajo un pie de igualdad. Ambas formas pertenecen a la época republicana.
La superioridad e inferioridad entre las magistraturas era incompatible con la originaria unicidad del cargo público; era tan imposible que un magistrado dejara sin efecto un mandato dado por un auxiliar o subordinado suyo, como que el mismo magistrado retirase su propio mandato, porque el derecho de mandar que el auxiliar tenía derivaba de su mandante. La subordinación de un magistrado a otro empezó a usarse con el instituto de la dictadura, puesto que el imperium del dictador hacía ineficaz el del cónsul; más tarde, cuando fue instituida la pretura frente al consulado, volvió a hacerse uso de una gradación análoga. La lugartenencia que en el régimen de la guerra se permitió pudo conducir al mismo resultado; pues, en efecto, cuando por excepción continuaba existiendo el lugarteniente al lado de los magistrados efectivos de iguales atribuciones, se le consideró como inferior a estos: el procónsul cedía ante el cónsul. Por otra vía se llegó también a la subordinación, y fue cambiando los auxiliares de la magistratura suprema en magistrados: el cuestor obedecía tanto al cónsul como al tribuno militar; pero después que empezó a recibir su mandato interviniendo la cooperación de los Comicios, esta obediencia se cambió en subordinación del magistrado inferior al superior.
La relación entre poderes iguales es precisamente la colegialidad que hemos estudiado. Por eso es por lo que al cónsul le corresponde la intercesión contra el cónsul, y al cuestor contra el cuestor; entre poderes de competencia desigual no puede existir colegialidad. La diferencia de rango no es subordinación; el censor es antes que el cuestor, pero no le preside ni puede anular sus órdenes.
El círculo de los funcionarios con facultad de ejercer la intercesión hubo de ampliarse por efecto del derecho especial reconocido desde muy antiguo por la Constitución a la plebe, esto es, por efecto del derecho de intercesión de sus tribunos. Aun cuando al tribuno no se le consideró en algún tiempo, y en rigor estricto nunca, como magistrado de la comunidad, y por consecuencia careció del derecho que los magistrados tenían para dar mandatos, sin embargo, se le concedió la facultad de oponer su veto a todo mandato que estos dieran; y esta intercesión tribunicia fue ejercida con tal extensión y tanta energía, que realmente se subrogó a la efectiva de los magistrados, condenándola al silencio.
La intercesión se derivaba de la idea, según la cual ambos funcionarios nombrados para desempeñar un cargo eran competentes para el acto en cuestión; y puesto que el no ejercicio de la intercesión se interpretaba como aprobación efectiva, es claro que la intercesión de los colegas puede referirse al concepto general de la cooperación. Queda, sin embargo, por averiguar si era o no considerado como competente el magistrado que en aquel momento no funcionara; ahora, esta concepción no se compadece en general con la intercesión ejercida por el poder más fuerte. También el dictador, el cual no ejercía jurisdicción civil, y el cónsul después que se le privó legalmente de ejercerla, tenían derecho de intercesión frente al pretor, lo cual era debido, tanto a que el derecho de los mismos era superior y más fuerte que el del pretor, como a que el imperium no podía menos de ser siempre virtualmente completo. Finalmente, el tribuno popular no tenía competencia, mientras que sí le correspondía la intercesión.
En el régimen de la guerra se hacía uso de la intercesión de distinto modo que en el régimen de la ciudad. Existía también en aquel régimen, y aun más firme que en este último, la gradación de poderes, esto es, la subordinación del pretor y del cuestor al cónsul; mas no tenían lugar en el mismo ni la intercesión colegial ni la tribunicia. Aunque es verdad que había algunas veces, por excepción, uno al lado de otro, dos jefes de la campaña con iguales atribuciones, también lo es que en tal caso tenía lugar, por precepto constitucional, un turno cualitativamente distinto del de la ciudad, turno que no consentía la intercesión. Por consiguiente, esta puede ser considerada como una institución privativa del régimen de la ciudad.
También en la ciudad sufrió la intercesión algunas limitaciones generales y muchas especiales, en vista de que su absoluta y puramente negativa eficacia envolvía graves inconvenientes y peligros. Al conceder la intercesión tribunicia, quedó excluida la posibilidad de interponerla frente al dictador, cargo que por su misma naturaleza no consentía tampoco la intercesión colegial; pero la razón de ello era ante todo impedir los ataques políticos, y por otra parte, aun cuando tal privilegio no fue expresamente abolido, sin embargo, parece que la dictadura no abusó de él jamás. Mayor importancia práctica tenía la limitación del campo sometido a la intercesión. No estaban sujetos a ella los actos que no fueran propios de los magistrados; sobre todo, no lo estaban las decisiones de los jurados, probablemente ni siquiera cuando, según el derecho posterior, estas eran dadas en el gran tribunal del Jurado bajo la presidencia de un magistrado; tampoco lo estaban aquellos actos de los magistrados que no causaban gravamen a los particulares ciudadanos, como los auspicios, el establecimiento del interrex y del dictador, y la confirmación de los actos del pueblo por el Senado patricio; tampoco lo estaban el registro formado por los censores ni las notaciones hechas por estos de la conducta de los ciudadanos, por la razón de que uno y otras carecían de eficacia jurídica inmediata. Por el contrario, estaba sometido a intercesión el acuerdo de los magistrados con el Senado y además todas las acciones preparatorias de las decisiones de este; sin embargo, había algunos asuntos exceptuados por medio de leyes especiales, v. gr., los acuerdos del Senado relativos a las provincias que habían de ser adjudicadas al mando de los cónsules en funciones de guerra; además, estaban sometidas a intercesión todas las disposiciones que dieran los magistrados que dirigían las discusiones de la ciudadanía, advirtiendo que en cuanto a la materia relativa a la elección de magistrados se admitía la intercesión tribunicia, mas no la colegial. Contra los acuerdos de la ciudadanía, ya se tratara de una ley, ya de una elección, no podía intercederse. Vese en todo esto el esfuerzo por dar a la intercesión la forma de nomophylaquia, pero no menos también la determinación arbitraria de los límites de la misma provocada por la lucha de clases. Sobre todo en la intercesión tribunicia, se ve bien marcada la tendencia a prevenir por este medio los abusos de poder de los funcionarios públicos, supuesto que al ciudadano oprimido o perjudicado por un mandato de los magistrados se le concedía el derecho de reclamar (appellatio) auxilio (auxilium). Así sucede en todos los actos de la justicia civil; así también en los administrativos del reclutamiento militar y de la percepción de impuestos; así, finalmente, en todos los que se refieren a la administración de justicia criminal dentro de la ciudad y al ejercicio del derecho de coerción. Ahora bien, en aquellos casos en los cuales el magistrado, tratándose del procedimiento administrativo, hubiera hecho la correspondiente consulta a los cuerpos nombrados para evacuarla (consilium), aun cuando quizá era permitida la intercesión, sin embargo, no era lo corriente que se interpusiera, porque entonces no podía ya suponerse que se tratara de un acto caprichoso del funcionario.
El procedimiento para la intercesión consistía sencillamente en privar de fuerza al acto realizado por el magistrado intercedido. Todo magistrado revestido de la facultad de intercesión tenía el derecho de hacerlo así. La oposición de los colegas producía efectos jurídicos, era firme, porque el acto de declarar inútil el acto del compañero no podía a su vez ser privado de fuerza y declarado inútil. La intercesión no necesitaba ser fundamentada; no se podía discutir jurídicamente de qué manera el funcionario que la interponía había podido llegar a convencerse de la oportunidad y conveniencia de la misma. Por lo que al tiempo respecta, la intercesión tenía que ir inmediatamente ligada al acto que la misma declaraba sin fuerza; si no por la ley, cuando menos por costumbre debió fijarse un plazo máximo dentro del cual hubiera que hacer uso de ella para que fuese eficaz.
La intercesión no implicaba un constreñimiento directo al funcionario contra quien se interponía para que se adhiriese a ella; como la colegialidad es lo que le dio vida, el cónsul intercesor lo único que hacía era quitar fuerza jurídica a la decisión del colega. Es probable que el fin primitivo de la institución fuera principalmente hacer que las sentencias judiciales injustas se tuvieran sencillamente por no pronunciadas. Tampoco la nomophylaquia de los tribunos populares era otra cosa que un simple derecho de casación. Pero en el procedimiento civil, sobre todo en las cuestiones por deudas, no debía ser ya suficiente, desde el punto de vista práctico, con la simple casación; y con respecto a la coerción, a la leva militar y a otros muchísimos actos de los magistrados, los efectos de la casación eran ilusorios, aun cuando, según es probable, ya desde antiguo la desobediencia contra la intercesión fuera punible criminalmente como una violación de las obligaciones oficiales o públicas. Por esto es por lo que, cuando la intercesión tribunicia, obtenida por elementos absolutamente revolucionarios, se añadió a la colegial, le fue concedido al tribuno intercesor el derecho, o lo que a la plebe le pareció un derecho, de impedir la desobediencia del magistrado, lo mismo que este impedía la del ciudadano. Lo propio se dice de todos aquellos casos en que la intercesión era ejercida por un poder más fuerte contra uno más débil, por cuanto frente al poder superior, los funcionarios inferiores se equiparan a los particulares individuos. En el capítulo dedicado al derecho de coacción y penal (libro IV, cap. II), haremos más indicaciones acerca de este punto.
VII. Ingreso en el cargo y cesación en el mismo
El cargo público era en Roma, por su propia índole, vitalicio; el interregno establecido junto a la más antigua magistratura, y cuya duración fija era de cinco días, tenía el carácter de puesto auxiliar, como lo prueba, sobre todo, el hecho de que al interrex no se tenía que prestar palabra de fidelidad. Todos los demás cargos, tanto de magistrados como sacerdotales, que encontramos en la época de los reyes, han de ser considerados jurídicamente como puestos auxiliares, sin una duración fijamente determinada por el derecho, pero revocables en cualquier momento. Cargo propiamente transitorio, no existía más que el de prefecto de la ciudad, establecido en el caso de ausencia del rey.
La abolición de la Monarquía consistió esencialmente, además de en la supresión de la unicidad de la magistratura, en la de su vitalicidad, y cuando una y otra cosa fueron restablecidas de nuevo, es cuando se dice que concluye la organización republicana. Era de esencia del cargo público republicano, así de los altos como de los bajos, de los ordinarios como de los extraordinarios, el tener fijados límites de tiempo independientes del arbitrio del magistrado que los ocupara. Es verdad que con relación a los cargos públicos extraordinarios revestidos de poder constituyente — que lo fueron, en los tiempos más antiguos, el decenvirato establecido para legislar, y en los posteriores, la dictadura de Sila con poderes para dar la constitución y la legislación a la comunidad, y las instituciones análogas de la época cesariana y de la de los triunviros — es verdad que con relación a estos cargos el magistrado era el que a su arbitrio fijaba la duración de los mismos, o bien no existió absolutamente para ellos un plazo, al cabo del cual cesaran en sus funciones los que los desempeñaban; pero hay que advertir que se trataba de circunstancias excepcionales, en las cuales estaba precisamente suspendida la organización política existente a la sazón, y que con ello no se hizo más que confirmar en principio el carácter de relatividad y contingencia de la República, dependiente de haber plazos señalados para ejercer las magistraturas.
El plazo señalado a los magistrados extraordinarios podía limitarse al desempeño de un negocio transitorio, como, por ejemplo, la consagración de un templo, la fundación de una colonia o el ejercicio de un mando militar. Pero como en este caso la terminación del cargo dependía, hasta cierto punto, del arbitrio del magistrado, tal forma se empleó exclusivamente para los mandatos que por su misma esencia no tuvieran carácter político, evitando el emplearla, por el contrario, cuando se tratara de comisiones importantes, sobre todo del ejercicio de un mando militar, o empleándola entonces bajo la forma de promagistratura, cuyos depositarios podían a cualquier hora ser relevados de sus funciones.
El señalamiento de plazo revestía la forma de fijación de un día final, siempre que se tratara de cargos públicos ordinarios, y la mayor parte de las veces también tratándose de los extraordinarios. Respecto a los ordinarios no permanentes y a los extraordinarios, el señalamiento del día final iba frecuentemente unido al mandato transitorio, de manera que el funcionario dejaba de serlo, o al terminar su misión, o al transcurrir el plazo fijado. Así, el interrex cesaba en sus funciones inmediatamente de hecho el nombramiento del rey, o cuando transcurrieran los cinco días de duración del cargo; el dictador, después de cumplida su misión, o pasados seis meses; los censores, una vez formado el censo, o a los diez y ocho meses. Se trata, pues, aquí de la fijación de un límite máximo de tiempo. Por el contrario, los magistrados permanentes seguían por lo regular en sus cargos hasta que finalizara el plazo de duración de los mismos, si bien no les estaba prohibido renunciarlos antes de que tal plazo se cumpliera. Ya hemos dicho que el señalamiento de plazos se aplicaba lo mismo al régimen de la guerra que al de la ciudad, pero que mientras en el régimen de la ciudad así el cargo como la función cesaban sencillamente con la llegada del término final de tiempo señalado a las mismas, en el régimen de la guerra estaba en parte prescrito, y en parte, a lo menos, permitido que se continuara ejerciendo, no el cargo, pero sí la función aun después de llegado ese término.
Si bien es cierto que no existía una regla general relativa a los plazos que habían de durar los cargos, sin embargo, lo que predominaba era la duración anual. Con relación a los cargos permanentes, este principio de la duración anual se aplicaba de manera absoluta, y en los casos en que por excepción se prolongaba el poder militar, no era permitido señalarle un ulterior término final más largo de un año. La prolongación del imperium de Pompeyo y de los posteriores depositarios del poder más allá de este término señala ya la agonía del régimen republicano.
El año de duración de los cargos públicos y los plazos señalados a los mismos se computaban generalmente con arreglo al calendario oficial, sin tener en cuenta ni el comienzo de ese año (1.º de marzo) ni la desigualdad real que había entre unos y otros meses y años del calendario; por consiguiente, todo plazo se contaba desde el día de la toma de posesión del cargo hasta el día correspondiente del mes o año posterior. No obstante, cuando se tratara de completar un colegio incompleto, valía como término final de duración para el colega que fuese elegido después el mismo señalado para el colega nombrado con anterioridad; y al día que los cónsules entraban en funciones parece que, por regla general, se acomodaban los demás funcionarios anuales, de suerte que en los casos excepcionales en que los pretores, y también los ediles y los cuestores, no empezasen a ejercer sus cargos al mismo tiempo que los cónsules, sino después, se retrotraía el momento de empezar a ejercerlos hasta aquel en que hubieren tomado posesión los cónsules. Por el contrario, el día del ingreso en funciones de los magistrados de la plebe, al menos el de los tribunos, era independiente del de los cónsules, donde vemos conservarse todavía una supervivencia de aquel antiguo Estado dentro del Estado que hemos dicho que los plebeyos formaban. La fijación por el calendario del día que les correspondía entrar en funciones a los tribunos del pueblo empezó a usarse desde bien pronto; luego que, por los motivos indicados, los tribunos referidos pudieron irse sucediendo sin interrupción, esto es, después de la caída de los decenviros, el día en que tomaban posesión de sus cargos fue fijado constantemente para el 10 de diciembre. Por el contrario, en lo que atañe a la magistratura suprema, el cómputo del año de funciones se fue por derecho alargando o acortando a medida que cada nueva pareja de cónsules retardaba su toma de posesión o apresuraba el abandono del cargo, lo cual vino a dar por resultado que ni los años de funciones formaban una serie fija, puesto que entre unos y otros se daban plazos de interregno, ni tampoco una serie de unidades iguales; las fracciones de los dos años del calendario que cada consulado abrazaba podían ser de diversa extensión, y en cuanto al momento de entrar en funciones, nada estaba determinado, si se exceptúa que, acaso por costumbre, los cónsules comenzaban regularmente a funcionar en los primeros días de mes (kalendae) o a mediados del mismo (idus). Esta manera singular de contar el año de duración de los cargos debió producir una gran confusión cronológica, sobre todo porque los años jurídicos se iban designando por los nombres de los magistrados, y a veces hasta fue causa de que se produjeran situaciones de verdadero malestar, principalmente porque los ejercicios y expediciones militares permanentes de la ciudadanía, verificados en la mejor época del año, apenas consentían que el cambio en el mando supremo pudiera verificarse durante los meses de verano. Parece, sin embargo, que ninguna alteración hubo de introducirse en principio sobre este particular hasta los comienzos de la guerra de Aníbal, en cuya época se fijó, por lo menos de hecho, para día de ingreso en los cargos el 15 de marzo; pero en el año 601 (153 a. de J. C.) se hizo nuevamente retroceder el momento dicho dos meses y medio, fijándolo en el 1.º de enero. Desde entonces los interregnos se computaron en el año de ejercicio del cargo y no se tuvieron en cuenta para hacer el cómputo del tiempo; y si en el curso del año de ejercicio quedaban vacantes ambos los puestos de cónsul, para lo que restaba del año se nombraba por elección posterior otra pareja de cónsules. En la época republicana, solo por excepción se distribuyó el año de duración del cargo consular entre varios colegios; pero desde los comienzos del principado, esta fue la regla, abreviándose, por otra parte, cada día más la duración de la función, de una manera irregular, sí, pero constante. Y se hizo esto a fin de aumentar el número de los consulares, o sea de las personas que habían sido cónsules, señaladamente el de aquellas a las que habían de limitarse los nombramientos hechos por los emperadores. No por eso sufrió alteración alguna en su esencia el año consular; la mencionada costumbre de fijar las fechas por los cónsules que ejercieran el cargo hubo de ser muy pronto abandonada, sustituyéndola la de llamar a todo el año por el nombre de los cónsules que lo fuesen el 1.º de enero. — Primero de hecho, y muy pronto también de derecho, el año del calendario fue identificándose con el mismo año consular, cuyo comienzo había sido fijado el 1.º de enero, sustituyendo al antiguo modo de empezar a contar el nuevo año desde marzo. Esta manera de contar el año la heredaron las generaciones posteriores, y es la que hoy subsiste en todas partes para dar comienzo al año nuevo. La pretura y la censura siguieron en este particular el ejemplo del consulado. Por el contrario, los cuestores, no sabemos desde cuándo, empezaron a tomar posesión el 5 de diciembre anterior; acaso fue debido el hecho a que pareciera conveniente que antes que el nuevo magistrado supremo entrase a desempeñar su cargo se hallaran ya en posesión de los suyos respectivos los principales de sus auxiliares y subordinados, a fin de que desde luego pudiera comenzar a utilizar sus servicios. El ingreso de los funcionarios en sus cargos tenía lugar siempre por derecho, no siendo necesario al efecto acto alguno especial de voluntad de los mismos. En los comienzos, este ingreso coincidía siempre y de una manera absoluta con el nombramiento o instauración del funcionario; más tarde la coincidencia tenía lugar también en principio: según la expresión romana, el ingreso en el cargo partía del acto mismo en que tenía lugar la elección (ex templo). Pero cuando se tratara de nombramientos hechos para un plazo determinado, había que esperar a que este plazo comenzara, lo cual formó la regla general para los funcionarios ordinarios permanentes en la época republicana.
Las solemnidades civiles y religiosas de que iba revestida la toma de posesión de los magistrados supremos, como eran la recepción de las fasces, el cumplimiento de los votos y promesas de sacrificios que se hacían año por año a los dioses por el bien común, la renovación de estos votos, la posesión del primer asiento del Senado sobre el Capitolio, el establecimiento y la ejecución de las fiestas nacionales latinas en Lavinium y sobre el monte Albano, no tenían significación esencial alguna desde el punto de vista del derecho político. Pero sí deben ser objeto de nuestro examen otros tres actos que también acompañaban al ingreso en funciones de los magistrados, a saber: la invocación de la aprobación divina para comenzar a desempeñar el cargo, la recepción de la palabra de fidelidad prestada por la ciudadanía y el acto de prestar juramento. Todos ellos tenían de común la circunstancia de que el magistrado no entraba en funciones por la realización de semejantes actos, sino que más bien estos presuponían ya verificada la posesión del cargo, estando el funcionario obligado únicamente a ejecutar esos actos tan pronto como le fuere posible.
El consentimiento de los dioses para dar comienzo al desempeño de un cargo lo invocaba el magistrado en la ciudad de Roma, al apuntar el alba, por medio de la inspección de ciertos signos (auspicia). Este precepto era aplicable a todos los verdaderos magistrados, sin distinción de rango, y por consiguiente, el acto de que se trata era un criterio o signo exterior que denotaba la magistratura; los subalternos y auxiliares, los cuales no tenían auspicios propios, no podían hacer la inspección referida, como tampoco los quasi-magistrados plebeyos. Según lo exige la misma naturaleza del acto, la inspección debía hacerse lo más pronto posible; por lo tanto, en aquellos casos en que el nombramiento y la toma de posesión del magistrado no constituían un mismo acto, debía tener lugar la mañana del primer día de entrar en funciones; y cuando los dos referidos actos coincidían, debía verificarse probablemente la mañana del siguiente día a aquel en que se entraba en funciones. Hubo de excusarse todo lo posible el deferir para más adelante la invocación a los dioses; y en los casos en que no se podía por menos de hacer uso del aplazamiento, como cuando se trataba, v. gr., del nombramiento de un dictador ausente de Roma, no por eso se suspendía el ejercicio de las funciones propias del cargo. En teoría, la negativa de los auspicios solo podía dar lugar a una obligación cierta, por parte de los magistrados, a resignar el cargo; en la práctica, sin embargo, no solo no se conoció ningún ejemplo de esto, sino que la bendición divina, en cuanto nosotros sabemos de semejante acto, era de tal manera prodigada, que los dioses garantizaban año tras año a todos los magistrados en general los más favorables signos, a saber: la luz que en el cielo sereno iba de izquierda a derecha, con lo que la inspección de las aves se convirtió jurídicamente en inspección del cielo (de coelo servare).
De análoga manera, el magistrado se hallaba obligado a recibir la palabra de fidelidad de la ciudadanía a la cual iba a presidir y dirigir. Tenía lugar este acto en la misma forma de pregunta y contestación empleada para ponerse de acuerdo en general, o sea para formar la lex, el magistrado y la ciudadanía, siendo, al efecto, congregada esta última en la ciudad o dentro de los arrabales, ordinariamente con arreglo a las divisiones de los ciudadanos por curias (lex curiata), pero también excepcionalmente, sobre todo cuando se tratara de funcionarios encargados de formar el censo, con arreglo a las divisiones militares por centurias (lex centuriata). Esta palabra de fidelidad era necesaria, lo mismo que los auspicios, a todo magistrado verdadero, mientras que no se le prestaba ni al interrex, que no funcionaba sino interinamente, ni a los sacerdotes, ni a los jefes de la plebe; aquellos magistrados que tenían facultades para interrogar a la ciudadanía recibían la palabra de fidelidad de esta, tanto para sí mismos como para los no facultados a hacer esta interrogación. Preguntábase si se prestaba la obediencia exigida por la función que se iba a desempeñar, no pudiéndose menos de dar contestación afirmativa, por cuanto el ciudadano se hallaba ya obligado a esta obediencia por el hecho mismo del nombramiento de la magistratura, y esta obediencia debía ser prestada tanto al interrex, a quien no se daba palabra de fidelidad, como a los magistrados facultados para este acto fortalecedor de sus poderes. Por esto es por lo que tal acto se verificaba regularmente por las curias, aun después que a estas se las privó de la facultad legislativa. A la idolatría de las formas, a que se llegó poco a poco a medida que fueron corrompiéndose y disgregándose realmente los antiguos organismos, es a lo que obedeció el que al final de la República se disputase a los magistrados el derecho de convocar la ciudadanía para elecciones y para ejercer imperium militar y jurisdiccional antes de haber recibido la palabra de fidelidad. En esta misma época, el acto de que se trata hubo de reducirse a ser una mera formalidad, puesto que no solamente se hacía a la vez para todos los magistrados anuales, sino que cada una de las divisiones o grupos votantes era representado al efecto por uno de los oficiales pertenecientes a la magistratura.
En el organismo político de Roma no existía una verdadera obligación de que los magistrados prestasen juramento. Era, sí, usual que en las diferentes elecciones, el magistrado que las dirigía, antes de hacer el nombramiento del elegido, recibiese de este juramento de que había de desempeñar a conciencia y escrupulosamente el cargo; pero semejante requisito no era jurídicamente necesario. En los dos últimos siglos de la República se prestaba juramento después de tomar posesión del cargo, pues al efecto, algunos acuerdos del pueblo prescribieron al futuro funcionario la obligación de jurar dentro de los cinco días siguientes a aquel en que comenzase a ejercer sus funciones, so pena de perder el puesto. Este modo de jurar por medio de un acto legal la observancia de cierto número de preceptos legales llegó poco a poco a adquirir el carácter de juramento de los magistrados, sobre todo, después que en el mismo fueron incluidos, primero algunos preceptos de César, y luego los de los emperadores en general.
Se cesa en el cargo público igual que se entra en él, es decir, por ministerio de la ley en el caso de que el transcurso del plazo de duración del mismo envuelva semejante cesación; por el contrario, cuando el magistrado cesa antes de tiempo, por haber despachado el negocio que le fue encomendado, o por otros motivos, claro está que debe declarar públicamente que lo resigna. También era usual, en el primer caso, que el magistrado, inmediatamente antes de cesar, se despidiera solemnemente de la ciudadanía y asegurase ante ella, mediante juramento, que no había obrado a sabiendas contra las leyes; pero ni este acto era necesario, ni producía ninguna consecuencia jurídica. Al funcionario no podía constreñírsele a renunciar el cargo contra su voluntad antes de que llegase el término de duración del mismo; al menos antes del siglo en que agonizó la República, aunque a menudo se excitaba a los magistrados a que abandonasen su puesto antes de finalizar la duración de este, no se llegó nunca a privarles formalmente del mismo. La originaria igualdad de derechos de la magistratura y de la ciudadanía envolvía también, en principio, la imposibilidad de que, cuando menos los magistrados supremos, fuesen destituidos. En los tiempos posteriores de la República, cuando la soberanía del Estado pasó a los Comicios, fue sin duda permitido, en teoría, la abrogación de los cargos públicos por el medio indicado, del cual se hizo uso también, en efecto, algunas veces. Los magistrados superiores podían también impedir a los inferiores el ejercicio del cargo; pero como no eran ellos los que se lo habían concedido, no podían privarles del cargo mismo; solo el jefe de la caballería, cuya posición oscilaba generalmente entre la de los magistrados y la de los subalternos y auxiliares, era el que podía ser removido de su puesto por el dictador.
Con la cuestión del cese del magistrado se enlazan las de saber: 1.º, si, y hasta dónde, pierden eficacia, con la cesación, los actos que como tal magistrado hubiera ejecutado; y 2.º, si, y hasta dónde, se halla este obligado administrativamente a rendir cuentas y sujeto a responsabilidad judicial por tales actos.
Claro está que el cese del funcionario no afecta en general a los actos válidos que este hubiere ejecutado como tal, porque dichos actos son, en el sentido jurídico, actos de la comunidad. Están, sin embargo, exceptuados de esta regla los actos dependientes del arbitrio personal del magistrado, permitidos jurídicamente, mas no prescritos. El derecho del magistrado a dar comisiones y el de nombrar lugartenientes no extienden su acción más allá del plazo que duran las funciones del mismo; si el magistrado comitente cesa el día que le corresponde, la comisión no se transmite a su sucesor, y el lugarteniente del magistrado que cesa no es tampoco lugarteniente del que le sucede. De igual manera, las órdenes que el magistrado hubiese dado sin atenerse a un precepto legal (quae imperio continentur) solo le obligan y comprometen a él, no a su sucesor. Toda norma que proceda del arbitrio del magistrado, por consiguiente, todo edicto, para seguir teniendo vigor después que aquel cesa en sus funciones, tiene que ser repetido por el sucesor. Lo cual tuvo gran importancia, sobre todo en la evolución del procedimiento civil de Roma, por cuanto, según la concepción de este pueblo, el magistrado que guiaba y dirigía el pleito tenía amplias facultades para fijar lo que era el Derecho, y aun para dar a este una interpretación extensiva; mas por otra parte, esa amplia competencia encontraba una poderosa y esencial limitación en la circunstancia de que las reglas de derecho dadas por un magistrado perdían su fuerza cuando este dejaba de serlo y no eran obligatorias para su sucesor.
La obligación de rendir cuentas es contraria a la esencia de la magistratura romana. Ni el rey ni el dictador estaban sometidos a ella, y aun la ordinaria magistratura suprema solo lo estaba de un modo indirecto. Por ministerio de la ley estaban obligados a rendir cuentas los cuestores, como administradores de la caja del Estado; en un principio estuvieron sin duda obligados a rendirlas únicamente a sus mandantes, es decir, a los magistrados supremos. Pero desde el momento en que el nombramiento de los cuestores empezó a hacerse, no ya por un acto exclusivo de los magistrados supremos, sino con la intervención o cooperación de los Comicios, la rendición de cuentas cambió de carácter; desde entonces, los gerentes de la caja de la ciudad tenían que rendirlas a sus sucesores, y los cuestores encargados de administrar la caja de la guerra las rendían a la caja de la ciudad, con lo que se conseguía que las cuentas del año precedente fueran revisadas, en primer término, por los funcionarios del año siguiente, y después por el Senado. Como el cuestor administraba la caja en nombre del magistrado supremo, y en virtud de las indicaciones de este, es claro que aun cuando el cuestor era el que nominalmente rendía cuentas, en realidad quien verificaba la rendición era el magistrado supremo. Ahora, como la rendición solo se refería a las sumas recibidas de la caja de la ciudad, y las que tuvieran otro origen, sobre todo los dineros provenientes al magistrado supremo de las adquisiciones guerreras, no llegaban forzosamente a manos de los cuestores, es claro que la magistratura suprema, en su cualidad de jefe militar, estaba libre de la obligación dicha.
El funcionario público no era más ni menos responsable por los actos ejecutados como tal funcionario, ni casi de otra manera, que lo era cada particular individuo por sus acciones y omisiones.
El antiguo procedimiento criminal que dio origen a la provocación, esto es, tanto el primitivo procedimiento esencialmente cuestorial como el que hubo de desarrollarse por medio de los tribunos del pueblo, fue el que se aplicó lo mismo a los delitos cometidos por los funcionarios públicos en el ejercicio de su cargo, que a los actos de los particulares, aun cuando el último es el que en principio tuvo que ser el que ante todo se aplicara con suma frecuencia con relación a los individuos que habían desempeñado funciones públicas. El censor estaba exento de responsabilidad política por los actos ejecutados en el desempeño de su cargo, lo cual, al mismo tiempo que era una consecuencia de la índole propia de esta magistratura, puesto que para ejercer aquel debía proceder el censor discrecionalmente sin sujeción a preceptos taxativos, no constituía un privilegio legal.
Lo propio se dice del procedimiento civil, en toda su extensión, incluyendo los llamados delitos privados; todo ciudadano o no ciudadano podía entablar acción aun contra los funcionarios públicos por furtum e iniuria, en el amplio sentido que en Roma tuvieron estas palabras: hasta los comienzos del siglo VII de la ciudad, no hubo ninguna diferencia legal en este respecto entre el ladrón de bolsillos y el cónsul concusionario. En algún tiempo se hizo uso, para perseguir las concusiones de los funcionarios públicos, de una forma más rigurosa de procedimiento civil, y en la evolución ulterior de esta clase de proceso, que gradualmente fue reemplazando al antiguo procedimiento criminal, la circunstancia agravante constituida por desempeñar el delincuente funciones públicas, fue un motivo suficiente para que aun el procedimiento por defraudación de caudales públicos (la quaestio peculatus), el por traición a la patria y los demás relacionados con este (la quaestio maiestatis) se entablaran preferentemente contra los que abusaran o hicieran mal uso de las funciones públicas.
Únicamente en cuanto hace relación al momento en que puede pedirse la responsabilidad, es en lo que las consecuencias de la jerarquía de los magistrados produjeron desde luego una diferencia entre magistrados y particulares. Al magistrado no podía exigírsele en general responsabilidad alguna, ni ante sí mismo, ni ante un magistrado de poder inferior o igual al suyo; por consiguiente, al que no tenía sobre sí ningún superior, no podía exigírsele responsabilidad antes de que cesara en el desempeño del cargo. Esto no era aplicable a los funcionarios inferiores; pero tampoco se podía deducir regularmente querella contra los mismos sino cuando ellos lo consintieran, porque la protección general que se otorga a las personas ocupadas en la gestión de los negocios públicos, ante los obstáculos que un proceso les crearía, era también concedida a esos funcionarios inferiores.
VIII. Derechos honoríficos y emolumentos de los magistrados
En esta breve reseña no podemos hacernos cargo sino de los tres más importantes distintivos y derechos honoríficos de entre todos los que servían para caracterizar a los magistrados de la comunidad frente a los simples ciudadanos, a saber: las varas y hachas, la púrpura del vestido y la silla de magistrado. Ya hemos dicho que, aun cuando con algunas limitaciones, estos honores y distintivos eran comunes a sacerdotes y magistrados.
Las varas y hachas reunidas en haz (fasces) eran la expresión sensible del imperium de los magistrados, del derecho que tenían a la obediencia, y en caso de que esta no se les prestara, de la facultad de constreñir (coercitio) a ella, obrando en caso necesario sobre el cuerpo y la vida del desobediente; por eso los portadores de las varas y las hachas (lictores) iban por ministerio de la ley delante del depositario del imperium, y no podían menos de ir acompañando a este cuando se manifestase en público. Estas fasces eran al propio tiempo la señal que servía para distinguir el imperium militar del imperium ordinario de la ciudad; puesto que en la época republicana solo el cónsul, cuando estuviera al frente del ejército, y en la ciudad solo el dictador, eran los que podían llevar hachas. Las gradaciones de poder entre los diversos magistrados encontraban también su expresión visible en los lictores. El número normal de doce portadores de fasces — en estos organismos no tuvo representación el antiguo sistema decimal — expresaba el pleno poder tanto del rey como del cónsul, y en la organización de Augusto se le concedió también al príncipe. El número doble era, en los tiempos de la República, la expresión del poder eminente del dictador, y más tarde, según la característica innovación introducida por Domiciano, del del emperador. La mitad del número normal indicaba el poder del jefe de la caballería, poder en todo caso de magistrado supremo, pero inferior a los anteriores, y el del pretor que funcionase con imperium militar; el número de cinco, en los tiempos del Imperio, un mando militar del pretor, atenuado; el número de dos, el imperium del pretor en la ciudad, y en tiempos del Imperio, el de una serie de funcionarios entonces creados para Roma e Italia. Todos los funcionarios auxiliares, aun los censores, y con mayor razón todavía los quasi-magistrados plebeyos, así como carecían de imperium carecían también de lictores.
El magistrado vestía lo mismo que el ciudadano; pero el llevar en el vestido color rojo era una preeminencia y constituía el distintivo de la magistratura. Tenían derecho a este distintivo todos los magistrados autorizados para llevar lictores, y de entre los magistrados inferiores, lo tenían los censores y los ediles curules; no lo tenían los funcionarios de la comunidad que ocuparan rango más bajo que estos, ni tampoco los jefes o representantes de la plebe. También se revelaba en el traje, en la época republicana, la contraposición entre el imperium militar y el de la ciudad, puesto que el hábito rojo, que el rey podía usar tanto en el campo de la guerra como en la ciudad, se limitó ahora al imperium militar; el corto vestido de guerra de color rojo hubo de cambiarse en la banda del general (paludamentum), banda que más tarde, cuando el generalato fue un derecho reservado al emperador, vino a dar origen a la púrpura imperial. Fuera de la ciudad no se permitía el vestido rojo del magistrado; los que de entre estos tenían facultades para usar la púrpura, no llevaban en la ciudad más que una franja roja en el vestido blanco del ciudadano (toga praetexta). Únicamente cuando el magistrado victorioso era elevado al Capitolio, es cuando debía usar como distintivo dentro de la ciudad el vestido rojo de guerra y todos los ornamentos de la guerra y de la victoria.
Tocante a las relaciones públicas entre el magistrado y el ciudadano, se hallaba establecida la regla de que en general, cuando la índole del acto lo consintiera, el magistrado estuviera sentado y el ciudadano de pie. Lo cual se hizo extensivo aun a los magistrados auxiliares que tuvieran carácter de públicos, v. gr., a los jurados, y también a los quasi-magistrados de la plebe; pero cuando estos actuasen entre la multitud, se sentaban en bancos (subsellia). Por el contrario, el asiento propio, singular, era lo que distinguía a los magistrados, concediéndose aun al cuestor cuando estuviera ejerciendo oficialmente sus funciones. Los organismos superiores se caracterizaban por la forma del asiento singular. Verdad es que la silla respaldada, que acaso se usó como asiento del rey, desapareció en la época republicana; pero la silla curul, una silla portátil, de marfil, sin respaldo, de forma especial, les fue concedida, lo mismo que el borde de púrpura, tanto a los magistrados con imperium, como a los censores y a los ediles patricios.
Los derechos honoríficos de los magistrados, como por ejemplo el uso del título del empleo, no iban inherentes a la persona, sino al cargo; en la época republicana, ni a los que habían sido magistrados y ya no lo eran se permitió, por lo general, que continuaran haciendo uso de aquellos, ni tampoco se consintió que los usaran los no magistrados. Bien pronto, sin embargo, se hizo una excepción sobre el particular, consistente en que en las festividades públicas, en las cuales los ciudadanos llevaban las condecoraciones que les hubieren sido concedidas por servicios a la comunidad o por causa de esta, singularmente las coronas honoríficas, los que hubiesen sido magistrados pudieran usar en todo caso el traje de tales o el traje triunfal que anteriormente les hubiera correspondido, y, por lo tanto, a partir de entonces pudo empezar a ser considerado como un derecho honorífico vitalicio el uso de la praetexta. Todavía se concedió con mayor frecuencia el uso del traje de magistrado como vestido del cadáver en los funerales. — En la época republicana, solamente se concedieron los honores de magistrados a quienes no lo fueran, en el caso de que algún particular diese fiestas populares como las que los magistrados tenían que dar por obligación; en casos tales se solía conceder al particular que diera las fiestas, mientras estas duraran, no el uso del título propio de la magistratura, pero sí las insignias de esta, incluso los lictores. En los tiempos del Imperio, los derechos honoríficos que les fueron reconocidos a los magistrados después de haber cesado en su cargo (por ejemplo, los ornamenta praetoria), se concedieron también, por excepción, a personas que ni habían desempeñado cargos públicos, ni quizá los habrían de desempeñar nunca.
El servicio de subalternos y dependientes de los magistrados tenía una reglamentación fija, singularmente dentro de la ciudad. Los esclavos se utilizaron para servicios públicos, tales como los de conducción de aguas, incendios, servicio doméstico y otros usos; ciertos individuos libres no ciudadanos, del peor derecho (Bruttiani), fueron empleados en los últimos tiempos de la República como subalternos, fuera de Roma. Pero en la materia de relaciones entre los magistrados y los ciudadanos no se utilizaron hombres no libres ni extranjeros; aun el servicio de la caja de la comunidad estuvo confiado exclusivamente a hombres libres, hasta donde nosotros sabemos, no obstante que la administración de la caja en las familias romanas de los tiempos históricos se hallaba encomendada a los esclavos, y que el servicio de la comunidad estaba sin duda organizado conforme al modelo de la administración doméstica de las antiguas casas nobles; la diferencia obedecía a la circunstancia de que la administración de la caja de la comunidad podía envolver una responsabilidad mayor que la de las cajas particulares. Ciertamente, los que hubieran sido esclavos no estaban excluidos de este servicio de la comunidad, que era retribuido y que por lo mismo se consideraba como de categoría inferior, igual que todo otro servicio asalariado; pero la misma forma empleada para cubrir los puestos exigía que los libertos de los magistrados en funciones no pudieran desempeñarlo, si bien al magistrado supremo se le consentía que a un liberto que hubiese él tenido a su servicio doméstico lo ascendiera a criado o doméstico de su cargo público. El contrato que daba origen a tal servicio había de celebrarse durante el año de ejercicio del cargo, y por lo regular el magistrado que cesaba en sus funciones celebraba tal contrato para el año siguiente; de manera que cuando el nuevo magistrado empezaba a obrar como tal, ya se encontraba con los correspondientes subalternos, quedándole a él solo la facultad de ascenderlos. No solamente estaba permitido el nombramiento por segunda vez de una misma persona para el servicio, sino que, con relación a los subalternos dentro de la ciudad, esta repetición llegó desde bien pronto a convertirse en regla; de donde resultó de hecho la vitalicidad y hasta la comercialidad de los oficios de la capital y el espíritu exclusivista de cuerpo de los oficiales que los desempeñaban. Además de los ya mencionados lictores, se nos ofrecen entre los subalternos especialmente los mensajeros o enviados (viatores), destinados en un principio a llevar a conocimiento de las particulares personas las órdenes de los magistrados, y los pregoneros (praecones), destinados principalmente a dar publicidad a los acuerdos y preceptos que los magistrados superiores ordenaban para el público en general; para las atenciones y necesidades religiosas o sacrales había los trompeteros (tubicines), los polleros (pullarii), los inspectores de entrañas (haruspices) y otros servidores de diferente especie, retribuidos. Pero la categoría más importante y más saliente de subalternos la formaban los escribientes que prestaban sus servicios en el Aerarium (scribae), a los cuales se les daba el nombre de sus más inmediatos superiores, los cuestores y los ediles curules; pero de hecho, por lo mismo que no solo llevaban las cuentas del Estado, sino que además tenían en su poder las listas públicas y los documentos públicos en general, a quienes verdaderamente servían y auxiliaban era a los magistrados superiores, y en primer término a los cónsules. La materia toda de contabilidad pública estaba en manos de estos subalternos, que en realidad eran permanentes, y lo estaba, sobre todo, por la razón de que la cuestura era mirada como un cargo de entrada en la carrera, y además anual; y hasta qué punto es cierto lo que se dice, nos lo demuestra la circunstancia de que cuando el Erario anticipaba grandes sumas a los gobernadores provinciales, estas autoridades, además de los cuestores que habitualmente tenían adjuntos, habían de tener a su lado dos escribientes de cuestor, con el objeto de que vigilasen e inspeccionasen en las provincias la distribución y el empleo que a ese dinero se daba.
La comunidad pagaba las prestaciones que se le hacían, siempre que las mismas arrancaran de algún contrato especial, como acontecía, por ejemplo, con los empresarios de las obras públicas y con los lictores. También por el servicio militar se pagaba una compensación; este pago se hacía antiguamente por los distritos, pero bien pronto quedó a cargo de la caja de la comunidad. Igualmente, al funcionario público que prestare al propio tiempo servicio militar, podía concedérsele un sueldo, y aun el alto sueldo del caballero; en Roma no se conocía, sin embargo, un sueldo especial asignado a los oficiales de ejército, y hasta es posible que ocurriera que aquellos oficiales que fueran a la vez magistrados estuvieran justamente obligados a prestar el servicio de las armas gratuitamente. Fuera del sueldo, el servicio de la comunidad no producía al que lo prestaba ni rendimientos ni pérdidas patrimoniales. Esto de derecho, pues en la práctica ocurrieron muchas veces una y otra cosa: pérdidas y desembolsos, principalmente en el servicio de la ciudad; ventajas y rendimientos, en el servicio de fuera de esta.
Con respecto al desempeño de los cargos públicos dentro de la ciudad, hubo de establecerse en general la siguiente regla: que los desembolsos necesarios para tal desempeño corrieran a cuenta de la caja de la comunidad, y que los rendimientos que el cargo produjese se ingresaran en esa misma caja. Esta regla dejó, sin embargo, de aplicarse muy pronto en lo concerniente a las fiestas populares, cuando las mismas tenían que ser dadas por los magistrados. Muy luego hubo de ocurrir, o acaso venía establecida de antiguo la costumbre de entregar a estos la caja de la comunidad una suma fija para tales fiestas, sin exigirles cuentas de su empleo, ni la entrega del sobrante, como tampoco se les reconoció derecho a pedir suplemento de gastos; por lo tanto, hubiera pérdidas o ganancias, unas u otras eran de cuenta personal del magistrado que daba la fiesta. Esta suma, a lo menos en los tiempos históricos, era tan insuficiente, que los magistrados no tenían más remedio que suplir la falta con recursos propios, y aun cuando este suplemento era considerado legalmente como un donativo gratuito, la verdad es que hubo de convertirse en algo esencial a la institución misma. Posteriormente, la porfía y el pugilato por apoderarse de los cargos públicos fueron cada vez mayores; el abuso del suplemento dicho, para suplir a expensas propias los gastos necesarios a la celebración de las fiestas populares, llegó a connaturalizarse con las costumbres; las elecciones para los puestos públicos se consideraron en cierto modo como una puja de ofertas y contraofertas: en esto consistió una de las principales palancas de la plutocracia de los tiempos ulteriores de la República. El Imperio puso fin a esta ambición insana.
Los magistrados y los comisionados que la comunidad tenía fuera de Roma obtenían los fondos necesarios para el desempeño de sus funciones, parte recibiéndolos en dinero de la caja del Estado, que la mayoría de las veces los prestaba en forma de anticipo, determinando o no, según las circunstancias, el empleo que se les había de dar, y parte acudiendo al derecho de requisición que a tales funcionarios se les concedía: con lo que estos, en principio, ni tenían que pagar nada de su bolsillo, ni tampoco lo recibían. De hecho, no obstante, aun prescindiendo de las concusiones y de las coacciones propiamente dichas, los magistrados se aprovecharon de esta última facultad para utilizarla en su propio y exclusivo beneficio. Además, se les permitió, con mayor amplitud aún, el atender a las necesidades propias con una indemnización en dinero, que regularmente redundaba en provecho suyo, y que era muy subida. De esta clase eran las cantidades asignadas para viajes a los embajadores de la comunidad (viaticum), los gastos de equipo concedidos a los gobernadores de las provincias (vasarium), las pensiones diarias señaladas a los subordinados y auxiliares por sus superiores (cibaria), del propio modo que las análogas, consideradas justamente como gratificaciones, concedidas para sal (salarium) y para vino (congiarium), y que el magistrado supremo tenía derecho a incluir en las cuentas que rindiese. Por esta vía principalmente, la nobleza romana de funcionarios utilizó el poderío y el florecimiento del Estado para su enriquecimiento personal, lo que, unido a la especulación mercantil introducida en los cargos, fue la causa de que la nación dominadora se viese sometida a la prepotencia financiera. Pero también aquí penetró vigorosa y diligentemente la obra del principado, sustituyendo por otro el antiguo sistema, vicioso y degenerado por los abusos; al efecto, abolió el carácter gratuito que en principio correspondía a los magistrados que funcionaban fuera de Roma y les señaló un elevado sueldo.
IX. Lugartenientes, auxiliares y consejeros
El derecho que los magistrados tienen de dar órdenes para los ciudadanos, tanto pueden ejercitarlo ellos mismos, de un modo inmediato, como mediatamente, esto es, por intermediarios, por mandatarios. Esta última forma da lugar, por un lado a la actividad de los auxiliares y los subalternos de los magistrados, y por otro a la de los lugartenientes de los mismos. En general, no es posible el desempeño de las funciones públicas sin servirse al efecto de auxiliares y cooperadores. En Roma se distinguían, no terminológicamente, pero sí en realidad, los auxiliares de rango superior y los de rango inferior, o dicho con más propiedad, los auxiliares que funcionaban sin recibir retribución alguna, el carácter predominante de cuya actividad era el cumplimiento de una obligación cívica, como por ejemplo, los jurados y los oficiales del ejército, y los auxiliares pagados, como lo eran los apparitores y los soldados. Los organismos de que estos auxiliares formaban parte fueron creciendo y desarrollándose a medida que la comunidad iba adquiriendo su especial estructura; de manera que su estudio no puede tener un lugar aparte en el derecho político general, sino que, por ejemplo, de los jurados debe tratarse cuando se estudie el procedimiento, y de los soldados cuando se hable de la guerra. Además, los altos puestos de auxiliares deben ser también examinados en buena parte en otros sitios y bajo otros respectos, por cuanto ellos son los que vinieron a dar lugar a la magistratura inferior, desprovista de imperium. Con todo, el derecho de dar órdenes mediatamente no puede menos de figurar en el tratado general consagrado al examen de la magistratura. Entre las más antiguas y fuertes limitaciones del poder de los magistrados se hallan, por un lado, la prohibición legal a estos de la facultad de dar mandatos o hacer delegaciones, y por otro, la imposición por la ley de esa misma facultad; en esto es en lo que principalmente estriba la contraposición entre el poder real y el de la magistratura republicana, tal y como los romanos lo concebían; y de igual modo, la antítesis entre el imperium de la ciudad y el de la guerra tenía ante todo su expresión práctica en la distinta manera de ser considerados los lugartenientes y los auxiliares. Para conocer las relaciones existentes en la comunidad romana entre la independencia de los magistrados y el poder de los subalternos y auxiliares, o sea la burocracia, es también necesario que estudiemos bajo su aspecto más general el derecho de dar órdenes mediatamente. Si la burocracia no se desarrolló en la época republicana, el fenómeno se debe ante todo (aparte de que el servicio doméstico de los no libres y semilibres aumentó la fuerza del individuo) a que a los puestos de auxiliares no se concedió carácter de permanencia, como tampoco a la magistratura, de modo que los consejeros, los jurados y los oficiales de ejército turnaban continuamente y se confundían con los magistrados. Tan luego como esta mezcla comenzó a desaparecer, según hubo de ocurrir ya en los mismos tiempos de la República con los escribientes de los magistrados, empezó a desarrollarse el elemento burocrático, y luego que en la época del principado la referida mezcla fue desapareciendo cada vez más, la burocracia adquirió tal fuerza que concluyó por hacer degenerar el régimen característico de Roma, convirtiéndolo en un verdadero bizantinismo.
Durante la época de los reyes era permitida la lugartenencia en el pleno sentido de la palabra, por medio de mandato o delegación del magistrado; es decir, que el rey, en el caso de hallarse impedido para ejercer sus funciones, singularmente por ausencia o enfermedad, podía nombrar un representante que las ejerciera por él. En la organización republicana, parece que solo era permitido establecer esta lugartenencia en un único caso, como se desprende de la contraposición entre el imperium de la ciudad y el militar y de la necesaria continuidad del primero. Cuando el o los magistrados supremos trasponían los límites primitivos del territorio de la ciudad, y las funciones que les correspondían por razón de su cargo quedaban vacantes de hecho por más de un día, el magistrado que hubiera salido el último del territorio dicho debía nombrar un vicario de la ciudad (praefectus urbi), para que, durante su ausencia, ejerciese dentro de esta las atribuciones que a la magistratura suprema correspondían en general, y principalmente para que tomase a su cargo la jurisdicción y esta no sufriera interrupción alguna. Esta institución, así por su forma monárquica como por sus conexiones con los más antiguos límites del territorio de la ciudad, debe ser referida a la época de los reyes, con lo que se explica también que el vicario o prefecto de la ciudad, no obstante tener un imperium delegado, se titulara magistrado y obrara como tal. En cambio, ni la lugartenencia fundada en un mandato libre, ni tampoco el ejercicio del poder correspondiente a los magistrados por una persona nombrada sin la cooperación de los Comicios, eran cosas compatibles con la organización y sistema republicanos, y por eso muy luego de comenzar a estar vigente este sistema se prohibió el nombramiento de dicho prefecto de la ciudad en la forma a que nos referimos, igualmente que sucedió con la dictadura. Ya al tribunado consular se le negó el derecho que los cónsules tenían de nombrar lugartenientes, y al ser abolida aquella magistratura se aplicó la prohibición dicha a los cónsules mismos. La continuidad, especialmente la de la jurisdicción, hubo de lograrse con respecto a la magistratura suprema por el aumento del número de puestos en la misma, dado caso que de los tribunos militares siempre permanecía uno en Roma, y cuando estos fueron abolidos, a los dos cónsules se añadió un tercer colega, encargado especialmente de la administración de justicia, y el cual había de estar en Roma todo el tiempo que durase su cargo. Solo durante las fiestas latinas, celebradas en el antiguo campo de Alba y cuyo ritual exigía la ausencia de toda la magistratura romana, es cuando todavía se nombraba, según la antigua costumbre, un prefecto de la ciudad. Fuera de este caso, desde el momento en que se estableció la pretura de la ciudad, quedó constitucionalmente abolido en el régimen de esta última el derecho que originariamente correspondía a la magistratura suprema para nombrar libremente un representante suyo. Aun en el caso en que la pretura de la ciudad quedara vacante por haber muerto la persona que ejercía el cargo, o en el caso de que el pretor funcionase excepcionalmente fuera de Roma, no se volvía al antiguo sistema de la delegación consular, sino que se dejaba el cargo vacante. En cambio, en el régimen de la ciudad se permitía la delegación de los colegas entre sí, pues desde el momento en que comenzaron a funcionar en ese régimen varios pretores entre los que se distribuían los asuntos correspondientes al cargo, aquellos que no tenían su residencia por ministerio de la ley en la capital, como la tenía el pretor de la ciudad, encomendaban a este el desempeño de los negocios que a ellos les correspondían dentro de la ciudad, cosa que podía hacerse, porque si bien por este medio se transfería a otra persona el despacho de los asuntos que le correspondían a uno por su cargo, la transferencia no envolvía una delegación hecha a persona que no fuese un magistrado. Gracias a estas disposiciones, y al propio tiempo a la aplicación estricta del principio de la anualidad y del sistema del interregnado en la esfera de los cargos de la ciudad, pudo lograrse en época en que ya estaba desarrollada la República, que las funciones públicas, tal y como se hallaban determinadas por la Constitución, se ejercieran dentro de la ciudad por magistrados verdaderos y efectivos, o lo que es lo mismo, que dentro de la ciudad no funcionase la promagistratura.
Por tanto, en la ciudad no era permitido delegar el imperium en general por mandato. Ahora, con relación a los actos particulares que en el imperium tienen su base, regía dentro de la ciudad misma la ley, según la cual, los depositarios del imperium o habían de ejecutar el acto por sí mismos, o no habían de ejecutarlo ellos mismos; es decir, que o se hallaba legalmente excluida la posibilidad de que existieran subalternos y auxiliares para el cargo de que se tratara, o estos subalternos eran legalmente necesarios. Si según la concepción jurídica de Roma, fundada seguramente menos en la tradición que en una construcción artificial, el rey podía dictar por sí mismo la sentencia, así en el procedimiento criminal como en el civil, y por consiguiente, hay que pensar que era potestativo en él servirse o no servirse de subalternos y auxiliares, en cambio, parece que el régimen o gobierno con delegación o mandato obligatorio es lo que forma la esencia propia del desempeño de los cargos en la época republicana, el imperium legitimum o iustum. Era esencial la regulación por la ley, tanto del número como de la especie de auxiliares que hubiera de utilizar el magistrado. Ya se ha dicho que la servidumbre concedida a este desde un principio para el complemento y la ayuda de su actividad personal, se hallaba organizada legalmente conforme a un esquema fijo, sobre todo por lo que respecta al círculo de los magistrados que funcionaban dentro de la ciudad; ahora vamos a ver disposiciones análogas con respecto al despacho de los negocios que, siendo propios del cargo, no podían ser desempeñados del modo que acaba de decirse.
Parece necesario ir estudiando por separado la intervención de los funcionarios subalternos y auxiliares en cada uno de los más importantes ramos de la actividad que dentro de la ciudad desplegaban los magistrados.
Por regla general, no podía ser objeto de delegación el comercio con los dioses mediante los auspicios, ni tampoco las negociaciones y tratos de los magistrados con la ciudadanía y con el Senado. Debe ser mencionada, sin embargo, ante todo, una excepción que se hace, por lo que a la ciudadanía se refiere, en materia de potestad penal.
El poder de coerción contenido en el imperium no podía nunca ser delegado en sí mismo; pero la ejecución de este poder, por lo mismo que requiere el empleo de la fuerza para reducir a los desobedientes (coercitio), envolvía la forma jurídicamente organizada de la apparitio. Por el contrario, el poder penal, en el mero hecho de tener que ejercerse sobre el cuerpo y la vida de los ciudadanos, se hallaba sometido forzosamente a delegación, puesto que ni el poseedor del imperium podía dictar por sí mismo la sentencia, ni en el caso de apelación (provocatio) de la misma, la defendía él ante la ciudadanía. Al efecto, dicho magistrado tenía que nombrar mandatarios conforme a reglas fijas, los cuales mandatarios se convirtieron bien pronto en magistrados subordinados a consecuencia de haberse hecho extensiva también a ellos la elección popular, como expondremos más por extenso después, al ocuparnos de la administración de justicia penal (lib. IV, cap. II). En este caso estaba permitido y prescrito que la ciudadanía fuese convocada por medio de los mandatarios indicados al efecto, y por su parte, el cónsul estaba también obligado a conceder al tribuno del pueblo, a instancia del mismo, el necesario mandato o delegación para hacer la convocatoria (para la cual no tenía el mismo competencia per se) de las centurias, cuando estas hubieran de ejercer la jurisdicción que se les había reservado en las cuestiones capitales.
La administración de justicia en las contiendas entre particulares se dividía en regulación del procedimiento (iuris dictio) y pronunciación de la sentencia (iudicium): en cuanto a lo primero, no se admitía en general delegación; en cuanto a lo segundo, semejante delegación estaba preceptuada. Pero ambas reglas han menester de mayor desarrollo.
La jurisdicción correspondía en el régimen de la ciudad al pretor o pretores que funcionaban en Roma, y a los ediles curules; aquí no se admitía más delegación que la que los colegas podían hacerse unos a otros. Mas, como la regla según la cual, dejando a un lado las provincias, fuera de Roma no existía tribunal alguno romano, fue infringida en los tiempos posteriores de la República por aquellas resoluciones del pueblo que instituyeron en cierto número de localidades itálicas vicarios de los tribunales (praefecti iure dicundo), no hubo más remedio que admitir desde entonces la delegación obligatoria de la jurisdicción: al efecto, el pretor era quien nombraba estos representantes suyos, en parte también, en tiempos posteriores, previa interrogación hecha sobre el particular a los Comicios. De igual manera, es probable que después que todos los italianos fueron admitidos en la unión de los ciudadanos romanos, la jurisdicción limitada que se concedió a las particulares ciudades fuese concebida como un mandato o delegación pretoria otorgada en unión de los Comicios municipales.
Cosa perteneciente al palladium de la organización republicana era el que la pronunciación de las sentencias fuera atribución de ciudadanos no magistrados. Esta regla se hizo extensiva aun a aquellos procesos civiles seguidos en la capital en los que ninguna de las dos partes gozaba del derecho de ciudadano, y posteriormente se extendió también al procedimiento criminal que en la época republicana hubo de originarse trayéndolo del derecho civil (quaestiones perpetuae), pues aun cuando tales procesos eran muchas veces, no solo regulados, sino también dirigidos por el magistrado, la verdad es que no por eso este venía a tener participación alguna en la pronunciación de la sentencia. La elección de juez correspondía al magistrado, y si bien esta elección tenía que verificarse con el concurso de la ciudadanía para el tribunal de decemviros que conocía de las causas relativas a la libertad (decemviri litibus iudicandis), para el tribunal de triunviros encargado del conocimiento de los hurtos (tres viri nocturni), y probablemente también para el tribunal de centumviros al que se encomendaban las causas de herencias (centumviri), el derecho referido del magistrado a nombrar los jueces solo tenía que atemperarse a ciertas normas directivas cuando se trataba de procesos que habían de ser fallados por un jurado único (index unus) o por un colegio de jurados (recuperatores). Uno de los hechos que mejor expresan la conclusión de la República, es precisamente el haber dejado de ser simples particulares quienes pronunciaban las sentencias y el haber entregado esta facultad a los magistrados, que es lo que ocurrió de día en día más en los tiempos del principado.
En los más antiguos tiempos, la catalogación de los ciudadanos obligados a prestar el servicio de las armas y el registro de los que estaban sometidos al impuesto, eran actos que tenían forzosamente que ser ejecutados por un magistrado que poseyera imperium. Posteriormente, por el contrario, se crearon para esto funcionarios ad hoc, subordinados, los cuales, por lo mismo que eran designados en los Comicios, no parece que recibían encargo o comisión de la magistratura suprema, si bien no puede caber duda alguna de que eran considerados legalmente como mandatarios forzosos de los cónsules que los elegían. El primitivo sistema hubo de reaparecer de nuevo más tarde, cuando, por no existir ya magistrados especialmente encargados de hacer el registro de los ciudadanos, los asuntos propios de esta función les fueron encomendados a los cónsules, quienes además eran los que suplían la coerción que a los censores faltaba, por no formar parte de su competencia.
Así como no se permitía delegar la jurisdicción ni la formación del censo, tampoco podía delegarse la facultad de formar el ejército de ciudadanos, pues esta función se verificaba también dentro del recinto de la ciudad. El magistrado poseedor del imperium era generalmente libre para la elección de los oficiales y de los soldados, y aun la intervención de los Comicios en el nombramiento de los primeros fue limitada; dicho depositario del imperium se hallaba no obstante ligado en esta su actividad por aquellas prescripciones que habían determinado de una vez para siempre el número y los grados de oficiales superiores y subalternos que debía haber, y aun dentro de ciertos límites, el número de soldados. De qué manera la costumbre había puesto restricciones al magistrado tocante al particular que nos ocupa, lo prueba el nombramiento de un auxiliar supremo para mandar a la caballería, nombramiento que correspondía al dictador, y que ni una vez sola se permitió que lo hiciera el cónsul. Las innovaciones radicales que en esta materia hubieran de introducirse, por ejemplo, la disolución de la antigua legión única para formar con ella un número variable de cuerpos de ejército con igual denominación, difícilmente quedaban a merced de la simple voluntad del magistrado.
Poco es lo que sabemos acerca de la manera como se percibían los impuestos; es, sin embargo, seguro que esta percepción se verificaba, análogamente a lo que ocurría con la formación del ejército, en virtud de una orden de un magistrado poseedor del imperium y con la cooperación de un cuerpo de auxiliares, organizado de una manera fija.
Es probable que desde los primeros tiempos la administración de la caja, juntamente con la justicia criminal, fuera cosa sustraída al desempeño personal del depositario del imperium, lográndose tal resultado sometiendo dicha administración al sistema de la delegación forzosa. Desde los mismos comienzos de la República se puede observar que los cónsules dirigían a su arbitrio la caja de la comunidad, pero que no la administraban por sí mismos, sino que confiaban su administración a dos auxiliares de alto rango, para cuya elección se exigió luego, quizá no mucho tiempo después, el consentimiento de los Comicios. En los casos de vacante de la cuestura, vacante que no era, como la de la censura, frecuente y ordinaria, sino excepcional, los cónsules podían confiar libremente el desempeño de los asuntos propios de los cuestores a mandatarios de su elección, y es posible que a estos mandatarios se les concediese, aun dentro de la ciudad, el título de promagistrados.
Para el desempeño de los cargos fuera de Roma regían los mismos principios que acabamos de exponer; sin embargo, en las reglas de detalle había diferencias esenciales.
En general, el mando militar no podía confiarse tampoco a lugartenientes. El jefe que tuviera un mando de esta clase y residiera dentro del distrito de su jurisdicción no podía delegarlo a su arbitrio a un mandatario, y aun para los casos de incapacidad o muerte no había regla alguna constitucional que determinase la manera de llenar el vacío: no quedaba más recurso que el mando en estado de necesidad, ejercido por aquel que lo detentara y cuya jefatura fuese reconocida por los demás. Pero, así como, según el sistema antiguo, cuando los magistrados supremos marchaban fuera de la ciudad nombraban un prefecto o vicario de esta, investido de los derechos de magistrado, así también el poseedor del mando militar, cuando abandonase el distrito sometido a su poder, tenía el derecho y la obligación de delegar interinamente su imperium en un particular, quien entonces se equiparaba en este respecto a los magistrados menores. Este procedimiento, que en el régimen de la ciudad fue de hecho abolido, continuó en vigor en el régimen de la guerra. Lo propio ocurrió con la variante de esta misma forma, en virtud de la cual, aquel magistrado poseedor del imperium que tenía que residir dentro de la ciudad encomendaba a un mandatario o lugarteniente el mando militar que le correspondía y que, sin embargo, no podía ejercitar; mas esto únicamente era permitido en cuanto no contradijera la regla conforme a la que el sucesor en el mando militar debe tomarlo personalmente de su antecesor, y por consecuencia, este había de seguir ejerciéndolo hasta que el sucesor ocupara su puesto. De aquí que el cónsul que resida en Roma, o el pretor de la ciudad, solo puedan delegar un mando militar que no ejercen en un lugarteniente. El nombramiento de mandatarios se hallaba sujeto a ciertas limitaciones cualitativas, por cuanto un delegado, aun cuando lo hubiera instituido un cónsul, no podía nunca tener un imperium más alto que el del pretor.
En general, en el régimen de la guerra pudo hacerse poco uso del nombramiento de lugartenientes, auxiliares, etc., singularmente en los tiempos más antiguos, antes de conocerse las provincias. De las varias clases de funciones públicas que hemos visto se ejercían en el régimen de la ciudad, solo se conoció en el de la guerra, con carácter permanente, la administración de la caja. La regla en virtud de la cual esta administración había de ser confiada a auxiliares tenía también aplicación a los jefes del ejército, así como también se requería para el nombramiento de estos cuestores la aprobación de los Comicios; sin embargo, no cabe duda de que en esta esfera el cuestor continuaba ejerciendo sus funciones, lo mismo que el jefe de las tropas y que todo oficial del ejército, aun después de haber expirado el plazo de duración de su cargo; ahora, si el jefe militar se viese sin cuestor, tenía derecho y al propio tiempo obligación de nombrar procuestor a un particular.
Si el establecimiento o formación de las tropas, y señaladamente el nombramiento de oficiales, se tenía que hacer en la ciudad de Roma con sujeción rigurosa a preceptos fijos y permanentes, en cambio el mando auxiliar efectivo en el campo de la guerra se otorgaba de hecho con gran libertad, si bien ateniéndose en apariencia a reglas dadas de antemano. El subordinar un oficial a otro que en la jerarquía legal fuese, no inferior a él, pero sí igual, y aun el servirse de un no oficial que se hallase en el campo de la guerra para conferirle la facultad del mando, fueron cosas que desde antiguo se consideraron propias de las atribuciones del jefe del ejército; en los tiempos posteriores se hizo un gran uso de la última de tales atribuciones, sobre todo en favor de los enviados del Senado que se encontraran en el ejército.
Comenzó la administración de justicia en el territorio militar tan luego como se atribuyó a las preturas de las provincias una jurisdicción especial para los territorios ultramarinos. Aplicose también a estos tribunales auxiliares la separación entre la regulación del procedimiento y la pronunciación de la sentencia, y en general todas las trabas y condiciones establecidas por la ley para los poderes oficiales. Ahora, si en el régimen de la ciudad no se consintió que se delegara la jurisdicción, en este otro régimen militar la delegación parece que no reconoció límite; sobre todo, a los cuestores les fue delegada con frecuencia. Es cuando menos dudoso que en los negocios jurídicos en los que no fuesen parte ciudadanos romanos, el gobernador o presidente estuviera obligado por la ley a abstenerse de dar él mismo sentencia. Acaso esta forma de administrar justicia, a la que se fue considerando cada vez más como un acto de carácter administrativo, no estuviera sometida forzosamente al procedimiento por jurados.
Ya dejamos dicho en lo esencial cómo se hacía el nombramiento de los auxiliares y subalternos. Dentro de las reglas establecidas constitucionalmente para cada particular categoría de estos, el nombramiento de los mismos era libre por parte del magistrado depositario del imperium, como también él era quien podía dejar sin efecto aquel, por cuanto el mandato era revocable en cualquier momento. Muchas veces, sin embargo, había que contar para este nombramiento con la aprobación de los Comicios, ya fuera conferida al mismo magistrado que nombraba, ya a otro poseedor de imperium; y claro está que cuando así sucedía, los auxiliares no podían ser separados de su cargo por solo la voluntad del poseedor del imperium. La competencia de los auxiliares resulta del mandato recibido. En el desempeño de los negocios, el auxiliar, haya sido nombrado con o sin la cooperación de los Comicios, depende de la voluntad del mandante; el cuestor verifica los pagos y el lictor ejecuta la sentencia según las indicaciones del cónsul pero ni uno ni otro son responsables por ello, sino sus mandantes. El superior puede también prohibir la práctica de aquellos actos en los cuales el auxiliar del magistrado tiene facultades para proceder como magistrado verdadero, v. gr., la invocación de los auspicios y la celebración de una asamblea del pueblo. El mandante puede también anular o modificar la acción del mandatario cuando se halle autorizado para ejecutarla por sí mismo; por eso es por lo que el magistrado de la ciudad no tiene facultades para cambiar la sentencia pronunciada por el jurado nombrado por él; pero, por lo mismo que se permitía delegar la jurisdicción, de la sentencia dada por el mandatario se podía apelar ante el mandante, lo cual dio origen con el tiempo al instituto de la apelación. En casos extremos, el mandante podía prohibir al auxiliar la práctica de todos los actos propios de la función de que se tratara; por consiguiente, le podía suspender de empleo.
Resulta, pues, que el poder propio del magistrado y la actividad auxiliar se excluyen recíprocamente, así bajo el respecto teórico como bajo el práctico; aquel que ayuda a ejercitar un imperium ajeno en virtud de delegación hecha por el propietario no puede tener imperium propio. Mas esta regla difícilmente pudo aplicarse al poder del rey, y con toda seguridad no se aplicó a la dictadura, por cuanto al jefe de la caballería, nombrado por el dictador, se le confería imperium propio y también el título y las insignias de magistrado; por eso, al implantarse la Monarquía por segunda vez, tal regla perdió su fuerza. En este respecto, como en otros muchos, la abolición del principio republicano hay que referirla a los tiempos de Pompeyo: el derecho que a este se le concedió por la ley gabinia el año 687 (67 a. de J. C.) para conferir imperium propio e insignias de magistrados a los funcionarios inferiores o subordinados que el propio Pompeyo nombró para la guerra contra los piratas, fue el primer paso hacia el sistema del gobierno militar del Reino por medio de los oficiales que, nombrados por el monarca, eran, sin embargo, poseedores de imperium propio (legati Augusti pro praetore); sistema este que después, en la época del principado, llegó a adquirir gran desarrollo.
Quédanos aún por tratar una forma especial de actividad auxiliadora de la magistratura, esto es, el consilium.
Hubo en Roma la costumbre de hacer que aquellas resoluciones importantes dadas a su arbitrio por una sola persona fueran antes sometidas al dictamen de otras nombradas para este fin, tomándose el acuerdo ejecutivo y firme después de invocar el parecer de este consilium. De esta manera se pudo mantener en pie la alta y libre posición del padre de familia, al propio tiempo que se establecieron algunas garantías contra los extravíos a que pudiera conducir la práctica de actos apasionados y el capricho sin freno. Y como la magistratura se formó tomando por modelo en general el poder del jefe de familia, del poder del jefe de familia tomó también esta institución, que produjo aquí efectos análogos a los de allí.
Solamente se pedía consejo cuando hubiese dudas fundadas acerca de la resolución que debiera tomarse; por eso apenas tenía lugar cuando se tratase de la aplicación simple de las normas legales, por ejemplo, de admitir una demanda presentada en forma. Tampoco era por lo menos usual el pedirlo cuando la resolución a tomar no fuera definitiva, como, por ejemplo, acontecía con las sentencias criminales contra las que se concedía el recurso jurídico de la provocación, y quizá tampoco cuando se tratase de decisiones de los magistrados contra las que podía hacerse uso de la intercesión tribunicia. No era tampoco aplicable el consejo cuando la resolución se hubiera de tomar por mayoría. En el procedimiento civil, el jurado único podía tener asesores o consejeros; no así los recuperatores. Ya por este motivo, ya también porque la congregación de la asamblea que había de ser interrogada no dependía aquí de aquel que había de interrogarla, el Senado no podía ser consultado por el magistrado en forma de consejo, como tampoco a dicho cuerpo se le aplicó de un modo técnico la denominación de consilium. Tampoco tenían la consideración de tales el gran Jurado del tribunal de herencias ni las quaestiones criminales, aun cuando se llamaban consilia, por la razón de que el magistrado que dirigía el proceso estaba obligado a atenerse al voto de la mayoría.
Cuanto más dependa la resolución del arbitrio de la persona que ha de tomarla, tanto más se impone el procedimiento previo de que tratamos. Lo cual es aplicable a las relaciones entre el magistrado y los ciudadanos: en primer lugar, por lo que se refiere a la formación del censo, y en segundo, por lo que toca a las exigencias o derechos de carácter patrimonial que tenga la comunidad frente al ciudadano, y al contrario, siempre que esas exigencias sean de las que estriban en obligaciones que cojan a todos en general. Como, según la organización primitiva de Roma, ni el ciudadano tenía derecho a demandar a la comunidad sobre créditos o asuntos de derecho civil, ni, por el contrario, era fácil que una pretensión análoga de la comunidad frente al ciudadano diera origen a una demanda civil, la resolución de semejantes controversias se encomendaba al magistrado, por lo que era una resolución legalmente unilateral; por eso es por lo que en esta materia estaba más indicado que en otra alguna el nombramiento de consejeros, y donde se acostumbraba a hacer uso de él. La elección de los mismos la hacía, claro es, aquella persona que pedía el consejo; si esta persona era un magistrado, la elección había de recaer, ante todo, en otros magistrados iguales o próximamente iguales a él. La consulta o interrogación hecha a una sola persona individual no era un consilium; el concepto de consilium exigía la congregación de varios individuos y la discusión oral entre ellos, mas no necesariamente el dictamen por mayoría. Claro que la falta del consilium no privaba de eficacia jurídica a la resolución ni aun en aquellos casos en que se hallara indicada y fuera usual la prestación del mismo, como tampoco era obligatorio para el que pedía el consejo atenerse a este; el que pide consejo lo sigue si quiere y cuando quiere, siendo responsable de su resolución aun cuando hubiere dictado esta de acuerdo con el consejo.
Libro III. Las diferentes magistraturas en particular
Después de haber estudiado la magistratura en general, vamos en este libro a hacer el estudio de las varias magistraturas particulares, incluso las de la plebe; en el siguiente nos haremos cargo de los distintos servicios encomendados por la comunidad a los magistrados. Como todo cargo público es una institución que tiene su evolución propia y su propia historia, sin embargo de lo cual la competencia de cada particular magistrado le da derecho para intervenir con mayor o menor intensidad en varias esferas de funciones, es claro que solo podemos darnos cuenta de esta incongruencia en la marcha de la historia del derecho político, exponiendo por separado cada uno de ambos puntos de vista, lo cual no podrá menos de originar repeticiones, si bien hemos de procurar evitarlas todo lo posible. En este libro trataremos de exponer, siempre que no nos baste con referirnos a la doctrina general desarrollada en el precedente, la denominación de cada cargo público; su origen y desarrollo; el número de puestos que en él había; las condiciones permanentes de capacidad para ocuparlo; el lugar del mismo en la jerarquía de los magistrados; la forma del nombramiento; la duración del cargo; la extensión territorial de las funciones a él anejas, y los derechos honoríficos que el cargo llevaba consigo. Acerca de la competencia de los magistrados que desempeñaban cada uno de los cargos, haremos al final de cada capítulo un breve esbozo, anticipación de lo que luego se expondrá con más detalle en el libro cuarto.
La división de la magistratura, tal y como nosotros vamos a exponerla, era cosa ajena a la primitiva esencia de la misma: en un principio no había sino un magistrado y muchos auxiliares. Esa división fue producida, de un lado, por las modificaciones introducidas en el imperium, las cuales aconsejan estudiar separadamente el consulado, la dictadura y la pretura, si bien todos los que desempeñaban estos cargos podrían también, y acaso con más exactitud que como decimos que vamos a hacerlo, ser considerados como poseedores de un solo y mismo imperium, esencialmente iguales entre sí; de otro lado, por la evolución de los cargos desprovistos de imperium, o sea de los que nos ha parecido bien llamar cargos subordinados, evolución debida, en primer término, al cambio de los puestos que originariamente eran auxiliares en magistraturas de la misma índole, cual aconteció, v. gr., con la cuestura, y en segundo lugar, a la delegación de algunos ramos de la actividad privativa de la magistratura suprema en magistrados desprovistos de imperium, que es, v. gr., el camino por donde vino a la vida la censura. Es verdad que tales cargos subordinados no perdieron su carácter de puestos auxiliares por el hecho de ser incluidos entre las magistraturas, y que, al menos en teoría, no por haber adquirido esta última cualidad dejaron de estar en dependencia de los puestos superiores: como se ve con toda claridad que acontece con los tribunos militares y con los vicarios del pretor para administrar justicia (praefecti iure dicundo), pues los había entre ellos que eran magistrados, y otros que no lo eran. No obstante, el carácter de magistrados que adquirieron también los cargos inferiores o subordinados es cosa que no puede ponerse en duda. El nombramiento del magistrado con la cooperación de los Comicios colocaba al elegido, a lo menos según la posterior concepción de la época republicana, entre los depositarios del soberano poder de la comunidad, por humildes que fueran sus atribuciones; y por consecuencia, el que desempeñaba un cargo subordinado tenía también auspicios propios, y, si bien no propio imperium, sí propia potestas. Además, si el superior podía a su arbitrio nombrar y separar por sí solo a sus auxiliares y subalternos, no podía hacer lo mismo con respecto a los magistrados que funcionasen por bajo de él y a sus órdenes. En esta reseña, pues, iremos pasando revista a todos los magistrados, superiores e inferiores, siempre que tengan suficiente importancia para tener cabida en una ojeada general.
Tocante a la extensión de las funciones propias de los cargos públicos, originariamente no había diferencias entre los superiores y los subordinados; así como en la originaria magistratura suprema, esto es, en la Monarquía y en el antiquísimo consulado, no se conoció división, tampoco se conoció en el primitivo cargo público subordinado, o sea en la cuestura. Pero con el tiempo fue reduciéndose la competencia de ambas clases de cargos, superiores y subordinados, a un círculo especial de atribuciones, acentuándose la especialidad con más rigor en los segundos que en los primeros; pues, en efecto, si la división de la magistratura suprema en consulado y pretura, solo dentro de reducidos límites puede considerarse como separación entre el imperium militar y el jurisdiccional, en cambio a la cuestura se le señaló un horizonte de competencia propia, y a los demás cargos subordinados, de origen más reciente que ella, se les señaló igualmente esa esfera especial al ser creados.
I. La monarquía
En los informes que hasta nosotros han llegado respecto a la Monarquía originaria, predomina ya, según todas las apariencias, la construcción jurídica artificial, la tradición histórica, y nuestras investigaciones tienen por fuerza que seguir este mismo camino. La denominación rex, que no expresa ninguna función especial del imperium, sino el concepto total del mismo; el carácter originario del cargo, que la tradición hace más antiguo que la ciudad misma; la unicidad de dicho cargo, con exclusión, no solo de la colegialidad, sino también de la existencia de magistrados subordinados, unicidad que llegó hasta los últimos tiempos de la República mediante el interregno; el nombramiento del rey por el interrex que le precedía, sin someterlo a la elección de los ciudadanos; la igualdad de atribuciones y funciones del cargo de que se trata, dentro y fuera de los arrabales de la ciudad; la vitalicidad del mismo; el palacio o morada del rey, que se hallaba en el mercado o foro, y el uso de vestido rojo, ambas las cuales cosas pueden ser consideradas como derechos honoríficos del rey... todo ello podemos pensarlo en los nombres Rómulo y Numa. Por lo que a las atribuciones del cargo se refiere, el poder del rey debió tener a mayores, sobre el imperium correspondiente a las supremas magistraturas republicanas, la soberanía en el orden religioso, la facultad ilimitada de nombrar auxiliares y subordinados suyos, concediéndoles el derecho de ejercitar el imperium como si lo tuvieran propio, al menos cuando se tratara del lugarteniente o vicario del rey; el ejercicio libre del procedimiento criminal, lo propio que la decisión arbitral de los negocios civiles, sin más que admitir, si lo tenía por conveniente, la provocación a la ciudadanía en el primer procedimiento y la consulta a los jurados en el segundo; finalmente, la libre facultad de disponer de los bienes inmuebles de la comunidad.
II. El consulado y el tribunado consular
El modo más frecuente con que era denominada la magistratura que vino a ocupar el puesto de la Monarquía, esto es, con-sules, «cosaltadores», hubo de tomarse de aquel elemento que más parecía diferenciarla de la magistratura antigua, o sea la colegialidad. Y así como con la palabra rex se designaba la totalidad del imperium, todo el imperium abarcaba también el concepto de los cónsules. Además, se llamó a estos, por razón de los dos aspectos principales del imperium, praetores, probablemente los guías o jefes, y iudices, los administradores de la justicia; pero estas dos últimas denominaciones dejaron bien pronto de usarse y solo siguió empleándose la primera. El uso del título de imperator solamente lo concedía la costumbre al poseedor del imperium cuando los soldados le aclamaran en el lugar de la elección o el Senado le saludase como vencedor; en tal caso solía el imperator no hacer uso del título propio del cargo.
El número de dos, que es con el que comenzó el consulado, se mantuvo hasta los tiempos más avanzados.
Al cargo de que se trata, reservado al principio a los patricios, se admitió desde el año 387 (367 a. de J. C.) a patricios y a plebeyos, dándose un puesto a cada clase; luego en el 412 (342 a. de J. C.) ambos puestos les fueron abiertos a los plebeyos, pero hasta el 582 (172 a. de J. C.) no los vemos de hecho ocupados ambos por estos. En la primitiva época republicana no era requisito para poder aspirar a este puesto supremo de la comunidad el haber ocupado antes otros inferiores o el tener una edad determinada, y aun la primera de estas condiciones quedaba desde luego excluida por el motivo de ser distinto el número de los diferentes cargos públicos: solo después que, conservándose el número de dos para los cónsules, el de los puestos de pretores y cuestores pasó del triplo o del cuádruplo de este número, es cuando, en la segunda mitad del siglo VI de la ciudad, hubo de fijarse legalmente el orden de precedencia con que habían de ser desempeñados los cargos de la comunidad.
El nombramiento del cónsul, y posteriormente la dirección de las elecciones consulares, no podían realizarlos sino el cónsul o el dictador, y en caso de vacante de estos puestos, el interrex; ese nombramiento no podía tener lugar sino en los Comicios centuriados.
La extensión territorial del imperium del cónsul era diferente según se tratara del régimen de la ciudad o del de la guerra; pero bien puede considerarse como general ese imperium, en primer término, porque cada uno de los cónsules ejercía su poder sucesivamente en las dos esferas dichas, o sea primero en la ciudad y luego en el campo de la guerra, y en segundo término, y sobre todo, porque el imperium militar de los magistrados de que se trata revestía de derecho carácter de generalidad por lo que al territorio se refiere, no siéndole aplicables las limitaciones que por razón de lugar se imponían por ministerio de la ley al imperium de los pretores, análogo por lo demás al consular. Este último se extendía por igual a Italia y las provincias, así como también al extranjero, y aunque es verdad que de hecho semejante imperium no se ejercía, por regla general, sino dentro de un distrito determinado, que es lo que se llamaba provincia consular, debe advertirse que esta limitación de poderes era hija, en los tiempos anteriores a Sila, de una resolución libre del propio magistrado supremo de que se trata, aunque tomada de acuerdo con su colega y con la intervención del Senado.
La duración del consulado estuvo sujeta en un principio a la ley de la anualidad, según las reglas que anteriormente dejamos explicadas para saber cuándo se comienza a contar el plazo; pero durante el principado se fue acortando cada vez más este, hasta el punto de que los cónsules no llegaron a funcionar a menudo más que algunos meses. Por otra parte, en determinadas circunstancias, pero desde bien pronto y con frecuencia tratándose del imperium militar, se solía prolongar la duración del cargo, conforme a las reglas de la prorogatio. Sila convirtió esta última en regla general, y por consecuencia, el cargo se hizo bienal; durante el primer año, o sea el de verdadero consulado, el cónsul despachaba los asuntos en Roma como tal cónsul, y el año siguiente mandaba en calidad de procónsul un territorio provincial de límites determinados. Desde los tiempos de Augusto quedó suprimida la continuidad entre las funciones de la ciudad y las provinciales, tomando por base una institución del año 703 (51 a. de J. C.), prescribiéndose que entre el consulado y el proconsulado mediara un intervalo cuando menos de cinco años, y que regularmente era mayor. Una vez que quedaron fijados legalmente así la prorrogación como el intervalo, ambas las cuales instituciones fueron por igual aplicables al consulado y a la pretura, el gobierno o presidencia de las provincias, a cuyo desempeño se destinaba el segundo plazo de las funciones consulares, empezó a adquirir un carácter que en un principio no tuvo, es decir, el carácter de cargo independiente y sustantivo; y como la administración de las provincias pretorias originó un aumento de títulos para nombrar a los que la desempeñaban, hubo de emplearse la denominación general de proconsul para llamar a los magistrados que tenían confiado dicho gobierno provincial.
Por lo que respecta a los derechos honoríficos del cónsul, de usar fasces, púrpura en el vestido y silla curul, nos remitimos al capítulo en que hemos tratado en general de esta materia. A estos derechos honoríficos hay que agregar el de triunfo, el de ser elevado solemnemente al Capitolio el magistrado victorioso y la eponimia. En el Estado romano no había una manera oficial valedera para todo el mundo y para todos los casos de designar los años; en las relaciones privadas se acostumbraba a llamarles por el nombre del cónsul que a la sazón estuviera funcionando, y después que el cargo consular empezó a tener menos duración de un año, por el nombre de los cónsules que funcionasen el 1.º de enero de cada año (consules ordinarii), razón por la cual el catálogo de tales nombres de los años hubo de agregarse a los nombres de los días en el calendario de la comunidad, formando la segunda parte del mismo (fasti).
No puede decirse que los cónsules tuviesen una competencia determinada, pues exceptuando el orden religioso, el consulado abarcaba, como abarcó la Monarquía, la totalidad del poder propio de los magistrados; es decir, que el consulado significaba, igual que la Monarquía, la concentración de los derechos soberanos en una sola y la misma persona. El cónsul primitivo era, lo mismo que el rey, el soberano de la comunidad, así en los tribunales como en la campaña, y era igualmente el único magistrado, no existiendo al lado suyo sino auxiliares nombrados por él y obligados a prestarle obediencia. Esta plenitud de poderes no experimentó teóricamente ataque alguno, aun cuando realmente sí sufrió merma, cuando, en el andar del tiempo, se encomendó a auxiliares el desempeño de importantes negocios correspondientes al cargo consular, como, por ejemplo, a los cuestores los procesos capitales y la administración de la caja, y el censo a los censores; ni siquiera dejó de existir tal plenitud de poder cuando se crearon colegas menores de los cónsules para despachar determinados negocios, v. gr., los pretores para ejercer la jurisdicción: pues tales restricciones — la última de las cuales, por lo demás, dejó de existir desde el momento en que los cónsules y los consulares empezaron a funcionar de gobernadores o presidentes de una provincia fija — eran, con respecto al imperium de los cónsules, lo que en la esfera del derecho civil eran las servidumbres con respecto a la propiedad; el cónsul conservó siempre la plenitud del poder, en cuanto que le correspondía el desempeño de todos y cada uno de los asuntos propios de las funciones públicas que una ley especial no autorizase para despachar de otra manera o por otra persona. De hecho pertenecía al cónsul sobre todo la dirección de la administración y de la policía en el régimen de la ciudad, igualmente que las negociaciones y tratos con el Senado y con la ciudadanía; además, ejercía sus funciones en Italia, menos la jurisdicción, y era también atribución suya todo lo referente a la guerra, siempre que esta no pudiera ser dirigida dentro de una provincia por la autoridad correspondiente. Según ya hemos dicho, desde los primeros tiempos de la República los mismos cónsules, de mutuo acuerdo y con la intervención del Senado, señalaban circunscripciones territoriales fijas, en las que cada uno de ellos había de ejercer el mando militar; en los tiempos posteriores de la misma República, el Senado era el que elegía, de entre las provincias, las que habían de encomendarse al mando militar consular. En la época del Imperio el Senado perdió tal facultad de elección, y las dos provincias de Asia y África, así llamadas por razón de las partes del mundo a que pertenecían, fueron señaladas de una vez para siempre como las en que habían de ejercer su mando los cónsules después de haberlo ejercido en Roma. Para la adjudicación de estas dos provincias a los dos consulares que iban a mandarlas, se ponían ellos de acuerdo, y de no, se echaban suertes.
En los primeros tiempos de la República, acaso desde la época del decenvirato, fue frecuente, aun cuando en todo caso excepcional, el que la magistratura suprema se concediese, en lugar de a los dos cónsules ordinarios, a los seis oficiales que a la sazón tenían el mando de todo el ejército, no siendo entonces estos nombrados, como por regla general ocurría, por los cónsules del año corriente, sino que lo eran el año anterior, con la cooperación de los Comicios; esos oficiales eran los que despachaban en tal caso los asuntos propios de la magistratura suprema, juntamente con sus funciones militares si era preciso, en concepto de tribuni militum pro consulibus o consulari imperio. No raras veces funcionaban, en vez de los seis jefes, solo tres o cuatro, probablemente no por otra razón, sino porque con menor número era más fácil obtener la necesaria mayoría de votos, y porque estos tribunos carecían del derecho que los cónsules gozaban de cubrir por sí mismos las vacantes de los colegas, cuando las hubiere. Siempre, sin embargo, fueron más de dos los tribunos militares, razón por la que con esta forma de jefatura suprema no cabía que existiese prefecto de la ciudad, aparte de que uno de los tribunos permanecía siempre en Roma para el despacho de los asuntos de justicia, habiendo sido indudablemente este uno, por lo menos, de los fines a que obedeció el establecimiento de tal institución. El cual establecimiento, sin embargo, fue un efecto de las luchas de clase, como lo demuestra la circunstancia de que también a los plebeyos se les permitía ocupar el tribunado militar, habiendo sido este el camino por donde la plebe escaló la magistratura suprema. Y de esta manera se explica que a los tribunos no se les concediera, como se les concedía a los cónsules, el más alto derecho honorífico, el de triunfo, y que las demás preeminencias que iban anejas al desempeño de la magistratura suprema, sobre todo en las votaciones del Senado, no se les reconocieran tampoco a los que hubieran sido tribunos. Explícase también así que la institución de que se trata desapareciera tan luego como los plebeyos fueron admitidos al desempeño del consulado.
III. La dictadura
Es probable que ya al ser abolida la unidad en la soberanía, quedara prevista la posibilidad de su restablecimiento transitorio, puesto que a todo jefe de la comunidad, lo mismo al cónsul que al tribuno consular, le fue concedido el derecho de nombrar a su arbitrio, sin que cupiera aquí la intercesión de los colegas, un magistrado supremo, superior tanto al que le nombraba como a su o a sus colegas, y de suprimir de este modo, provisionalmente, la colegialidad. La denominación que a este magistrado se daba era la de magister populi, o sea el maestro del ejército; posteriormente se acostumbraba llamarle dictador, sin que podamos dar una explicación satisfactoria de por qué.
Incuestionablemente, este cargo, lo mismo que el de cónsul, les estuvo reservado en un principio a los patricios; pero los plebeyos tuvieron acceso también a él más tarde, probablemente desde el mismo momento en que conquistaron el derecho de ser nombrados cónsules.
Que la dictadura era el más alto puesto en la jerarquía de los magistrados, lo demuestra su posición de superioridad con respecto al consulado; por eso es por lo que en los tiempos posteriores, el que no hubiera sido cónsul no podía fácilmente llegar a ser dictador, si bien no debió establecerse legalmente la consularidad como condición indispensable para aspirar a la dictadura.
Para el nombramiento del dictador no eran previamente interrogados los Comicios; esta fue la principal causa por la que la lucha de la ciudadanía por conquistar una posición verdaderamente soberana y superior a la magistratura, se concentró especialmente en el cargo de que se trata. En tiempo de la guerra de Aníbal se sometió la dictadura a la elección de los Comicios, con lo que se precipitó el fin de la institución, porque con ello fue desposeída de la significación política que tenía, y no conservó más que su odiosidad. Los poderes extraordinarios que posteriormente solían introducirse bajo el mismo nombre de dictadura no tenían relación verdadera con esta.
La dictadura podía extender su acción territorialmente tanto al círculo donde funcionaban los magistrados de la ciudad como al de la guerra.
Como ya se ha dicho, los límites de la duración de este cargo estaban fijados de una manera más estricta que los de la magistratura suprema regular; el dictador, una vez desempeñada la misión que se le hubiese encomendado, había de resignar su cargo, el cual se extinguía por ministerio de la ley, tanto cuando cesaba en sus funciones el cónsul que le hubiera nombrado, como también una vez que hubiesen transcurrido seis meses desde que se hiciera el nombramiento.
No solo los derechos honoríficos del dictador eran los mismos que los del cónsul, sino que el primero llevaba doble número de fasces que el segundo; más, por consiguiente, de las que en su día llevaba el rey.
Tenía la dictadura una particularidad, que se explica, no obstante, por el mismo carácter extraordinario que revestía el cargo; esa particularidad consistía en corresponder por derecho político al dictador la plenitud del poder, y, sin embargo, limitarse de hecho a ejercer facultades determinadas. Pues, mientras por derecho podía el dictador desempeñar cualesquiera y todos los asuntos propios del cargo consular (desde el momento que el dictador existía por el cónsul, carecía, como este, de atribuciones jurisdiccionales), en cada caso concreto se le nombraba para que desempeñara un negocio determinado. Es muy verosímil que el nombramiento se hiciera predominantemente para la dirección y práctica de la guerra, pues principalmente en esta es donde se notarían del modo más sensible, en el riguroso sistema antiguo, las desventajas de la colegialidad, y por eso el remedio que al efecto ofrecía la dictadura es seguro que hubo de aplicarse con mayor frecuencia de lo que nos dice la tradición. Así lo indica ya la misma denominación magister populi, singularmente comparándola con su correlativa magister equitum, y más todavía la particularidad de que todo dictador estaba obligado a nombrar a este jefe de la caballería, cargo que no existía con el consulado. Por lo que a la competencia se refiere, adviértese la tendencia a librar al dictador, el cual desde luego no estaba sometido a la colegialidad, de todas las demás trabas legales que se habían puesto a las magistraturas republicanas, y aproximarle al rey: así, al jefe de la caballería, a pesar de ser nombrado por el dictador sin la cooperación de los Comicios, se le consideraba como poseedor de un imperium propio igual al del prefecto de la ciudad; el dictador estaba exento de la rendición mediata de cuentas a que daba lugar la institución de la cuestura; originariamente, no se reconocía provocación ni tampoco intercesión tribunicia contra el derecho de coacción y penal ejercido por el dictador dentro de la ciudad; la intercesión de los tribunos del pueblo con respecto al dictador fue abolida muy luego, según parece a mediados del siglo V de la ciudad. La dictadura fue considerada siempre, y no sin razón, como una institución monárquica dentro del sistema republicano, y envolvía el retorno a la Monarquía, si bien más de nombre que de hecho.
IV. La pretura
No fue en un principio introducida la pretura con el carácter legal de un cargo independiente y sustantivo, sino como una ampliación del consulado, consistente en añadir a los dos puestos de cónsules, que ya existían, otro con diferente competencia que estos. En realidad, sin embargo, los pretores fueron verdaderos magistrados independientes, más que colegas menores (collegae minores) de los cónsules, que era la consideración legal que se les daba. Así lo indica la misma manera como se les denominaba; pues si hasta el establecimiento de la pretura, los cónsules, además de llamarse así, se solían también llamar praetores, una vez creada la nueva institución, el uso fue haciendo que a los magistrados superiores se les diera exclusivamente el nombre de consules, que no cuadraba al magistrado de categoría inferior, puesto que este no era más que uno, es decir, estaba organizado monárquicamente, y para este magistrado de inferior categoría es para el que quedó reservada la denominación de praetor. Hemos visto que los cónsules no tenían señalada una esfera especial de competencia, sino que les correspondía la plenitud del poder; pues bien, al instituirse la pretura, se origina legalmente esa competencia especial, manifestándose en los títulos mismos que se dan a los magistrados, pues desde que la pretura fue establecida se llamó praetor urbanus, para diferenciarlo de sus otros colegas mayores que llevaban el mismo título que él, a aquel magistrado el cual estaba destinado a prestar sus servicios dentro de la ciudad; y cuando después se instituyeron nuevos puestos, el nombre que se les daba era el que les correspondía por razón de la competencia que se les confería, esto es, por el género de asuntos cuyo desempeño se encomendaba a los magistrados que los ocupaban.
La pretura comenzó a existir cuando la jurisdicción constituyó una esfera independiente de negocios. En los primitivos tiempos, la jurisdicción se contaba entre las atribuciones del rey y de los cónsules, y ella fue, probablemente, el punto de partida y la piedra angular del poder de estos. Pero la unión de la jurisdicción con el cargo de jefe del ejército en una misma persona hubo de originar bien pronto graves inconvenientes, que no pudieron obviarse de manera satisfactoria ni con la institución del prefecto de la ciudad ni con la no permanente de los tribunos consulares. Tampoco la colegialidad pudo apenas producir ventaja alguna en la administración de la justicia civil. A consecuencia de esto, la ley licinia del año 387 (367 a. de J. C.) introdujo un tercer puesto en la magistratura suprema, al que se encomendó, desde luego, el despacho de los asuntos pertinentes a la jurisdicción, y de conformidad con ello se obligó al magistrado que lo desempeñase, por lo mismo que no estaba ligado por la colegialidad y porque había de ejercitar sus funciones de un modo continuo, a permanecer constantemente en Roma. Este tribunal fue el único existente sobre cosa de un siglo; mas luego, en los dos siglos últimos de la República, fueron instituidos otros análogos, ya por haberse dividido los asuntos judiciales de la capital entre varios pretores, ya también por haber sido instituidos ciertos tribunales superiores que ejercían su jurisdicción en los territorios ultramarinos. Así tenemos que, poco después de la primera guerra con Cartago, hacia el año 512 (242 a. de J. C.), los pleitos civiles seguidos entre ciudadanos se encomendaron a diferente tribunal que aquellos otros en que una o ambas partes carecían del derecho de ciudadano (praetor inter cives et peregrinos, abusivamente llamado praetor peregrinus); luego, en el último siglo de la República fueron instituidos una porción de tribunales, distintos según las varias clases de delitos (praetor repetundis, etc.), para el conocimiento de los procesos seguidos a instancia de parte, que son los que vinieron a ocupar el lugar del anterior procedimiento criminal: en esos tribunales, el pretor nombrado para el desempeño de los asuntos correspondientes, además de ejercer la jurisdicción que propiamente le estaba atribuida, a menudo se convertía también en director o guía del proceso. Como en Italia, fuera de los pretores que funcionaban en Roma, solo administraban justicia los lugartenientes del pretor en los municipios, mas no magistrados con propio imperium, la administración de justicia de los territorios ultramarinos dependientes se hallaba confiada a un tribunal propio, bastante antiguo, a saber: el tribunal siciliano (praetor Siciliae), el cual fue instituido poco después que la pretura para los extranjeros, hacia el año 527 (227 a. de J. C.), luego de haber fracasado una tentativa hecha para extender a Sicilia el régimen consular-cuestorio que existía en Italia; este tribunal se aplicó principalmente a los asuntos civiles en que estaban interesados ciudadanos romanos y los cuales no podían ser todos fácilmente llevados a Roma, ni tampoco era conveniente entregarlos a los tribunales locales. A medida que aumentaban las posesiones ultramarinas, hubieron de irse creando nuevas preturas; sin embargo, en la época republicana, el número de puestos que había que cubrir fue casi siempre mayor que el de los pretores nombrados anualmente, y, por lo mismo, se hacía indispensable estar acudiendo continuamente a reglas complementarias. El número varió muchísimo. Antes de Sila se nombraban anualmente seis pretores; según la organización de Sila, ocho; en tiempo de César, hasta diez y seis; bajo el principado, hasta diez y ocho; a menudo se nombraron también menos. Mas este aumento de puestos no mermó en nada el carácter monárquico que a la pretura le daba la misma naturaleza de la jurisdicción; hubo, sí, en los tiempos posteriores numerosos tribunales superiores, pero ninguno de ellos admitió la colegialidad para el ejercicio de las funciones jurisdiccionales.
Como la pretura nació cuando se dio acceso a los plebeyos a la magistratura suprema, es posible que desde su origen no fuese necesario el patriciado para aspirar a ella; ya el año 417 (337 a. de J. C.) ocupó este puesto un plebeyo.
Al nombramiento de pretores son aplicables las mismas reglas expuestas para el de los cónsules; de modo que la elección de aquellos solo podían hacerla estos, no los pretores mismos. Tampoco el interrex podía nombrar pretores, por cuanto el nombramiento de los cónsules por el interrex daba fin al interregno, y la elección de los pretores, que era siempre posterior a la de los cónsules, no podía, por lo tanto, ser hecha más que por estos. — En la jerarquía de magistrados, el pretor ocupaba el último puesto de los pertenecientes a la magistratura suprema, pero era superior a todos los funcionarios desprovistos de imperium.
Según se desprende de lo dicho, esta forma de la magistratura suprema tenía legalmente limitada su jurisdicción, o al distrito de la ciudad, o a otra alguna circunscripción de contornos territoriales fijos.
Tocante al tiempo de duración de la pretura, rigen las mismas normas del consulado. El plazo de dos años que Sila estableció para la duración de la magistratura suprema se aplicó a la pretura de la manera siguiente: el magistrado que la ocupaba ejercía jurisdicción como pretor dentro de la ciudad durante el primer año de funciones, y el año siguiente se le encomendaba un gobierno de provincia en calidad de propretor o en calidad de procónsul (pretorial) con el alto rango que esto implicaba, como fue ya usual en la época republicana y luego ocurría siempre. Bajo el principado se reguló la materia del intervalo que había de mediar entre el desempeño del cargo de pretor en la ciudad y el del gobierno de provincia, igual que hemos dicho que se hizo con el consulado.
Los derechos honoríficos del pretor eran, en general, los mismos que los del cónsul, pudiendo ser, como este, elevado en triunfo y tener participación en la eponimia. Pero en vez de llevar doce fasces, como el cónsul, solo llevaba seis, sin que hubiera ninguna diferencia en favor de los pretores que tenían el título de procónsules; por su parte, la eponimia no solamente se aplicó tan solo a las dos preturas más antiguas, sino que, aun con respecto a estas, cayó bien pronto en desuso.
Cuando el pretor funcionaba al lado del cónsul, su competencia se hallaba subordinada a la de este; de suerte que entonces, no obstante poseer imperium propio, ejercía su actividad como auxiliar de su superior colega. Por lo demás, esa competencia era jurídicamente igual a la de los cónsules, en cuanto que, si se exceptúa la facultad de dirigir las elecciones comiciales de cónsules y de pretores, estos últimos no carecían de ninguna de las atribuciones consulares, y hasta se fue más allá, puesto que al pretor se le dio la jurisdicción, y el cónsul fue privado de ella. Lo cual trajo consigo lo siguiente: cuando los cónsules no se hallaban en Roma — y esto, antes de Sila, era la regla general durante la segunda mitad del plazo de funciones del cargo — la presidencia del Senado y el desempeño de los demás asuntos propios del cónsul correspondían al pretor, mejor aún, al praetor urbanus, pues podían funcionar en Roma al mismo tiempo varios pretores; y no es que entonces el pretor se considerase propiamente como un representante del cónsul, sino como un magistrado que ejercía atribuciones propias, solo que estas, mientras el pretor se hallaba al lado del cónsul, estaban de hecho suspendidas, ya que los colegas menores o más débiles tenían que estar sometidos a los más fuertes o mayores, pero tan luego como estos se ausentaban, cobraban vigor las facultades de los primeros. Como los pretores no extendían su poder sino dentro de ciertos límites territoriales legalmente fijados, es claro que el carácter de totalidad o integridad de atribuciones jurídicas y de universalidad en el espacio que correspondía por su propia naturaleza a la magistratura suprema hubo de sufrir restricciones, por lo que a la pretura concierne, mas no quedó completamente suprimido. En semejante concepto fundamental estriba el hecho de que cada particular pretor puede administrar sucesivamente diversas circunscripciones, y que por excepción, mas no rara vez, ocurra que el mismo, antes de tomar posesión de la esfera de los asuntos de su particular competencia, haya funcionado en esfera distinta, o que después de estar ejerciendo una la cambie por otra. Pero singularmente depende del concepto de la totalidad dicha el que, si bien el pretor fue desde luego creado y destinado para el ejercicio de la jurisdicción, no hay pretor alguno que no tenga mando militar. A los pretores provinciales les correspondía de derecho este mando en su respectiva circunscripción, si bien en casos importantes podía también ejercerlo en esta el funcionario consular que tuviera la dirección de la campaña; y aun los pretores a quienes no se consentía salir de Roma podían ejercer desde aquí aquellas facultades del imperium militar que fuesen compatibles con la residencia en la ciudad. Con todo, la diferencia más esencial entre el consulado y la pretura consiste en que el primero excluye de derecho el concepto de competencia y la segunda lo implica. Es indiscutible que, desde el momento en que hubo varios pretores, los Comicios no hicieron otra cosa que nombrar las personas que debían ocupar los puestos en general, sin señalar a cada una su competencia; esta hubo de ser distribuida luego entre los distintos pretores elegidos sorteando entre ellos, después de entrar en funciones, los asuntos, lo cual dio facilidades al Senado, durante un largo período de tiempo, para distribuir los puestos a su arbitrio, bajo el pretexto de fijar las reglas para el sorteo. Pero la libre disposición y distribución de las competencias pretorias por parte del Senado no fue otra cosa que un abuso, el cual, en la época antigua, antes de que los puestos de pretor fueran varios, no pudo cometerse, y en el último siglo de la República fue esencialmente suprimido; en cambio, en el siglo VI fue muy general y frecuente. En un principio los cónsules no formaban en el número de los magistrados entre quienes se repartía el mando de las provincias pretorias, sino que se les reservó el mando militar en Italia y el derecho de dirigir la guerra en el exterior; pero posteriormente, el Senado pretendió y consiguió el derecho de incluir los territorios de mando consular entre aquellos que él distribuía a su arbitrio, y desde entonces los gobiernos o mandos militares asignados a los cónsules se sometieron al sorteo, como los de los pretores. Según ya queda dicho, Augusto atribuyó de una vez para siempre el carácter de provincias consulares a Asia y a África, de modo que para las restantes se sacaban los pretores por suerte, a no ser con respecto a aquellas que, según la organización de la época imperial, pertenecían a la administración exclusiva del príncipe.
V. El tribunado de la plebe
En cuanto al origen del tribunado de la plebe podemos remitirnos a lo dicho en el libro primero. Surgió esta institución como resultado de las luchas entre patricios y plebeyos, y forma el momento inicial de la constitución de una ciudadanía no noble como un Estado dentro del Estado. La tradición, según la cual el establecimiento de los primeros tribunos tuvo lugar en el año decimosexto de la República, no tiene ningún fundamento histórico; pero el nacimiento de esta jefatura se remonta más allá de donde alcanza nuestra tradición: a la primitiva época de las luchas de clase referidas. La denominación de tribunos no parece que hubo de derivarse inmediatamente de las tribus, pues aquellos no tenían ninguna relación próxima con estas, sino que se tomó del antiguo modo de titular a los oficiales del ejército de ciudadanos, a cuyos cargos pudieron aspirar los plebeyos tan luego como fueron considerados como ciudadanos.
La jefatura de la plebe, tomando por modelo la de la ciudadanía, se formó por dos personas que ocupaban puestos iguales entre sí, colegiadamente, lo propio que acontecía con los cónsules; pero como la protección jurídica que de estas personas se esperaba era, o parecía que había de ser tanto mayor cuanto mayor fuese el número de puestos, este número se elevó muy pronto a cuatro, y después, antes de la ley de las Doce Tablas, a diez, del que no se pasó.
Desde que se creó el tribunado estuvieron esencialmente excluidos de este cargo los patricios, y tal prohibición no fue nunca derogada. Ni los que hubieran sido esclavos, ni aquellos otros ciudadanos que ocupaban una situación inferior a los demás podían ser tribunos del pueblo, y esta exclusión formaba el punto de partida de la desigualdad de derecho que acompañaba a tales individuos.
La elección de los tribunos se hacía por los tribunos mismos ante la colectividad de los plebeyos, con exclusión de los patricios; al principio por curias y más tarde por tribus, y en lo demás siguiendo el modelo de la elección de los cónsules. La libre cooptación, que tuvo lugar en los comienzos del tribunado cuando no estuviera enteramente completo el número de los que componían el collegium, hubo de ser muy pronto abolida, y también en el tribunado se introdujo la elección posterior. No se conoció aquí medio alguno que hiciera las veces del interregno; pero hasta donde nosotros sabemos, después del decenvirato, durante el cual quedó en suspenso el tribunado del pueblo, la continuidad de este cargo no volvió a experimentar interrupción alguna.
No puede decirse que los tribunos del pueblo ocupasen un lugar en la jerarquía de los funcionarios sino en tanto en cuanto se les consideraba como superiores a los jefes plebeyos de menor derecho, esto es, a los ediles. Aun después que a los plebeyos les fue concedido el derecho de sufragio pasivo, el tribunado continuó siendo un cargo no perteneciente a la serie jerárquica de los puestos de la comunidad, pudiendo desempeñarlo o no desempeñarlo el plebeyo para entrar en la carrera política. De hecho, sin embargo, luego que terminó la lucha de clases, el tribunado hubo de ser considerado como un cargo subordinado de esta carrera; la mayor parte de las veces se le consideró como uno de los primeros grados de la misma, desempeñándose por regla general antes de la pretura, y hasta antes de la edilidad plebeya. Augusto fue el primero que hizo obligatoria la aceptación del tribunado del pueblo y que señaló a este cargo un lugar fijo en la jerarquía; desde entonces empezó a considerársele como intermedio entre la cuestura y la pretura, juntamente con las tres edilidades, siendo elegidos los plebeyos para ocuparlo al mismo tiempo que para estos.
El tribuno del pueblo no funcionaba más que dentro del ámbito territorial de la ciudad; el imperium militar no le fue jamás concedido.
Para la duración del tribunado se tomó por modelo la del consulado; mas, como ya hemos advertido, desde que desapareció el decenvirato, el ingreso en el cargo se fijó, no por ley propiamente, pero sí de hecho, sin interrupción, en el día 10 de diciembre.
Al tribuno de la plebe no le correspondían los derechos honoríficos de los magistrados, fasces, praetexta y silla curul, por cuanto no fue instituido con el carácter de magistrado de la comunidad, ni llegó a adquirirlo tampoco después de un modo legal. Tan solo se le concedió el derecho de asiento: el banco tribunicio.
Ni al ser instituido el cargo se otorgó al tribuno competencia de magistrado, ni después la alcanzó tampoco legalmente. Tuvo, sin embargo, cierta participación en la actividad que ejercían los magistrados, mediante la facultad que le correspondía de privar de fuerza, por su intervención (intercessio), y dentro de los límites ya indicados con otro motivo, al imperium de los cónsules, con tanta eficacia como cuando uno de los dos cónsules se ponía frente al otro. Además, con respecto a la facultad de provocar acuerdos del pueblo y del Senado, el tribuno hubo de equipararse en el curso del tiempo a los magistrados supremos, pues aunque semejantes acuerdos no tenían valor sino excepcionalmente, sin embargo eran tan legítimos como los regulares, y cada vez se fueron haciendo más frecuentes. Al tribuno no se le reconoció la facultad de negociar y discutir con la ciudadanía patricio-plebeya; pero el derecho que desde luego le fue concedido de convocar a los plebeyos para elecciones, para constituirse en tribunal o para tomar acuerdos de otra índole, fue equiparado al derecho de los cónsules a convocar y presidir los Comicios, por cuanto a los acuerdos de la plebe se les dio — probablemente por la ley hortensia, hacia el año 465-68 (289-86 antes de J. C.) — la misma fuerza jurídica que a los de la comunidad patricio-plebeya. Poco más o menos hacia esta época, se concedió también al tribuno el derecho de convocar el Senado y de tomar acuerdos en unión con él. A lo cual se añadió, finalmente, la facultad de juzgar negocios criminales, facultad proveniente de la antigua y jamás abandonada autodefensa de la plebe por los tribunos y del derecho de coacción y penal ligado con ella y aplicado aun al imperium de los cónsules. Ya se ha dicho que la substanciación del procedimiento político para exigir cuentas a los magistrados estaba esencialmente encomendada a los tribunos de la plebe, y hasta la magistratura suprema se hallaba obligada a facilitar a estos, dándoles mandato para convocar la ciudadanía patricio-plebeya, la substanciación de los procesos de pena capital, reservados legalmente a las centurias. — Durante la época de las luchas de clase, el procedimiento criminal tribunicio tuvo por principal objeto abolir la soberanía de los patricios; pero después sirvió, juntamente con el derecho de intercesión que los tribunos tenían, para someter a los magistrados al poder del Senado y para plegar la resistencia de los mismos, justa o injusta, al dominio de una oligarquía. El tribunado del pueblo, entregado en manos del Senado, siguió siendo un arma revolucionaria, arma de la cual se hizo uso aun contra la soberanía de la nobleza, conforme cambiaban los partidos políticos. Sila abolió, al menos en lo esencial, los peligrosos procesos capitales que seguían los tribunos, puesto que encomendó a uno de los grandes tribunales del jurado el conocimiento de las causas políticas (quaestio maiestatis). — A pesar de que aun el tribunado de épocas posteriores, realmente incrustado en la nueva organización, continuó en teoría teniendo importancia política, la verdad es que este cargo, primer escalón de la carrera de los magistrados, solo por excepción tuvo de hecho tal importancia, sobre todo porque no le estaban señalados negocios que despachar de un modo regular, y porque este Colegio de magistrados, el mayor de todos los de Roma por el número de puestos, o funcionaba únicamente en casos extraordinarios, o no funcionaba en absoluto. Por esta causa es por lo que a los tribunos del pueblo se les encomendó, por medio de leyes especiales, la instauración o nombramiento de tutores, la distribución de trigo al pueblo y otros muchos asuntos ajenos a su propia misión.
VI. La censura
El census, etimológicamente «juicio», «examen», esto es, la fijación de las personas que en un momento determinado pertenecen a la comunidad y de sus bienes, al intento de regular las prestaciones con que cada una de ellas está obligada a contribuir; acto preparatorio, por consiguiente, de la formación del ejército y de la lista de ciudadanos, fue considerado entre los romanos, y con razón, como un atributo originario de la magistratura suprema. Más tarde, sin embargo — según la tradición, el año 311 (443 a. de J. C.), pero probablemente algunos años después, o sea el 319 (435 a. de J. C.) — la facultad de formar el censo les fue quitada a los cónsules, encomendándosela a un funcionario ad hoc, al censor; habiendo sido, quizás, el principal motivo de este cambio la circunstancia de que los cónsules no pudieran, durante el plazo que duraban sus funciones, despachar con la prontitud y esmero debidos, a la vez que los demás asuntos que tenían a su cargo, el de la formación del censo, acto complicado y largo que requería, además, unidad de dirección. En las comunidades latinas, el censo estuvo siempre encomendado a la magistratura suprema.
Para la forma dada al cargo se tomó por modelo esencialmente al consulado; así, que los censores fueron siempre dos, elegidos, lo mismo que los cónsules, en los Comicios centuriados y bajo la dirección consular. Como la instauración de la censura fue anterior a la época en que los plebeyos pudieron optar al desempeño de las magistraturas, dicha institución tuvo en su origen el carácter de institución patricia. No se sabe si a la vez que consiguieron los plebeyos el acceso al consulado en el año 387 (367 a. de J. C.), conseguirían también el acceso a la censura; de hecho, el primer censor plebeyo lo vemos funcionar el año 403 (351 a. de J. C.), habiéndose prescrito además que uno de los dos censores había de ser plebeyo. El acto religioso con que se terminaba el censo, esto es, el lustrum, lo realizó por vez primera un censor plebeyo el año 474 (280 a. de J. C.); en 623 (131 a. de J. C.) funcionaron ya juntos dos censores plebeyos.
En la jerarquía de los magistrados, la censura solo ocupó en un principio el más alto puesto de los correspondientes a funcionarios desprovistos de imperium, y no pocas veces fue el cargo que desempeñaron los cónsules antes de pasar al consulado; gradualmente, sin embargo, fue elevándose el valor público de esta función: correspondiéndole desde antiguo cubrir los puestos de caballeros; bien pronto también se le confió la facultad de cubrir los puestos de senadores; además, el censor era quien resolvía realmente, sin apelación, acerca de los derechos políticos y de los honoríficos de los ciudadanos; de manera que poco a poco el cargo de censor fue considerado como el grado más alto de la carrera de los magistrados, no siendo fácil el acceso al mismo sino a aquellos que ya hubieran sido cónsules.
El censo no podía practicarse más que dentro del distrito de la ciudad; la actividad de los censores estaba encadenada a Roma, lo mismo que la del pretor urbano. Pero no les estaba prohibido dar disposiciones de índole financiera relativas aun a los bienes de la comunidad situados fuera de Roma.
Respecto a la duración del cargo de censor, regían reglas particulares. La misión de los censores era fijar la situación personal y patrimonial de los ciudadanos y tenerla fijada para el momento en que uno de ellos terminaba y cerraba el censo, ante la ciudadanía congregada en asamblea, mediante la expiación o lustración (lustrum), inmolando al efecto puercos, carneros y toros (suovetaurilia). De tal manera se exigía la celebración de este acto, que todas las operaciones que por derecho implicaba el censo dependían jurídicamente de él, y si tal acto no se realizara, aquellas no adquirían validez. En rigor, los censores no funcionaban, pues, de un modo continuo, según ocurría en general con los magistrados, sino que tan solo tenían que realizar un acto único, fijado para un determinado momento. Este concepto de la función censoria era seguramente contradictorio con la esencia de la misma, puesto que la comunidad existe de hecho necesariamente sin sufrir interrupción, y al verificar el lustrum no se tenían en cuenta las variaciones ocurridas entre el momento de fijar los censores la situación de las personas y bienes de los ciudadanos y aquel en que el lustrum se celebraba; y con mayor razón hay que decir esto de las variaciones que hubieren acontecido entre el lustrum y el momento en que se aplicara prácticamente el censo. Por consecuencia de lo cual, el censo vino a ser considerado en general meramente como un acto preparatorio, y jamás pudo ser aplicado sino tomando en consideración las modificaciones aludidas. Ya se comprende también que cada censo no se aplicaba más que hasta que empezaba a regir el siguiente. Entre los varios censos habría de transcurrir por tanto, necesariamente, un intervalo, que, dado lo complicado del negocio, no podía ser muy breve. En Roma, este intervalo, en cuanto nosotros sabemos, no fue nunca fijado legalmente; mas, a lo que parece, la duración normal del mismo fue de cuatro años en un principio, y de cinco después. El determinar en cada caso particular cuándo había de procederse a la formación de un censo nuevo correspondió en los más antiguos tiempos a la magistratura suprema, puesto que ella era la que hacía listas nuevas cuando las que hasta el presente habían servido no se juzgaban utilizables por más tiempo; después, quien resolvía de hecho acerca de este particular fue el Senado. Por el contrario, lo que sí estaba fijado por la ley era el plazo concedido para la práctica de las operaciones preparatorias al colegium encargado del desempeño de este negocio; mientras el mismo formó parte de las atribuciones de los cónsules, estos magistrados, cuando procedían a formar el censo, habían, sin duda, de formarlo por sí mismos y dejarlo concluido, y en caso de no ocurrir esto, sus sucesores no podían continuarlo, sino que tenían que comenzar uno nuevo; después que se creó el cargo independiente de censor, los censores, igual que el dictador, tenían que abandonar su cargo una vez practicado el lustrum, o a lo más a los diez y ocho meses de haber entrado en el cargo, de manera que entre las funciones de unos y otros censores fue cada vez existiendo mayor plazo de años de intervalo. No estaba jurídicamente determinado el día en que había de tomarse posesión del cargo, pero de hecho se realizaba esta, la mayoría de las veces, en la primavera, y el lustrum en el verano del año siguiente.
Los derechos honoríficos del censor estaban sometidos al influjo de la diferente manera como era apreciado el cargo, tanto jerárquicamente como por la costumbre. No se le concedían fasces, ni tampoco de derecho la silla curul; en cambio, él fue el único de todos los funcionarios al que se le concedió el uso de todo el vestido de púrpura, cuando menos en los funerales.
La competencia de los censores era de más limitada intensidad que la concedida a la magistratura suprema para la formación del censo. Al ciudadano que descuidase cumplir con sus obligaciones relativas a esta formación, o que diere informes falsos, podía el cónsul castigarle por sí mismo con penas sobre el cuerpo y la vida, en tanto que el censor, el cual carecía del derecho de coerción plena, solo podía exigir responsabilidad por medio del cónsul; por tanto, la institución de este cargo público no fue una mera segregación de la magistratura suprema, como sucedió con la pretura, sino una debilitación de la intensidad de aquella. También se advierte la diferencia existente entre la formación del censo por los cónsules como una de sus atribuciones y la facultad concedida a los censores como cargo independiente, considerando que el censor carecía, sí, de imperium, pero, sin embargo, convocaba al ejército de ciudadanos para verificar la lustración. — De lo ya dicho resulta que todo acto realizado por los censores, como tales, revestía por fuerza un carácter provisional. Ellos eran los que concedían o negaban el derecho de ciudadano y el derecho de sufragio, los que regulaban de esta o de la otra manera la obligación del servicio militar y la de los impuestos; pero todas sus disposiciones no eran otra cosa, en el sentido jurídico, sino proposiciones hechas a aquellos magistrados a quienes tocaba decidir sobre ellas por razón de su cargo. Como las variaciones producidas realmente después de la formación y aceptación de las listas censoriales habían de ser apreciadas por los censores mismos, estos podían, so pretexto de tomarlas en cuenta, apartarse, aun por otros motivos, de los hechos censorialmente consignados, sin por eso infringir el derecho, y menos todavía estaban obligados los censores posteriores a atenerse al «juicio» de sus predecesores.
La competencia de los censores no se limitaba a la práctica del negocio del cual recibían su denominación, o sea a la catalogación de los ciudadanos obligados al servicio de las armas y al pago de los impuestos, parte integrante de lo cual era la formación de la caballería de ciudadanos, y posteriormente del orden de los caballeros; sino que además les correspondía dar reglas sobre la vida económica de la comunidad, así en lo relativo a los ingresos como a los gastos, en tanto en cuanto pudiera hacerse esta regulación para largos plazos. Mas aquellas facultades que para este último efecto era preciso estar ejercitando de un modo continuo, no le fueron quitadas a la magistratura suprema, como se le quitó la de formar el censo; antes bien, en los momentos en que no funcionaba la censura, esas facultades eran ejercitadas por los cónsules. De todo lo demás referente a esta materia trataremos en el libro siguiente, al cual nos remitimos, al ocuparnos de la administración del patrimonio de la comunidad. Del derecho de confirmar o de nombrar a los senadores, concedido a la censura por la ley ovinia en el siglo V, trataremos con más detenimiento en el capítulo consagrado al Senado.
El tribunal de honor de los censores merece ser examinado aparte. Fue este tribunal un derivado de la facultad que los censores tenían para organizar el ejército de ciudadanos, pues las personas infamadas eran excluidas de las centurias de caballeros y de la ciudadanía obligada a prestar el servicio militar ordinario de a pie; y como quiera que las votaciones de la ciudadanía se verificaban conforme a esta organización militar, las personas dichas perdían, por consecuencia, su derecho de sufragio. Este tribunal de honor adquirió mayor importancia cuando los cargos senatoriales dejaron de ser vitalicios y se encomendó a los censores la formación de la lista de los senadores, pues a partir de este instante, los censores estuvieron obligados a no incluir en la nueva lista de senadores a las personas infamadas. De conformidad con su propia naturaleza político-militar, este tribunal de honor se aplicó únicamente a los varones. Las consecuencias jurídicas que la existencia de ese tribunal trajo consigo se proyectaron, ante todo, en las clases privilegiadas, porque las personas sobre quienes hubiera recaído nota de infamia no podían seguir perteneciendo a la caballería ni al Senado; a los demás ciudadanos, el censor solo podía privarles del derecho de sufragio, o mermárselo, y postergarles en el ejército; mas tampoco en este respecto se hallaba obligado el magistrado poseedor de imperium a respetar lo que el censor hubiera hecho.
Lo que desde luego estaba sometido al tribunal de honor era la conducta del ciudadano en el cumplimiento de sus obligaciones políticas; pero también dependía de la apreciación de los censores la honorabilidad de la vida privada. Tanto la determinación de cuáles acciones habían de considerarse deshonrosas, como la clase de pruebas que había de ser suficiente para juzgarlas tales, fueron cosas entregadas a la conciencia del magistrado; de hecho, sin embargo, hubieron de aplicarse con frecuencia a esta materia algunas formalidades procesales. Este tribunal de honor, cuyo órgano se nombraba en atención tan solo a la consideración moral y política que gozaba la persona en quien recaía el nombramiento, y que aun en los mejores tiempos de la República en este sentido fue en el que se hizo uso de él, ese tribunal de honor, repetimos, solo puede decirse que tuviera limitaciones legales en su obrar en cuanto que para privar de la honra a una persona debía hacerse constar en la lista los fundamentos de ello, y en cuanto era indispensable además el consentimiento expreso de ambos colegas. La resolución dictada tocante al particular no era tampoco definitiva, como hemos dicho que no lo era ningún otro acto censorial; antes bien, todas las decisiones anteriormente pronunciadas perdían su fuerza al formarse cada nuevo censo, y para seguir teniéndola en lo sucesivo, era necesario que las repitiesen expresamente los nuevos censores.
El cargo de censor romano, especialmente en la forma de cargo en cierto modo superior al Senado que con el tiempo hubo de adoptar, pertenecía al número de los órganos más propios y privativos de la comunidad romana, pero también fue de aquellos que más pronto desaparecieron. Después de Sila, la censura, aun cuando no fue propiamente abolida, solo funcionó en casos excepcionales. A este resultado cooperaron distintas causas: la supresión de hecho del impuesto de ciudadano; la variación en la manera de formar el ejército, empleándose, en lugar de la antigua leva, predominantemente el alistamiento voluntario; la antipatía del estricto gobierno de los optimates contra la facultad que los censores tenían de disponer libremente de los puestos de senadores, que en realidad solo de hecho eran vitalicios; y sobre todo la circunstancia de haber encomendado la formación del censo a los municipios que constituían la unión de todos los ciudadanos del Reino, circunstancia que fue la necesaria secuela de la transformación del antiguo derecho de ciudadano de la ciudad romana en el derecho de ciudadano del Reino. El censo del Reino desde entonces no pudo ser nada más que una reunión de estos particulares registros municipales, y al aflojarse la administración imperial y faltarle la unidad en lo penal, la reunión dicha, que no dejaba de reportar alguna utilidad práctica, hubo de interrumpirse; por otra parte, la intervención que en la administración del patrimonio de la comunidad correspondía a la censura en la época republicana fue trasladada a un cargo especial que funcionaba constantemente, y la composición del Senado y del orden de los caballeros se apoyó en bases distintas de aquellas en que se apoyaba mientras los censores funcionaron.
VII. La edilidad
La palabra aedilis no puede significar otra cosa sino el maestro doméstico y dueño de los edificios; ahora, nosotros no sabemos con seguridad cuál fuera el valor jurídico de esta denominación, ni el género de asuntos cuyo desempeño se encomendara originariamente a los funcionarios a los que se aplicaba. Había tres categorías de ediles, que no deben ser considerados, según sucede con las diversas preturas, como miembros de una misma magistratura con distinta competencia, sino como funcionarios diferentes, elegidos ya con este carácter en los Comicios, a saber: los aediles plebis o plebeii, los cuales se originaron, juntamente con el tribunado de la plebe, de las luchas de clase; los aediles curules, instituidos como magistrados de la comunidad patricio-plebeya, juntamente con los pretores, el año 387 (367 a. de J. C.), y los cuales recibieron su nombre de la silla curul o jurisdiccional que se les concedió y que no tenían sus colegas; los aediles plebis Ceriales, instituidos por el dictador César, que funcionaron desde el año 711 (43 a. de J. C.), y cuya denominación provino de la inspección oficial que los mismos estaban obligados a verificar sobre las distribuciones de grano al pueblo.
Cada una de estas clases de ediles comprendía dos de ellos, número que continuó invariable. Tanto los ediles plebeyos como los ceriales fueron siempre tomados de la plebe. La edilidad curul, si la tradición no miente, fue en un principio instituida como cargo patricio; sin embargo, ya en el segundo año se permitió también a los plebeyos el acceso a ella, pero, a fin seguramente de no turbar la concordia dentro del collegium, se dispuso que los años impares de Varrón fuesen ediles dos patricios, y los años pares dos plebeyos, hasta que en el siglo VII de la ciudad fue accesible el cargo a las dos clases por igual; en tiempo de Augusto, los patricios fueron excluidos, o más bien exentos, de la edilidad de que se trata.
En la jerarquía, los ediles plebeyos, mientras existieron ellos solos, ocupaban un puesto detrás de los tribunos del pueblo, y eran con relación a estos lo que los cuestores con respecto a los cónsules. Al establecerse la edilidad curul, se le dio un puesto fijo en la serie de los magistrados de la comunidad, entre la cuestura y la pretura, por bajo de esta y por cima de aquella, lo cual se hizo extensivo, aun cuando acaso gradualmente, a la edilidad plebeya: ambas clases de funciones fueron, sin embargo, potestativas en la época republicana, de manera que el que las ocupaba entraba a formar parte de la serie jerárquica en el lugar indicado, pero también podía no aceptarse el cargo. Por ley, la posición de la edilidad plebeya era inferior al tribunado del pueblo; pero con el tiempo esta relación hubo de cambiarse, siendo considerada la dicha edilidad como más alta que el tribunado; y, en efecto, lo regular era que cuando alguno desempeñaba sucesivamente ambos cargos, el desempeño de la edilidad viniera en pos del del tribunado, cosa que podía hacerse perfectamente, porque ambos cargos eran potestativos, no obligatorios. Ya hemos dicho que Augusto dio este último carácter tanto a los puestos de edil como a los de tribuno del pueblo; de suerte que una vez que los plebeyos consiguieron el acceso a la pretura, fue requisito para desempeñarla el haber ocupado antes alguno de los seis puestos de edil o alguno de los diez de tribuno.
Los dos ediles curules eran elegidos en los Comicios patricio-plebeyos por tribus, bajo la dirección de un cónsul o de un pretor, y los ediles plebeyos, al menos los dos más antiguos, eran elegidos en la asamblea plebeya reunida por tribus, bajo la dirección de un tribuno del pueblo.
Ninguna de las tres edilidades ejercía sus funciones más que dentro del distrito de la ciudad.
La duración anual era aplicable a las edilidades, lo mismo que al consulado y al tribunado del pueblo. Los ediles curules, y probablemente también los cuatro plebeyos, al menos en los tiempos posteriores, entraban en funciones el mismo día que los cónsules.
De los derechos honoríficos correspondientes a los magistrados, se concedieron a los ediles curules el uso de silla jurisdiccional o curul y la praetexta, mas difícilmente se les permitieron lictores. Los ediles plebeyos estuvieron privados de los derechos de referencia, igualmente que los tribunos de la plebe.
No tenemos datos suficientes para conocer cuál fuese la competencia originaria de la edilidad. Es de presumir que los ediles sirvieran en general de auxiliares a los tribunos; que en un principio protegieran y defendieran a los plebeyos contra las injusticias de que fueran víctimas, quizá principalmente en materia de prestaciones personales, y que luego les correspondiera custodiar en el templo de Ceres, bajo la inspección de los tribunos, los documentos escritos que garantizaban los derechos de la plebe, prestar auxilio con sus manos en las acciones de pena capital a los tribunos, los cuales no disponían de cuestores ni de lictores, y aun presentar por sí mismos, ante la asamblea de los plebeyos, las acciones en que se reclamasen multas o expiaciones pecuniarias. El mismo juramento por el cual garantizaban los plebeyos la inviolabilidad de sus tribunos servía también de escudo a la inviolabilidad de los ediles. Mas la edilidad originaria pudo después convertirse en un cargo de inspección y policía, y por eso es por lo que, cuando más tarde se añadió a ella la edilidad patricio-plebeya, empezó a tener existencia la doble función de la policía de mercados y vías, de un modo análogo sin la menor duda a lo que era la agoranomía helénica. Aquella parte de dicha policía que implicaba ejercicio de jurisdicción debió reservarse a los ediles curules, pues los quasi-colegas plebeyos no tenían legalmente carácter de magistrados. La jurisdicción concedida a los ediles que eran magistrados de la comunidad, del propio modo que las insignias otorgadas a los mismos, están demostrando que esos ediles participaban del imperium, y por tanto, que en cierto sentido se les conceptuaba como colegas menores de los magistrados supremos: esta posición jurídica de los mismos se ve bien claramente en la organización municipal, donde los dos magistrados supremos y los dos ediles se consideran como colegas, si bien de desigual rango, bajo la forma del quatorvirato. Mas en las organizaciones propiamente romanas, probablemente por la razón de que aquí al lado de los ediles curules estaban los ediles plebeyos, la edilidad no llegó a adquirir la consideración a que acabamos de referirnos, sino que continuó formando parte de la serie de las funciones subordinadas. — A la inspección de las fiestas populares, materia comprendida necesariamente en la competencia de policía de los ediles, se añadió después la delegación o encargo hecho a estos para que ejecutaran ellos mismos tales fiestas y la concesión a los propios ediles del dinero público destinado a ellas; así se explica que ambas edilidades llegaran a adquirir posteriormente gran importancia política y que fueran muy codiciadas, dado caso que este era el camino legal para hacer gastos en provecho de la multitud y atraérsela para las elecciones. — No podemos decir cuál fuese el fundamento de la facultad que todos los ediles tenían, no solamente de imponer multas y hacer embargos, sino también de ejercitar el derecho de convocar la ciudadanía, propio de los magistrados supremos, y defender ante ella sus sentencias o decisiones en el caso de que en la materia dicha hubiese el edil traspasado los límites de su competencia y se hubiese interpuesto provocación; pues los ediles, en ninguna otra ocasión sino en esta podían convocar ni los Comicios ni el Senado. Acaso lo que produjera el resultado de que se trata fuera la participación de los ediles originarios en la justicia plebeya; pero más verosímil es que esta acción para defender ante los Comicios las multas impuestas no tuviera su base en una competencia especial concedida a los ediles, sino en la cláusula añadida a numerosas leyes penales de la época republicana, en virtud de la cual, todo magistrado que tuviese atribuciones para hacer uso de la coerción debía ser en general competente para exigir las penas pecuniarias a que hubiera condenado y para defender su sentencia condenatoria ante la ciudadanía, facultad de que luego hicieron uso preferentemente los cuatro ediles, que fueron los llamados a ello por ser la más baja de las categorías de los magistrados.
VIII. La cuestura
La denominación dada a los cuestores no puede ser explicada léxicamente sino refiriéndola a la función penal que los mismos hubieron de desempeñar (quaerere); y como esta función adquirió su particular carácter después de abolida la Monarquía, claro está que el origen de la cuestura difícilmente se remonta más allá de la República; lo probable es que naciera cuando esta, y precisamente por haberse mermado las facultades de la realeza el cambiarla en consulado. La tradición enlaza también, no en verdad el origen de la cuestura, pero sí el de la provocación obligatoria en el procedimiento criminal que la cuestura implica, con la supresión de la Monarquía, y la circunstancia de que no existieran cuestores al lado del dictador demuestra que aquellos eran incompatibles con los magistrados que poseían pleno imperium, y que si nacieron fue como una limitación de este.
El número de los cuestores dependía de su condición de auxiliares de la magistratura suprema, si bien no era este número enteramente igual al de los funcionarios que ocupaban aquella magistratura. Esa igualdad únicamente podría aplicarse a los tiempos más antiguos, pues en los posteriores, por una parte, a cada cónsul le fueron dados varios auxiliares de los que nos ocupan, y por otra parte, los pretores que tenían limitado el ejercicio de su función al distrito de la ciudad carecieron de cuestores. Así, en el año 333 (421 a. de J. C.) se concedieron a cada cónsul dos cuestores, uno para el desempeño de su cargo en la ciudad y otro para el desempeño de sus funciones militares, y luego, en 487 (267 a. de J. C.), fueron instituidos cuatro puestos más de cuestores para ayudar a los cónsules a administrar la Italia; de suerte que el número total de cuestores se elevó a ocho. Cuando poco tiempo después se instituyeron magistrados supremos para regir los territorios ultramarinos, se dispuso que al lado de cada uno de esos magistrados había de funcionar un cuestor; sin embargo, lo probable es que este principio no se respetara sino en parte al introducir nuevos puestos de cuestor, sucediendo más bien por eso que los magistrados hicieran uso de la facultad que les daba su imperium militar para crear, a falta de cuestores elegidos por los Comicios, procuestores con iguales funciones que aquellos, Sila ordenó que el número de los cuestores que anualmente habían de ser nombrados fuera de veinte; el dictador César autorizó para doblarlo; Augusto abolió nuevamente esta autorización, conservándose durante el principado el número antes dicho: pero todas estas disposiciones se dieron más bien que con el objeto de que hubiera cuestores suficientes para el desempeño de las varias atribuciones inherentes al cargo, con el propósito de que, una vez que la cuestura se consideró legalmente como el puesto que daba ingreso en el Senado, fueran cubriéndose por semejante procedimiento las vacantes que en este existieran.
Como la cuestura tuvo desde un principio, lo mismo que el tribunado militar, el carácter de puesto auxiliar, es claro que desde antiguo se permitió a los plebeyos ocuparla. Esta permisión fue aplicable aun a los puestos de cuestor magistrado, probablemente desde los comienzos, y con toda seguridad después que el número de los cuestores se duplicó.
Del mismo carácter de función auxiliar que desde su origen tuvo la cuestura, se desprende que el lugar que esta ocupara en la jerarquía de los magistrados había de ser el último; luego que se formó una serie fija de magistraturas, el cargo de cuestor era el primer paso de la carrera política, de donde provino posteriormente la importante consecuencia de que los cuestores adquirían derecho a ser senadores vitalicios.
Ya se ha advertido que la cuestura nació como un cargo auxiliar de la magistratura, por lo que en un principio los cuestores eran nombrados libremente por los cónsules, o sea por los magistrados a quienes habían de prestar su auxilio. No sabemos cuándo comenzaría a ser limitado este libre nombramiento por la obligación de interrogar previamente a la ciudadanía; lo probable es que a la época del decenvirato los cuestores se convirtieran de puestos auxiliares en magistrados. La interrogación para el nombramiento se dirigía a los Comicios patricio-plebeyos congregados por tribus, y claro está que quien la hacía eran los cónsules, y por excepción los pretores.
Bajo el respecto de la extensión territorial, las funciones de los más antiguos auxiliares de los magistrados eran tan ilimitadas como las de la misma magistratura suprema; el cuestor funcionaba en un principio, lo mismo que el cónsul, primero en el distrito de la ciudad y luego en el campo de la guerra. Pero cuando el número de los cuestores aumentó, los puestos de los que funcionaban en la ciudad fueron encomendados a personas distintas de las que funcionaban en el campo militar. A partir de este momento, los dos cuestores encargados del desempeño de los negocios de la ciudad se denominaron quaestores urbani, para distinguirlos de los demás.
Con respecto a la duración del cargo, son también aplicables a los cuestores las mismas reglas que se han dado para la duración de la magistratura suprema, advirtiendo solo que en la época en que los cónsules entraban en funciones el 1.º de enero los cuestores tomaban posesión de su cargo el 5 de diciembre anterior, y claro está que a los cuestores que funcionaban fuera de Roma les eran aplicables las reglas relativas a la prorrogación del cargo.
El cuestor no disfrutaba de ninguno de los derechos honoríficos concedidos a los magistrados; ni siquiera tenía imperium propio ni potestad coercitiva, como los magistrados; en cierto sentido, aun en los tiempos posteriores se le consideró más como auxiliar que como representante de la comunidad.
Tocante a la competencia, es preciso, ante todo, examinar la cuestión de si a cada uno de los magistrados supremos le pertenecían o no cuestores propios, y después hay que determinar la esfera de asuntos encomendados a la gestión de estos.
La misma esencia de puesto auxiliar que corresponde al que nos ocupa está diciendo que cada particular cuestor se hallaba estrechamente ligado a un particular magistrado supremo; teniendo en cuenta esta manera de ser la cuestura en sus orígenes, es como podemos explicarnos que el cuestor provincial estuviera como adherido al gobernador o presidente de la provincia, adherencia que únicamente existía en los organismos romanos, y que hasta estuvo reconocida legalmente. Mas debe advertirse que no sucedía esto sino cuando la magistratura suprema funcionaba sin las trabas de la colegialidad; así, en el régimen de la ciudad, y hasta en el itálico, aun cuando es cierto que los cuestores funcionaban como magistrados subordinados de los cónsules, también lo es que en los tiempos históricos no se ve que cada cuestor fuera el subalterno de cada particular cónsul; es más: aun en el régimen de la ciudad, la tendencia a hacer que los cuestores limitaran en el ejercicio de sus funciones a la magistratura suprema se manifiesta sobre todo por la circunstancia de que, así como cuando los cónsules se ausentaban de Roma desaparecía por fuerza su superioridad personal inmediata sobre los cuestores, así también la sumisión personal de estos a aquellos fue suprimida, bien de derecho, bien de hecho, aun mientras los referidos cónsules permanecían en la capital.
La esencia de puesto auxiliar que corresponde al de cuestor parece exigir que la competencia de estos fuera tan amplia, a lo menos originariamente, como la de los cónsules; sin embargo, solo en cierta medida puede decirse que la realidad respondió a esta exigencia. El cuestor intervino, sí, desde su origen, en una gran variedad de asuntos, mas en manera alguna en todos los consulares; por el contrario, aun en el régimen de la ciudad, los cuestores fueron ajenos a las funciones de los cónsules y estos a las de aquellos. En la jurisdicción para resolver asuntos privados, que fue en un principio la función más esencial de los cónsules dentro de la ciudad y que luego pasó a los pretores, no tuvieron jamás los cuestores intervención alguna; sí la tuvieron, en cambio, en el ejercicio de la coerción y en los juicios criminales, en tanto en cuanto estos se hallaran sometidos a la provocación a los Comicios, del propio modo que la tuvieron en la administración de la caja de la comunidad: pues por la ley misma habían sido exceptuadas estas dos funciones de ser desempeñadas directamente por los magistrados supremos. En las demás funciones del régimen de la ciudad, se ve clara la índole auxiliar de la actividad de los cuestores; sobre todo se sirvieron de estos los magistrados supremos para cumplir las obligaciones que sobre ellos pesaban con respecto a los extranjeros huéspedes de la comunidad. Los mismos principios se aplicaban al imperium militar; pero como aquí no estaba admitida la provocación, para lo que más servía el cuestor al jefe del ejército era para administrar la caja de la guerra, para lo cual era hasta jurídicamente indispensable. Pero, además, en este orden se hizo libre y discrecionalmente un gran uso de la actividad auxiliar, funcionando de hecho regularmente el cuestor como el más elevado de todos los oficiales sometidos al jefe de la campaña; también podía encomendársele por delegación o mandato el desempeño de otros asuntos, aun el ejercicio de la jurisdicción. En los correspondientes capítulos del libro siguiente hablaremos de todas las demás materias confiadas a los cuestores: del juicio criminal cuestorio, cuyos funcionarios, que eran los dos cuestores más antiguos, se llamaban quaestores parricidii; de la administración de la caja de la comunidad; de la participación de los cuestores en la administración de Italia y de las provincias. Sobre el empleo de los cuestores como auxiliares del príncipe, de los quaestores Augusti, no a los asuntos provinciales, pero sí a los de la ciudad, puede verse el capítulo consagrado al estudio de los subalternos del emperador.
IX. Los demás magistrados ordinarios de la república
Además de las magistraturas de la República hasta ahora examinadas, hubo, sobre todo al final de aquella, una serie de cargos de rango inferior y de subordinada importancia política, cuyo estudio detenido no corresponde a la presente exposición. La actividad auxiliar fue la que dio origen predominantemente a los mismos. Parece que al finalizar la República era costumbre, y aun acaso precepto legal, exigir que antes de ser nombrado cuestor un individuo hubiera ocupado, tanto uno de los puestos de oficiales militares pertenecientes a esta clase de auxiliares, como un cargo civil de la misma especie. En la época del principado se distinguieron desde luego estos puestos de oficiales de los cargos públicos de elección comicial; por el contrario, los funcionarios civiles de esta categoría, llamados con el nombre común de vigintisexviros, y posteriormente, después de la supresión de algunos de ellos, con el de vigintiviros, se consideraron como el grado precedente a la cuestura que daba derecho a ser senador.
Los puestos de que se trata eran los siguientes:
En la esfera del mando militar se prescribió, desde el año 392 (362 a. de J. C.), que una parte de los tribunos militares fueran nombrados por los Comicios. El número de estos puestos fue en un principio de seis, y posteriormente de veinticuatro; pero, por un lado, esta cifra hubo de sufrir variaciones; por otro, y principalmente, el número total de tribunos militares varió también, según varió el de las legiones mandadas por cada seis de aquellos. Al comenzar el principado, parece que estos tribunos militares nombrados en los Comicios dejaron primeramente de prestar servicios efectivos, y luego fueron, en general, abolidos.
Para la jurisdicción criminal hubo tres funcionarios (tres viri capitales), encargados desde luego de la inspección de las prisiones y de la ejecución de las sentencias de muerte cuando estas se ejecutaban dentro de la cárcel, a lo cual se añadió después cierto servicio de seguridad, sobre todo nocturna. La institución misma se remonta al siglo V, pero la elección en los Comicios no se extendió a estos puestos quizá hasta un siglo después.
Con respecto a la jurisdicción en general, de los lugartenientes que al pretor le correspondía instituir en Italia, los cuatro destinados a Capua y la Campania fueron nombrados en los tiempos posteriores por los Comicios. Augusto suprimió este quatuorvirato cuando la lugartenencia pretorial llegó a hacerse inútil por haber adquirido los municipios facultades jurisdiccionales.
Para lo tocante a la judicación, ya desde bien pronto se había establecido para las causas relativas a la libertad un collegium permanente de decenviros (decemviri litibus iudicandis), que realmente hacía el servicio de Jurado; pero después que en la época republicana se hizo extensiva a los miembros de este collegium la elección en los Comicios, se les consideró como magistrados, consideración que siguieron teniendo durante el principado, si bien su competencia fue distinta ahora de la que tenían antes, pues ahora se convirtieron en guías o directores de las causas de herencias, cuyo conocimiento se hallaba encomendado al alto tribunal de los centunviros. Además, los triunviros capitales antes mencionados se aplicaron también a los pleitos civiles, por un lado, como auxiliares para la percepción de las multas e indemnizaciones procesales, y por otro, para conocer en funciones de jurados de ciertas demandas que, aun cuando tenían por la ley la consideración de civiles, en realidad eran penales.
La limpieza de las calles estaba encomendada, bajo la superior dirección de los ediles, en la ciudad a cuatro, y en los arrabales a dos funcionarios; estos dos últimos fueron suprimidos por Augusto, a consecuencia de la nueva organización dada a las vías itálicas.
La acuñación de moneda en la ciudad, que en la primitiva República parece haber estado sustraída a la competencia de los magistrados ordinarios y haberse verificado siempre en virtud de disposiciones extraordinarias, hubo de encomendarse en la última época republicana a tres funcionarios especiales (tres viri aere argento auro flando feriundo).
X. Los magistrados extraordinarios de la república
Magistrados extraordinarios, o sea, magistrados nombrados por el procedimiento corriente, de cooperación y concurso entre la magistratura y la ciudadanía, pero solo en casos particulares, podía haberlos por tres conceptos: primero, los nombrados para el desempeño de asuntos que no entraban en la competencia de ningún magistrado ordinario, y que, por lo mismo, se conceptuaban como derechos reservados a la comunidad; segundo, los nombrados para el desempeño de negocios ordinarios, pero que, por alguna causa fundada, no podían desempeñar los magistrados a quienes estos negocios estaban atribuidos, y tercero, los nombrados para modificar la constitución de la comunidad en general. La primera de estas categorías de magistrados, es, sí, de índole extraordinaria, pero, en principio y teóricamente, se halla contenida en la misma esencia de la organización de la comunidad; la segunda supone una violación, y la tercera una suspensión del orden existente en la comunidad.
Los cargos públicos extraordinarios de la primera categoría se refieren a aquellas funciones que la comunidad no ha delegado en general en ninguno de sus representantes, y para cuyo desempeño se necesita en cada caso particular un acuerdo de la comunidad misma. Puede ocurrir que al tomarse este acuerdo de crear una magistratura extraordinaria se designe también la persona o personas que han de ocuparla; lo regular era, sin embargo, que no coincidiese aquel acuerdo con el acto de la elección del correspondiente magistrado, sino que se limitara a ordenar que tal elección se verificase. En el más antiguo sistema republicano — pues para el monarca difícilmente existió esta limitación — el procedimiento excepcional de que se trata hubo de aplicarse: por un lado, a los procesos por motivos políticos (perduellio); por otro lado, a las donaciones gratuitas de terrenos de la comunidad, ora se hicieran estas donaciones a un dios (duoviri aedi dedicandae), ora a los ciudadanos o a las agrupaciones que formaban la confederación (magistrados agris dandis adsignandis). También solían acordar los Comicios la elección de magistrados especiales para el desempeño de algunos otros importantes asuntos que excedían de la competencia de la magistratura, v. gr., para la celebración de tratados de paz, para garantizar los préstamos hechos por la caja del Estado a los particulares, y aun para la acuñación de la moneda antes de que se crearan magistrados permanentes al efecto: a todos estos magistrados extraordinarios les daba reglas el poder soberano sobre el modo de desempeñar sus cargos.
Si el establecimiento de magistraturas extraordinarias para el desempeño de los asuntos sustraídos a la competencia de los magistrados ordinarios era conforme a la Constitución, y los Comicios al crearlas no hacían más que usar de las atribuciones que les correspondían, en cambio, la comisión de negocios propios de una magistratura ordinaria a magistrados extraordinarios era una violación del derecho, supuesto que de esta suerte se mermaba y reducía el derecho de una magistratura ordinaria, y esto, en rigor, no podía hacerlo ni siquiera la misma comunidad popular. Sin embargo, lo que se acaba de decir solo es aplicable, en verdad, a los magistrados supremos, pues para el desempeño de aquellos negocios que corresponden a la competencia de los censores y de los ediles, como son las grandes construcciones, las medidas relativas a los mercados de grano y a las distribuciones del mismo, y en general todos los asuntos encomendados a auxiliares y subalternos, se elegían con frecuencia curadores especiales, sin que en tal determinación del pueblo se viera una violación de la Constitución. Pero cuando se trataba de actos fundados en el imperium del magistrado, no se consentía que se encomendara la ejecución de los mismos sino a otro magistrado a quien, por la Constitución, le estuviera reconocida la facultad de desempeñarlo. Con respecto al imperium de la ciudad, el único acto en contrario de lo que se dice fue el establecimiento de duunviros, dotados de poder consular, y que, como los cónsules, tenían facultades para elegir a los cónsules: tal sucedió el año después del asesinato del dictador César; pero esto, que fue una excepción, tanto por la época en que se hizo como por la manera de verificarse, confirma la regla general. — En el régimen de la guerra se manifestó también el gran rigor de la disciplina política a que Roma debió exclusivamente su grandeza y su poder, respetando el principio dicho, si bien en este orden era difícil, y a menudo hasta peligroso, respetarlo como se respetaba en el régimen de la ciudad. La vez primera que nosotros sepamos se faltó a tal principio, y es de presumir que la primera que en realidad fue infringido, fue el año 538 (216 a. de J. C.), durante la guerra de Aníbal, cuando en circunstancias políticas verdaderamente singulares, se confió el poder consular a M. Marcelo. Esta delegación fue, por lo demás, solo parcial, por cuanto el funcionario de que se trata poseía ya, adquirido por la vía ordinaria, el imperium pretorio; a partir de este momento, fue frecuente conceder al pretor el título, y en parte también las insignias de la más alta magistratura suprema, dado caso que los dos cargos de cónsul y pretor eran esencialmente iguales. El praetor pro consule no se oponía, pues, al principio referido más que formalmente; ahora, la violación efectiva de ese principio, mediante la concesión del imperium militar a un ciudadano privado, una vez solamente tuvo lugar en la época propiamente republicana, y también durante la guerra de Aníbal, cuando el año 543 (211 a. de J. C.), bajo impresiones personales y políticas aún más graves que las del caso anterior, confiaron los Comicios el mando militar en España al hijo del caudillo militar que en la misma España y en guerra contra los cartagineses acababa de morir, esto es, al joven P. Escipión, que no ejercía cargo público alguno. Pasó más de un siglo antes de que se volviera a conceder un mandato semejante, como se hizo durante la oligarquía de Sila con el joven Pompeyo, el año 673 (81 a. de J. C.). La carencia, originada por la torpe organización de Sila, de un mando militar ordinario cuya competencia fuera de carácter general, según lo había sido la de los antiguos cónsules, hizo inevitable la institución de magistrados extraordinarios encargados de perseguir a los piratas; el imperium de esta clase, establecido el año 687 (67 a. de J. C.), le fue también confiado a un simple particular, al mismo Pompeyo. Estos mandos militares extraordinarios, conferidos por los Comicios y fundados legalmente en el pleno poder de estos últimos, fueron los que, por su propia índole y por la época en que de ellos se hizo uso, sirvieron de introducción al principado, cuya esencia consiste precisamente, como se verá más adelante, en ser un mando militar que no conoce límites y desligado de la magistratura ordinaria.
La tercera categoría de magistrados extraordinarios la forman los que poseen poder constituyente. Bajo este concepto comprendemos: el decenvirato, que formó la legislación de las Doce Tablas; la dictadura de Sila y la de César, que no tenían de común con la dictadura antigua más que el nombre, y el triunvirato, que gobernó después del asesinato de César. El estudio de tales magistraturas no corresponde al derecho político, en cuanto este solo tiene por objeto el examen de las instituciones ya organizadas, y las funciones de que se trata tienen su origen, si no en una negación, por lo menos en una suspensión del orden legal vigente, y su misión es dar la ley (leges scribere) y organizar la comunidad (rem publicam constituere). El fundamento jurídico de las magistraturas en cuestión se hallaba menos en el acuerdo de los Comicios que les daba vida — pues, según la concepción que en Roma dominaba de un modo absoluto, la Constitución estaba aún por encima de los Comicios y ligaba a estos, — que en la necesidad, la cual legitima ciertamente toda ilegalidad y toda revolución. No es posible dar una definición del poder constituyente, ilimitado por su propia esencia; únicamente podemos ejemplificar la carencia de todo límite en el mismo, ya por lo relativo a las atribuciones, ya por lo que respecta al tiempo. De lo primero tenemos ejemplos bien claros en la facultad de dar leyes y nombrar magistrados aun sin el consentimiento de la ciudadanía; en la facultad, de que carecía la magistratura ordinaria, para disponer del patrimonio inmueble de la comunidad, facultad que fue la que dio origen a las llamadas colonias militares del tiempo de Sila y del de César; en el ejercicio de la facultad de coerción y de sentenciar las causas de pena capital, sin que contra tales sentencias cupiera el derecho de provocación, y hasta sin que hubiera obligación de guardar en ellas ninguna formalidad jurídica, de lo cual fueron consecuencia inatacable, desde el punto de vista legal, las proscripciones de Sila y las de la época de los triunviratos. El poder constituyente era tan ilimitado legalmente, con relación al tiempo, como acabamos de ver que lo era por su contenido; pues si es verdad que la posesión y ejercicio del mismo tenía un término final, lo es también que el señalamiento de este término lo hacía el propio poseedor de tal poder, y en sus facultades estaba también el cambiarlo. El poder constituyente era, sin duda, por su propia naturaleza, efímero, puesto que los organizadores del Estado estaban obligados a resignar sus funciones y a dejar obrar la nueva organización creada, una vez que creyeran haber cumplido suficiente y satisfactoriamente su cometido; así lo debieron hacer los decemviros, y así lo hicieron efectivamente Sila y Augusto. Es difícil que también César concibiese de esta manera la dictadura, puesto que la tomó para toda su vida; sin embargo, aun cuando, como es probable, quisiera él convertir este cargo público en permanente, como quiera que no dispuso nada para después de su muerte, su propia dictadura no puede ser considerada sino como una institución efímera desde el punto de vista del derecho político, no como una transformación duradera de la organización vigente.
XI. El principado
El principado romano fue una derivación de una de las formas de la magistratura constituyente que acabamos de estudiar. Después que el triunvirato establecido para dar una organización a la comunidad a la muerte de César se convirtió en soberanía efectiva de un solo individuo, por haber desaparecido los otros dos colegas, el único triunviro que quedaba resignó el día 13 de enero del año 727 (27 a. de J. C.) este poder excepcional, y en cumplimiento del encargo que se le había encomendado, puso en vigor la nueva organización dada a la comunidad. El fundamento jurídico de esta organización se hallaba, lo mismo que el de la legislación de las Doce Tablas, en el poder constituyente atribuido al creador de la misma; como la confirmación formal de la organización dicha por los degenerados Comicios de esta época, no habría hecho sino imprimir a la obra del nuevo Rómulo el sello de la revocabilidad, se prescindió de ella. Jamás se puso en duda ni se atacó la perdurabilidad, desde el punto de vista jurídico, del nuevo orden de cosas.
Antes de estudiar la institución en sí misma, hay que resolver las dos cuestiones preliminares siguientes: primera, si la introducción de un jefe supremo en la organización de la comunidad, tal y como se contenía en la constitución dada por Augusto, se había hecho por este con el propósito de que tuviera carácter de permanencia, o, por el contrario, como una situación transitoria; y segunda, caso de que la anterior se resuelva en el primer sentido, si la nueva institución debe ser considerada como una magistratura en el concepto que hemos visto se le ha dado a esta hasta ahora, o si dejando a un lado este concepto y abandonándolo, vino a parar Roma a la monarquía que no tenía carácter de magistratura.
Desde el punto de vista del derecho político, no puede menos de reconocerse que cuando el principado se introdujo no lo fue con el carácter de institución orgánica de la comunidad. La esencia de la República estribaba en la colegialidad y anualidad de la magistratura suprema, y a ambas condiciones puso fin el principado. La táctica del gobierno de Augusto consistió en ir velando y ocultando esta falta de identidad entre lo viejo y lo nuevo, en ir echando vino nuevo en los odres antiguos. He aquí por qué el nuevo puesto de jefe supremo de la comunidad, ni es legalmente único ni tiene un nombre (expresión de tal unidad desde el punto de vista del derecho político), ni, sobre todo, existen normas legales que determinen el modo como debe cubrirse cuando quede vacante. No habiendo sido establecido un orden de suceder que infringiese aparentemente la constitución en vigor, vino a resultar que, desde el punto de vista del derecho político, la serie de príncipes que iban ocupando el trono no eran otra cosa que una cadena ininterrumpida de poderes de hecho, análogos los unos a los otros, pero todos extraordinarios; por consecuencia de lo cual, así después del asesinato del dictador, como después del del último odioso soberano de su familia, se restableció la antigua forma de la magistratura suprema, basada sobre los principios de la anualidad y la colegialidad, restablecimiento que no por ser efímero dejó de tener carácter verdaderamente jurídico, legal. Es verdad que la dictadura vitalicia de César y el principado de Augusto pudieron diferenciarse, sobre todo en que mientras el fundador de la primera solo la ejercitó por pocos días, el fundador del segundo lo desempeñó por toda la vida de un hombre. Pero lo que decide de la suerte de las cosas son los hechos. Augusto, no solamente quiso crear una forma duradera del Estado, sino que la creó; aquellos elementos que se reconocieron como provisionales fueron suprimidos, ya por una vía ya por otra, y hasta llegó a originarse una quasi-sucesión. El principado de Augusto debe, pues, contarse entre las instituciones políticas de la comunidad romana, y en cierto sentido debe ser considerado como el punto culminante y como la realización plena de la soberanía universal fundada por el gobierno del Senado.
La otra cuestión previa, esto es, la de saber si el principado merece la consideración de verdadera magistratura en el sentido que a estas se dio durante la República, debe ser resuelta negativamente, según lo dicho, siempre que se entienda, de conformidad con la originaria concepción romana, que el fundamento y base de la magistratura suprema lo constituyen los principios de la anualidad y la colegialidad: el principado es en tal concepto la abolición de la República. Pero si, de conformidad con el punto de vista teórico adoptado en los tiempos posteriores, se concibe la magistratura como emanación y órgano de la soberanía del pueblo, en tal caso, el principado de Augusto cae también dentro de este concepto; pues de las tres maneras como en general puede ser concebida la Monarquía, a saber: la concepción del monarca como el más alto representante de la comunidad política soberana, la concepción del mismo como un dios terrestre, y la concepción del monarca como señor y propietario de las personas y las cosas de sus súbditos, la primera, por lo menos, conviene esencialmente al principado de Augusto, si bien tampoco deja de tener algo de monarca-dios y de monarca-señor la institución en cierta manera híbrida y dominada por contrarias tendencias de que se trata. El dictador César se hizo adorar como dios durante su vida, y si Augusto comenzó su vida política como hijo de dios, y él mismo después de su muerte, y regularmente también sus sucesores fueron incluidos en el número de los dioses del Estado romano, este fenómeno no significa otra cosa más que la encarnación práctica del elemento místico inseparable de la Monarquía, según el cual el soberano ocupa una posición intermedia entre los dioses y los hombres. Tampoco fue completamente ajena al principado la consideración, más racional, sí, pero también más rígida y dura, de la Monarquía como institución análoga al poder doméstico, concepto este que conduce a hacer del monarca un propietario personal supremo de todo cuanto existe dentro de su reino. Mas ni aquella ni esta concepción adquirieron pleno desarrollo en el principado; antes bien, a esto cabalmente es a lo que se debió la diferencia entre el principado de Augusto, fundado en el orden de las ideas occidentales, y la Monarquía oriental diocleciano-constantiniana, en la cual, principalmente después de la influencia de la religión cristiana, hizo alto en su camino el concepto del monarca-dios, pero el del monarca-señor adquirió completo desarrollo, tanto teórica como prácticamente. El principado, tal y como Augusto lo organizó, era por su naturaleza esencial una magistratura, y no una magistratura que, como la constituyente, estuviera fuera de la ley y sobre ella, sino una magistratura limitada y regulada por la ley. Hasta las prescripciones legales referentes al derecho privado obligaban al emperador no menos que a los particulares; los primeros soberanos intentaron que el Senado exceptuara sus testamentos de las restricciones legales impuestas en materia de herencias a los solteros y a los que no tenían hijos; y aun cuando posteriormente el derecho de conceder dispensa de la ley en casos singulares se consideró como un atributo del poder imperial, y los jurisconsultos sacaron de aquí, con razón, la consecuencia de que todo precepto dado por el emperador en asuntos de derecho privado implicaba por ministerio de la ley la necesaria facultad de dispensa, la verdad es que no por esto dejaron de estar los emperadores sometidos a las leyes. Ya en los tiempos de la República, la responsabilidad criminal de los magistrados supremos quedaba en suspenso mientras estuvieran desempeñando sus funciones; por tal motivo, esa responsabilidad no podía hacerse efectiva contra el emperador, sino después de haber cesado en su cargo o después de su muerte. No faltan ejemplos en la historia del Imperio romano de haber sido proscripto durante su vida el soberano depuesto, de haber sido proscripta su memoria después de su muerte y de haber sido anulados los actos que realizara en el ejercicio de sus funciones. Pero más importancia aún que la sumisión del emperador a las leyes, tiene, como prueba de que el principado revestía el carácter de magistratura, el hecho de haberse puesto limitaciones a la competencia del mismo, según veremos a la conclusión de este capítulo.
Los títulos dados al emperador se diferenciaban teóricamente de los que llevaban los magistrados de la República, en que los últimos dejaban intacto el nombre propio, mientras que, por el contrario, la denominación oficial del nuevo jefe del Estado se manifestaba principalmente en el cambio de su nombre propio; de esta manera se quiso dar una expresión rigurosa y adecuada a la supremacía personal del monarca sobre la comunidad de los ciudadanos, supremacía personal que es propia del régimen monárquico. En primer lugar, es aplicable lo que se dice a aquel sobrenombre que el Senado atribuyó al autor de la nueva organización de la comunidad, en agradecimiento y recompensa por habérsela dado: la denominación Augustus, esto es, el sublime, el majestuoso e igual a los dioses, constituyó desde entonces, sin el carácter hereditario que el cognomen llevaba anejo, el símbolo de la naciente Monarquía, y al propio tiempo el distintivo del pleno poder imperial frente al de los demás funcionarios inferiores de la misma Monarquía. A lo cual hay que añadir que no solo el emperador, sino también los miembros de la casa imperial, constituidos ya, por lo tanto, en dinastía, no conservaron su nombre de familia sino para llamar a las personas e instituciones que no eran imperiales, dejando ellos de usarlo como nombre propio suyo: costumbre esta que se remonta hasta los tiempos de Augusto y que, con algunas excepciones, sirvió para distinguir a los individuos varones de la casa imperial de los demás ciudadanos hasta los tiempos del emperador Adriano; por otra parte, el cognomen que el fundador de la Monarquía heredó del dictador César fue empleado para designar a los individuos varones agnaticios de la casa del emperador, no solo durante la primera dinastía, sino aun durante las posteriores, hasta que, como después diremos, Adriano lo limitó a los que fueran designados como sucesores.
Fuera de esta nomenclatura personal, los nuevos monarcas no tuvieron, como se ha dicho, ningún título que sirviera para designarles por la función que desempeñaban. En los mejores tiempos del Imperio se llamó generalmente princeps, o sea el primer ciudadano del Estado, al jefe de este, denominación que ya se había aplicado a sí mismo Augusto; pero esta manera de designar al monarca, lo que únicamente expresa es la posición y rango del mismo, no su competencia, aparte de que jamás se empleó como título oficial, sino meramente como enunciativo o indicativo. Las denominaciones que al monarca, como tal, se atribuyeron en atención al cargo que desempeñaba fueron distintas, según se tratase del gobierno romano-itálico o del gobierno provincial, correspondiendo a la doble competencia que tuvo, como después veremos. Cuanto a la competencia de la primera clase, después de algunas vacilaciones, se fijó, en los mismos tiempos de Augusto, la denominación de poder tribunicio, denominación desconocida en la República, y la cual se usó desde entonces, de un modo por lo menos inadecuado, como título que designaba la función de la Monarquía: siendo de notar a este respecto que en la serie de los títulos dados al emperador, el de poder tribunicio fue colocado por Augusto detrás del consulado y de la aclamación al jefe del ejército, títulos que se aplicaron en la época republicana a los magistrados supremos; por el contrario, desde Tiberio en adelante, ese título de poder tribunicio se antepuso a los dos que acabamos de referir. Para el régimen provincial, o sea para el poder de jefe del ejército, ofreciéronse como expresiones titulares, ora la denominación de procónsul, ora la de imperator, ambas las cuales expresan suficientemente el poder militar del príncipe. Pero la primera, por lo mismo que se limitaba a los territorios anexionados y subordinados, no podía, en rigor, aplicarse como denominación verdaderamente titular, y por eso los primeros emperadores no usaron, en general, nunca el título de procónsules, y los posteriores, desde Trajano en adelante, solo hicieron uso de ella cuando se hallaban fuera de Italia. También el uso general del título de imperator tropezó con dificultades, porque en la constitución dada por Augusto se conservó el principio republicano, en virtud del cual el imperium militar no podía ejercerse en Roma ni en Italia. Y con el objeto de que el mando militar, realmente implícito en la esencia del principado, no careciera de una expresión propia, y a fin de que, por otra parte, esta expresión no fuese anticonstitucional, el fundador de la Monarquía, ya en la primera etapa de su carrera política, consideró el título de imperator como nombre heredado de su padre adoptivo, y lo usó como prenombre, abandonando el suyo propio: conducta que siguieron sus sucesores, a no ser que se concretaran a hacer uso de la denominación general de jefes del ejército, como ocurrió con Tiberio. — Además de los dos títulos dichos, por razón de las funciones que desempeñaban, y además del predicado honorífico de «padres de la patria», de que hicieron uso, aun cuando no frecuentemente desde el principio de su gobierno, la mayor parte de los soberanos, estos siguieron aplicándose los títulos que correspondían a los principales cargos sacerdotales y a las principales magistraturas de la República, desempeñadas por el emperador; y así se llamaron, sobre todo, sumos pontífices, cónsules, censores y jefes del ejército por aclamación: con la particularidad de que, conforme a la costumbre de esta época, aun después de resignar los cargos, seguían ejerciéndolos y usando los correspondientes títulos.
Si nos preguntamos ahora de qué manera se adquiría el poder monárquico, no podremos menos de distinguir nuevamente la doble competencia que domina toda la institución. No era forzoso que el mando militar y el poder tribunicio se adquiriesen al mismo tiempo; pero cuando se adquirían por separado, era preciso que la adquisición del primero precediese a la del segundo, y así el mando militar monárquico podía existir sin el poder tribunicio, pero no al contrario. La forma empleada para nombrar a los magistrados de la época republicana no tuvo aplicación alguna al mando militar del emperador; más bien, para la adquisición de este mando, se utilizó aquel procedimiento mediante el cual los magistrados supremos del tiempo de la República recibían el título de imperator: esto es, en realidad, cuando las tropas aclamaban o el Senado invitaba a proclamarse imperator al jefe del ejército; jurídica o legalmente, cuando a este jefe le placía declararse tal, justificando su arbitrio solo con el acto de referencia. Ahora bien: si en los tiempos de la República el mando militar no se adquiría por este camino, y lo único que sucedía era que quien ya lo venía ejerciendo cambiaba el título de la función que desempeñaba por otro distinto, según la nueva organización monárquica, por el contrario, siempre que a una persona, aunque se tratara de un simple particular que no ejerciera funciones públicas, se le invitase a tomar el título de imperator y aceptase la invitación, el invitado adquiría un mando militar que se extendía por todo el Reino y que excluía todo otro mando. Verdad es que este imperium había de considerarse como derivado de la voluntad del pueblo; mas no se expresaba esta voluntad en los Comicios, o sea en una forma determinada y regulada por la ley; el pueblo se hallaba aquí representado, ya por el ejército o por una parte autorizada de él, ya por el Consejo de la comunidad, es decir, por el Senado. De tal suerte quedaba legalizada toda rebelión contra el poseedor actual del poder, por cuanto la cuestión de derecho venía a ser reemplazada por una cuestión de fuerza; tal fue en lo sucesivo la teoría política, cuya realización práctica nos muestra la historia del principado. Legítimo fue todo individuo llamado a ser Augustus, aun cuando con anterioridad no hubiera poseído otra cosa que la fuerza: Galba, lo mismo que Nerón; Otón y Vitelio, no menos que Galba. La lógica romana no hizo caso de ilusiones. Claro está que se procuró evitar en algún modo prácticamente las consecuencias de este sistema suicida de suceder en la Monarquía, asegurando el monarca viviente su sucesión para cuando muriera; pero también esta tentativa tropezó con dificultades, o más bien fue imposible que diera resultado, porque el derecho constituido no permitía anticipar el nombramiento para los puestos más altos. La voluntad del pueblo, manifestada en el acto de la toma de posesión del imperium, producía necesariamente efectos inmediatos. En la época del principado no se consintió nunca designar sucesor de tal suerte que el príncipe estableciese de una manera fija durante su vida quién había de sucederle; la falta de continuidad, característica del principado, no excluía la repetición del nombramiento, pero sí la anticipación del mismo. Con todo, la tendencia dinástica, que cooperó tan eficazmente a la fundación del principado por el hijo del violento César, hizo que, no solo la casa imperial, sino también los leales a la Monarquía considerasen como cosa conveniente que el sucesor del padre fuera de derecho el hijo, y además, que en el caso frecuente de que el príncipe no tuviera hijos, pudiera hacer uso de la adopción dentro de los límites en que la permitían, en general, las costumbres y la moralidad romanas, con lo que el antecesor en el principado podía realmente elegir su sucesor por medio de esta forma, propia en realidad del derecho privado. Hasta en el caso de que un emperador dejase al morir varios descendientes de igual grado, la designación que el causante hiciere de heredero en su testamento se consideraba en cierto modo como presentación de sucesor también para el gobierno, lo cual contribuyó, sin la menor duda, a constituir una unión íntima entre el patrimonio privado del emperador y su posición de soberano. Posteriormente, Adriano, como ya se ha dicho, dispuso que la manera formal de designar el soberano reinante al que había de sucederle fuera la de dar a dicho sucesor el nombre de César. Pero todas estas manifestaciones no tenían más valor que el de dar a conocer la opinión y el punto de vista del soberano reinante acerca de quién había de sucederle, sin invalidar por eso en nada la regla de derecho según la cual era imposible fijar por anticipado la sucesión. Regla que se hizo extensiva, como luego hemos de ver, aun a la delegación hecha a los asociados nominales al gobierno. Fuera de la cosoberanía, que legalmente era posible, pero que en realidad era contraria a la esencia de la Monarquía, y que en los tiempos posteriores logró ponerse en acto, no hubo camino legal alguno para fijar por anticipado la sucesión en el principado romano.
Al contrario de lo que acabamos de ver que ocurre con el imperium militar, el poder tribunicio, por lo mismo que era de carácter civil, le fue conferido al nuevo soberano por los Comicios, previa la iniciativa legislativa del Senado, que es a quien en general correspondía la iniciativa en esta época. Pero no debe olvidarse que tampoco este acto tenía aquella continuidad jurídica que constituía el distintivo de la magistratura ordinaria, y que con respecto a los cargos públicos no permanentes, como el de censor y el de dictador, hasta dejó de celebrarse. Más bien aplicábanse al acto dicho las normas vigentes para el nombramiento de los magistrados extraordinarios; pero las dos partes de que ese nombramiento se componía: primera, la determinación legal de la competencia que al magistrado extraordinario había de corresponder, y segunda, la elección de la persona que debía ocupar el puesto, se realizaron ahora en un solo acto, como por excepción sucedía alguna vez, según hemos visto en la época republicana. Como el Senado era el que tenía que regular la competencia que había de concederse en cada caso particular de nombramientos hechos, hubo de seguir dicho cuerpo la práctica de añadir al concepto del poder tribunicio, concepto poco determinado, las cláusulas especiales que le parecía bien; siendo muy probable que por este procedimiento se diera base legal a ciertas atribuciones del emperador que no se hallaban contenidas en el imperium. Por lo demás, tan prohibido estaba anticipar la transmisión del poder tribunicio como la del imperium militar; la toma de posesión de este poder iba siempre inmediatamente precedida de la oferta del mismo.
Además de los dos actos que acabamos de estudiar, por los cuales se confería al nuevo soberano tanto el poder supremo militar como el civil, fue necesario para que el mismo adquiriera la plena posesión de toda su fuerza y de todos sus honores, elegirlo sumo pontífice por los Comicios llamados al efecto, darle posesión del consulado ordinario el 1.º de enero siguiente al de su ingreso en el principado, y hacerle formar parte de todos los principales colegios sacerdotales. Aun cuando las atribuciones concedidas al príncipe por esta vía eran de hecho permanentes desde el punto de vista jurídico, no tenían otro carácter que el de concesiones personales; los cargos de que se trata, y sobre todo el sumo pontificado, adquirieron importancia política por efecto de esta intervención del príncipe en ellos.
De lo antes dicho acerca de la manera de establecerse el principado, se desprende que para ocupar este puesto, las leyes no tenían fijadas condiciones de capacidad; no se exigía, por lo tanto, edad alguna, y no faltaron tentativas para elevar mujeres al puesto de que se trata. No obstante, debemos decir que el principado provino de la antigua nobleza, y que cuando los plebeyos ascendieron al principado, como aconteció después de la dominación de los Julios y de los Claudios, al propio tiempo que se les hacía príncipes se les otorgaba también el patriciado. Los emperadores de los dos primeros siglos salieron, sin excepción, del orden de los senadores; el primer emperador del orden de los caballeros fue M. Opelio Macrino (217 d. de J. C.)
El cargo era vitalicio por su propia naturaleza; ni el imperium ni el poder tribunicio fueron conferidos jamás a término. Si bien es cierto que a término fue ejercida en un principio una importante parte del poder imperial, a saber, la administración directa de las provincias imperiales, también lo es que tal cosa solo fue aplicable al gobierno del mismo Augusto, y que aun con respecto a este, la administración provincial solo legalmente era a término, pues en realidad se le prolongó de un modo permanente. Sin embargo, de lo ya dicho resulta que el principado puede también concluir por algún otro medio que no sea la cesación o la muerte de su poseedor actual, supuesto que puede otro individuo hacerse dueño de la fuerza y ejercer de hecho la soberanía; la voluntad del pueblo, manifestada por medio de las tropas o por medio del Senado, era quien establecía los emperadores, y claro es que estos mismos órganos podían deponerles; en el principado no se conoció ni se desarrolló otra legitimidad que la legitimidad de hecho.
Los derechos honoríficos y las insignias imperiales eran en general los mismos que los de la magistratura republicana. La inviolabilidad personal y el juramento de fidelidad exigido de los soldados eran cosas que estaban ya esencialmente contenidas en la primitiva organización; la única innovación consistió en hacer extensivas ambas prerrogativas a los individuos de la casa imperial, gracias a la tendencia dinástica manifestada en la institución de que se trata, en el principado. El príncipe llevaba, lo mismo que el cónsul, como traje propio de su cargo, la toga con las orillas de púrpura. El número de lictores que los primeros príncipes usaron fue el mismo que el de los cónsules; Domiciano fue el primero que dobló este número, tomando para ello por modelo la dictadura de Sila. El emperador tenía, igual que el cónsul, silla curul; solo cuando aparecía en público juntamente con los cónsules, ocupaba el sitio central. Entre los derechos honoríficos privativos del príncipe merecen especial mención la corona de laurel y el marcar la moneda con su imagen, cosas ambas que del dictador César pasaron a los emperadores. Además de estos distintivos, pertenecientes al régimen civil, correspondían también al emperador los propios del jefe del ejército, principalmente la espada y las botas rojas de campaña. Como el mando militar pertenecía a la esfera de las funciones provinciales, estas insignias no podía el emperador usarlas en Roma ni en Italia; mas como por otro lado, en Roma y en Italia se hallaba rodeado de su propia guardia, y su mando no se ceñía de un modo absoluto a las provincias, cada vez fue adquiriendo mayor importancia aun en Roma e Italia el uniforme militar; sobre todo en la época de la decadencia del Imperio, el traje civil fue vencido o desalojado casi completamente por el vestido rojo militar. Lo que sucede con la eponimia es característico para demostrar cómo la idea monárquica no se desarrolla de un modo perfecto en el principado romano. Ya bajo Augusto se comenzó a computar los años de gobierno por el ejercicio del poder tribunicio; pero tanto a él como a sus sucesores les fue negada la pretensión de que este cómputo sustituyera al de los cónsules. Debiose esto en primer término a la falta de continuidad jurídica inherente al principado, y a que por efecto de esa falta de continuidad, el comienzo del año tenía que cambiar según cambiaran los príncipes; pero aun después que, bajo Nerva y Trajano, se señaló el día 10 de diciembre, en que entraban en funciones los tribunos, como día fijo de año nuevo para contar los años de gobierno romano, y por los tribunos podían contarse estos, como también por los años de reinado sobre Egipto; aun después de esto, todavía siguió haciéndose uso durante todo el Imperio de la pesada designación de los años por los cónsules del 1.º de enero, designación que significaba, por decirlo así, la expresión jurídica de que la República continuaba legalmente existiendo, y solamente en los antiguos Estados de los Seléucidas y de los Lágidas es donde se hacía el cómputo de los años, para solo los efectos provinciales, con arreglo a los emperadores que habían sucedido a los suyos. En la práctica, el año tribunicio imperial no sirvió más que para contar los que el príncipe llevaba siéndolo.
El poder que por razón del cargo correspondía al príncipe, era doble, como ya hemos hecho notar repetidas veces, pues este tenía, por un lado, mando militar, y por otro, un poder civil; además, se le concedieron una multitud de atribuciones que no se derivaban del concepto de imperium, y que probablemente solo de una manera exterior se hallaban ligadas al poder tribunicio. Como en el libro siguiente hemos de estudiar la intervención del principado en las diferentes esferas del gobierno, vamos ahora a exponer los rasgos fundamentales de la referida doble competencia, militar y civil o tribunicia.
El imperium del príncipe no fue sino un producto, una evolución del gobierno o presidencia de las provincias en la época republicana, por lo que solía llamársele también, a la vez que de otras maneras, poder proconsular. En la época republicana, la colegialidad estaba excluida, en principio y legalmente, del gobierno de las provincias; y la anualidad solo de un modo imperfecto se aplicó a este gobierno, merced al uso y al abuso que se hacía de la prorrogación. Los gobiernos provinciales de los últimos decenios de la República, los cuales se otorgaban por una larga serie de años y se extendían a varias provincias al mismo tiempo, y a cuyos poseedores se les dispensaba más o menos de residir dentro del territorio sometido a su mando; y más todavía las jefaturas militares extraordinarias que en la misma época se concedieron para perseguir la piratería, con sus funcionarios auxiliares que habían de reunir las condiciones de capacidad que los magistrados, jefaturas que extendían su poder por todos los territorios mediterráneos, se hallaban ya mucho más cerca del imperium propio de los príncipes que del imperium que tuvo el originario pretor de Sicilia. Mas el imperium del príncipe, no obstante proceder del gobierno provincial de la época republicana, revistió una forma particular y apareció como cosa nueva. Prescindiendo de que el cargo era perpetuo y de que con él no rezaba, claro es, aquel precepto según el cual el poseedor del imperium, para poderlo ejercer, debía hallarse dentro del territorio sometido a su dominio, el imperium del príncipe tuvo un aumento cualitativo en tres direcciones: primera, haciéndolo extensivo a todo el territorio extraitálico (imperium infinitum), mientras que el imperium de la época republicana estuvo siempre circunscrito a límites territoriales fijos; segunda, colocándolo en una situación de superioridad, con respecto a todo otro imperium, para los efectos de resolver las colisiones y las cuestiones de competencia (imperium maius), mientras que entre los imperia ordinarios de los últimos tiempos de la República no podía, en principio, darse colisión, por lo mismo que cada uno tenía su circunscripción fija; tercera, no poseyendo tropas propias, pues todas las tropas del Reino juraban en nombre del príncipe, mientras que en los tiempos republicanos cada gobernador de las provincias tenía o podía tener un ejército propio. La limitación, en virtud de la cual ni Roma ni Italia se hallaban sometidas al imperium militar, sirvió de norma reguladora para el imperium del príncipe, y aun en el orden práctico siguió produciendo efecto notable, si bien fue modificada por la circunstancia de que el príncipe, que habitaba regularmente en Roma, no podía estar sin escolta, y que Italia no podía menos de tener puertos militares, dada su situación. Mas si prescindimos de la guardia y de las dos flotas, en Italia no existió ejército hasta principios del siglo III después de J. C. El poder proconsular general del emperador no tenía, por la ley, carácter de exclusivo, sino que cada uno de los procónsules siguió ejerciendo mando militar dentro de su respectiva circunscripción. Pero como el procónsul, no solo poseía un imperium más débil que el del emperador, sino que además carecía de tropas propias, y para que ejerciera su mando militar se le prestaban soldados imperiales, es claro que este especial imperium tuvo escasa importancia desde su origen, y muy pronto quedó reducido a un puro nombre. — Todavía hubo en esta esfera otro aumento esencial de las atribuciones imperiales. Según la primitiva organización establecida por Augusto, todas las provincias del Reino quedaban sometidas, en cuanto a la materia de jurisdicción y de administración al Senado y a los gobernadores procedentes de las elecciones de cónsules y pretores, mientras que las tropas estacionadas en las mismas dependían del príncipe. Sin embargo, este retuvo provisionalmente varias de aquellas bajo su propia administración, y no solo tal estado provisional de cosas se convirtió en definitivo, sino que en breve espacio de tiempo, gracias a ciertas permutaciones y manipulaciones de otro género, ocurrió que todas las provincias en donde había tropas quedaron sometidas directamente a la administración del emperador, con lo cual vino a ser abolida la referida dualidad legal de mando militar del emperador y mando militar de los procónsules, quedando el primero como absolutamente exclusivo. Mas hasta que las atribuciones correspondientes al mismo adquirieron mayor extensión, no hay más remedio que considerarlo todavía como un mando militar cuyos límites territoriales se hallaban marcados por la ley, sobre todo teniendo en cuenta la excepcional situación en que bajo este respecto estaba Italia; siendo, pues, el mando militar del príncipe esencialmente inferior y más débil que aquel a que hubiera debido dar lugar la dictadura de César.
El poder tribunicio del emperador entronca también con el tribunado del pueblo de la época republicana; pero así como su título es nuevo, así también lo es la naturaleza de las facultades otorgadas con el mismo, por acuerdo del pueblo, primeramente al dictador César y después a Augusto y a sus sucesores. Las limitaciones que por razones de tiempo, de lugar y de colegialidad tuvieron los tribunos populares no se aplicaron al nuevo poder, como tampoco se excluyó de poseerlo a los patricios, y en caso de colisión del poder tribunicio del emperador con el de los tribunos del pueblo, debía prevalecer el primero como superior. De esta manera, el modo como se manifestaba el nuevo poder civil supremo era muy propio para considerarlo como el guardador constante de la Constitución de la comunidad y de los derechos de los particulares ciudadanos, como el más alto correctivo, y en cierto sentido como un poder establecido con carácter excepcional por la Constitución, ora porque se le concedía aquella inviolabilidad eminente y democráticamente consagrada que hemos visto iba aneja al tribunado del pueblo, ora porque la misión del nuevo tribuno era una misión ideal, puesto que no tenía señalada directamente como tal tribuno una esfera inmediata y constante de atribuciones. De las facultades soberanas que, además del derecho de intercesión, se hallaban contenidas en el poder de que se trata, es posible que solo hicieran uso los príncipes de aquella que consistía en comunicarse y entenderse con la plebe y con el Senado. Pero ya queda dicho sobre este particular que lo que bajo el nombre de poder tribunicio se concedió al príncipe, excedió con mucho los derechos que derivaban del antiguo tribunado, y que este exceso fue debido a las cláusulas especiales incorporadas a la ley que le daba la plenitud de la soberanía. De esta manera se legalizaron, por ejemplo, los derechos del príncipe a hacer la guerra y la paz y a celebrar tratados, y probablemente ha de decirse lo mismo del derecho de fallar en última instancia en las causas criminales y civiles, y de otras numerosas atribuciones, habiéndose hecho valer bien pronto a este respecto la regla, según la cual, toda facultad que se hubiera concedido a un príncipe como tal, se entendía concedida a todos sus sucesores. En este breve esbozo no podemos extendernos más sobre las afirmaciones anteriores; el desarrollo de las más importantes de ellas tiene su lugar propio en el libro siguiente.
Más interés que la enumeración de cada una de las atribuciones positivas del emperador, tiene en este respecto decir que la comunidad no perdió en modo alguno sus derechos soberanos, singularmente el de nombrar a sus magistrados y el de legislar, y que lo único que sucedió fue que el príncipe tomó participación en los mismos dentro de ciertos límites fijados por la ley. Durante el principado, el nombramiento de los magistrados lo realizó en principio la ciudadanía o el representante de la misma en aquel tiempo, esto es, el Senado, siempre que no se tratara de casos especialmente exceptuados (lib. V, cap. V). Del propio modo, quienes legislaron en general fueron los Comicios, y más tarde el Senado. La facultad de conceder privilegios correspondió de derecho a este último cuerpo; sin embargo, desde los últimos emperadores Flavios, empezaron los príncipes a injerirse con frecuencia en esta esfera, hasta que poco a poco fueron atrayéndola hacia sí. Lo que únicamente concluyó cuando vino a la vida el principado, fue el derecho que anteriormente habían tenido los Comicios y el Senado de intervenir en la declaración de la guerra y en la celebración de los tratados internacionales; además, aquellas materias legislativas que los Comicios de la época republicana solían delegar en los magistrados, especialmente la concesión del derecho de ciudadano y la del derecho municipal, las ejercitó ahora exclusivamente el príncipe.
Réstanos aún por examinar la colegialidad desigual que existió junto al principado, la participación en la soberanía, esto es, la naturaleza de un cargo análogo al del emperador, pero inferior a este, así como también la colegialidad de iguales en el principado, o sea la cosoberanía.
La colegialidad desigual en el principado, es decir, la participación en la soberanía, que es como nosotros la llamamos a falta de una denominación general, empezó a existir al mismo tiempo que este, pero revistiendo con más fuerza que este el carácter de magistratura extraordinaria, puesto que ni se hacía uso de ella sino cuando las circunstancias lo pedían, ni la carencia de la misma se consideraba como una vacante. Tampoco existía una norma general aplicable a la misma. Consistía en conceder o atribuir a otra persona uno de los dos elementos esenciales del poder imperial, el proconsular o el tribunicio, o ambos juntos, pero en todo caso con subordinación al príncipe, siendo, además, muy probable que la competencia que iba unida a la concesión dicha fuese sometida a normas especiales dictadas para cada caso concreto. Claro está que del príncipe es quien dependía en realidad el que se creara o no el puesto a que nos referimos, así como el fijar las atribuciones que al mismo habían de conferirse; legalmente, sin embargo, parece que el Senado, que era soberano, concedía autorización al príncipe para otorgar el poder proconsular, por cuanto el imperium mismo no suponía ninguna facultad de transmitirlo, mientras que es de presumir que el poder tribunicio le fuera concedido al emperador con el derecho de cooptación que los tribunos del pueblo habían tenido y luego perdido. Las limitaciones de tiempo, no aplicables al principado mismo, sí lo fueron al poder secundario de que se trata, el cual empezaba a tener existencia mediante la forma de designación, y tenía también un término, puesto que se concedía a plazo. Era de esencia del principado la unión de los dos poderes en una persona; esa unión era potestativa respecto a la institución que ahora nos ocupa: hasta la época del emperador Severo, lo ordinario fue que dichos dos poderes se concedieran separadamente, siendo considerado el imperium proconsular como inferior al secundario poder tribunicio, y siendo costumbre conceder aquel como grado previo preparatorio para obtener luego este. A partir de entonces, parece que no volvió a concederse exclusivamente el imperium proconsular; todos los soberanos adjuntos del siglo III se nos presentan como depositarios del poder tribunicio, en el cual parece que iba incluido el proconsular. Estos puestos secundarios tuvieron de común con el de príncipe, por lo que a su contenido toca, el no estar sometidos a la anualidad y el extender su poder a todo el territorio del Reino, en lo cual se diferenciaban, teóricamente, de la magistratura ordinaria: el poseedor del poder secundario proconsular tenía mando militar propio; al poseedor de poder secundario tribunicio le correspondía el derecho de convocar el Senado. Pero como a ninguno de ellos se le otorgaba el principado ni el nombre de Augustus, y aun la denominación de imperator solo les fue concedida en contados casos, es claro que no participaban de los derechos propios del emperador. Así como el procónsul senatorial no tenía tropas propias, tampoco las tenían estos soberanos adjuntos; en los buenos tiempos del Imperio no eran nombrados en los edictos del emperador juntamente con este; por ley no les correspondía intervención alguna en la administración de las provincias imperiales, en el nombramiento de los magistrados imperiales, en la jurisdicción, en la dirección de la guerra ni en la celebración de los tratados de paz. Pero alguna participación se podía dar a este cargo en el gobierno efectivo del Reino; en esta forma lo establecieron los primeros que hicieron uso de él, Augusto y Agripa, y también fue aplicado de igual manera algunas veces en el siglo III después de J. C. Mas no bastaba, al efecto, con el simple nombramiento para el cargo, sino que era preciso añadir un mandato especial. En realidad, ya desde los últimos tiempos de Augusto, el fin político que se perseguía con esta institución era el de asegurar hasta donde fuese posible la sucesión en el puesto imperial, creando un cargo auxiliar supremo, cuyo órgano o depositario era a la vez como un partícipe en la soberanía. Por eso estos soberanos secundarios fueron, de hecho, más que nada, presuntos herederos de la corona, sin poder alguno, y la tendencia dinástica, extraña a la institución del principado considerado en sí mismo, se manifestó, ante todo y sobre todo, por medio de este poder soberano secundario. El nombramiento de tal soberano no daba al mismo más que una simple esperanza, pues en rigor no era sino la manifestación formal hecha por el actual soberano acerca de la persona que él deseaba fuese su sucesor, y ya hemos indicado que en caso de vacante de la soberanía, no venía a suceder de derecho y sin más el co-regente o asociado nominal. De hecho, sin embargo, la transmisión del principado se verificaba, por regla general, mediante este acto preparatorio.
Si la colegialidad desigual, según acabamos de estudiarla, no contradice la esencia de la Monarquía, la contradice en cambio la colegialidad de iguales, si bien debe advertirse que esta colegialidad estaba legalmente admitida en el principado, lo mismo que lo estuvo en otro tiempo para la realeza y para la dictadura. Aun cuando parece que ya Augusto se propuso establecerla, la primera vez que la misma aparece es en el año 161 después de J. C., puesto que a la muerte de Pío tomó las riendas del gobierno Marco, que es a quien aquel había mirado como sucesor suyo, y el cual asoció al trono a su hermano, con facultades iguales a las suyas, y después, pasados algunos años, él mismo, luego de la temprana muerte de su hermano, colocó en igual puesto a su hijo, menor de edad. Sobre todo bajo esta última forma, en la cual uno de los dos soberanos quedaba realmente excluido de participar en la soberanía efectiva a causa de su poca edad, pero al cual se le aseguraba de esta suerte la posesión del trono para el caso en que quedase vacante, es como se hizo uso de la institución de que se trata antes de Diocleciano, llenando los dos fines para que fue introducida, a saber: mantener la unidad en el gobierno y regular la manera como habían de ser reemplazadas las personas que lo ejercieran. Pero que la soberanía compartida, en los casos en que había una seria igualdad entre los participantes, producía, bien guerras civiles, bien la división del Reino, nos lo demuestra ya la catástrofe que siguió a la muerte de Severo, y el que en los tiempos posteriores a Diocleciano la igualdad efectiva de derechos en los copartícipes de la soberanía trajo bien pronto consigo la disolución del Estado romano.
XII. Magistrados subalternos del emperador y administradores de la casa imperial
En principio, las magistraturas republicanas siguieron funcionando bajo el Imperio: la Roma imperial era administrada por sus cónsules, pretores y ediles; la Italia imperial, por sus municipalidades; una parte considerable de las provincias, aun en tiempos de los emperadores, por los procónsules y sus cuestores, y la dirección suprema de todos estos círculos correspondía al Senado. De hecho, sin embargo, la nueva jefatura del Estado comenzó a injerirse y hacerse valer bajo todos los aspectos y en todas las cosas, ya personalmente, ya por medio de sus auxiliares y servidores.
Al círculo de la actividad personal del soberano pertenecen: la jefatura militar del Reino, la presidencia imperial del Senado, el tribunal del emperador, la iniciativa legislativa de este y las constituciones imperiales. Estos actos de gobierno imperial, como personales que son, quedan fuera de este examen, y la actividad auxiliar que a los mismos se aplica tampoco nos corresponde aquí estudiarla. Los dos cuestores adjuntos tanto al emperador como al cónsul de esta época (quaestores Augusti) auxiliaban, sí, al primero aun como ayudantes de índole civil para el desempeño de sus funciones dentro del régimen de la ciudad, pero no es posible señalar con precisión cuál sería la competencia atribuida a los mismos. La antigua costumbre romana de llamar a consejeros idóneos para que ilustrasen con sus informes a los magistrados, en los casos en que estos tenían que tomar resoluciones importantes, siguió poniéndose en práctica, transitoriamente, en especiales circunstancias, con respecto a las cuestiones políticas; mas no hubo un Consejo de Estado como institución fija y permanente. Solo para el tribunal del emperador, y aun esto no tuvo lugar sino desde el tiempo de Adriano, existió un consilium fijo, compuesto de varones de importancia y jurisconsultos de gran renombre, quienes, bajo la presidencia del emperador o de un representante suyo, discutían y resolvían los asuntos jurídicos que llegaban a esta altura. Del gobierno imperial mediato, del que el príncipe desempeñaba ejercitando su actividad pública por medio de auxiliares y servidores, es de lo que tenemos que tratar ahora con alguna extensión.
Los funcionarios subalternos del emperador eran, por un lado, sus auxiliares para el ejercicio del mando militar y para el despacho de los asuntos administrativos y jurisdiccionales, y por otro lado, los servidores de la casa imperial. Los de la primera categoría eran todos ellos sacados de los dos órdenes privilegiados de ciudadanos; y aun dentro de cada uno de los mismos, estaban determinadas de una manera fija las condiciones necesarias al efecto, por lo que el derecho del emperador a nombrar auxiliares suyos se hallaba limitado de un modo eficaz y enérgico, y especialmente el gobierno del Senado tenía pocas limitaciones, aun cuando realmente se practicó poco.
En la administración de la capital, los que no eran senadores no ejercieron ninguna función pública durante el Imperio, si se exceptúan los oficiales que formaban parte de la escolta imperial y del servicio de incendios de la ciudad y los funcionarios de Hacienda a quienes se tenía confiado el cuidado de los graneros necesarios en la capital. Los nuevos funcionarios nombrados por el emperador para la gestión de los asuntos de la capital fueron sacados, por lo regular, del Senado; y aun los subalternos concedidos a esos funcionarios no se tomaban de los individuos del servicio doméstico del emperador, sino que su nombramiento se organizó siguiendo el modelo republicano. La caja del Estado siguió al principio administrada por los magistrados republicanos; pero en tiempo de Nerón fueron estos suprimidos, y la administración dicha se encomendó a un funcionario de nombramiento imperial. Ya Augusto había dado el primer paso en este sentido, puesto que al establecer nuevos impuestos había instituido una segunda caja del Reino (aerarium militare), cuya administración encargó a un funcionario de nombramiento imperial. Volveremos sobre esto en el lib. IV, cap. V, al tratar de la Hacienda.
La cuestión de alimentos para la capital la tomó Augusto, como se ha dicho, bajo su cuidado, pagando de su caja privada los gastos indispensables para las provisiones, y sustrajo esta materia, por lo tanto, a la administración del Senado. Pero la distribución de grano la hizo una magistratura establecida y organizada conforme a las reglas del tiempo de la República.
La materia de construcciones dentro de la ciudad y la de la conservación de las carreteras itálicas, huérfanas ambas de dirección una vez suprimida la censura, fueron atribuidas a curadores para edificios urbanos, para acueductos urbanos, para cloacas urbanas y el río Tíber, y para las carreteras itálicas; estos curadores fueron funcionarios especiales, del orden de los senadores, nombrados por el emperador.
De más importancia, hasta política, fue la institución de un jefe de policía de la capital, verificada por Tiberio bajo la misma denominación del ya desaparecido prefecto de la ciudad; este prefecto fue poco a poco abrogándose el conocimiento y despacho de los negocios criminales de la capital, y con el tiempo llegó a colocarse a la cabeza de toda la administración urbana. Esta institución adquirió carácter militar, sin embargo de que el prefecto mismo no era oficial del ejército, y lo adquirió por habérsele autorizado para tener un cuerpo distinguido de ejército, de 5000 hombres aproximadamente.
Mucho menos que en la de la capital, se entrometió el principado en la administración de las ciudades itálicas, mermando su autonomía, pues solo en lo relativo a las carreteras itálicas es en lo que el nuevo cargo se puso en contacto con dichas ciudades. Desde Trajano en adelante es cuando encontramos, sin duda a causa del deplorable estado financiero a que estas habían llegado, funcionarios encargados de inspeccionar la administración económica de cada una de tales ciudades itálicas, funcionarios nombrados por el emperador, ya de entre los senadores, ya de entre los caballeros.
Si en Roma e Italia no tenía el emperador facultades para dar órdenes de naturaleza militar, la participación que al mismo correspondía en el gobierno de las provincias estribaba, por el contrario, absolutamente sobre el imperium o poder proconsular, y sus auxiliares en esta esfera eran por eso regularmente oficiales del ejército, al revés de lo que acontecía con los auxiliares itálicos. Dichos auxiliares provinciales eran de tres clases: ayudantes del emperador (legati Augusti), pertenecientes al orden de los senadores, con la cualidad de magistrados (pro praetore); ayudantes pertenecientes al mismo orden de senadores, pero no magistrados (legati), y oficiales militares, del orden de los caballeros (tribuni y praefecti). Que todos ellos carecían de propio mando militar, nos lo demuestra la denominación legatus que se empleaba para las más altas categorías de nuestros ayudantes. En lo esencial, esta organización se tomó prestada a la jerarquía militar de la República, en la cual el legatus concedido al jefe del ejército, y del que ya entonces se hacía frecuente uso, era un senador que funcionaba como jefe de Estado Mayor, como ocurrió siempre en la época del Imperio, y al tribunus y al praefectus, o no les correspondía más que un mando militar que compartían con otros individuos, o si se les daba un mando exclusivo era solo sobre escaso número de tropas.
La clase de los ayudantes-magistrados, reservada a los senadores, o, según la manera como en Roma se les designaba, los legati pro praetore, πρεσβευταὶ καὶ ἀντιστράτηγοι, que fueron concedidos al emperador tomando por modelo la concesión que se había hecho a Pompeyo para la guerra con los piratas, era una institución más contraria al sistema republicano que cualquiera otra de las pertenecientes al principado, por cuanto siendo nombrados esos legati por el emperador, es claro que este se entrometía en el nombramiento de la magistratura, y él era el que concedía el imperium en lugar de concederlo los Comicios. Es de advertir, no obstante, que en los primeros tiempos del principado esta categoría de funcionarios fue creada con el propósito y la condición de que había de desaparecer en lo futuro; si Augusto, cumpliendo su promesa, al llegar el término prefijado hubiera restituido al Senado las provincias que se había reservado para administrarlas él provisionalmente, claro es que estos funcionarios hubieran dejado de existir. Mas no ocurrió así, sino que desde Tiberio en adelante, estos gobernadores de las provincias nombrados por el emperador se convirtieron en institución definitiva. Por lo que a la competencia se refiere, dichos gobernadores o representantes tenían, como tales, plenos poderes en materia de mando militar, justicia y administración, y los más altos de estos puestos, los de gobernadores de Germania, Siria, Pannonia y Bretaña, no podían ser ocupados sino por individuos consulares, si bien el poseedor de los mismos no alcanzaba más rango que el de propretor y no llevaba más que cinco fasces, mientras que el procónsul senatorial llevaba seis lictores: los cargos inferiores de que se trata solo podían ocuparse después de haber desempeñado la pretura. De hecho, los primeros formaban ahora los más altos grados de la carrera político-militar. La mayor fuerza militar, que en los primeros tiempos del Imperio llegó a componerse de cuatro legiones, o de unos 40.000 hombres, y que desde Severo en adelante no alcanzó seguramente más que la mitad de este contingente, estuvo bajo su mando, y en los casos en que no funcionaba de jefe de todo el ejército el mismo emperador, que es a lo que verdaderamente estaba obligado, solía encargar del desempeño de esta función a uno de los generales de que se trata, aumentando su competencia todo lo necesario para que pudiese hacer las grandes guerras.
Los jefes de cuerpo imperiales, los legati legionis, por lo regular individuos que habían sido pretores, eran en todo caso oficiales militares del orden senatorial, pero sin atribuciones de magistrados. El ejército del Reino se dividía para los principales asuntos en Cuerpos, compuestos ordinariamente de 10.000 hombres, la mitad de los cuales correspondía a la legión de ciudadanos, y la otra mitad se formaba de los demás individuos que pertenecían al Reino. A esos oficiales solo se les concedía el derecho de ejercer la jurisdicción en las provincias y de administrarlas en el caso de que la provincia de que se tratara tuviera ella sola una legión, de lo cual se huyó en los primeros tiempos; cuando en una misma provincia se hallaran estacionadas varias legiones, los legados de ellas dependían del legado propretor de toda la provincia, y cuando se encontraran entre las tropas, eran desde luego destinados al mando de ellas, si bien podían también desempeñar algunas otras comisiones cuando se las encomendase el legado superior o jefe. También se daba el caso de existir en una misma provincia imperial legados del mismo rango e igualmente subordinados al que había sido instituido como jefe de la provincia en general y a los cuales se les encomendaba el desempeño de los asuntos concernientes al derecho (legati iuridici), o también, la revisión del censo (legati censibus accipiendis), aunque esto último no de un modo permanente. Por el carácter militar que revestía el gobierno de las provincias imperiales, es por lo que a estos mandatarios de orden civil se les aplicaban también los títulos de los ayudantes mencionados.
Frente a las dos categorías dichas, que acaso pudieran compararse a nuestros generalatos, se hallaban los oficiales militares del orden de los caballeros, o sea los seis tribunos de la legión y los tribunos o prefectos de los auxilios, encargados ordinariamente de mandar divisiones de 500 a 1000 hombres. El plebeyo de esta época no podía como tal poseer el mando de que se trata, pero el emperador podía facilitarle dicha posesión nombrándole caballero; también estaban excluidos de estos cargos los senadores, si bien los jóvenes pertenecientes al orden senatorial, antes de entrar en el Senado, lo regular era que hubiesen prestado el servicio de oficiales en los puestos de que se trata. Por regla general, estos oficiales del rango de caballeros estaban subordinados a los oficiales del orden de senadores. Pero existieron excepciones, y por cierto de importancia desde el punto de vista político, ya que representan una tendencia a sustraer los puestos militares de confianza al orden de los senadores y a entregárselos a individuos del orden de los caballeros. Así se hizo desde luego con la guardia de corps existente en Roma, la cual se componía aproximadamente de la misma fuerza que un cuerpo legionario: no se formaba esta guardia como la legión, sino que los tribunos encargados de sus divisiones se hallaban en un principio inmediatamente al mando del emperador, y desde los últimos años del gobierno de Augusto bajo el mando común de dos oficiales del orden de los caballeros con iguales atribuciones, los praefecti praetorio. Próximamente por la misma época, la dirección y jefatura de la brigada de incendios de la capital, reorganizada militarmente, se encomendó a un individuo del orden de los caballeros, al que se confirió mando militar (praefectus vigilum). A oficiales de este mismo orden se confió igualmente la marina de guerra en ambos mares itálicos. Ninguno de los puestos militares que funcionaban en Italia fue encomendado, pues, a individuos del rango de los senadores. Lo mismo sucedió con una serie de reinos y soberanías que durante la época del principado vinieron a incorporarse al Estado romano; así que los miembros del Senado que participaban en la administración del Reino no podían ser nombrados gobernadores, no solo de Egipto, donde ni siquiera debía entrar un senador, sino tampoco de Noricum ni de los demás territorios de más allá de los Alpes. Claro está que la importancia financiera y militar de los territorios de que se trata fue de esta manera decisiva, llegando, por decirlo así, a legalizarse desde el punto de vista del derecho político la conducta seguida, por la circunstancia de que semejantes territorios no fueron considerados como formando propiamente parte, o a lo menos como formándola desde luego, del Imperio romano, sino como unidos en cierto modo al soberano romano con una especie de unión personal, por haber venido dicho soberano a suceder dinásticamente a los soberanos antiguos de esos territorios. A los altos recaudadores de impuestos que el emperador nombró para estos antiguos reinos y soberanías, recaudadores de que luego trataremos, y todos los cuales eran elegidos del orden de los caballeros, les fueron concedidas las atribuciones que tenían los gobernadores de las provincias; y como cuando en los territorios referidos había tropas, estas se hallaban sometidas a la dirección de los referidos recaudadores, en Egipto, donde había legiones, lo estaban tanto estas como su jefe de cuerpo, el cual había de pertenecer en todo caso al orden de los caballeros. Por virtud de tantas y tan importantes excepciones, la regla general que servía de fundamento a la organización de Augusto, y según la cual el mando militar en última instancia correspondía a los senadores, hubo de venir a ser esencialmente modificada, hasta que, corriendo el siglo III, el Senado fue desposeído gradualmente de todos los puestos militares que le habían antes correspondido.
Si los altos auxiliares del emperador hasta ahora estudiados, aun disfrutando solo excepcionalmente el derecho de magistrados, deben, sin embargo, ser considerados en conjunto como órganos de la magistratura, hemos de añadir que también aquellos otros auxiliares inferiores de que el mismo príncipe se servía para gobernar fueron organizados de análoga manera. Cuando la Monarquía aparece bajo la forma en que el monarca no puede menos de ser considerado como un representante de la comunidad, y por consiguiente como un magistrado, claro está que en ella ha de existir una separación entre el servicio personal prestado al soberano y el servicio prestado al Estado. Esta misma separación trató de aplicarla el principado aun a las personas encargadas de los más humildes servicios, formando, por lo tanto, un verdadero contraste con lo que aconteció después en los tiempos del bizantinismo. Donde más se hizo notar esto fue en el ejército, pues cada vez se fue rechazando con más fuerza de él a la servidumbre doméstica del príncipe, la cual en los comienzos del principado se aplicaba a estas funciones. Desde Trajano en adelante, la guardia palatina montada que los primeros emperadores tuvieron, destinada a su servicio inmediato y formada predominantemente de hombres no libres de procedencia germánica, fue reemplazada por una guardia selecta, cuyos individuos eran caballeros de derecho peregrino. Las tripulaciones de las escuadras itálicas, formadas por esclavos imperiales en tiempo de los soberanos Julios, las encontramos ya bajo Claudio cambiadas en grupos de verdaderos soldados; y proscritos los libertos del emperador como jefes de las dichas escuadras, son confiados tales puestos a individuos pertenecientes todos al orden de los caballeros. De igual modo, para los gobiernos de las provincias imperiales, los subalternos no se toman de la servidumbre doméstica del emperador, sino que se hace uso al efecto, sin excepción alguna, de soldados rebajados del servicio. Las reformas que Adriano introdujo en la administración parece que obraron poderosamente en contra del empleo en la misma de la servidumbre doméstica del emperador; siendo digno de ser notado a este respecto que el emperador citado privó a la servidumbre doméstica imperial del privilegio honorífico de tener dos nombres, privilegio que había heredado de la servidumbre de la comunidad, disponiendo que los esclavos del emperador se llamaran con un solo nombre, lo mismo que los de los particulares. Esta tendencia, encaminada a proscribir la servidumbre doméstica, se manifestó con un rigor especial en lo relativo a la administración de la correspondencia del príncipe. Según la organización doméstica romana, el auxilio que para el despacho de la correspondencia fuese necesario, se lo prestaba a cada uno su servidumbre particular; esto mismo es lo que ocurrió también en un principio con la correspondencia del emperador, si bien podían ser también empleadas al efecto personas de superior condición, como tuvo lugar en tiempo del mismo Augusto con el caballero romano Q. Horacio Flaco. Pero con el tiempo se fue introduciendo paulatinamente una separación entre la correspondencia oficial y la privada, sobre todo entre las cartas (epistulae) y los memoriales o expedientes (libelli), y entonces la secretaría del emperador hubo de cambiarse, de cosa perteneciente a su servicio personal en servicio auxiliar del cargo que desempeñaba, dándose un paso decisivo en este sentido cuando Adriano proscribió a los libertos del desempeño de estas funciones, con lo que en lo sucesivo los secretarios de Gabinete del emperador, casi sin excepción, fueron todos individuos pertenecientes al orden de los caballeros. Es verdad que todavía en tiempo de Claudio, y también en el de Domiciano, todo el servicio personal del emperador, singularmente el más inmediato, lo desempeñaron sus domésticos, y que por tal régimen doméstico se entendía aun los actos inferiores y menos importantes de gobierno; pero en general y en conjunto predominó la tendencia reformadora, llegándose en cierto modo a implantar en este respecto un sistema honroso y muy aceptable, que duró hasta que con el cambio de residencia del gobierno trasladándola al Oriente griego, el servicio doméstico del emperador empezó a ser confiado a los altos funcionarios del Estado.
Quédanos todavía por estudiar la actividad auxiliar relativa a la administración del patrimonio del emperador en lo que la misma tiene de característico. Hay que partir, al efecto, de la separación fundamental y rigurosa entre el Estado (populus) y el soberano (Caesar, fiscus), al cual se le consideraba para los efectos del derecho privado como un particular, y hay que tener en cuenta también que el jefe del Estado no está sujeto a inspección ni vigilancia financiera por parte de otra alguna autoridad política, análogamente a como lo reclamaba la misma naturaleza de la antigua dictadura. De aquí resulta que toda la administración de los bienes públicos, siempre que se refiriese a ingresos o a gastos hechos por el jefe del Estado, hubo de ser considerada como cosa perteneciente de derecho a la economía doméstica imperial; y como de esta clase eran tanto los gastos de mayor importancia, singularmente los que afectaban al ejército y al entretenimiento o policía de la capital, como también los ingresos más considerables, necesarios para cubrir aquellos gastos, ya fuesen vaciados en la caja imperial, como acontecía sobre todo con los provenientes de Egipto, ya hubieran de ser entregados al emperador para satisfacer aquellos gastos, es claro que la administración del patrimonio imperial, aun cuando legalmente era una administración privada, de hecho hubo de tener desde su origen más importancia que la del patrimonio de la comunidad, y en el curso del tiempo fue cada vez más subrogándose a esta última. En los tiempos del principado el régimen político en general no constituía una parte de la administración doméstica imperial, pero sí formaba parte de esta administración el régimen financiero.
Lo cual significa que la servidumbre del emperador no fue excluida en principio de la administración de la Hacienda imperial, como hemos visto que se la privó de prestar auxilio en lo referente al mando militar y a otros asuntos considerados legalmente como públicos; sin embargo, tampoco el desempeño de la actividad auxiliar relativa a los negocios financieros fue encomendada a personas no libres ni semilibres. En efecto, así como las casas grandes de esta época, además de la servidumbre doméstica, utilizaban para la administración del patrimonio un gestor de negocios (procurator), y aun estos puestos se confiaban a varones pertenecientes al rango de los caballeros, así también, y de un modo más decidido todavía, fue organizada desde un principio la administración del patrimonio imperial de tal manera, que todos los puestos pertenecientes a esta actividad pública, ya que no podían, claro es, ser entregados a senadores, fuesen ocupados por individuos del orden de la caballería, y sobre todo, se dispuso que la administración de que se trata, por lo mismo que era cosa en que se hallaban interesados los ciudadanos, no pudiera ser desempeñada por criados del emperador. La administración financiera imperial se extendió de una manera monstruosa, como consecuencia de lo cual, y de haberse reservado, según ya hemos visto, los puestos de gobernadores de provincia y de oficiales del ejército para los individuos pertenecientes al orden de los caballeros, hubo de desarrollarse una segunda jerarquía de funcionarios, que por la forma de estar regulados los ascensos dentro de ella, y sobre todo por los altos estipendios de que gozaban los que a la misma pertenecían, alcanzó una consideración y un valor paralelos a los de la jerarquía de los senadores, y para el desempeño de los cargos imperiales no militares se la tuvo más en cuenta que la de estos últimos. El primer puesto de dicha jerarquía lo ocupaban los altos recaudadores de tributos nombrados por el emperador para cada una de las provincias. El título militar de praefectus no se daba más que a aquellos de entre estos que, como ya queda dicho, eran a la vez gobernadores de provincia; y aun con respecto a estos predominó posteriormente, menos con relación al Egipto, el título de procuradores o gestores de negocios. El alto recaudador de contribuciones que funcionaba en cada provincia al lado del gobernador, y al cual debemos llamar con la denominación de gestor imperial de negocios (procurator Augusti), si bien no era oficial del ejército ni tenía tropas propias, era, sin embargo, considerado como tal oficial de ejército, por la razón de que tenía regularmente a su servicio soldados rebajados y porque en la provincia era el que ocupaba realmente el segundo puesto, de modo que en caso de hallarse vacante el cargo de representante del emperador o del Senado, él era quien solía encargarse interinamente del desempeño de los asuntos correspondientes al mismo. De los demás funcionarios de la Hacienda, solo llevaba el título de oficial de ejército el administrador de los víveres de la capital (praefectus annonae), los restantes cargos eran por lo regular de rango inferior y se fueron encomendando cada vez más a los libertos y esclavos del emperador. Pero aun aquí se hicieron también constantes esfuerzos para que no desempeñara tales cargos, los cuales eran de hecho públicos, la servidumbre doméstica imperial. La administración de la caja imperial central de Roma, en la que debían concentrarse todos los recursos financieros y rentísticos del Imperio, y que en cierto modo hubo de corresponder al actual Ministerio de Hacienda, residía en los tiempos del emperador Claudio en manos de un tenedor de libros (a rationibus) perteneciente a la servidumbre doméstica imperial y cuya posición jurídica era equivalente a la de los criados domésticos, lo que presuponía la existencia de una inspección suprema ejercida personalmente por el emperador o confiada a algún mandatario especial suyo desprovisto de todo carácter oficial; por el contrario, en el siglo II esa administración estaba encomendada al procurador imperial para la materia de cuentas (procurator Augusti a rationibus), que era un distinguido caballero romano.
Pocas cosas hay en la organización del principado que merezcan un reconocimiento tan incondicional como las autolimitaciones, tan sabiamente dispuestas, y en lo sucesivo respetadas, que el príncipe se trazó para nombrar a sus funcionarios subordinados y a los auxiliares que le servían para el desempeño de los múltiples asuntos que abarcaba la competencia atribuida al jefe del Estado. Hemos ya expuesto, cuando menos en sus líneas generales, de qué manera la libertad de nombramiento, que legalmente correspondía al emperador, estaba restringida por medio de normas no escritas, pero esencialmente obstativas acerca de las condiciones de capacidad de los candidatos, y hemos visto también que si en el sistema vigente era inevitable la intervención de la servidumbre doméstica del príncipe, compuesta de hombres semilibres y no libres, en el manejo y administración de ciertas esferas de asuntos que por ley no eran asuntos políticos, sino más bien asuntos referentes al patrimonio doméstico imperial, sin embargo, desde bien pronto esa intervención hubo de reducirse a límites bien determinados, y a medida que fueron pasando los siglos se fue restringiendo más y más. A esto se debe esencialmente el que se pudieran conservar en pie bajo el principado la cosoberanía del Senado y la preeminencia de las clases superiores y privilegiadas, llegando a formar entre la antigua aristocracia y la nueva Monarquía, compenetradas, un solo edificio, cuya solidez interna y cuya duración exterior no fueron muy inferiores a las de la soberanía universal de la época republicana.
Libro IV. Las diferentes funciones públicas
Una vez que en el libro anterior hemos estudiado las magistraturas romanas en sus rasgos capitales y según la especialidad que cada una de ellas ofrece, históricamente considerada, vamos en el libro presente a exponer, teniendo en cuenta la conexión real que entre las mismas existe, las distintas funciones públicas en que distribuyen su actividad las magistraturas, no esencialmente por exigencia de las cosas, sino en virtud tan solo de normas históricas, con frecuencia hasta accidentales. No incluimos en este examen aquellas atribuciones de la magistratura de las cuales se trata en lugar más adecuado, especialmente el derecho de nombrar sucesores, auxiliares y lugartenientes, de que nos hemos ocupado en el libro segundo, y el derecho de dar leyes en unión con la ciudadanía y tomar acuerdos en unión con el Senado, de que nos ocuparemos en el libro quinto. En el presente libro vamos a tratar de la participación de los magistrados en los asuntos religiosos (capítulo primero), del derecho de coacción y penal (cap. II), de la administración de justicia por medio del procedimiento privado (cap. III), de la formación del ejército y del mando militar (cap. IV), de la administración del patrimonio de la comunidad y de la caja de la comunidad (cap. V), de la administración de Italia y de las provincias (cap. VI) y de las relaciones con el extranjero (cap. VII). Claro es que en un bosquejo del Derecho público general no puede agotarse el estudio de estas varias materias, sino tan solo hacer indicaciones esenciales acerca del lugar y de la importancia de cada uno de semejantes órdenes o esferas dentro del cuadro.
I. Asuntos religiosos propios de los magistrados
Luego que la magistratura y el sacerdocio se separaron, los asuntos religiosos quedaron encomendados, predominantemente, claro es, a los sacerdotes, de cuyo régimen sacral se ha tratado ya en el libro segundo. Pero al secularizarse la magistratura, el culto que a los dioses había de prestar el Estado, lejos de ser cuestión confiada al sacerdocio, fue cosa en que se privó tener intervención a este, como igualmente se le privó de tenerla en las cosas principales pertenecientes al régimen sacral. En el estudio que de la materia vamos a hacer, distinguiremos los actos religiosos ordinarios y permanentes, organizados y regulados de una vez para siempre, de los que no presentan este carácter.
El ejercicio del culto que de antiguo se conservaba, o del introducido nuevamente con carácter constante, correspondía, por la costumbre o por disposición legal, al sacerdocio, unas veces a los colegios sacerdotales y otras a los sacerdotes particulares, según el ritual. En la instauración o nombramiento de los sacerdotes, que podía tener lugar, bien por cooptación de los colegas, bien por nombramiento pontifical, tampoco tenía intervención alguna la magistratura, así como la inspección y vigilancia sobre estos actos, desde el punto de vista religioso, correspondía al pontífice máximo, quien poseía al efecto derecho de coerción. Solo por excepción se encomendaba la práctica de algunos actos sacrales permanentes a magistrados determinados; así, se encomendaba a los cónsules la práctica de las fiestas latinas en el monte de Alba y el voto que, a lo menos de hecho, tenían que ofrecer permanentemente a los dioses al comenzar el año para que este corriera con felicidad; al pretor de la ciudad se le encomendaba también el sacrificio a Hércules sobre el ara maxima. Verdadera importancia, desde el punto de vista del Derecho político, solo puede decirse que la tuvieran aquellas fiestas populares permanentes de los últimos tiempos, de las cuales hemos hablado ya, fiestas legalmente consideradas como de carácter religioso, y cuya celebración fue encomendada a la magistratura: provino esa importancia política de que el dinero que se daba para disponer tales fiestas no era suficiente, y los magistrados que las celebraban suplían de sus propios bienes lo que faltaba; así, que cada día este suplemento para los gastos fue teniéndose más y más en cuenta como recomendación electoral, como lo demuestra bien claramente la circunstancia de que, en lo más visible de estas fiestas, se hallaban presidiéndolas los cónsules que iban a dejar de serlo, y quienes la realizaban eran los ediles curules que aspiraban al consulado. Generalmente, en los tiempos posteriores de la República, prescindiendo de los juegos apolinarios, ejecutados por el pretor de la ciudad, quienes estaban encargados de ejecutar las fiestas populares eran los cuatro ediles; mas Augusto, a causa justamente del ambitus ligado con las mismas, privó de esa ejecución a los ediles y se la encomendó a los pretores.
Una excepción más importante y más general del dicho principio fue la cooperación de los dioses para cada uno de los actos de los magistrados. La cual cooperación tenía lugar de dos maneras: o por iniciativa de la divinidad (dirae, y también auguria oblativa), o contestando esta a preguntas del magistrado (auspicia impetrativa). En ambos casos podía recurrirse al auxilio o dictamen pericial de los sacerdotes establecidos especialmente para interpretar los signos divinos (augures); pero estos signos o la contestación en su caso, iban dirigidos al magistrado, y este era quien los pedía y los obtenía.
La divinidad podía oponerse a la celebración de todo acto público, entre los cuales se contaban también para este efecto los actos de los quasi-magistrados plebeyos; es decir, podía pedir que dejara de ejecutarse tal acto en aquel día, sin que por eso se opusiera a que el mismo se intentase de nuevo en día distinto. No nos corresponde ahora hacer un estudio de los signos de advertencia según la teología romana; como tales se consideraban principalmente una tempestad que se desencadenase mientras se estuviera celebrando una asamblea del pueblo, la caída de un epiléptico durante el mismo acto, y algunos otros. Era legalmente indiferente para el caso que el magistrado que realizaba el acto público hubiese observado los signos por sí mismo o que hubiera llegado a tener conocimiento de ellos por aviso (nuntiatio) que le hubiese dado otra persona que los hubiera presenciado. Al arbitrio del magistrado quedaba el decidir hasta qué punto había de seguir las indicaciones de la observación, o si no había de seguirlas; pero posteriormente hubo de introducirse sobre el particular la restricción de que el aviso había de tenerse en cuenta cuando lo hubiera verificado otro magistrado, aunque fuese de los inferiores, por ejemplo, si al dirigir la vista al cielo (de coelo servare) había observado un rayo, o cuando lo hubiera observado un augur presente al acto. En los buenos tiempos de la República, mientras esta institución se mantuvo dentro de sus naturales límites, difícilmente se le dio una importancia esencial. Pero nosotros solo la conocemos ya degenerada, tal y como se presenta en los últimos tiempos de la República, degeneración a la cual contribuyeron, además del mal uso que de ella se hizo, ciertos acuerdos del pueblo que sancionaron, o quizá fomentaron y extendieron este mal uso, y el fin esencial de los cuales acuerdos fue prevenir el abuso que hacían los magistrados de su iniciativa y los Comicios de su omnipotencia; pero lo trataron de prevenir con otro abuso que, desde el punto de vista legal, era todavía mayor y más perjudicial. En esta forma degenerada, en que conocemos la institución, no se practicaba absolutamente observación alguna, y la nuntiatio se convirtió en un veto u oposición a que el acto se realizara, hasta que, por fin, en la última crisis de la República fue en general prohibida.
Mucho más importantes eran los auspicios de la magistratura, esto es, aquella obligación que tenían los magistrados de la comunidad, no los de la plebe, de cerciorarse, antes de proceder a la realización de cualquier acto público importante, de que contaban para él con el beneplácito de la divinidad, a la que dirigían al efecto la correspondiente pregunta. Llamábase este acto «inspección de las aves» (auspicia), y a los peritos llamados a verificarlo «directores de las aves» (augures), porque en un principio los signos se buscaban principalmente por medio de la observación de las aves que volaban (signa ex avibus) o de los cuadrúpedos que andaban (signa ex quadrupedibus) mirando al efecto un cuadrado trazado por medio de líneas imaginarias en la tierra y en el aire (templum). En los tiempos históricos, esta observación de las aves y de los cuadrúpedos fue reemplazada en la práctica por una observación análoga de los signos del cielo (signa coelestia), habiéndose aprovechado para ello posteriormente el escabroso y cómodo principio, según el cual no era jurídicamente necesario ver, sino solo afirmar que se había visto el signo que se consideraba en general como el más favorable de todas las contestaciones, o sea el rayo que en el alto cielo iba de izquierda a derecha. Estas tres formas de observación de los signos, comprendidas todas ellas bajo la denominación común de «inspección» (spectio), servían para interrogar a los dioses en el recinto de las funciones del régimen de la ciudad. En el campo militar, regularmente servía para hacer esta interrogación la observación de los pollos (auspicia pullaria), echándoles al efecto de comer, y obteniendo la contestación de los dioses en la manera como los pollos comían. No vamos a examinar ahora por extenso cuál era la forma que los dioses empleaban para contestar negativamente a las preguntas que se les hacían; diremos solo que, por ejemplo, todo ruido que perturbara la inspección había de considerarse como signo indicador de que debía abandonarse esta, interrumpiendo el acto; pero entonces podía este renovarse al siguiente día, lo mismo que se ha dicho antes respecto de la advertencia. — Entre los actos de los magistrados para los cuales era preciso invocar los auspicios, ocupaba el primer lugar la ya mencionada toma de posesión de los funcionarios públicos; los auspicios no eran necesarios para el desempeño del cargo, sino para el ingreso en este, pero el magistrado tenía la obligación de cerciorarse lo más pronto posible del beneplácito de los dioses, y como los auspicios otorgaban la consagración o confirmación religiosa a la magistratura, es claro que el derecho a tomarlos servía también de criterio legal para saber quiénes eran magistrados. De aquí que, por decirlo así, todos los caracteres y particularidades de la magistratura se repitan y manifiesten en los auspicios, como cosa religiosa o sacral. Como la expresión externa de la plenitud de las funciones públicas se hallaba en el auspicium imperiumque, es decir, en el derecho de interrogar a los dioses y de mandar a los ciudadanos, es claro que al extenderse el concepto de magistratura, por fuerza tuvieron que extenderse también los auspicios, y por esta razón, todo magistrado de la comunidad patricio-plebeya, así como tenía cierto poder sobre los ciudadanos, tenía también el derecho de explorar la voluntad de los dioses. El interregno que existió hasta tanto que fue nombrado el primer interrex fue considerado como una traslación de los auspicios al Senado patricio (auspicia ad patres redeunt); la colisión entre magistrados de desigual poder, como una antítesis entre auspicia maiora y minora, y el poder de los lugartenientes de los magistrados, como auspicia aliena. Pero la obligación de interrogar a los dioses no se limitaba en modo alguno al acto de tomar posesión los magistrados; aun para convocar a la ciudadanía o al Consejo de la comunidad, para salir de la ciudad a hacerse cargo del mando militar, para pasar un río o presentar una batalla mientras se hallaran ejerciendo este mando, tenían que cerciorarse por medio de los auspicios de que la divinidad les otorgaba su beneplácito.
Si la advertencia de los dioses no era respetada, o si se ejecutaba un acto para el cual eran precisos los auspicios sin haberlos pedido, o en contradicción con los mismos, en este caso, según la organización antigua, si dicho acto tenía que ser confirmado por el Senado patricio (patrum auctoritas), el Senado le negaba esta confirmación. Los actos que no habían sido confirmados por el Senado, y posteriormente, luego que esta institución ya no funcionaba, todos los actos en general realizados sin o contra los auspicios, se consideraban, por un lado, como legalmente existentes, pero por otro lado, como afectados de un defecto (vitium); o lo que es igual: no podían ser mirados como nulos e inexistentes, pero sus consecuencias quedaban, en lo posible, abolidas. Por lo tanto, si la elección en los Comicios se verificaba en condiciones semejantes, los magistrados elegidos estaban obligados en conciencia a renunciar sus cargos tan luego como les fuese posible y a renovar los auspicios (renovatio auspiciorum), por cuanto estos eran los únicos que colocaban en su puesto verdadero y legítimo al colocado en él injustamente, volviéndolo a su fuente primitiva bajo la forma del interregno. La ley que hubiera sido hecha defectuosamente tenía que volverse a hacer, para lo que en rigor de derecho era preciso un nuevo acuerdo del pueblo; pero según la concepción de los últimos siglos de la República, bastaba con que el Senado hiciese constar que se había cometido el defecto. Por lo demás, fuera de la responsabilidad penal que pudiera existir, la sanción de las infracciones que en esta materia se cometieran solo correspondía a los dioses, como, por ejemplo, sucedió, según el partido religioso contrario, cuando, a pesar de las señales de disuasión, el cónsul Craso salió a hacer la guerra a los parthos.
Ahora, si es cierto que, aparte las indicadas excepciones, los magistrados no tenían participación en los actos del culto regulados por el ritual, también lo es que, según ya queda dicho, a ellos era a quienes correspondía, con la cooperación, ora de los Comicios, ora del Senado, según las circunstancias, y con exclusión del sacerdocio, dar las disposiciones y preceptos pertinentes a los asuntos religiosos, aunque se tratara de actos previstos por el ritual. Así sucedía con las materias de admisión de nuevos dioses, construcción de nuevos templos, establecimiento de nuevos sacerdocios y determinación de las condiciones necesarias para ocupar los nuevos puestos, promesas y votos con sus múltiples consecuencias, señalamiento de ciertos días festivos permanentes pero no fijados por el calendario, introducción de nuevos días de fiesta, ora permanentes, ora no, y otras análogas. Las disposiciones primeramente mencionadas pertenecían al horizonte de la legislación, o cuando menos, ya que se procuraba evitar las votaciones de los Comicios en asuntos relativos a las creencias, a la competencia del Senado. Los demás asuntos entraban dentro de las atribuciones de la magistratura suprema; especialmente las promesas de dádivas a la divinidad, esto es, el voto (votum) y la consagración o cumplimiento del mismo (dedicatio) eran cosas reservadas por lo general a los depositarios del imperium, entre los cuales se han de contar también los duunviros nombrados extraordinariamente para ejecutar el acto último de los mencionados. Pero desde mediados del siglo V de la ciudad, también se permitió la dedicatio en casos excepcionales, y en virtud de una especial resolución del pueblo, a los censores y a los ediles, mas no a los funcionarios de rango inferior ni a los particulares. Por lo demás, son aplicables aquí también las reglas tocantes al derecho patrimonial de la comunidad. Los magistrados tenían facultades ilimitadas para hacer votos y dedicaciones siempre que los mismos pudieran ser pagados con las adquisiciones que los propios magistrados hubieren hecho en la guerra o con ocasión de los procesos; pero cuando para ello hubiera precisión de tocar al patrimonio de la comunidad, no era raro que se exigiera el consentimiento de esta última, y más tarde, lo regular era que se requiriese la aprobación del Senado. Para la primavera sagrada era absolutamente necesario, aun teóricamente, la aprobación de los Comicios.
Acerca de la posición del sacerdocio con respecto a la administración pública de la justicia, ya hemos dicho lo bastante en el capítulo consagrado al régimen sacral. Exceptuado el procedimiento penal del sumo pontífice contra las sacerdotisas de Vesta, el cual se regulaba por las mismas normas que el tribunal doméstico, y exceptuado también el derecho de coerción que para el ejercicio de su alta inspección religiosa correspondía al mismo pontífice máximo sobre los sacerdotes desobedientes, el régimen sacerdotal no tenía intervención alguna en las causas criminales públicas. En aquellos casos en que la injusticia punible implicaba una ofensa a la divinidad, como por ejemplo, cuando se robaba un templo, el procedimiento que se empleaba era el mismo de que se hacía uso en los casos de ofensa a la comunidad; solo en determinadas circunstancias, en las cuales más que de justicia propiamente dicha se trataba de expiación religiosa, sobre todo en los casos de aborto y en las infracciones contra los tratados internacionales juramentados, es cuando pudo prescindirse de la cooperación de los Comicios y hacer depender la instrucción y la resolución del arbitrio del magistrado supremo. Menos aún puede decirse que las atribuciones del pontífice restringieran la facultad de los magistrados para fallar los pleitos civiles.
II. El derecho de coacción y penal
Puesto que la comunidad es soberana y ejerce el derecho de soberanía, sus representantes pueden, y al mismo tiempo están obligados, por una parte, a constreñir a toda persona sometida al poder de la comunidad a que cumpla con los preceptos generales y particulares que se hayan dado y a impedir la desobediencia en caso necesario, y por otra parte, a hacer que el autor de alguna ofensa a la comunidad la pague. Lo que es la guerra en el respecto internacional, eso es en el campo de la organización civil interna el derecho público de coacción y penal. El derecho de coacción correspondiente a los magistrados, la coercitio, coincide en algún modo con el poder de policía de nuestros organismos políticos, poder desconocido entre los romanos como función especial de los magistrados y no incorporado a ninguna magistratura particular, sin embargo de que no sin cierta razón pueda ser considerada la edilidad como la policía menor de calles y mercados. De hecho, comprendía este poder todas las reglas y medidas preventivas y coercitivas adoptadas por los magistrados para la conservación y defensa del orden público; este poder era por su propia esencia discrecional, no sometido a leyes, sino dependiente tan solo del arbitrio del que lo ejercía. Por el contrario, el poder penal de los magistrados iba dirigido contra aquellos daños causados a la comunidad, a causa de los cuales el representante de la misma se hallaba obligado a exigir desde luego al autor de ellos la correspondiente responsabilidad, ateniéndose a los preceptos vigentes. Pueden, por lo tanto, considerarse como distintos ambos conceptos: la coacción debía obrar sobre la voluntad del desobediente, mientras que la pena había de tomar venganza del infractor: de consiguiente, la captura era un medio coactivo, no un medio penal, y por eso, cuanto mayor importancia adquiría en este procedimiento el elemento jurídico, legal, sobre todo en la etapa de la provocación que se hallaba regulada de un modo riguroso, menor uso se iba haciendo del procedimiento coactivo, y más, en cambio, del procedimiento verdaderamente penal. Sin embargo, ambas esferas se funden en un solo sistema; y hasta en el uso corriente del lenguaje, el derecho de coacción, la coercitio de los magistrados, incluía el derecho público de penar, para designar el cual no existía una expresión general en Roma, pues la palabra poena significaba en un principio el pago o compensación pecuniaria del derecho privado, y la multa era la indemnización pecuniaria que tenía carácter público, expiatorio.
Vamos en el presente capítulo a estudiar este derecho de coacción y penal. Derecho que se caracteriza, frente al derecho privado, por lo siguiente: que mientras en el derecho privado era necesaria la acción o demanda, la petición privada, en el otro derecho falta dicha acción forzosamente, y el magistrado procede, quizá a excitación de un particular, pero en todo caso por razón de su cargo, de oficio; además, mientras el derecho de coacción y penal daba lugar a la provocación a los Comicios, el procedimiento privado, por el contrario, se sustanciaba por medio de jurados, siendo tan impropia la intervención de estos últimos en el ejercicio del derecho de coacción y penal, como la intervención de los Comicios en el procedimiento privado.
El derecho de coacción y penal era la expresión práctica del derecho de mandar, y, por lo tanto, no era función propia de esta o la otra magistratura, sino función de la magistratura en general; según la concepción romana, no había ningún magistrado de policía; lo que había era que los magistrados gozaban de mayor o menor poder de policía, sencillamente. La plena posesión del mismo era el imperium, contenido y señal de la magistratura suprema; precisamente por eso, las restricciones que con el tiempo se fueron imponiendo al imperium para aminorarlo, se dirigieron principalmente contra esta manifestación de él. La división del imperium, de la cual hemos tratado en el libro segundo, en imperium de la ciudad y de la guerra tuvo su expresión más importante en la circunstancia de que el derecho de coacción y penal correspondiente al imperium urbano encontró una limitación que no encontró el imperium de la guerra, que fue el derecho de provocación, del cual nos ocuparemos más tarde, cuando estudiemos el procedimiento. Contra la sentencia o decisión del jefe militar no pudo jamás ciertamente entablarse la provocación; pero, como después indicaremos, en los últimos tiempos de la República también el derecho penal militar hubo de sufrir restricciones análogas a las que sufrió el derecho penal urbano. Hubo, con todo, una amplia esfera no sometida a la provocación, y en ella el derecho de coacción y penal de la magistratura suprema continuó siendo ilimitado; tal aconteció, sobre todo, con ese derecho, cuando se ejercía contra individuos que no eran ciudadanos.
Auxiliaban a los magistrados supremos, especialmente para el ejercicio de su actividad penal dentro del círculo de la ciudad, por una parte los dos cuestores de creación más antigua y por otra los triumviros de causas capitales, los primeros de los cuales funcionaban desde los comienzos de la República, y los segundos desde mediados del siglo V de la ciudad, siendo elegidos unos y otros auxiliares primitivamente por los cónsules y después sometidos a la elección del pueblo; por consiguiente, obraban bajo la dirección de los magistrados.
La originaria esfera de acción de los cuestores es poco conocida; lo probable es que en un principio se les destinara a investigar e instruir el proceso de los delitos comunes sometidos al inmediato conocimiento de los magistrados supremos — (como los delitos que caían bajo esta jurisdicción eran los más graves, se les llamó también por eso quaestores parricidii) — y a llevar a efecto las sentencias de la magistratura suprema, pues ellos mismos no tenían facultades para juzgar. Cuando, posteriormente, se privó, según veremos más adelante, a la magistratura suprema del fallo propiamente dicho en aquellos casos en que se admitía la provocación, los cuestores fueron los que, en lugar de los cónsules, daban el fallo.
A los triunviros de causas capitales se les encomendó desde luego la inspección de las prisiones, y, consiguientemente, la de las ejecuciones capitales, pues estas, excepto cuando se trataba de sentencias de muerte dadas por los tribunos o por los jefes militares, se verificaban regularmente en las cárceles o sacando de la cárcel al reo. También desempeñaron servicios de seguridad pública, sobre todo, aun cuando no exclusivamente, de noche, por lo cual se les llamó también los tres varones nocturnos (tresviri nocturni). A lo que se añadía la facultad de detener provisionalmente a los perturbadores del orden y a las personas sospechosas, y de amonestar y corregir a los contraventores, conforme al estado y condición de los mismos. Bueno es que quede sentado que en esta materia fueron demasiado lejos, pues legalmente no se les reconoció facultad de juzgar criminalmente ni siquiera a los esclavos.
Según el sistema republicano (no sabemos a partir de cuándo), ni los cónsules ni sus mandatarios los cuestores eran competentes para conocer del más grave entre todos los delitos, esto es, de la rebelión contra la comunidad (perduellio), en cuyo concepto es de presumir que se hallaran comprendidos la alta traición y la traición a la patria, y en general todas las causas políticas capitales. En los tiempos históricos, el fallo de estos asuntos se hallaba encomendado a mandatarios especiales, que en un principio debieron de ser también de nombramiento consular; posteriormente se hizo necesaria una ley especial al efecto, la cual organizó el nombramiento de duunviros, que conocían y fallaban estos casos lo mismo que los cuestores.
La suprema magistratura plebeya adquirió el derecho de coacción y penal por vía revolucionaria, pero al cabo llegó a serle reconocido de un modo legal y como permanente. Habiendo comenzado por castigar las ofensas causadas al tribuno del pueblo, considerado inviolable, y en general las lesiones inferidas al derecho especial reconocido a la plebe, después, cuando dio fin la lucha de clases y el tribuno llegó a convertirse realmente en un magistrado de la comunidad, y sobre todo en instrumento del Senado, la competencia criminal de tales tribunos se amplió, encomendándoles el conocimiento de las ofensas y daños inferidos inmediatamente a la comunidad, es decir, el de los más graves procesos políticos, viniendo, por lo tanto, el procedimiento penal tribunicio a sustituir de hecho al que anteriormente se empleaba para los casos de perduelión. La índole de este procedimiento era la misma que suelen tener todos los sistemas de procedimiento criminal para los delitos de alta traición, o sea carencia de limitaciones legales en cuanto a los hechos que habían de considerarse sujetos al mismo, y un poderoso influjo de las pasiones políticas. Dirigíanse estos procesos preferentemente contra las infracciones de la Constitución, y, por consiguiente, contra los funcionarios públicos, pero también podían tener lugar contra particulares, v. gr., contra los soldados cobardes y los contratistas proveedores de víveres, estafadores. El procedimiento penal de los tribunos no solo era cualitativamente igual al de los cónsules, sino que hasta superaba al de estos últimos, en cuanto que, mientras la sentencia del cónsul podía hallarse en colisión con la de los Comicios y ser casada por estos, no podía tener lugar lo mismo con respeto a la del tribuno del pueblo, el cual, por consiguiente, tenía el derecho de juzgar directamente las causas capitales.
Los funcionarios sin imperium carecían en absoluto de la alta coerción ejercida contra las personas. La coerción inferior para multar y prendar no correspondía más que a los censores y a los ediles, dentro de los límites de la provocación, que pronto estudiaremos. Estas facultades de los mismos se diferenciaban de la actividad auxiliar que los cuestores prestaban para el procedimiento penal, en que no estaban fundadas en un mandato o delegación de los cónsules, sino en el propio poder de los funcionarios de que se trata, sin que por eso los cónsules quedaran descargados de ejercerlas, antes bien, la coerción de estos concurría con la de los funcionarios inferiores. La de los censores era coerción derivada o secundaria, en cuanto estos funcionarios estuvieron en un principio consagrados a conservar en buen estado los bienes de la comunidad, y solo incidental y transitoriamente, como, por ejemplo, con respecto a las vías y al aprovechamiento de las aguas públicas, podían prevenir abusos de parte de los particulares. Por el contrario, como ya se ha dicho, la edilidad romana fue destinada desde luego a ejercitar el derecho de coacción y penal inferior con respecto a los mercados y vías. Si prescindimos de la antigua edilidad plebeya, que no pertenecía a la magistratura, podemos decir que este cargo público fue introducido a fines del siglo IV, probablemente tomando por modelo la agoranomía helénica, para vigilar e inspeccionar, al lado y a las órdenes de la magistratura suprema, el mercado dentro de la ciudad, la cual se iba desarrollando de un modo tan poderoso. Eran de su competencia, por lo tanto, todos los negocios y transacciones mercantiles que se verificaban en el mercado público, con especialidad la compra y venta de esclavos y bestias, así como las de las vituallas que se despachasen en el mercado, correspondiéndoles también, por tanto, la inspección y contraste de los pesos y medidas y el cumplimiento de las leyes suntuarias. De la jurisdicción que con este motivo correspondía a los ediles curules, trataremos en el capítulo siguiente, al ocuparnos de la administración de justicia. También correspondía a los ediles la inspección sobre el empedrado y la limpieza de las calles de la capital, para lo que, a fines de la República, se les agregaron seis funcionarios inferiores, cuatro con destino al interior de la ciudad, y los otros dos para los arrabales; igualmente estaba confiado a ellos el cuidado de que no hubiera por las calles animales dañinos u otros objetos que impidieran o dificultaran la libre circulación y comercio. Se hallaban, además, bajo la vigilancia inmediata de los funcionarios de que venimos tratando, el servicio de incendios, las romerías, cortejos fúnebres y espectáculos públicos, las asociaciones de toda clase, todos los edificios públicos, y las casas de particulares abiertas al público para el ejercicio del comercio, sobre todo los baños, casas de comidas y burdeles. Para poder atender al desempeño de tan gran variedad de asuntos, la ciudad de Roma, al menos en los últimos tiempos de la República, estaba dividida en cuatro distritos, al frente de los cuales se hallaban otros tantos ediles, entre los cuales se sorteaban aquellos. Siempre, sin embargo, fue la función edilicia una función subordinada y auxiliar; sobre todo, la policía de seguridad se hallaba absolutamente en manos de los altos funcionarios dotados del pleno derecho de coacción. Los ediles no solamente carecían de la coerción en materias de pena capital, sino que, según parece, la misma facultad de imponer multas traspasando los límites de la provocación, solamente les correspondía cuando tales magistrados estuvieran autorizados por medio de leyes especiales para imponer a su arbitrio semejantes multas a consecuencia de ciertas acciones que produjeran un perjuicio común, de cuya autorización legal hicieron uso predominantemente los ediles patricios y los plebeyos, en cuyo caso defendían sus decisiones ante los Comicios. Los cuestores y los funcionarios próximos a ellos no tenían un derecho penal propio: solamente ejercían facultades de esta naturaleza en representación de los cónsules.
Se hallaban sometidos al derecho de coacción y penal aquellos individuos que estaban en poder de la comunidad romana, fueran o no fueran ciudadanos, debiendo tenerse en cuenta que con respecto a los últimos, los magistrados de Roma estaban obligados a respetar los tratados celebrados entre la comunidad a que aquellos pertenecieran y la romana. Contra los magistrados mismos se ejercitaba este derecho conforme a las normas desarrolladas al tratar de la colisión de los magistrados; es decir, que el magistrado inferior estaba sometido al derecho de coacción y penal del superior lo mismo que un particular cualquiera. En la comunidad patricio-plebeya de los tiempos históricos, al tribuno del pueblo le correspondía un derecho ilimitado de coerción contra todo magistrado, hasta contra el dictador, quien en los primeros tiempos se hallaba exceptuado; también le correspondía a los depositarios del imperium de mejor derecho contra los depositarios de derecho inferior y contra los funcionarios sin imperium. La coerción no podía ejercitarse contra los magistrados del mismo rango y posición que el que la ejercía, ni tampoco la podía ejercitar un funcionario subordinado contra otro funcionario subordinado que tuviera competencia distinta que él. Al hacer uso de esta coerción, el magistrado más alto podía prohibir al inferior, aun cuando no fuera auxiliar suyo, la práctica de un acto determinado correspondiente a sus funciones, o el ejercicio completo de estas, y por lo tanto, podía impedir, en virtud de semejante obstrucción general, la marcha de los asuntos públicos; y lo que el magistrado superior podía hacer con respecto al inferior, podía hacerlo con respecto a todos los funcionarios públicos el tribuno del pueblo, quien para estos efectos se hallaba sobre todos ellos. La prohibición referida no significaba jurídicamente otra cosa sino la amenaza de captura, aprisionamiento y empleo de otros medios coactivos en el caso de que se desobedeciera; si esta prohibición no era respetada, el acto ejecutado contraviniéndola no era nulo, pero el magistrado podía llevar a efecto la amenaza, si es que no podía hacer uso de la intercesión.
La infracción o injusticia de derecho privado estaba perfectamente determinada y regulada por la ley; mas no sucedía lo mismo con la perteneciente al derecho de coacción y penal. La comunidad tenía derecho a defenderse contra todo el que no se atuviera a sus preceptos o le produjera algún daño; y claro es que partiendo de esta concepción fundamental, el derecho de coerción no reconocía límites.
Ninguna regla existía para determinar cuándo tenía lugar y cuándo no un acto de desobediencia a la comunidad; por consiguiente, el concepto de tal desobediencia no podía menos de ser arbitrario.
También el concepto del perjuicio causado a la comunidad era susceptible de diversas interpretaciones; sin embargo, puede inferirse en sus líneas esenciales este concepto de las condiciones de capacidad que se requerían a los auxiliares de los cónsules y a los demás funcionarios que ejercitaban su actividad en esta esfera. Claro está que el ápice de este delito lo forma la rebelión contra la comunidad (perduellio). Puede ponerse en duda que un concepto de crimen político, aun dentro de la borrosa definición de que este concepto es susceptible, llegara nunca a existir en la sustanciación de las causas criminales, tanto cuando esta se verificaba por el procedimiento de la perduellio, como cuando adoptó la de procedimiento tribunicio; es de presumir que en esto no se llegara nunca a sentar reglas consuetudinarias, ni hechos que sirvieran de precedentes; toda la determinación y fijación legal de la capacidad y competencia del tribunal del pueblo fue siempre cosa a que se sintió repugnancia y hostilidad. Luego volveremos a hablar de esto. El concepto de las injusticias o infracciones que no eran políticas se determinaba ante todo de una manera negativa, puesto que se decía que no eran delitos políticos aquellos delitos que el derecho romano llamaba privados, en especial el hurto, en el amplio sentido que en Roma tuvo, y los daños causados en el cuerpo, en las cosas y en el honor, o sea la iniuria romana. Por el contrario, en el derecho privado no se encuentra prescripción alguna relativa a la punición del homicidio, y ya se ha indicado por otra parte acerca del particular que probablemente la competencia criminal de los cuestores tuvo aquí su origen. Lo cierto es que la misma comprendía el homicidio en general cuando hubiera sido cometido, dentro de la esfera territorial a donde Roma extendía su poder, sobre un ciudadano o un no ciudadano, y parece que se dio tanta amplitud a este concepto, que llegaron a incluirse en el mismo el falso testimonio en causa criminal capital, y quizá también otros análogos actos punibles. El incendio, que no menos que el homicidio era inadecuado para ser sometido al procedimiento privado, hubo de ser perseguido también de oficio. Quizá ocurrió lo mismo con el quebrantamiento de las obligaciones del patrono, y en general se hacía uso, o se permitía hacerlo, de este procedimiento en todos los casos en que se denegaba la acción o demanda privada. El régimen de la guerra fue aún más lejos en esta materia: todo lo que podía ser referido a la disciplina militar, aun aquellos hechos que no producían más que una acción privada según las normas del derecho civil, como el hurto, por ejemplo, fueron considerados aquí como delitos públicos. — Con respecto a las demandas relativas a multas, las cuales se consideraban realmente como de la competencia de los ediles, existieron, según todas las probabilidades, leyes especiales sobre la usura de granos y de dinero, sobre el estupro, la pederastia y otros análogos actos considerados como peligrosos y perjudiciales para la comunidad, que determinaban los elementos indispensables para que se los considerase como delictuosos. — Por lo demás, no debe olvidarse que nosotros no conocemos estas antiguas formas del procedimiento criminal romano sino en la época de su extinción, no siendo improbable que en los tiempos en que se hallaban en toda su eficacia y vigor cumplieran su fin tan bien, por lo memos, como el procedimiento de las quaestiones, que ya nos es mejor conocido.
Tocante a los medios coactivos y penales de que podía echar mano la magistratura, el arbitrio de la misma estaba restringido, supuesto que no se permitía hacer uso con este carácter de todo mal imaginable. Los magistrados no podían privar a nadie del honor, y si bien es cierto que podía perderse este por efecto de un acto de aquellos, se trataba aquí más bien de una consecuencia lógica que de un precepto positivo. No faltan, sin embargo, algunos de estos relativos a la penalidad, aunque más bien consuetudinarios que legales. La expulsión del Estado podía ser decretada contra el extranjero, no contra el ciudadano. Las mutilaciones, que no fueron desconocidas en el más antiguo derecho penal privado, no se aplicaron nunca, que nosotros sepamos, en el procedimiento público. El derecho de ciudadano y la libertad personal podían, sin duda, perderse por haber sido impuesta como pena tal pérdida, pero solo cuando a la vez se había hecho esclavo de un modo permanente en el extranjero el individuo de quien se tratara. Según el sistema vigente en esta época, no se podía hacer uso de la cárcel de ninguna otra manera que provisionalmente, y por tanto, no a plazo fijo, ni nunca tampoco con agravaciones procedentes de la clase de trabajo a que se obligara al preso. De los medios coercitivos generales no quedan, pues — prescindiendo de algunos aplicables solo a los soldados y de los que no tratamos aquí — más que los siguientes, y aun estos, como lo demostrará el estudio que de ellos vamos a hacer, no eran aplicados de una manera general.
1.º Penas contra la vida, a las que iba unida por ministerio de la ley la confiscación de bienes. De la coerción capital no tenían facultades para hacer uso, claro es, sino los magistrados supremos, incluyendo en estos a los tribunos del pueblo.
2.º Los castigos corporales, que probablemente en los primeros tiempos estuvieron en general permitidos dentro del régimen de la ciudad, parece que fueron abolidos muy pronto, no permitiéndose al magistrado hacer uso de ellos, dentro del referido régimen, contra el ciudadano; como medio de disciplina militar siguieron empleándose aún posteriormente.
3.º La pérdida del derecho de ciudadano solo podía imponerla el magistrado, como se ha dicho, cuando un individuo hubiera perdido su libertad por haber sido vendido o entregado a un extranjero por alguno de los medios de los que producen efectos jurídicos, y al menos en los tiempos históricos, solo podían decretar esta pérdida los magistrados a quienes correspondiera la coerción capital, y aun estos, únicamente en los casos de haberse hecho uno culpable de falta de cumplimiento de la obligación de prestar el servicio militar, o de ofensa al derecho internacional.
4.º La captura (prensio), de la cual no era permitido hacer uso más que a los magistrados autorizados para emplear la coerción capital, solo podía decretarse, como se ha dicho, provisionalmente, y por efecto de la carencia de reglas jurídicas que determinasen fijamente sus límites, se aplicó frecuentemente a la desobediencia, mas nunca como medio de retribuir y expiar delitos. Ni los funcionarios que la decretaban, ni mucho menos sus sucesores, estaban obligados a respetar ni guardar con respecto a ella límite alguno de tiempo. Claro está, por tanto, que por esto mismo se podía hacer uso del medio que nos ocupa para privar de hecho a una persona de su libertad por largo tiempo, y aun por toda su vida.
5.º La prenda (pignoris capio) consistía en un daño patrimonial impuesto a los reos o contraventores, privándoles de una cosa que les perteneciera o destruyéndola. Tampoco este medio se aplicaba, lo mismo que la captura, sino por causa de desobediencia; no se administraba por vía de pena, pero podían hacer uso de él todos en general los magistrados autorizados para emplear la coerción.
6.º Las graves penas patrimoniales impuestas por los magistrados a su arbitrio, o sea aquellas que traspasaban los límites de la provocación, que después estudiaremos, no fueron empleadas en los tiempos antiguos de otra manera que como una dulcificación de la coerción capital, y por tanto, le estaba reservado el derecho de imponerlas a los magistrados supremos. También se hacía uso de ellas en materia de demandas sobre multas reguladas por leyes especiales y de hecho encomendadas al conocimiento de los ediles; no era raro, por lo demás, que las mismas leyes tuvieran señalado un límite al arbitrio de los magistrados, fijando un máximum, v. gr., la mitad del patrimonio del reo, más allá del cual no podía pasarse. — Las penas pecuniarias fijadas legalmente, de las que se hizo uso muy luego y con frecuencia en el procedimiento privado, parece que no se aplicaron en los antiguos tiempos a las infracciones o contravenciones contra la comunidad, y cuando se introdujeron se hacían efectivas por la vía administrativa o por la civil, considerándolas como créditos a favor de la comunidad, de modo que no entraron a formar parte del derecho penal público.
7.º El medio de coerción de que mayor uso se hacía y el cual podían emplear con iguales atribuciones todos los magistrados autorizados para poner en práctica tal procedimiento, era el de las multas impuestas al arbitrio del magistrado mismo dentro del máximum consentido para la provocación, que era de dos ovejas y treinta bueyes, o sea, valuado en dinero, 3020 ases (unas 750 pesetas).
La ejecución de las penas y de los medios coactivos impuestos personalmente por los magistrados la verificaban los que de entre estos tenían imperium, por medio de sus lictores, mientras que el tribuno, no pudiendo delegar su poder en subalternos, tenía que verificarla por sí mismo. Las penas pecuniarias, siempre que por leyes especiales no se hubiera determinado otra cosa, eran percibidas por los encargados del erario, lo mismo que otros cualesquiera créditos de la comunidad. Mientras en el procedimiento privado no se admitía perdón de la deuda por parte de la superioridad, en el procedimiento público, al contrario, podía hacerse uso del indulto; mas este no podía aplicarse siempre, sobre todo, no se podía aplicar cuando la coerción no buscaba reducir al desobediente, sino expiar la falta cometida. Al homicida tenía que condenarlo el magistrado, sin que tuviera facultades para indultarlo.
No se conocieron normas generales procesales a las cuales sujetarse para el ejercicio de este derecho de coacción y penal. Tanto en el caso de desobediencia como en el de punición, que no se diferenciaban jurídicamente, bastaba, en general, para que el magistrado pudiera hacer uso de los correspondientes medios penales, con que por cualquier medio hubiera llegado el mismo a convencerse de la existencia de la injusticia que se trataba de reprimir. Verdad es que dicho magistrado, antes de dar su decisión, solía algunas veces tratándose de desobediencia, y por regla general siempre que se trataba de casos propiamente penales, verificar una instrucción sumaria (cognitio); mas tampoco entonces había lugar a demanda o querella, ni existía prueba regulada por la ley, ni trámites procesales determinados por esta, ni graduación o medida legal de la pena. Y esto es aplicable en principio tanto al procedimiento seguido contra los ciudadanos como al seguido contra los que no lo eran; si en el primer caso, cuando intervenían los Comicios, la ausencia de formalidades fue limitada, esta ausencia de formalidades siguió existiendo en el derecho penal en los procesos que se seguían dentro de la ciudad a los que no eran ciudadanos, como existió también como regla general en los procesos penales que se seguían en el campo de la guerra en los primeros tiempos de la República.
Una formalidad fija que se conoció en el procedimiento criminal fue el derecho de provocación, es decir, la facultad que se concedía de alzarse de la decisión de los magistrados para ante los Comicios, los cuales tenían atribuciones para anular aquella. Pero esto no introdujo variación alguna en lo que ya queda dicho acerca de la igual manera de tratamiento de la desobediencia y del delito, acerca del arbitrio del magistrado para formar proceso o no imponer punición y acerca de la libre determinación y graduación de la pena por parte del mismo magistrado. Mas si se admitía la provocación, hallábase esta sometida a ciertas normas procesales: por una parte, había que tener en cuenta la condición personal del individuo a quien afectaba la decisión provocada; por otra, la esfera de funciones en que la provocación tenía lugar, y por otra, la clase y cualidad del mal penal que había que imponer.
1.º Por lo que toca al estado o condición de las personas, solo tenía facultades para deducir provocación ante los Comicios aquel que perteneciera a ellos; por tanto, los no ciudadanos únicamente podían entablar la provocación cuando se les reconociese el derecho a ello por un privilegio personal. En el caso de que se dudase sobre si un individuo gozaba o no del derecho de ciudadano, debía estarse a la resolución del magistrado contra cuya sentencia se deducía la provocación, sobre todo en los tiempos anteriores a Sila, en que no existía ningún procedimiento jurídico para fijar de una manera objetiva y obligatoria el derecho dudoso de ciudadano. — Por virtud de lo dicho, las mujeres no podían hacer uso de la provocación, a no ser que dispusieran otra cosa leyes especiales. A las sacerdotisas de Vesta que hubiesen sido condenadas con pena capital por el pontífice máximo no se les concedía provocación contra la coerción capital de este, como tampoco al hombre que hubieran tenido por cómplice o co-delincuente.
2.º La provocación solo se concedía contra las sentencias dadas dentro del círculo de las funciones de la ciudad, y aun aquí, según las normas antiguas de la dictadura, no podía concederse contra las sentencias del dictador. En los tiempos posteriores, los únicos magistrados cuyas decisiones se hallaban por ministerio de la ley libres de la provocación eran los magistrados revestidos de poder constituyente, los cuales, por su mismo carácter, no estaban sometidos a la Constitución. Es verdad que en la lucha de los partidos que tuvo lugar en los tiempos posteriores de la República, la oligarquía tuvo la pretensión de conceder a los magistrados supremos de entonces, por intervención del Senado, el pleno poder dictatorial para los casos de crisis revolucionarias, y, por lo tanto, de librarles de la provocación; mas esto no solamente fue una concepción unilateral del partido de los optimates, sino también una simple aplicación de la idea de la defensa legítima en caso de necesidad, templada, sin embargo, gracias a la intervención del Senado o Consejo de la comunidad, y lo mismo que la defensa en estado de necesidad, se hallaba fuera de las prescripciones del derecho público. En cambio, el partido contrario vindicó a su vez para sus tribunos la facultad de castigar con pena capital, y sin que se admitiera provocación, las ofensas o ataques a la inviolabilidad de que los mismos tribunos se hallaban rodeados. Contra las sentencias dadas según el derecho de la guerra y en el régimen de esta, no se admitía la provocación ni aun después que el mismo fue despojado del carácter ejecutorio, sino que el condenado por el jefe del ejército era enviado a Roma, y allí, sin tener para nada en cuenta la sentencia primera, se le sometía a un nuevo procedimiento, el cual podía dar luego origen a la provocación.
3.º Por parte del contenido, el medio jurídico de la provocación no se concedía sino contra las sentencias de muerte o contra las que condenaban a una pena pecuniaria que traspasase los límites de la provocación. La pérdida del derecho de ciudadano, en aquellos casos en que la misma podía ser consecuencia de un proceso penal, no autorizaba para interponer la provocación, y con mayor motivo ha de decirse lo mismo de los restantes medios de coerción.
Para aquellos casos en que, según lo dicho, no era definitivo el fallo de los magistrados, sino que contra su ejecución podía apelarse ante los Comicios, había un procedimiento fijamente determinado, así en la primera como en la segunda instancia. El fallo del magistrado supremo patricio no estaba sometido a este procedimiento de casación; sí lo estaba el fallo de sus representantes, obligatorios en este caso, o sea de los decenviros para la alta traición o de los cuestores, igualmente que el de los quasi-magistrados plebeyos, todos los cuales tenían atribuciones para ejercer la coerción capital; lo estaban también las grandes multas impuestas por el sumo pontífice, por el censor, y especialmente por los ediles, todos los cuales carecían de la coerción capital. El magistrado que empleaba este procedimiento tenía, ante todo, que obrar públicamente (in contione), esto es, emplazar a los inculpados para tres días que no fueran seguidos inmediatamente unos de otros, anunciar el objeto de la acción y la pena que se pretendía imponer, admitir como instructor la prueba tanto en pro como en contra, y dictar sentencia después de la tercera discusión (anquisitio), no estando obligado a conformarse con la pena que venía propuesta de antemano. Si el inculpado no estuviere conforme con la sentencia dada, podía apelar ante la ciudadanía. La forma de proceder en este caso el tribunal del pueblo era exactamente la misma que empleaba para hacer las leyes, aplicándose también aquí las diferentes maneras que tenía de congregarse la comunidad para tomar acuerdos. Si se trataba de una sentencia de muerte, debían ser convocadas las centurias, convocación para la que no tenían facultades por sí mismos ni el cuestor ni el tribuno del pueblo, y que se verificaba por intervención de un magistrado con imperium, siendo de presumir que aun al cuestor pudiera serle negada. Si la sentencia condenatoria impusiera pena pecuniaria, entonces la provocación se llevaba ante los Comicios patricio-plebeyos por tribus o ante el consilium plebeyo, según que el magistrado que hubiere pronunciado aquella fuese patricio-plebeyo o plebeyo; los magistrados que no tenían derecho en otras ocasiones a convocar a la comunidad para que esta tomase acuerdos, podían convocarla en este caso, como sucedía, por ejemplo, con los ediles. Parece que, en lo que a la decisión final concierne, no tenía lugar un procedimiento propiamente contradictorio, sino que el magistrado sentenciador no hacía más que presentar su resolución para que se la confirmasen, pues la ciudadanía que tenía que dar sus votos se había informado ya suficientemente por efecto de las discusiones que con anterioridad se habían verificado ante la comunidad. Este procedimiento se consideraba, así teórica como prácticamente, como una instancia de gracia. En las sentencias que absolvieran al reo en primera instancia, no se admitía; y en los casos en que de él se hiciera uso, no solo había que garantir la seguridad del no culpable y que prestarle protección, sino que también debía facilitarse al culpable la posibilidad de pedir gracia a la comunidad de la pena efectiva que se le había impuesto por la ofensa inferida a la misma. A los autores de fratricidios patrióticos, el juez debía condenarlos en primera instancia, pero la ciudadanía podía perdonarles. Si, pues, el tribunal del pueblo estaba aún menos sometido a reglas jurídicas procesales que el magistrado de primera instancia, lo cual nos confirman también de un modo absoluto los informes que han llegado hasta nosotros acerca del modo como funcionaban, parece que la significación política que a este hecho debemos dar es la de ser el signo jurídico o legal del poder soberano del pueblo, es decir, de la preponderancia y superioridad de los Comicios sobre la magistratura, si bien es cierto que la circunstancia de no someterse a este procedimiento los fallos dados directamente por los cónsules aminora en algún modo tal preponderancia; y, por tanto, aun cuando históricamente no sea verdad que la provocación naciera cuando nació la República, es por lo menos una exigencia teórica y de principio el enlazar los orígenes de ambas cosas, como lo hace muy bien la leyenda.
La coerción descrita hasta ahora no produjo un derecho penal bien delimitado teóricamente y en el terreno de los principios. La unión de los dos momentos que hemos encontrado constituye el fondo de dicha coerción, esto es, el constreñimiento a la obediencia y la retribución de la injusticia cometida, viene a disminuir en el procedimiento de la provocación, dado caso que en él predomina el último punto de vista, mas no puede decirse que desaparezca del todo. Pero aun no tomando en cuenta sino el elemento último, el de la retribución, tenemos que el hecho de hallarse el mismo limitado a los ciudadanos varones y al círculo de las funciones de la ciudad, hace imposible en teoría su reglamentación; y si bien es cierto que desde el instante en que este procedimiento se concreta a aquellas ofensas inferidas a la comunidad contra las cuales procede de oficio el magistrado, viene a quedar restringida la coerción a los procesos administrativos y civiles, no por eso es menos verdad que el círculo de las acciones contra las que puede emplearse el procedimiento oficial del magistrado sigue siendo arbitrario, discrecional. En la práctica, el procedimiento de que se trata, fuera de su aplicación a los casos de homicidio, de incendio y de delitos políticos, venía a depender en lo principal de leyes especiales; además, la mayor parte de lo que nosotros llamamos hoy derecho penal se sustanciaba por la vía administrativa o por la del procedimiento civil. Sila abolió más tarde el procedimiento criminal, según todas las probabilidades, con el fin de sustraer al conocimiento de los tribunos del pueblo las causas políticas capitales; y aun cuando las disposiciones de este dictador en contra del tribunado fueron de nuevo derogadas y el antiguo procedimiento comicial siguió aplicándose todavía de vez en cuando, como arma de partido, hasta el final de la República, sin embargo, la organización dada por Sila continuó en lo esencial vigente, tanto positiva como negativamente, efecto de la completa descomposición de la máquina de los Comicios. A partir de entonces, el procedimiento de la provocación se hizo de hecho anticuado. El procedimiento seguido por los magistrados contra los no ciudadanos quedó libre de este influjo; pero, por efecto de la extensión del derecho de ciudadano a toda Italia, quedó el mismo relegado esencialmente a las provincias y fue también siendo poco a poco rigurosamente regulado como derecho de los gobernadores de provincia.
Para reemplazar el suprimido procedimiento penal de los Comicios, comenzó a hacerse uso en la práctica del de las quaestiones; el iudicium populi fue sustituido por el iudicium publicum, comprendiendo este último un horizonte distinto y más amplio que el estrictamente limitado del primero, del juicio antiguo. El nuevo procedimiento tuvo legalmente la consideración de un procedimiento civil cualificado, en el cual, lo mismo que en todo pleito civil, se hallaban frente a frente demandante y demandado, decidiendo el litigio el Estado por medio de su magistratura y sus jurados; por lo tanto, en el capítulo siguiente trataremos de esto.
Pero a la caída de la República, al lado del procedimiento de las quaestiones, considerado como el procedimiento criminal ordinario, comenzó a hacerse uso de otro procedimiento extraordinario, libre de trabas; este procedimiento tenía lugar ante los cónsules por una parte, cuya sentencia tenía que adaptarse al veredicto del Senado, y por otra parte ante el príncipe, como juez único. Este procedimiento entroncaba con el originario poder de coacción y penal de los magistrados, exento de la provocación, toda vez que en el procedimiento ante los cónsules fue sustituida la convocación de los Comicios por la intervención y cooperación del Senado. El príncipe, pues, tenía por sí solo iguales derechos que los cónsules y el Senado juntos, lo cual respondía a la idea diárquica que constituía uno de los fundamentos del principado.
Este procedimiento penal extraordinario era potestativo, supuesto que tanto el Senado como el emperador tenían facultades para llamar a sí todo asunto y para dejar de entender en él, quitando, por tanto, atribuciones al tribunal ordinario o confiriéndoselas; el emperador podía también remitir los asuntos al Senado. Ambos altos puestos tenían asimismo atribuciones para delegar sus facultades, y si el Senado hizo muy poco uso de este derecho, el emperador, en cambio, lo hizo con frecuencia, no siendo otra cosa que delegaciones formales de la especie dicha el pleno poder criminal que sobre los ciudadanos romanos ejercieron durante el Imperio los gobernadores de las provincias, revestidos del derecho de castigar, y en Roma e Italia, el prefecto de la ciudad y los jefes de la guardia imperial que tenían mando.
La esencia de esta justicia penal consistía en el carácter ilimitado de la misma y en su carencia de formalidades; más bien que definirla, lo que puede hacerse es explicarla.
Todo individuo que pertenecía al Reino estaba sometido a ella, así los ciudadanos como los que no lo fueran, tanto los plebeyos como los príncipes dependientes de Roma. El único exceptuado era el emperador mismo, toda vez que este no se hallaba sometido, como tal, a la jurisdicción del Senado. Por el contrario, los senadores particulares no estuvieron exentos, ni en principio ni prácticamente, de comparecer ante el tribunal del emperador; sin embargo, haciéndose valer la tendencia diárquica dicha, negose a veces al emperador la jurisdicción capital sobre los senadores, y desde Nerva en adelante fue frecuente que al ocurrir cambios de gobierno se dieran seguridades semejantes a los miembros del Senado.
Todo asunto podía ser objeto de esta justicia criminal. Aquellos delitos que, conforme a las normas que expondremos en el capítulo siguiente, correspondían al procedimiento de las quaestiones, que legalmente era privado, pero que en sustancia era criminal, podían también ser sentenciados en la forma penal de que se trata. Hasta las acciones que no entraban en ninguna de las esferas penales, podían ser castigadas por los tribunales extraordinarios. De ambos de estos se hacía uso, pero especialmente del procedimiento ante el Senado, para corregir los defectos del procedimiento ordinario, por ejemplo, para que sobre aquellos asuntos penales cuyo conocimiento correspondía en realidad a dos tribunales distintos recayera una resolución única. El tribunal del Senado se aplicaba predominantemente para conocer de los delitos graves cometidos por los funcionarios públicos, del adulterio y de los delitos políticos. Los subalternos y servidores domésticos del emperador eran regularmente responsables ante el tribunal de este; los delitos militares jamás fueron sentenciados por el Senado.
En la instrucción y sustanciación (cognitio) de los procesos, tanto ante el Senado como ante el emperador, estaba excluida en absoluto la publicidad, a diferencia de lo que ocurría en el procedimiento regular ordinario; lo cual no tenía seguramente gran importancia por lo que respecta al tribunal del Senado, dada la naturaleza del mismo. Ninguno de los dos tribunales extraordinarios estaba legalmente obligado a sujetarse a formalidades fijas; sin embargo, por regla general, observaban las mismas que se habían establecido para las quaestiones, y justamente el momento más notable observado por estas, o sea la introducción del acusador particular y el acto de premiarlo en caso de condena efectiva, hubo de aplicarse en los procesos extraordinarios a los denunciantes que desempeñaban el papel de acusadores.
De igual modo, la medida y graduación de la pena se hallaba de derecho entregada al arbitrio de los dos puestos que ejercían, al mismo tiempo que el poder soberano del Estado, la justicia criminal extraordinaria. Si el procedimiento de las quaestiones condujo, según veremos, a la aplicación de penas inferiores al delito y muchas veces poco adecuadas, y singularmente la pena de muerte fue proscripta del mismo, en estos tribunales extraordinarios se impusieron, por el contrario, penas severas y a menudo excesivas. El restablecimiento de la pena de muerte en ambos los tribunales de que se trata es uno de los momentos más salientes y característicos de la transformación del Estado libre en Monarquía.
Mientras el derecho monárquico de coacción y penal libre de la provocación, derecho que restableció Augusto, no lo ejercitaron más que los cónsules y el Senado por una parte y el príncipe o sus especiales mandatarios por otra, este derecho conservó su índole de extraordinario, y no funcionó con carácter de órgano permanente de la comunidad. Otra cosa sucedió cuando Tiberio, apoyándose en todo caso en la organización vigente en la época de los reyes, estableció en la capital un lugarteniente permanente del emperador, el praefectus urbi, encargado de desempeñar las funciones dichas. La restauración monárquica quedó completa con la institución de este cargo. Es cierto que solo se permitía ocuparlo a los senadores y que se ejercía con ciertas precauciones, puesto que regularmente se nombraba prefectos de la ciudad a varones de edad avanzada que se hallaran al final de su carrera política, y los cambios de personas no fueron aquí tan frecuentes como en los demás cargos imperiales; pero por razón de la competencia este representante o lugarteniente del emperador tenía un pleno poder monárquico. Constituía esa competencia todo el poder de policía que en la época republicana estuvo encomendado a los magistrados, esto es, a los ediles y a los funcionarios superiores a ellos, y además el pleno poder penal que había conseguido el mismo emperador en la forma que poco antes dejamos expuesta; esa competencia le correspondía al prefecto de la ciudad en concurrencia con la del propio emperador y con la de los demás mandatarios de este. El tribunal del prefecto tenía los mismos caracteres que el del emperador, o sea, era ilimitado y no tenía que sujetarse a ninguna formalidad procesal. Por razón del territorio, funcionaba preferentemente en la capital, pero luego hubo de extenderse también a toda Italia. Parece que no había persona alguna que no fuera responsable ante el prefecto de la ciudad, aun cuando es cierto que la actividad que principalmente se le había confiado era la de policía, y que como juez penal, a lo menos en los primeros tiempos del Imperio, solo excepcionalmente podía imponer penas en el campo de la guerra a personas de las clases privilegiadas. Si bien el prefecto no era oficial del ejército, para la conservación del orden en la capital tenía a sus órdenes una parte de la guarnición de la ciudad, compuesta de tres cohortes de 1500 hombres. Ninguna de las instituciones de la época del principado exigió con tanta fuerza como la prefectura de la ciudad la abolición del gobierno de esta última por los cónsules y ediles y la de la administración de justicia tal y como se verificaba en la época republicana.
III. La administración de justicia
El primero y más alto deber del Estado es no permitir que, dentro del horizonte de su acción, ejerza una persona prepotencia y opresión sobre otras, y no consentir que una reclamación dirigida contra cualquiera de sus miembros se haga valer de otra manera sino en la forma establecida al efecto por el Estado y dentro de los límites trazados de antemano por el mismo para cada género de asuntos. Esta forma de reclamar los particulares sus derechos, forma reglamentada por el Estado, y que por lo mismo se nos presenta en perfecto contraste, así desde el punto de vista teórico como desde el práctico, con el derecho de coacción y penal, que se ejerce sin sujeción a ley alguna y cuya base es, como se ha dicho, la propia defensa del Estado, es lo que denominamos administración de justicia. La cual vino a reemplazar a aquel estado antepolítico en que los particulares se tomaban la justicia por su mano, sin tener limitación legal de ninguna clase, y en que por lo mismo predominaba la prepotencia, la fuerza, la venganza, o a lo más la compensación o pago pecuniario (poena); y a diferencia del derecho de coacción y penal, que era público, se caracterizaba esta función por la necesidad de invocar la intervención de los órganos del Estado para que resolvieran la controversia, o lo que es lo mismo, por la necesidad de que existiera un demandante privado. Además, era propia de la administración de justicia la intervención regular de los jurados, intervención desconocida en el ejercicio del derecho de coacción y penal; en cambio, en esta esfera no se hacía uso del tribunal de la ciudadanía, que funcionaba en la del de coacción y penal, conforme se ha visto.
Vamos a tratar aquí, tan brevemente como es posible hacerlo en un compendio de Derecho político, de los magistrados a quienes estaba confiada la administración de la justicia, de la institución de los jurados, de la esfera de asuntos encomendados a esta función y de las formalidades de la misma.
Ya se ha dicho más atrás que la magistratura fue considerada en sus orígenes como la reunión de la administración de la justicia y del mando del ejército, siendo la expresión esencial de la primera el imperium dentro de la ciudad y la del segundo el imperium militar. Si la diferencia primitiva entre las dos esferas dependía principalmente de la residencia del magistrado supremo, según fuese esta residencia dentro de la ciudad o fuera de ella, tal estado de cosas hubo de modificarse desde bien pronto en la época republicana, por cuanto el dictador, que funcionaba también dentro de la ciudad, no tenía participación alguna en el imperium jurisdiccional, y por otra parte, los cónsules fueron desposeídos de sus facultades jurisdiccionales en el momento en que se instituyó en la magistratura suprema un tercer puesto, al que se encomendó exclusivamente el ejercicio de aquellas facultades dentro de la ciudad. Pero, según la interpretación romana, el imperium de los magistrados dichos, que en sí mismo era indivisible, no consentía cooperación ajena más que en los casos de contiendas jurídicas efectivas; y así, cuando se trataba de un acto relativo a formalidades y en realidad no se hacía sino legalizar algún cambio jurídico que ambas partes miraban de la misma manera, cuando por tanto no había lucha, cual ocurría con la manumisión, la emancipación y la adopción, esto es, cuando se trataba de los actos de la llamada jurisdicción voluntaria, eran competentes también el dictador y el cónsul. Por lo demás, los cónsules fueron excluidos de intervenir en la jurisdicción sencillamente, fuera cualquiera el punto donde residieran; contra los actos jurisdiccionales del pretor, podía el cónsul hacer uso de la intercesión, pero esta facultad no podía considerarse como ejercicio de jurisdicción propiamente dicha, como tampoco podía darse este concepto a la sentencia que se pronunciaba con el carácter de corrección militar en el campo de la guerra, y que, en realidad, era equivalente a la pronunciada en el procedimiento privado.
La dirección de la administración de justicia correspondió en un principio, claro está, al rey, con la restricción, sin embargo, de que cuando trasponía los primitivos límites territoriales, ya no podía ejercer esta función por sí mismo, sino por medio de un representante que él hubiera nombrado (praefectus iure dicundo), el cual siguió existiendo hasta los mismos tiempos del Imperio para el caso de que se ausentaran de Roma todos los magistrados supremos con motivo de las fiestas latinas. Prescindiendo de la jurisdicción del rey y de la primitivamente ejercida por los cónsules, desde que se establecieron en el año 387 (367 a. de J. C.) la pretura y la edilidad curul, la administración de justicia estuvo encomendada a los siguientes funcionarios, cuya competencia se determinaba unas veces en general y otras veces por razón del territorio o de la materia.
1.º La administración de justicia dentro de la ciudad se hallaba en manos del pretor residente en Roma, y desde los comienzos del siglo VI de la ciudad, en las de los varios pretores nombrados también dentro de Roma para el mismo fin. Por largo tiempo, y en cierto sentido siempre, estuvo concentrada la administración de justicia romana en la pretura de la ciudad, y mientras el ejercicio de la jurisdicción voluntaria antes mentada no estuvo sujeta a limitaciones territoriales, el del imperium jurisdiccional no se extendía más allá de Roma; es más: hasta bien entrado el Imperio, no se consideró como «procedimiento legal» (indicium legitimum) sino el seguido ante el tribunal de la ciudad. De la respectiva competencia de los varios pretores que funcionaron en Roma, unos al lado de los otros, durante los dos últimos siglos de la República, competencia determinada, ya por el derecho personal de las partes, ya por el objeto de la acción, se tratará luego.
2.º La policía de la ciudad, confiada a los ediles, llevó desde luego consigo la facultad de administrar justicia en los asuntos relacionados con la misma, a saber: en las contiendas que surgían en el mercado con motivo del comercio de esclavos y de animales, y en aquellas otras que se originaran por los obstáculos y perjuicios causados por el ejercicio del comercio en las calles; pero como los ediles plebeyos no eran magistrados, la jurisdicción de que se trata únicamente les correspondía a sus colegas los ediles curules, instituidos al mismo tiempo que la pretura. Debe, pues, atribuirse también a estos últimos ediles el imperium jurisdiccional, aun cuando no fuesen magistrados supremos. No nos es posible decir de qué manera ha de conciliarse la colegialidad, aplicable a los ediles, con la no existencia de esta colegialidad en la administración de la justicia después de instituida la pretura.
3.º Dio origen a la institución de los gobiernos de provincia la circunstancia de que, como la jurisdicción se hallaba concentrada en la ciudad de Roma, no era posible aplicarla a la población romana existente en los territorios ultramarinos. Por eso, para la administración de justicia en los asuntos equivalentes a los encomendados en Roma a la pretura y a la edilidad curul, introdujéronse en dichos territorios circunscripciones subordinadas o anejas, cuyos dos funcionarios, el pretor y el cuestor, tenían igual competencia que las dos instituciones referidas, aunque al último se le prohibió usar el título de edil, reservado puramente para la capital. Esta competencia jurisdiccional era la misma para todos los jefes provinciales, cualquiera que fuese su título; por lo tanto, les correspondía también a los cónsules y a los consulares enviados a administrar los gobiernos de provincia, en tanto que ninguna participación tenían en ella los magistrados supremos destinados meramente a ejercer el mando militar; también la tenían los legados provinciales del emperador, que llevaban por eso precisamente el título de propretores, y en virtud de leyes especiales, les correspondía aun a los gobernadores del rango de los caballeros, singularmente al prefecto del emperador en Egipto. La competencia que estaba encomendada en la ciudad a los ediles no tenía ningún magistrado independiente que la representara en las provincias imperiales. Pero la jurisdicción ejercida en las provincias, no solamente se consideraba como extraordinaria, en cuanto, como ya se ha dicho, «procedimientos legales» en estricto sentido únicamente lo eran los que se seguían en Roma, sino que además, en la práctica, dicha jurisdicción desempeñaba un papel secundario comparada con la jurisdicción ejercida dentro de la ciudad. Y esto por dos razones: en primer lugar, porque el ciudadano romano domiciliado en las provincias, cuando se hallara en Roma podía ser llevado ante el tribunal de la ciudad, en virtud del derecho general indígena, a no ser que tuviese algún privilegio en contrario que lo protegiera; y en segundo lugar, porque a lo menos durante la República, el gobernador de provincia ante quien se hubiera interpuesto una demanda tenía el derecho de remitirla al tribunal de la capital, en vez de resolverla por sí mismo. — Ya anteriormente hemos dicho que a consecuencia de tener los gobernadores de provincia menos limitaciones para ejercitar su derecho de delegar facultades que las que tenían los magistrados de la ciudad, encomendaban con frecuencia el ejercicio de la jurisdicción a sus funcionarios auxiliares, sobre todo a los del rango senatorial, y que en las provincias imperiales, al lado y debajo del gobernador, hubo delegados especiales revestidos de competencia jurisdiccional.
4.º Con respecto a los ciudadanos romanos que vivían en Italia, ya en grupos cerrados, ya desparramados y dispersos, la concentración de la jurisdicción en la ciudad de Roma fue atenuada, a principios del siglo V, por medio de las leyes especiales de que hablamos al ocuparnos de la lugartenencia, las cuales concedieron al pretor de la ciudad el derecho de delegar sus facultades jurisdiccionales para determinadas localidades en mandatarios nombrados por él, ora libremente, ora, como sucedió más tarde, con el concurso de los Comicios. No puede decirse con seguridad hasta dónde se extendía la jurisdicción de estos praefecti iure dicundo sobre los semi-ciudadanos y los no ciudadanos, ni tampoco si la misma no estaba restringida con relación a los ciudadanos completos por límites de competencia, al revés de lo que sucedía con la jurisdicción ejercida dentro de la ciudad de Roma; la institución misma careció de fundamento tan pronto como toda Italia entró a formar parte de la unión de los ciudadanos romanos, y, por lo tanto, dejó su sitio libre a la jurisdicción que empezaron a ejercer las municipalidades.
5.º Los comienzos de la jurisdicción municipal romana se hallan envueltos en la oscuridad. Los distritos de mejor derecho no incorporados completamente a la unión de los ciudadanos romanos continuaron teniendo una magistratura propia, con jurisdicción, aun cuando limitada. También en las comunidades de ciudadanos completos comenzó a existir bien pronto una jurisdicción privativa, sobre todo en la materia relativa a mercados; Tusculum, el más antiguo entre los municipios de ciudadanos que no cambiaron de asiento, al mismo tiempo que adquirió el derecho de ciudadano romano, conservó evidentemente sus ediles propios, puesto que estos funcionaron aquí más tarde con el carácter de magistrados supremos. Lo probable es que la jurisdicción municipal les fuera concedida en general a las comunidades de ciudadanos, cuando el derecho de ciudadano se hizo extensivo a toda Italia y la ciudadanía romana se cambió en un conjunto de comunidades de ciudadanos. Es de presumir que entonces fuese regulada y organizada la jurisdicción municipal, constituyéndola, por un lado las limitaciones impuestas a las ciudadanías latinas que habían tenido hasta ahora jurisdicción plena y a otras ciudadanías autónomas, y por otro lado, la concesión de una autonomía restringida a aquellas otras comunidades de ciudadanos que hasta ahora habían carecido esencialmente de ella: probablemente, la regulación de la jurisdicción municipal por el derecho político ha de ser considerada, lo mismo que la de las prefecturas, como una delegación general hecha por el pretor de la ciudad a los pretores y ediles nombrados por los Comicios municipales, o a magistrados de igual competencia que estos, pero que se llamaron de otro modo. La competencia de semejantes funcionarios no se extendía, sin embargo, a aquellos actos que los magistrados podían realizar libremente, y además, aun dentro de la propia administración de justicia se hallaba limitada, bien por no poderse ejercer sobre cierto género de asuntos, bien por estar fijado un máximum, no muy alto, de la cuantía litigiosa de que podían conocer.
Para completar la idea que debemos formarnos de la manera como se administraba justicia en el vasto Reino romano, conviene recordar también que este se hallaba constituido esencialmente por un conjunto de comunidades, y que aquellas de entre estas que no poseían el derecho de ciudadano, así las legalmente autónomas como las latinas y las confederadas, como igualmente las que no disfrutaban sino una autonomía tolerada, tenían una administración de justicia privativa suya para los casos en que ninguna de las dos partes contendientes pertenecía a la unión de los ciudadanos romanos; pero si ambas partes, o aun solo una de ellas pertenecían a esta unión, entonces eran, por regla general, competentes para conocer del asunto los tribunales romanos enumerados anteriormente. Las autoridades romanas se inmiscuyeron muchas veces en esta jurisdicción autónoma, sobre todo cuando se trataba de comunidades de autonomía tolerada, pero no lo hicieron seguramente sino ejerciendo actos arbitrarios.
Una vez que ya sabemos cuáles eran las magistraturas que ejercían la jurisdicción, conviene que determinemos la esfera de los asuntos a que se extendía la administración de justicia privada, tanto por parte de las personas como por parte de las cosas.
Que la administración de justicia empezó por ser un medio de impedir que los ciudadanos se tomaran la justicia por su mano y ejercitaran la autodefensa, nos lo demuestra el que, para que existiera el «juicio legítimo» en sentido estricto, además de los elementos ya dichos, se necesitaba que ambas partes gozaran de la cualidad de ciudadanos, siendo de advertir que el plebeyo cuya patria era Roma, fue considerado, claro es, desde antiguo, para estos efectos como ciudadano, y sin disputa alguna también el latino fue equiparado desde bien pronto al ciudadano. También los extranjeros pertenecientes a otra nación podían ser demandantes legítimos ante los tribunales romanos, ya en virtud de un tratado celebrado entre su propia comunidad y Roma, ya en virtud de la práctica romana de no considerar a los extranjeros, a lo menos realmente, privados de derechos; y cuando vivían en Roma podían igualmente ser demandados legítimos; de esta suerte era posible decidir por un tribunal romano hasta un asunto en que fueran parte dos extranjeros. Cuánta extensión se diera a esta práctica en el procedimiento liberal del Estado con respecto al extranjero y mientras el poder de tal Estado iba desarrollándose y adquiriendo fuerza, nos lo demuestra la división que de los asuntos de la pretura de Roma se hizo desde comienzos del siglo VI de la ciudad, tomando como criterio el derecho personal de las partes contendientes. Mas, aún posteriormente se encomendó también con frecuencia al pretor nombrado en un principio para decidir los asuntos que se ventilaran entre ciudadanos la resolución de todos los demás asuntos, y fuera de Roma, la división dicha no tuvo lugar nunca.
Por razón de la materia, correspondían a la administración de justicia, en primero y principal lugar, las reclamaciones jurídicas de una parte contra otra, tanto si esta última las contradecía, en el cual caso se interponía la demanda, como si las reconocía, pero confesaba no hallarse en disposición de satisfacerlas, en el cual caso esta confesión tenía la misma fuerza que una sentencia en que se reconociera el derecho del demandante. El fundamento del derecho que se alegara no introducía diferencia para este efecto; en general, de la misma manera se hacían valer las reclamaciones por hurto, por daño en las cosas, por injuria de hecho o de palabra, que aquellas otras que se apoyaban en la tenencia de una cosa sin derecho para ello, o en el no cumplimiento de una obligación. Sin embargo, no podían ser perseguidas por el procedimiento privado aquellas lesiones jurídicas cuya punición correspondía de oficio al magistrado. Por excepción, podía ser resuelta, como después veremos, en esta forma una reclamación que la comunidad tuviera contra algún particular, siendo partes entonces este y un representante de aquella; pero, por regla general, las demandas de la comunidad contra los particulares, y en todo caso las de los particulares contra la comunidad no podían someterse al procedimiento privado, porque el procedimiento privado consiste en la decisión, por un tribunal del Estado, de contiendas entre dos partes, y aquí no se dan esas condiciones: en tal caso se hacía uso de la justicia administrativa, que examinaremos en el capítulo consagrado a la Hacienda.
Por lo que respecta a la división de la administración de justicia entre los magistrados por razón de los asuntos varios de que se tratara, es de advertir que en los antiguos tiempos no se conoció más competencia especial, aparte de la jurisdicción civil general que ejercían los dos pretores urbanos, que la que los ediles tenían en lo relativo a mercados. En el siglo último de la República, al ser organizadas y reguladas de un modo especial algunas demandas calificadas, se introdujeron para conocer de ellas preturas especiales, por ejemplo, para conocer de las concusiones y exacciones ilegales (repetundae); hasta que luego, cuando en los tiempos de Sila se hizo bienal la pretura, todos los pretores administraban justicia en la ciudad durante el primer año del ejercicio de sus funciones, y entonces empezó la división de los mismos en pretores encargados del desempeño de las dos jurisdicciones generales y pretores encargados de las categorías especiales de las quaestiones. En la época del Imperio se fue aún más adelante por esta vía, estableciéndose que la regulación de los procesos de libertad, la regulación y la presidencia del tribunal de los centunviros y otros asuntos semejantes fueran de la de competencia de especiales pretores. Cuando, en los tiempos del principado, las disposiciones de última voluntad establecidas en forma de ruego, o sea los fideicomisos, se cambiaron de obligaciones de conciencia en obligaciones coactivas, el cambio tuvo lugar, no por medio del procedimiento de los jurados, del cual no se hacía uso para esto, sino por medio de una cognitio, encomendada en un principio a los cónsules, y después a uno o más pretores, cognitio que dejaba ancho campo donde ejercitarse el arbitrio del magistrado.
Sobre todo en los tiempos antiguos, la magistratura no intervenía en las relaciones privadas más que para resolver judicialmente las contiendas civiles entre particulares. En este punto era característico lo que acontecía con el nombramiento de tutores, nombramiento que tenía lugar, según el sistema primitivo, o en virtud de las normas generales de la ley, o en testamento privado que tenía el mismo valor que una ley. Pero poco a poco fue añadiéndose, con carácter supletorio, el nombramiento de tutor hecho por el magistrado; mas no seguramente como un derecho derivado de la jurisdicción, puesto que esta facultad de nombramiento se concedió, no solo al pretor, sino también al tribuno del pueblo, y en los primeros tiempos del principado a los cónsules. En la época de este último, esto es, del principado, es cuando, por fin, comenzó a considerarse como una atribución aneja a la jurisdicción la intervención de los magistrados en la tutela, encomendándosela, lo mismo que la materia de fideicomisos, a un pretor especial.
Si ahora tratamos de investigar más al pormenor el procedimiento que se seguía para la administración de justicia, tenemos que, pudiendo el magistrado a quien correspondía la dirección del asunto regular el derecho de ejercitar la demanda, es claro que con esta facultad de regulación adquiría el poder legislativo, puesto que si es verdad que dicho magistrado había de atenerse a las leyes vigentes, lo es también que le correspondía el derecho, o se lo tomaba, de determinar más detalladamente los preceptos de dichas leyes, y cuando estas guardaran silencio, de dar disposiciones propias, de donde podía resultar una ampliación del precepto jurídico, y aun una alteración del mismo llevada a cabo por el pretor. Por ejemplo: este tenía que llevar a efecto las disposiciones del derecho patrio en materia de herencias; pero cuando según tal derecho no pudiera haber lugar a la herencia, el pretor, protegiendo la posesión de las personas excluidas de esta por la ley, venía a hacer que las mismas heredaran de hecho, y hasta en muchos casos en que el derecho patrio parecía conducir a consecuencias absurdas, no solamente las evitaba regulando la posesión en la forma dicha, sino que hasta denegaba a las personas que por ley tenían mejor derecho a la herencia, la facultad de interponer acción para pedirla. La manifestación o expresión exterior de estas facultades de los magistrados nos la ofrece el derecho que en los tiempos posteriores de la República tenían los magistrados con jurisdicción, esto es, los pretores tanto en Roma como en las provincias, y los ediles curules, de dar a conocer al público, cuando comenzaban el desempeño de sus cargos, el conjunto de normas con arreglo a las cuales pensaban administrar justicia; normas que de derecho apenas obligaban al magistrado que las daba, y mucho menos a sus sucesores, y que, sin embargo, fueron gradualmente determinando, de hecho, una organización particular y especializada del procedimiento civil.
Cada procedimiento de esta clase era iniciado en todos los casos por medio de la demanda, o sea por la petición de la parte que alegaba haber sufrido un perjuicio jurídico y reclamaba contra él. En principio y teóricamente, la demanda no podía ser interpuesta sino por el perjudicado mismo o por su legítimo representante: aquí podemos prescindir de la cuestión relativa a saber quién era considerado como representante legítimo de un particular ante los tribunales; por el contrario, tenemos que concretar, por la importancia que tiene desde el punto de vista del derecho político, cuándo y hasta dónde podía ser representada la comunidad bajo la forma de demanda civil. En general, las reclamaciones que la comunidad tuviese que hacer valer contra los particulares no entraban en esta esfera, según ya dejamos advertido; las demandas civiles de esta clase eran excepcionales, y, a lo que parece, únicamente se hacía uso de ellas, o cuando se trataba de un delito contra la comunidad que cayera dentro del procedimiento privado, sobre todo, del hurto y del daño en las cosas, o cuando una ley especial hubiera concedido para determinados casos un derecho de demanda por medio de representante, lo que ocurría especialmente en casos de penas pecuniarias señaladas a esta o la otra contravención. Para las demandas de la primera categoría, parece haber sido la regla general que pudieran servir de representantes de la comunidad todos los ciudadanos. Con respecto a las de la segunda categoría, ocurrió lo mismo frecuentemente: por ejemplo, a todo ciudadano se le concedía derecho para entablar acción civil con el objeto de que fueran derruidas las edificaciones privadas que injustamente se hubieren emprendido sobre terreno público; no raras veces, sin embargo, solo los magistrados eran los autorizados para interponer demandas en la forma del derecho privado, autorización de que podían hacer uso en lugar de la facultad que los mismos tenían y que hemos antes estudiado, a imponer multas arbitrarias contra las que se concedía provocación ante los Comicios.
Partiendo del mismo punto de vista del interés público, en el procedimiento por quaestiones del último siglo de la República se concedió de una vez para todas, y con pocas excepciones, a todo ciudadano la facultad de entablar acciones en nombre de la comunidad. La alta traición y el homicidio únicamente podían perseguirse, en general, por vía de demanda privada cuando para ello se hubiera concedido la representación de la comunidad; y aun la punición de las exacciones ilegales y de las concusiones, lo mismo que la de los demás crímenes y delitos que tenían análoga consideración que estos, no era, de hecho, cosa tan solo del directamente lesionado, sino que se verificaba en interés de la comunidad. Desde el momento en que tengamos en cuenta que en todos estos procesos, tan necesarios como difíciles y odiosos, la carga y los riesgos de la prueba recaían sobre el acusador privado, y que pocas veces se supondría que la persecución la hacía este por motivos nobles, parece una necesidad admitir que al acusador se le concedieran las ventajas que sin dificultad y de largo tiempo venían concediéndose cuando se trataba de daños puramente patrimoniales causados a la comunidad, o sea la perspectiva de ventajas políticas, y sobre todo de beneficios materiales, para el caso de que se obtuviese victoria en el pleito, con lo que un mal se compensaba con otro, o bien se reunían ambos.
Después de presentada la demanda y de ser oído el demandado, venía la regulación del procedimiento por el magistrado, regulación que consistía en nombrar el o los jurados y en formular unas instrucciones escritas (formula) a las que habían de atenerse el actor, el demandado y el o los jurados: la acción se fijaba con arreglo a la particular naturaleza de cada caso, y al o a los jurados se les indicaba esta acción y los elementos de defensa del demandado que debían tener en cuenta, así como que en vista de todo ello, o habían de absolver al demandado, o condenarlo, condena para la cual podían señalarse condiciones excepcionales y cuya extensión podía ser fijada en la fórmula de un modo taxativo o señalando un máximum por cima del cual no podía pasarse. Aunque con frecuencia solo de una manera indirecta se hallaba contenida en la fórmula la sentencia que había de darse, la intervención del magistrado en el procedimiento privado llegó, sin embargo, a ser en lo esencial una verdadera instancia.
La forma más antigua, y acaso la exclusiva originariamente, del procedimiento privado, se halla ligada con el impuesto procesal, o sea con las multas en dinero o en animales impuestas al vencido en las luchas jurídicas, y en beneficio de la caja de sacrificios de la comunidad (sacramentum). De ambas partes tenía que exigir el magistrado la entrega de estas multas o la promesa de pagarlas, a reserva de devolver lo entregado o de anular la promesa si uno resultaba vencedor en el juicio. Los jurados no tenían que hacer otra cosa sobre esto sino manifestar formalmente qué parte había hecho efectiva la indemnización. Este procedimiento se aplicó también a los antiquísimos procesos por concusión; pero corriendo los años dejó de usarse, salvo en pocos casos excepcionales. En los procesos de la época posterior nos encontramos, sin embargo, a menudo con la apuesta pretoria, que esencialmente daba el mismo resultado, solo que aquí no se pagaba la cantidad apostada, sino que lo que sucedía era que la propiedad o lo que hubiera sido objeto de la controversia había de ser adjudicada a una de las partes en virtud de la sentencia dada al efecto por los jurados.
La resolución de estos, así como podía referirse a la apuesta, podía también referirse al mandato dirigido por el magistrado a las partes (interdictum). Cuando, por ejemplo, el magistrado indicaba a ambas partes que la posesión existente debía dejarse en tal estado provisionalmente, o que una de ellas debía abandonar la posesión que, según afirmaba la parte contraria, había adquirido de un modo incorrecto, el jurado era el que determinaba cuál de las partes tenía realmente la posesión en el primer caso, y en el segundo, si se había afirmado con razón o sin ella que la posesión era viciosa; por consiguiente, el jurado era el que declaraba en beneficio de quién se había decidido el mandato del magistrado.
La regulación por el magistrado del derecho de interponer la demanda se verificaba con frecuencia en forma provisional y preparatoria, sobre todo, determinando con anticipación el papel que las partes habían de desempeñar en el proceso que más o menos cerca se veía en perspectiva. Tal sucedía cuando se tratara de cambios totales en el patrimonio de una persona, singularmente en los casos de herencias y concursos. Cuando un individuo moría, el magistrado, en lugar de dar posesión por sí mismo del patrimonio del muerto al heredero, le concedía la facultad de hacer valer su título de tal heredero ante los tribunales, con lo que le adjudicaba la posesión del patrimonio, porque en el caso de que otras personas pretendiesen tomar la herencia, estas venían ya consideradas como no poseedoras. También podía darse el caso de que existieran varios títulos de posesión los cuales se excluyeran entre sí; entonces se adjudicaba la posesión de la herencia a aquel que por resolución de los jurados se hubiera declarado tener mejor derecho, resolución dada con arreglo a las reglas generales o especiales que hubiera formulado la magistratura tocante a aquel particular. Todas estas regulaciones, aun aquellas en que hubieran intervenido los jurados, no eran más que provisionales, en cuanto que el heredero que según el derecho patrio tuviera mejor derecho no quedaba excluido de la herencia: lo único que se hacía era declarar que en el pleito que había de entablarse le correspondía el papel de demandante. El mismo procedimiento se seguía en el concurso. Cuando no se hubiera cumplido una obligación reconocida jurídicamente, y, a consecuencia de ello, correspondiera al acreedor el derecho de posesionarse de todo el patrimonio del deudor, era preciso que obtuviera del magistrado una indicación al efecto; pero en el caso de que concurriesen con él otros acreedores y de que el jurado le declarase como el de mejor derecho, poniéndole en posesión de los bienes del deudor, esta posesión no tenía formalmente otro fin, como hemos visto sucede en el caso de herencia, sino el de regular el papel de las partes ante la eventualidad de una demanda civil. Con mayor claridad todavía se ve el carácter preparatorio de la regulación del derecho de demandar, hecha por la decisión del jurado, cuando se trata del llamado praeiudicium: cuando ante la perspectiva de un pleito, se desea hacer constar, para entablarlo, una cuestión de hecho, v. gr., si uno es hijo o liberto de una determinada persona, podía el magistrado remitir al jurado esa cuestión previa para que la resolviera.
Bastan estas indicaciones, cuyo desarrollo no pertenece al derecho político, para hacernos comprender en cierto modo que la regulación del derecho de demanda por el magistrado hubo en la práctica de ir más allá de la fijación inmediata y directa de la fórmula de demanda. Con lo cual, lejos de restringirse el número de los casos en que intervenía el jurado, se aumentó, supuesto que toda cuestión litigiosa entre partes había de resolverse, no por cognitio del magistrado, sino por sentencia verdadera del jurado. Por ejemplo, si las partes se habían comprometido a comparecer ante el magistrado en un determinado plazo, y para el caso de no comparecencia se había fijado el pago de una multa (vadimonium), no era el magistrado exclusivamente quien decidía si se habían cumplido tales requisitos, sino que remitía de nuevo el caso a la resolución del jurado. Ciertamente, al resultado de que se trata hubo de contribuir el mucho trabajo que sobre el magistrado pesaba, el cual le dejaba poco tiempo para hacer por sí mismo investigaciones relativas a hechos; pero también se ve en ello claramente una tendencia política a limitar todo lo posible el imperium de los magistrados en el procedimiento civil por medio del jurado privado, a lo cual se debió en buena parte la pesadez y lentitud de la administración de justicia en los tiempos republicanos.
La dirección de la administración de justicia correspondía a los magistrados, pero en cambio les estaba prohibido ejercer por sí mismos esa administración, esto es, fallar los pleitos. El magistrado era quien provocaba la sentencia, pero el pronunciamiento de la misma lo realizaban los particulares. Tal fue la institución del Jurado, organismo fundamental de la República, la más antigua y la más duradera de las restricciones puestas al imperium de los magistrados. La instauración de los jurados por el rey Servio Tulio fue para los romanos como el comienzo del self-government de la comunidad; por el contrario, el Estado romano llegó a su fin cuando la resolución y el fallo de los asuntos fueron confiados a la magistratura, cuando en tiempos del principado esta se fue apoderando poco a poco de la cognitio, hasta que en el siglo III de J. C. quedó siendo el único poder en este orden.
La elección del jurado o jurados correspondía en general al magistrado, constituyendo ese nombramiento una parte de la regulación del procedimiento confiada al mismo. Las partes contendientes se ponían de acuerdo a menudo acerca del particular, mas este acuerdo no podía ser legalmente necesario, por cuanto no era posible hacer depender del arbitrio de una de aquellas la terminación de la contienda jurídica. Es posible que en los primeros tiempos el magistrado que dirigía la causa hiciera libremente la elección de jurados, supuesto que esta misión de ser jurado podía confiarse a todo ciudadano romano, y ni aun en los pleitos seguidos entre no ciudadanos, eran quizá estos excluidos del nombramiento. Pero en los tiempos que nos son ya mejor conocidos, en la ciudad de Roma solo podían ser nombrados jurados, antes de la época de los Gracos, los senadores, a no ser que alguna regla especial estableciera excepciones, o a no ser que, como también podía ocurrir, las partes prescindieran en cada caso particular de que los nombrados tuviesen o no tuviesen la capacidad exigida para desempeñar el cargo de que se trata. Esta preeminencia de los senadores, de la cual se hizo uso bastante menos con respecto a la administración de justicia propiamente privada, que con respecto a las quaestiones especiales de que hablaremos después y que entendían en asuntos que en realidad eran más o menos criminales, aunque aparentemente no tuviesen tal carácter, esa preeminencia de los senadores es lo que constituyó en el último siglo de la República el punto central de las luchas de los partidos; C. Graco sustituyó la lista censoria de los caballeros a la de los senadores de que se había de hacer el nombramiento de jurados; Sila restableció el antiguo estado de cosas, y por fin, la ley aurelia del año 684 (70 a. de J. C.) estableció una lista mixta, que formaba el pretor de la ciudad, y en la que figuraban senadores, caballeros y los individuos más notables de la ciudadanía no pertenecientes a ninguno de los dos órdenes privilegiados. Bajo el principado volvió a ponerse en vigor el sistema de C. Graco, pero con la particularidad de que no prestaban todos los caballeros de esta época el servicio de jurados, sino tan solo aquellos a quienes el emperador incluía en una lista al efecto. — En las provincias, al menos en la época republicana, se formaba, para cada audiencia que tuviese el tribunal, un catálogo de los ciudadanos aptos para el desempeño de la función de que se trata, sin que, a lo que parece, se exigieran más condiciones de capacidad que la posesión del derecho de ciudadano. — Menos todavía pudieron tener aplicación a la jurisdicción municipal las normas que regían en la capital, puesto que en los municipios no se conocía una clase equivalente a la de los caballeros; es de presumir, pues, que todo ciudadano romano domiciliado en la ciudad pudiera ejercer de jurado también en los municipios. — Aparte de estas normas generales, se solían tener en cuenta, para determinar la capacidad de los jurados, las reglas establecidas con respecto a cada particular categoría de procesos; tales reglas o prescripciones particulares nos son conocidas de un modo muy incompleto, y en cuanto nos son conocidas, solo incidentalmente podemos hacerlas aquí objeto de nuestro estudio.
1.º La forma más antigua y más sencilla fue la del establecimiento de un solo jurado (iudex unus), forma que representa la verdadera expresión de la institución, al punto de que se necesitaba para el «juicio legítimo», no solo que el mismo fuera dirigido por un tribunal de la ciudad, sino también que fuera sentenciado por un solo jurado.
2.º El origen de otra segunda forma, no primitiva, pero sí muy antigua, consistente en encomendar el pronunciamiento de las sentencias a un número escaso y siempre impar de jurados, esto es, a los recuperatores, nos es desconocido. Probablemente debiose su nacimiento al comercio jurídico internacional, y en un principio no hubo de aplicarse a las relaciones jurídicas perentorias entre los ciudadanos; sin embargo, tal y como nosotros conocemos la institución, no se halla restringida por esta circunstancia, antes bien, se utilizaba para las más diversas clases de pleitos, y parece que el magistrado director de estos era el que determinaba, por medio de providencias generales o particulares, si cada caso especial debía ser fallado por el jurado único o por los recuperatores. La sentencia se daba, sin duda alguna, por votación, decidiendo la mayoría de los votos. La dirección, que no puede menos de haber existido, parece que era cosa sobre la que los mismos jurados se ponían de acuerdo.
3.º Para las causas de libertad, las cuales por lo demás estuvieron sometidas a las reglas generales relativas a la dirección por parte del magistrado, es probable que, tan luego como la plebe consiguió el reconocimiento de sus derechos, fuera abolido el nombramiento de los jurados en la forma acostumbrada, y que la resolución de estas causas fuese encomendada a un colegio de jurados, nombrados al efecto anualmente y compuesto de diez individuos que no pertenecieran al Senado: los decemviri litibus iudicandis. Y revestiría este procedimiento la forma que acabamos de decir, por su gran importancia política, pues el tribunal de que se trata decidía si un individuo había o no de salir de su estado de no libertad y entrar en el número de los plebeyos. No podemos decir si originariamente estos jurados serían nombrados por el pretor, o establecidos de alguna otra manera; lo que sí sabemos es que al final de la República se les elegía en los Comicios por tribus, y que, por consiguiente, figuraban entre los magistrados. Tampoco podemos demostrar que conocieran de otros procesos privados, como parece que se infiere de la denominación que a estos jueces se daba. El procedimiento se sustanciaba por todos los decemviros en común, bajo la presidencia, según parece, de uno de ellos, y de aquí que se llamase quaestio como todas las discusiones o contiendas que tenían lugar ante los grandes colegios de jurados. Augusto sometió de nuevo las causas de libertad a la forma del procedimiento privado, y dio a los decemviros otra aplicación.
4.º De un modo análogo al anterior tribunal, pero más tarde que este, con toda seguridad después del año 513 (241 a. de J. C.), fue organizado el tribunal de herencias. También aquí, en lugar del nombramiento de jurados para cada caso especial, se instituyó el tribunal de los llamados centumviros. En la época republicana, este tribunal se componía propiamente de 105 miembros, o sea de tres por cada una de las treinta y cinco tribus, y en los tiempos del Imperio, de 180. Respecto a quién los nombraba, nada podemos decir con seguridad; sin embargo, antes que por el pretor fueron nombrados por cada una de las tribus. La competencia de este tribunal parece que no se extendió a otra cosa más que a las causas sobre herencias; es, no obstante, probable que la ley especial a que la institución de que se trata debió su origen reservase a los centumviros una inspección sobre los testamentos que iba más allá de la facultad general de ser jurados, y que, en virtud de esa inspección, los centumviros anulasen las posesiones de herencias y las desheredaciones injustas o moralmente reprobables. Si bien es cierto que los centunviros se dividían en secciones para el conocimiento de los particulares procesos, siendo probablemente tres en un principio, compuestas cada una de 35 jurados, y posteriormente cuatro, compuestas cada una de 45, no funcionando reunidas estas secciones sino en casos excepcionales, es de sospechar que para impedir el que se diesen sentencias contradictorias en los procesos en que hubiera varios herederos, — con todo, el procedimiento que nos ocupa entró más de lleno todavía que las causas de libertad en la esfera de la quaestio, y así como en esta se acostumbraba a conceder la presidencia del tribunal a un magistrado o a un quasi-magistrado, eso mismo sucedió en el de los centunviros: en la época republicana, dicho magistrado presidente era uno de los que hubiesen sido cuestores, y según la organización de Augusto, un pretor nombrado especialmente para las causas de herencias (praetor hastarius), y también además de este, los decemviros, los cuales habían sido desposeídos ya, según queda advertido, de su función originaria.
5.º A los triunviros nombrados en un principio para inspeccionar las prisiones y para el servicio de policía nocturna, se les encomendó también el fallo de las causas por hurto y otros delitos análogos que se sentenciaban por el procedimiento civil. Pero no nos es posible decidir hasta qué punto eran aplicables a este procedimiento las prescripciones del derecho civil acerca del papel del demandante o actor y de la medida de la pena, ni tampoco si la intervención de los triumviros en tal procedimiento ha de considerarse como una función de policía o semejante a la de un colegio de jurados; en teoría puede haber predominado el segundo punto de vista, y en la práctica el primero.
6.º De un modo análogo a lo que aconteció con las causas de libertad y de herencias, hubo leyes especiales que durante el siglo último de la República introdujeron, para una serie de asuntos jurídicos que revestían importancia política (iudicia publica), un procedimiento civil que a veces se refería a casos particulares, pero que casi siempre se daba para una clase determinada de estos; procedimiento que adquirió mayor relieve cuando se aumentó el número de jurados que debían dar la sentencia y cuando se determinó por la ley a quién debía corresponder la presidencia del tribunal: este procedimiento se solía llamar de las quaestiones. Y apareció como un producto de aquella clase de demandas civiles en las cuales estaba interesado el Estado como tal, sobre todo de las demandas sobre concusiones y exacciones ilegales cometidas por los funcionarios públicos: la primera disposición de esta clase con respecto a los delitos dichos, los cuales según el sistema romano se perseguían por medio de la acción civil de hurto, fue publicada el año 605 (149 a. de J. C.). De la misma manera era considerado entonces el fraude y la malversación. Más tarde, sobre todo en tiempo de Sila, esta demanda civil agravada se hizo extensiva a toda una serie de otras acciones que en la anterior administración de justicia, por lo menos que nosotros sepamos, o no se consideraban como individuales, v. gr., la falsificación de moneda, la de los testamentos, las violencias y abusos de poder, el adulterio, la usurpación de funciones públicas y los manejos para obtenerlas, el arrogarse el derecho de ciudadano, o eran sometidas al procedimiento penal público, tales como la traición a la patria (maiestas) y el asesinato (quaestio de sicariis et veneficis). Vino, pues, así a ser sustituido por esta nueva forma el procedimiento de la provocación, que no funcionaba ya de un modo satisfactorio, y parece que, análogamente a lo que con este acontecía, tampoco se empleó el de las quaestiones más que para los ciudadanos romanos; si según nuestra actual concepción de la diferencia entre el derecho civil y el penal, el procedimiento de las quaestiones parece pertenecer a la esfera de este último, y en efecto, substancialmente considerado, es un verdadero procedimiento penal, sin embargo, desde el punto de vista legal romano, no es posible que se le mire sino como un procedimiento civil cualificado. Esta cualificación consiste esencialmente, como ya queda dicho, en el aumento del número de miembros del tribunal del Jurado y en el consiguiente mayor relieve de la presidencia. El presidente podía ser un individuo notable tomado al mismo collegium y con derecho de voto en él (quaesitor); por regla general, sin embargo, cada quaestio particular se sometía a la dirección de un magistrado o de un quasi-magistrado, en cuyo caso el presidente no tenía voto. Por ejemplo, las causas por concusión fueron primeramente presididas o dirigidas por el pretor de los peregrinos, el cual era el que había venido teniendo hasta ahora competencia para conocer de ellas como negocios civiles, y desde el año 631 (123 antes de J. C.) lo fueron por un pretor destinado especialmente a ellas, mientras que, por regla general, en las causas de asesinato funcionaba como presidente un director del tribunal (iudex quaestionis) de la clase de ediles, lo mismo que en las de herencias lo eran los cuestores. Los jurados solían ser en estos casos considerados como el consilium del presidente, si bien en rigor estricto no les cuadraba tal denominación, por cuanto el presidente no tenía más remedio que atenerse a lo que la mayoría acordara y de ordinario él mismo no gozaba del derecho de voto. Por lo demás, cuanto arriba queda dicho acerca de la manera de reunirse y funcionar el consilium tiene aquí perfecta aplicación, en general, debiendo añadirse que la ley especial que establecía cada quaestio daba sobre el asunto reglas particulares, la más importante de las cuales es de creer fuese la de que para cada categoría de asuntos se sacara de la lista general de jurados una lista especial, sobre todo con el fin de impedir colisiones entre las diferentes autoridades directoras de los procesos al hacer la elección de los individuos a quienes había de confiarse el fallo. — El sistema a que acabamos de referirnos no fue aplicado en un principio sino a los tribunales de la capital, pero bien pronto se introdujo también otro semejante en los municipios itálicos; por lo menos el asesinato y la usurpación de funciones públicas y los manejos para obtenerlas, cuando se cometían fuera de Roma, no eran llevados ante los tribunales de la capital. En las provincias es difícil que pudiera tener lugar un procedimiento por quaestiones; en el capítulo relativo al estudio del régimen provincial nos ocuparemos de la sustanciación de las causas criminales en las provincias.
En el procedimiento in iudicio, el jurado había de atenerse, claro es, a las instrucciones que el magistrado le daba; pero por lo demás, era competente así para las cuestiones de derecho como para las de hecho. Prescindiendo de la publicidad, que también aquí era necesaria, no se conocieron preceptos relativos a formalidades en el procedimiento de los jurados; estos podían procurarse la convicción que había de formar la base de su fallo, bien oyendo lo que expusieran las partes, bien haciendo las preguntas o poniendo las cuestiones que les pareciere convenientes. De la presidencia que había que dar a los grandes colegios, que es en lo que solía luego ocultarse tácitamente el jurado único, hemos hablado ya.
Como quienes provocaban la decisión del tribunal del Jurado eran los particulares, la ejecución del fallo del mismo, prescindiendo de la entrega de la multa impuesta al litigante vencido en favor de la caja de los sacrificios, no correspondía a la comunidad, sino al litigante vencedor. Ese fallo no era inferior, ni por su extensión ni por su eficacia jurídica, a la sentencia penal pública, sino que más bien era superior a esta última, dado caso que la sentencia penal pública podía ser sometida a una instancia de gracia bajo la forma de la provocación; pero tampoco al litigante vencedor podía la comunidad hacerle caer en la indigencia, y así se dice expresamente en lo que al particular toca, que en Roma el ladrón de cosechas, juzgado por el procedimiento civil, se hallaba en una situación más grave que el asesino juzgado por el procedimiento penal. Si con respecto a los delitos privados de la época histórica que nos es ya mejor conocida no se hacía uso de la expiación adecuada, esa expiación adecuada se hizo valer en los primeros tiempos, y de manera harto saliente, para la medida y graduación de la pena. Según el derecho de las Doce Tablas, el hombre libre cogido en hurto flagrante era castigado al arbitrio del pretor, y si fuere adulto, era adjudicado en plena propiedad al robado; al no libre se le llevaba al suplicio. El robo o apropiación nocturna de cosechas en campo abierto se castigaba con la muerte, aun cuando el ladrón fuere libre, siempre que fuese de mayor edad. La retribución de las lesiones corporales por medio de la mutilación al ofensor de otro miembro igual al lesionado, retribución reconocida en todo caso por el antiguo derecho patrio, iba más allá que todas las penas del derecho criminal público que nos son conocidas; y aun la injuria verbal, cuando era inferida a voces y por burla en la vía pública, se expiaba con la cabeza. Más todavía que la gravedad de las penas, importa tener en cuenta que la ejecución de las mismas, si bien había de verificarse en general por el lesionado mismo o por sus parientes, como nos lo demuestra de un modo expreso lo ocurrido con las mutilaciones, sin embargo, tenía que llevarse a cabo cuando menos con la cooperación del magistrado, a pesar de que la sentencia se había dado sin intervención de este. Pero tal supervivencia del antiguo derecho de defensa del particular ciudadano, supervivencia que difícilmente se concilia con la existencia de un Estado organizado, hubo de desaparecer en los tiempos históricos. Con respecto al hurto ordinario, ya las Doce Tablas, mitigando el antiguo sistema, al modo probablemente de lo que hizo Solón, permitieron que el ladrón quedara libre siempre que compensara el daño producido con el doble de su valor (poena dupli); poco a poco fueron desapareciendo todas las penas privadas que por ley o por costumbre se imponían sobre la vida o sobre el cuerpo, estableciéndose en cambio la regla según la cual toda injusticia perseguible por la vía del derecho privado había de poder expiarse mediante el pago de determinada cantidad en dinero.
El principio, en virtud del cual, en el procedimiento privado no se puede condenar más que a compensar el daño causado y a penas pecuniarias, fue nuevamente reducido al mínimun en su aplicación cuando se introdujeron las quaestiones reforzadas en interés público. Es verdad que en la más antigua quaestio a causa de concusión o exacción ilegal, la sentencia se limitaba en un principio a condenar al pago del tanto como compensación, y más tarde al duplo del daño causado, y que, por consiguiente, no se salía de los confines del procedimiento privado, siendo de advertir que la mayor parte de las veces semejante condena traía consigo un concurso de acreedores a fin de determinar la extensión de las exacciones ilegales verificadas por el funcionario o funcionarios de que se tratare. Pero en los casos de traición a la patria y de asesinato, no bastaba con la compensación pecuniaria; no se sabe con seguridad qué castigos establecería al efecto la organización de Sila, pero es de suponer que fuera el destierro de Italia, habiendo sido, según parece, el dictador César el primero que dispuso que ese destierro llevara envuelta la pérdida del derecho de ciudadano. El haber aplicado al procedimiento de las quaestiones la forma que se empleaba en el procedimiento privado, forma poco adecuada a la naturaleza y elementos constitutivos de los delitos, es lo que hizo principalmente que las penas impuestas por medio del procedimiento que nos ocupa fueran insignificantes y que no se empleara jamás la de muerte.
Si las penas propiamente tales desaparecieron pronto del derecho privado, en cambio la ejecución privada contra el deudor insolvente, sin que importara para el caso que el fundamento de la deuda fuera este o el otro, no solo revistió desde su origen carácter de causa capital, sino que lo conservó hasta fines de la República. En las causas de propiedad podía evitarse la ejecución privada, indicando al jurado que debía absolver al demandado que estuviera en posesión de la cosa injustamente siempre que la devolviera al tribunal antes de darse el fallo definitivo, y también cuando la parte a quien en el período de reglamentación del proceso se hubiere concedido la posesión de la cosa, se comprometiera a entregarla en fianza para el caso de ser vencida en el pleito, no a la parte vencedora, sino a la comunidad. Pero la ejecución privada se aplicaba forzosamente a todas las demandas relativas a deudas, y en general, a todas las que se fundaran en un contrato, así como también a todas aquellas en que se pidiera indemnización de daños o una compensación pecuniaria, y también podían conducir los litigios sobre propiedad a la ejecución privada cuando el demandado estuviera poseyendo injustamente y no devolviera la cosa antes de ser pronunciado el fallo, y por lo mismo el jurado le condenase, en virtud de la indicación que del magistrado hubiera recibido, a pagar el valor de aquella, estimado en dinero. En el caso de incumplimiento de una obligación jurídicamente reconocida por un fallo del jurado o por confesión propia, confesión que tenía la misma fuerza que el fallo dicho, el demandante vencedor tenía facultades para echar mano al deudor cuando se encontrase con él, y en caso necesario, para hacer uso de la fuerza contra el mismo. Este modo legal de tomarse uno la justicia por su mano estaba también sometido, igual que la demanda misma, a la reglamentación por parte del magistrado. El demandante que echara mano al condenado debía conducirlo nuevamente a presencia del magistrado que dirigía el pleito, y si al comparecer ante este hubiera mostrado la cosa retenida, en cuyo había circunstancias en que era preciso llamar de nuevo al jurado, y si hubieran transcurrido los plazos concedidos por la ley al condenado, era este adjudicado por el magistrado en propiedad al actor, igualmente que sus bienes, incluyendo en estos los hijos que tuviere bajo su poder. A estos individuos adjudicados se les aplicaba, sí, la regla, según la cual, dentro del Latium ningún ciudadano de una comunidad perteneciente al mismo podía ser no-libre; pero el acreedor tenía derecho a conservar y tratar como esclavos provisionales al deudor y los suyos, y a convertir en cualquier tiempo la pérdida provisional de la libertad en definitiva, vendiéndolos en el extranjero. El procedimiento privado romano podía, pues, en general convertirse en causa capital, ya que podía ser privado de su condición de ciudadano el condenado en ese proceso que no satisficiera la deuda que en contra suya hubiera sido reconocida. Este riguroso procedimiento para hacer efectivas las deudas, el cual desempeñó un papel de gran importancia en las mismas luchas políticas, fue sin duda esencialmente mitigado durante la República; pero la abolición del mismo y el haber limitado las consecuencias jurídicas de la insolvencia a la cesión del patrimonio del deudor al acreedor, fueron obra del dictador César.
El principio fundamental de la administración de justicia durante la época republicana, a saber, que el fallo de los negocios jurídicos lo provocaba el magistrado, pero quien lo daba era el tribunal del Jurado, prevaleció también durante los tiempos del principado, en cuanto la institución del Jurado continuó existiendo en general, y los poderes soberanos, que eran por una parte los cónsules y el Senado y por otra el emperador, solo tuvieron poder penal en tanto en cuanto concurrían a la administración de justicia con el Jurado. En vez del procedimiento por quaestiones, podía hacerse uso del procedimiento excepcional ante estos altos puestos; es posible que los mismos no tuvieran facultades para intervenir acaso jamás de derecho en asuntos propiamente privados, aun cuando es dudoso que tal cosa ocurriera con respecto al emperador, y sobre todo, la intervención del prefecto de la ciudad en la administración de justicia civil parece que obedecía también a la imposibilidad de que los fallos de los jurados en los pleitos civiles fueran casados. No obstante, como ya se ha dicho, aunque la institución del Jurado no fue propiamente abolida en la época del Imperio, sin embargo, su esfera de acción fue restringiéndose cada vez más, pues al lado del procedimiento ordinario, dirigido por el magistrado y fallado por el tribunal del Jurado, fue apareciendo otro procedimiento, de que se comenzó a hacer uso por modo extraordinario, pero el cual vino por fin a suplantar al procedimiento ordinario: el cual procedimiento consistía en que el magistrado mismo fuese quien fallara los asuntos (cognitio). A los fideicomisos, que no se conocieron hasta la época del principado, pero que desde sus comienzos fueron referidos a la esfera del derecho civil, nunca se aplicó el tribunal del Jurado. Para los asuntos relativos a la administración doméstica del emperador — y de este carácter vinieron a participar realmente todas las esferas y organismos políticos, — ya en tiempo de Claudio se hizo uso, en lugar del tribunal del Jurado, de la cognitio. Aquellos negocios jurídicos que exigían la intervención inmediata del poder del Estado, como eran todos los iudicia publica, y además el hurto, no podían ser sometidos al procedimiento del Jurado bajo el riguroso régimen de la Monarquía, puesto que se instituyó para los primeros un fiscal o procurador del Estado, voluntario, y en los casos de hurto se consideró como acusador privado a la persona hurtada. También contribuyó seguramente de un modo esencial a la abolición del procedimiento por jurados en las causas o asuntos de índole verdaderamente privada, la minuciosidad y consiguiente pesadez del mismo. — No nos es posible seguir paso a paso los cambios que la administración de justicia experimentara en las provincias, sin duda antes de experimentarlos en Roma e Italia, ni tampoco podemos extendernos más acerca del asunto, al menos en esta compendiosa reseña; diremos solo que a fines del siglo III de J. C. la evolución estaba concluida y que no se conocía más forma de dictar decisiones judiciales que la sentencia de los magistrados.
Pero así como la diarquía que empezó a tener existencia con el principado produjo innovaciones en el derecho penal, así también en el derecho civil se dejó sentir el influjo de la misma, gracias a haberse introducido la apelación contra los decretos de los magistrados. El sistema republicano conoció la apelación en las relaciones existentes entre el mandatario y el mandante; pero desde el momento que con la nueva organización dada ahora al Estado empezaron a existir dos altos poderes soberanos, a saber, los cónsules y el Senado por una parte, y el príncipe por otra, se originó la regla según la cual, de todo decreto de los magistrados podía apelarse ante uno de aquellos poderes o ante ambos, esto es: del decreto dado por los mandatarios imperiales en materias relativas a la esfera estricta del poder, solamente se podía apelar al emperador, y de los demás decretos podía apelarse tanto a él como a los cónsules y al Senado. La admisión de la apelación era también aquí potestativa y podía en todo caso verificarse por medio de lugarteniente o delegado. La apelación ante el Senado parece que era despachada regularmente por los cónsules tan solo. En el campo de la apelación al emperador, se hizo mucho uso desde un principio de la delegación; sin embargo, en los mejores tiempos del Imperio, se nombraron personalmente por los príncipes regentes que obraran en lo esencial como si fueran ellos mismos, lo que dio origen más tarde a la jurisdicción inmediatamente imperial, ejercida en apariencia por el mismo emperador en persona, y en realidad por los oficiales palatinos. Respecto a las restricciones puestas a esta institución, hijas, sobre todo, de la brevedad del plazo concedido para interponer la apelación y de las penas pecuniarias que llevaba consigo el abuso de la misma, y respecto a otras modalidades de ella, debemos remitirnos al procedimiento civil; aquí solo hemos de hacer notar que no pudiendo interponerse la apelación más que contra los decretos de los magistrados, no contra los fallos de los jurados, es claro que una vez abolido este último tribunal, quedó entronizada la soberanía absoluta en el campo del derecho privado. Si la apelación se consideraba fundada, el cónsul o el emperador no se concretaban a casar el decreto apelado, sino que ponían otro nuevo en su lugar, y probablemente en este caso, aun cuando el asunto hubiera debido llevarse por otros motivos ante los jurados, quedaba definitivamente resuelto por la vía de la cognitio.
IV. El ejército
Ciudadanía y ejército de ciudadanos eran una misma cosa, tanto en realidad como desde el punto de vista jurídico. La obligación del servicio de las armas y el derecho de sufragio eran correlativos, estando privados de uno y otro las mujeres y los niños; la composición y organización de la ciudadanía, tal y como la dejamos expuesta más atrás, era aplicable, originariamente, lo mismo al servicio de las armas que a las asambleas o reuniones de la comunidad. La perpetuidad era también inherente al ejército de ciudadanos, igual que dijimos serlo a la ciudadanía; si el «juicio», esto es, el census, la fijación que periódicamente se hacía del estado de las personas y del de los patrimonios que había dentro de la comunidad, es decir, lo que con verdadera impropiedad solemos llamar registro (Schätzung) puede considerarse, en cierto sentido, como la formación del ejército, de hecho, el fin que con este acto se perseguía era, más bien que crear el ejército de los ciudadanos, organizar el que ya existía, y solo se le llamaba «fundación» (lustrum conditum) en cuanto venía a renovar la fundación originaria de la ciudadanía. Este acto es el que ahora nos interesa y del que vamos a partir, o sea el acto preparatorio para el llamamiento al servicio militar, determinando quién reunía y quién no las condiciones de capacidad necesarias para formar parte del ejército. La circunstancia de haber atribuido la práctica de tal acto a funcionarios ad hoc que no intervenían en el llamamiento a filas, es a saber, a los censores, los cuales existieron desde principios del siglo IV de la ciudad, hizo que fueran cosas perfectamente separadas el acto preparatorio para el llamamiento a filas y el llamamiento mismo; a causa de esta separación seguramente es por lo que el censo de los tiempos históricos era considerado, no tanto como acto preparatorio del llamamiento a filas, cuanto como la catalogación por el Estado de los ciudadanos que disfrutaban el derecho de sufragio. La tarea de los censores tenía por objeto, principalmente, determinar los cuatro siguientes elementos, con relación a cada uno de los ciudadanos:
1.º La edad era una condición necesaria para el servicio militar, pues no podía prestarse antes de los diez y siete años cumplidos, ni tampoco se exigía prestarlo, por lo menos en campaña, a los que hubieran cumplido los cuarenta y seis. La fijación de las edades fue siempre una de las misiones principales del censo, pues de esa fijación dependía también el derecho de sufragio.
2.º En todo tiempo fue facultad de los censores examinar y comprobar la aptitud corporal de los individuos para prestar el servicio de caballería, y lo propio debió acontecer también, sin duda alguna, en la época primitiva, con respecto a los ciudadanos que prestaban el servicio de infantería. Dentro de ciertos límites, podía fijarse ya en el mismo censo qué personas no estaban obligadas a acudir al llamamiento a filas por falta de aptitud corporal. Sin embargo, lo general fue que el examen en cuestión se dejara para el acto del llamamiento a filas, a lo que contribuyó principalmente la circunstancia de que la ineptitud para el servicio a causa de la edad o de defectos corporales no privaban del derecho de pertenecer al ejército, ni, por consiguiente, tampoco del derecho de sufragio.
3.º La posición económica del ciudadano no era considerada en sí misma como condición para el servicio militar, sino tan solo en cuanto se tratara del cumplimiento de semejante obligación con armas propias. Ahora, en los antiguos tiempos, el servicio militar sin la posesión de armas propias solo podía tener lugar — excepto por ciertos individuos que ejercían profesiones técnicas — en la forma de llamamiento a las reservas auxiliares desarmadas, o en casos especiales de urgente necesidad; la regla general absoluta era la de tener que costearse cada uno su equipo y armamento, y en tal concepto, la obligación ordinaria del servicio militar estaba, en los antiguos tiempos, limitada a los poseedores de inmuebles, incluyendo aquí la posesión familiar y más tarde la de los ascendientes, y desde el siglo V de la ciudad a los poseedores de bienes en general, formándose al efecto ciertos grados de ellos por su mayor o menor capacidad para costearse el equipo y armamento, grados de que ya hemos hablado con otro motivo. Por la razón que se acaba de ver, y además también seguramente para los efectos de las contribuciones patrimoniales, se hizo constar en la lista de los ciudadanos la situación económica de cada uno, reguladora de las modalidades del servicio militar. Por eso también se incluían en el censo aquellas personas que tenían o podían tener patrimonio independiente, v. gr., los hijos que se hallaran bajo la potestad del padre. Las mujeres y los menores eran incluidos en el censo, representados por sus tutores, siempre que tuvieran patrimonio independiente, pero se les colocaba en una lista accesoria, que en tanto tenía también fines militares, en cuanto el sueldo de los caballeros pesaba sobre tales personas. — Aun después que los registros del patrimonio perdieron su importancia militar, por haberse concedido el derecho de prestar libremente el servicio de las armas sin necesidad de poseer tantos o cuantos bienes, como aconteció en el siglo último de la República, siguieron existiendo las gradaciones referidas por respecto al derecho de sufragio, y, por tanto, siguió existiendo también la fijación del patrimonio de cada ciudadano por los censores.
4.º La honorabilidad no se estimaba como requisito para la obligación ordinaria del servicio de las armas, sino en cuanto, en los antiguos tiempos, una de las operaciones del censo consistía en excluir del catálogo de los poseedores territoriales obligados a prestar el servicio de referencia a las personas infamadas, trasladándolas a la lista de los meramente obligados al pago de los tributos (aerarii). Luego que la obligación ordinaria dejó de estar ligada con la posesión de inmuebles y se enlazó, en cambio, con la posesión de un patrimonio en general, la diferencia entre los tribules y los aerarii desapareció; sin embargo, siempre siguió considerándose como misión de los censores la de hacer constar quiénes eran los ciudadanos que carecían del pleno derecho de honores, por ejemplo, los libertos, para prevenir en lo posible la contingencia de que los mismos fueran llamados al servicio de las armas.
Del censo surgía originariamente la ciudadanía como ejército organizado de ciudadanos (exercitus centuriatus), dividido en caballería y gente de a pie, una y otra organizadas por divisiones o grupos militares, centurias, con centuriones por jefes; la misma organización servía también para las revistas y los simulacros militares. Sin embargo, este ejército así organizado no podía aplicarse inmediatamente a los actos del servicio sino con el auxilio de ciertas disposiciones, que la tradición no nos ha conservado, relativas tanto a los individuos ineptos para ser soldados como a los supernumerarios; y en los tiempos históricos el ejército, tal y como resultaba formado en el censo, no se aplicó de una manera inmediata sino a las votaciones, de manera que el ejército guerrero, el que iba a pelear, no era idéntico al ejército de los ciudadanos, sino que se formaba como una parte de este, en la forma que después se dirá. Y así se comprende que los organizadores del ejército en el censo, esto es, los censores, una vez que llegaron a ser magistrados peculiares independientes, estuvieran privados del imperium militar. Solo para la caballería es para lo que continuó empleándose el antiguo procedimiento.
A la magistratura le correspondía, además de la administración de justicia, el mando del ejército; la unión de ambas funciones constituía el concepto del imperium, o sea del poder público primitivo; pero el mando militar era cosa aún más exclusiva de la magistratura suprema que la jurisdicción: no hay magistratura suprema sin mando militar, ni mando militar que no pertenezca a una magistratura suprema. Que el imperium es cualitativamente uno mismo, a pesar de sus diversas formas, resulta claro teniendo en cuenta, sobre todo, que su más alta manifestación legal, el título de imperator y las fiestas al vencedor, lo mismo se concedían al dictador que al cónsul y al pretor. La regla que ya hemos explicado relativa al caso de colisión, según la cual, el pretor cede ante el cónsul y el cónsul cede ante el dictador, es perfectamente compatible con la igualdad del imperium de todos estos magistrados. Pero entre el dictador y el cónsul de los tiempos posteriores por un lado, y el pretor por otro, existía seguramente una diferencia esencial, puesto que mientras aquellos eran llamados desde luego para ejercitar una actividad militar, este, por el contrario, a no ser cuando se le otorgaba por modo extraordinario competencia distinta, lo que tenía que hacer era administrar justicia, lo cual se tendrá en cuenta después, sobre todo para lo que concierne a la formación del ejército y a la fijación de la esfera de acción de los cargos.
El llamamiento de los ciudadanos al servicio de las armas era un derecho del magistrado, como era una obligación del ciudadano el acudir a ese llamamiento. El juramento de fidelidad que regularmente prestaba el ciudadano llamado por el nombre del magistrado que lo llamaba, juramento equivalente a la palabra de fidelidad que se exigía de la ciudadanía al tiempo de tomar posesión de los cargos, no era la base de la obligación de la obediencia militar, pues no hacía más que fortalecer esta obligación. Cuando el retardo (tumultus) fuera peligroso, podía el poseedor del imperium hacer el llamamiento de manera tal, que el ciudadano, una vez que tuviese conocimiento del mandato, tuviera que cumplirlo inmediatamente si poseía armas o se le proveía de ellas; y en caso de verdadera y urgente necesidad, aun los particulares podían hacer en esta forma el llamamiento a las armas a los ciudadanos. Pero el llamamiento ordinario no podía hacerse sino dentro del círculo de las funciones de la ciudad, y solo podían hacerlo el cónsul o el dictador; el pretor no tenía, por lo regular, atribuciones para ello, si bien en determinadas circunstancias podía proceder a hacer dicho llamamiento, singularmente en virtud de encargo del Senado. Aun aquellas tropas que iban destinadas a ponerse bajo el mando militar de los pretores, cosa frecuente en los tiempos posteriores, eran convocadas regularmente por los cónsules. Los magistrados que hacían el llamamiento se atenían para hacerlo a los últimos censos formados por el censor, pero no solo habían de tener en cuenta los cambios verificados en los intervalos correspondientes, sino que en general no estaban obligados por la ley a respetar los catálogos o listas censoriales. Como quiera que el censo no se formaba todos los años, y, por tanto, las últimas listas existentes podían haber experimentado modificaciones mayores o menores, cabe dudar si ocurriría alguna vez que fuesen llamadas directamente las centurias de las tropas de a pie para el servicio de campaña en la misma forma en que resultaban constituidas por los últimos datos censorios. En los tiempos históricos, es seguro que el llamamiento de la infantería con arreglo a los trabajos del censor era seguido de una «selección» (delectus), es decir, que, por ejemplo, de las cuarenta centurias de jóvenes de la primera clase, el magistrado, o quien recibiese la delegación al efecto del mismo, sacaba el número de individuos que por aquella vez se estimasen necesarios, de donde después se hacía por sí misma la especialización de las gentes menos aptas para el servicio, y de los individuos de tal manera seleccionados se formaban centurias militares, sin atender para ello a la centuriación política de los mismos. Únicamente las centurias de la caballería permanente de ciudadanos eran las que se utilizaban para el servicio militar tal y como habían sido organizadas últimamente por los censores, y a la circunstancia de haber prescindido de esta organización durante una serie de años, haciendo que para la elección de los caballeros se tuvieran en cuenta otras consideraciones que consideraciones puramente militares, se debió probablemente en buena parte el que la caballería de los ciudadanos dejase muy pronto de tomar parte efectiva en la guerra. Después que los censores dejaron de fijar las condiciones de capacidad para el servicio de las armas, la elección de los ciudadanos para este servicio quedó incondicionalmente en manos del general del ejército; esto se aplicó, sobre todo, a la admisión de voluntarios, pero aun en las levas forzosas no se procedió tampoco de otro modo.
El nombramiento de los oficiales y suboficiales constituía parte integrante del llamamiento a los ciudadanos para el servicio militar, y, por lo tanto, correspondía al magistrado, quien desempeñaba por sí esta misión, excepto cuando se le daban nombrados sus auxiliares por los Comicios, como en parte sucedió con los tribunos militares.
Según todas las apariencias, al magistrado que hacía el llamamiento es a quien correspondía de derecho fijar el número de hombres llamados en cada caso, el plazo de la convocatoria y el licenciamiento de tropas. La ciudadanía no tenía intervención alguna en esto, y el Senado solo dentro de ciertos límites. Parece que bien pronto se llegó a considerar como obligación y derecho de la magistratura suprema ordinaria, el de que cuando las circunstancias lo permitieran, todo cónsul hubiera de llamar a filas en la primavera un cuerpo regular de ejército — que, según las normas que posteriormente se dieron, componíase de dos legiones de unos 4000 a 5000 hombres cada una, — al que había de licenciar luego que prestasen sus servicios los individuos que lo componían, o después de cesar la guerra, es decir, en el otoño; y es muy probable que el Estado de Roma debiese sus éxitos militares esencialmente a este sistema de llamar constantemente a los individuos a prestar el servicio de las armas por este plazo regular de seis meses. La instalación y sostenimiento de mayor contingente de ejército, bien por llamar a más número de individuos del regular que dejamos dicho, bien por diferir la época del licenciamiento de los anteriormente llamados, se consideró siempre como cosa extraordinaria, y en realidad no sucedió por largo tiempo, haciéndolo, además, depender de los acuerdos del Senado, como veremos al tratar de la competencia del mismo. El licenciamiento de tropas debía tener lugar por la Constitución todos los años, y así sucedió, por regla general, hasta los tiempos de Augusto; pero el servicio duraba hasta que el magistrado que hizo el llamamiento o su sucesor licenciaban a los individuos. Según esto, correspondía a los magistrados la facultad de prolongar a su arbitrio el tiempo de servicio de las tropas que se hallaran en armas, y de ella hicieron amplio uso desde bien pronto, no solo cuando así lo exigía el estado de guerra, sino aun en los momentos en que no apremiaba semejante necesidad, sin que en ello se viera nunca una infracción de las obligaciones que el cargo imponía; también el Senado se inmiscuyó en este particular en el arbitrio que vemos correspondía al jefe del ejército, pero con menos fuerza y extensión que lo hizo en lo relativo al aumento del contingente de la leva. Posteriormente contribuyó a la prolongación del tiempo de servicio la admisión del voluntariado, por cuanto los voluntarios no podían exigir, como las milicias propiamente dichas de los ciudadanos, que se apresurara la terminación del tiempo que había de estarse en armas. La irregularidad del licenciamiento proyectó su influjo, como es natural, sobre el llamamiento a filas; así que en los últimos tiempos de la República, este llamamiento era ya excepcional. En general, el haber dado carácter de permanencia al servicio de las armas por parte de los ciudadanos, fijando al efecto, como lo hizo Augusto, la edad para el mismo en los veinte años, fue una de las más importantes innovaciones de la reciente Monarquía; pero ya en la época republicana se vino preparando esta permanencia por diferentes motivos, y en varios respectos se anticipó a la época del principado.
El imperium militar no conoció en un principio límites territoriales, fuera de los que le imponía la ciudad; si dejando esta empezaba el cónsul a ejercer tal imperium, podía ejercerlo allí donde la necesidad lo exigiera, fuese donde fuese. Lo que hubo, no obstante, de sufrir restricciones por efecto de las consecuencias que producía la colegialidad, la cual hizo que los dos magistrados supremos que podían ejercer funciones militares se las repartieran bien pronto entre ambos, señalando a las de cada uno límites territoriales. A este arreglo cooperó también el Senado, con lo que el dicho arreglo o convenio fue gradualmente convirtiéndose en unas instrucciones que a los cónsules daba el Senado mismo para el ejercicio de las funciones respectivas de cada uno, instrucciones que una ley a que dio ocasión C. Graco hizo luego obligatorias para los cónsules. Mas los límites territoriales fijos y valederos por derecho para el ejercicio del mando militar, cuando comenzaron a conocerse fue cuando se establecieron las preturas ultramarinas. A todo gobernador de provincia se le concedió mando militar con o sin tropas, para ejercerlo dentro de su territorio, juntamente con el ejercicio de la administración de justicia, que era la función que en primero y fundamental término le correspondía ejercer en dicho territorio y según los preceptos y límites establecidos por la ley. A partir de este momento, el mando militar general de los cónsules solo se aplicó de una manera regular, ora en Italia, ora contra el extranjero; pero en los casos de guerra grave, para la cual no bastaba con el mando pretorio, cuya naturaleza era propiamente excepcional, los cónsules mismos eran también quienes ejercían su imperium en las provincias. Ya hemos dicho que después que Sila abolió las diferencias entre los distritos de mando consular establecidos caso por caso y las circunscripciones pretorias de carácter permanente señaladas por la ley, organizando también aquellos distritos como circunscripciones legales, en la Italia propiamente dicha fue abolido el mando militar, y que fue abolido también en general el mando supremo del Reino como institución ordinaria, hasta que en los tiempos del principado comenzó a tener vida un imperium militar que se extendía por todo el territorio de las provincias y que hizo desaparecer los mandos reducidos a una circunscripción. Roma e Italia, que ahora ya llegaba a los límites de los Alpes, todavía en la época del principado se hallaban legalmente excluidas del mando militar reglamentado de los magistrados.
Aún tenemos que recordar brevemente las atribuciones, de que en otros respectos nos hemos ocupado ya, contenidas en el mando militar y concernientes a la administración de justicia, a la administración económica y a las relaciones con el extranjero.
En el capítulo correspondiente hemos dicho que el mando militar comprende el derecho de coacción y penal, y que las limitaciones que con la provocación se impusieron al imperium dentro de la ciudad también restringieron, aunque más tarde y en menor extensión que este, el imperium del jefe del ejército. Por el contrario, la exclusión del magistrado con imperium militar del ejercicio de la jurisdicción era un hecho que tenía lugar aun en el caso en que el mismo residiera dentro del distrito a que se extendía su poder militar, siempre que no pudiera aplicarse al caso de que se tratara el dúctil y flexible concepto de la corrección disciplinaria militar.
La limitación impuesta a la magistratura suprema, en virtud de la cual, el que la desempeña administra la caja de la comunidad por medio de un cajero, el cuestor, nombrado en un principio por el mismo magistrado exclusivamente, y muy luego en virtud de propuesta de los Comicios, hízose extensiva dentro del imperium militar al consulado y a la pretura, mas no a la dictadura. Si el cuestor, aparte de la obligación de llevar los libros en que se consignara el destino del dinero entregado de la caja de la comunidad al jefe del ejército para las atenciones de la guerra, y aparte de la consiguiente obligación de rendir cuentas de ese dinero a la caja referida, era regularmente el segundo del jefe del ejército, ocupando el puesto de este en caso de necesidad, semejante facultad no derivaba inmediatamente de la naturaleza de la institución misma, sino que se fundaba en la constante aplicación del libre derecho de mando militar en favor del único magistrado que se hallaba presente en el ejército al lado del jefe de este.
Con relación a los Estados extranjeros confederados tenían los cónsules el derecho y la obligación de exigirles el auxilio militar que hubiera sido prometido en los tratados; la extensión que esta exigencia había de tener era cosa que dependía esencialmente de la discreción de los mismos cónsules, aunque con la intervención del Senado. Pero si uno de los Estados dichos rompía el pacto existente, y por lo tanto, se colocaba en análoga situación a la de los enemigos de Roma, la declaración de la guerra correspondía a la ciudadanía, no a la magistratura, si bien el magistrado que se encontrara en el campo podía comenzar por sí mismo la guerra. Ni la disolución de un tratado con otro Estado, ni su celebración, eran cosas que estuvieran exclusivamente en manos de los magistrados, sino que, para la realización de semejantes actos, era necesario, a lo menos según el derecho estricto, la cooperación de otros factores, como veremos en el capítulo correspondiente. Por el contrario, según la concepción jurídica de Roma, los países extranjeros que no tuvieran celebrados tratados de alianza con la comunidad romana estaban de derecho en guerra permanente con esta, y por tanto, el magistrado poseedor del imperium tenía atribuciones para dirigir las armas contra estos países enemigos (hostes populi Romani), aun sin estar autorizado especialmente para ello, así como para suspender las hostilidades, según el derecho de la guerra, y para celebrar otros análogos convenios militares y para aumentar el patrimonio de la comunidad adquiriendo la posesión de bienes en los países referidos. La ocupación, desconocida en el derecho privado, o cuando más permitida a título de prescripción, fue introducida en el derecho público, tanto para los bienes muebles como para los inmuebles. Los bienes adquiridos en la guerra legítima, aun cuando fuesen muebles, se convertían en propiedad de la comunidad, no de los soldados ni del jefe, si bien este último disponía a menudo, en beneficio de los soldados, de estos bienes libremente, como igualmente de otros bienes de la comunidad. El general victorioso no necesitaba tampoco un mandato o delegación especial para ensanchar en beneficio de Roma los límites del campo de la ciudad, campo al que se aplicaron siempre las reglas del ager arcifinius, si bien la donación o la conservación definitiva del terreno adquirido no dependía, claro es, del magistrado particular.
Cuando el ejercicio del mando militar hubiera dado por resultado la victoria en una batalla encarnizada, entonces el jefe del campo adquiría el derecho de trocar el título propio de la función que desempeñaba, y que era el que hasta aquel momento le había correspondido, por el de imperator, que se daba a los vencedores; y si, además, después de terminar victoriosamente una guerra justa — como no lo es la guerra civil — volvía con el ejército a la ciudad, entonces tenía el derecho de ser festejado dentro de esta como vencedor (triumphus). Tanto el título dicho como el triunfo correspondían, absoluta y exclusivamente, a la magistratura, siendo indiferente, para tener opción a ellos, el que el magistrado hubiera obtenido la victoria personalmente o que la hubiera obtenido por medio de sus subordinados o lugartenientes; a estos últimos no se concedieron nunca ni el título ni las fiestas de que se trata, excepto en los tiempos de César y en los del triunvirato. Si en el éxito victorioso hubieran tenido participación varios magistrados, el triunfo por derecho estricto no correspondía sino al que hubiera ejercido el mando militar más alto. Por esto es por lo que nunca recibió los honores triunfales un jefe de la caballería; pero ya en la primera guerra púnica se tributaron al pretor que ejercía mando al lado del cónsul. El triunfo podía realizarse después de haber pasado el tiempo de mando del magistrado, siempre que una ley excepcional hubiera dispensado al jefe del ejército de la restricción de la anualidad para el día del triunfo en el campo de la ciudad, haciendo, por tanto, que al procónsul se le considerara en ese día como cónsul; pero al imperium militar extraordinario, que no había comenzado por ser una magistratura legítima, no se hizo extensivo el triunfo hasta los tiempos de la agonía de la República: antes de Pompeyo se exigía como condición previa indispensable para recibir los honores del triunfo haber ejercido la dictadura, el consulado o la pretura, y por eso se negaron tales honores aun a los tribunos militares, por cuanto esta forma del cargo público supremo, accesible a los plebeyos, no se consideraba como magistratura verdadera y legítima. El derecho tenía establecido que el mismo jefe del ejército fuera el que decidiese si la batalla ganada era suficiente para la obtención del título de imperator y si el éxito guerrero conseguido tenía importancia bastante para merecer por él los honores del triunfo. Se acostumbraba, sin embargo, y era una buena costumbre, no recibir el título de imperator sino por aclamación del ejército vencedor sobre el propio campo de la lucha, o también por acuerdo del Senado; pero ni uno ni otro modo deben considerarse como concesión del título, sino como el elemento que determinaba al jefe del ejército a hacer uso de su derecho. Al tratar del imperium del príncipe hemos visto cómo fue aprovechado el elemento referido para dar forma legal a este imperium conforme a las reglas vigentes en la época republicana acerca de la recepción del título de imperator. El derecho vigente daba al jefe del ejército facultades para decidir acerca del triunfo con la misma libertad que acerca del título de imperator. Pero cuando se le elevaba al Capitolio, recobraban su vigor las limitaciones impuestas para el ejercicio de los cargos dentro de la ciudad, aun prescindiendo del acuerdo del pueblo al efecto necesario, como hemos visto, en el caso de que hubiere ya transcurrido el tiempo de funciones. El Senado podía negar el importe de los gastos indispensables al efecto, y también podía hacerse uso de la coerción tribunicia, la cual podía ir hasta constituir preso al triunfador; por eso, en los tiempos medios de la República, los magistrados que se creían con derecho al triunfo, pero preveían que iban a encontrar obstáculos para él, no pocas veces fueron festejados como vencedores y elevados en triunfo fuera de la ciudad, en el monte de Alba. De hecho, al Senado es a quien, en los tiempos posteriores, correspondió decidir si debía concederse o negarse el triunfo; además, por medio de reglas dadas por el Senado y de leyes hechas en los Comicios, se procuró muchas veces impedir el abuso que empezaba a hacerse del triunfo, pretendiéndolo por éxitos insignificantes o ficticios.
V. El patrimonio de la comunidad
Los conceptos fundamentales tocantes al derecho de los bienes son igualmente referibles a la comunidad que a los particulares ciudadanos, y, por consiguiente, la propiedad, las obligaciones, la herencia, pueden aplicarse al Estado; sin embargo, la constitución y modelación positivas de los mismos son ordinariamente opuestas en ambas esferas, tanto desde el punto de vista teórico como desde el práctico. Vamos a recordar por lo menos algunos de los rasgos principales de esta oposición, cuyo estudio no pertenece propiamente al derecho político. En cuanto a la propiedad, el derecho privado comenzó por la de los animales y los esclavos, y en general por la de los bienes muebles; la propiedad de la comunidad partió, por el contrario, del derecho al suelo. Los cambios de la propiedad en el derecho privado se verificaban principalmente por medio de cambios materiales de posesión, concurriendo el propietario saliente y el entrante en el lugar donde la cosa se encontrara; en el derecho de la comunidad esos cambios ocurrían principalmente por un simple acto de la voluntad de esta o de su mandatario, esto es, por medio de la asignación, que después examinaremos. El título de adquisición por ocupación era exclusivo del derecho de la comunidad; el por posesión prescriptiva, exclusivo del derecho privado. La comunidad pudo desde antiguo recibir herencias, aun cuando según las normas del derecho privado carecía de capacidad para ser heredera. En cuanto al derecho de obligaciones, los principales títulos de adquisición de la comunidad eran ajenos al derecho privado: difícilmente se conocieron en este último ni desempeñaron papel alguno en el mismo las prestaciones personales; por otra parte, el pago forzoso de cantidades al Estado, o sea el tributus, no tiene nada que le sea equivalente en el campo del derecho privado. La toma de posesión del suelo público por los particulares dio origen para la comunidad a un crédito análogo por su duración al arrendamiento de tiempos posteriores, crédito al que no correspondía nada semejante en el derecho privado. En la esfera de este último eran intransferibles así la deuda como el crédito; en el derecho público no había nada más usual, desde tiempos antiquísimos, que sustituir un deudor a la comunidad por otro, que era, v. gr., lo que implicaba la antigua paga a los soldados, o sustituir un acreedor de la comunidad por otro, cosa corriente, por ejemplo en la percepción de diezmos. En lugar del contrato formal que servía para contraer las deudas en el derecho privado, el nexum, y posteriormente la estipulación, en el derecho público dominaron desde tiempo inmemorial las relaciones jurídicas reales, efectivas, apoyadas en la costumbre y en la «buena fe» (bona fides); es decir, la compraventa, el arrendamiento, el arrendamiento de servicios, las contratas de trabajo. Finalmente, la ejecución personal del derecho privado, por virtud de la que el deudor insolvente perdía su libertad, y con la libertad sus bienes, fue desconocida en el derecho de la comunidad. La ejecución aquí se limitaba frecuentemente a alguna parte del patrimonio, ya bajo forma de pérdida de la fianza (prae[vi]dium) constituida al celebrar el contrato con la comunidad, ya en la forma de prendación o embargo de cosas para venderlas (pignoris capio, que no debe confundirse con la pignoris capio penal antes mencionada. Cuando no sucediera así, la ejecución por deudas a la comunidad comprendía, sí, todos los bienes del deudor y su fiador (prae[vi]des), pero no la libertad personal; en cuanto nosotros sabemos, la comunidad no tuvo jamás esclavos por deudas ni jamás vendió en el extranjero a los fiadores insolventes. Bajo todos los aspectos, el derecho patrimonial de la comunidad reviste, por tanto, aquellas formas que con el tiempo vinieron a reemplazar en el comercio privado al antiguo derecho civil estricto. Ese derecho patrimonial no conoció la demanda propiamente dicha; por regla general, la comunidad ni demandaba ni era demandada. En la esfera del derecho privado, la comunidad ocupaba el puesto de juez que resolvía las contiendas entre particulares, y cuando ella misma fuese parte, su derecho no se equiparaba al de los particulares, sino que ella se hacía justicia por sí propia; si el particular se consideraba perjudicado en su derecho por la comunidad, no tenía otro recurso que confiar en su propio auxilio. En el derecho patrimonial de la comunidad no existía tampoco la seguridad ni el rigor que había en el sistema del derecho privado; el puesto del ius y del iudicium del derecho privado lo ocupó aquí desde el origen la cognitio del magistrado.
La dirección y administración económica de la comunidad, de que vamos a hacernos cargo ahora, se dividía en dos esferas perfectamente separadas entre sí, a saber: la administración de los bienes raíces y muebles de la comunidad, y la administración de la caja de la misma, con inclusión de los créditos y deudas en dinero. Esta separación, que no fue desconocida en la administración de la economía doméstica, hubo de desarrollarse con mucha mayor fuerza que en ella en la administración del patrimonio de la comunidad, por cuanto si ambas esferas estuvieron encomendadas primitivamente a la misma mano, ya en los comienzos de la República dejó de intervenir directamente en ellas la magistratura suprema, entregándose entonces el orden económico o patrimonial a los censores y la administración de la caja a los cuestores.
En la materia de administración del patrimonio de la comunidad, todo magistrado podía realizar aquellos actos que se considerasen necesarios al desempeño de sus funciones; por ejemplo, admitir auxiliares subalternos mediante el pago de un salario. Pero la administración central del patrimonio común formaba parte integrante de la competencia de la magistratura suprema. Sin embargo, al propio tiempo que se crearon magistrados peculiares encargados de formar el censo, se privó probablemente a la magistratura suprema, como ya hemos hecho notar, del derecho de dar periódicamente reglas relativas al patrimonio de la comunidad, encomendando tal derecho a los censores. De donde vino a resultar que mientras la administración privada se renovaba por lo regular todos los años, los contratos relativos al patrimonio de la comunidad duraban siempre que fuese posible desde un censo a otro. Aquellos asuntos de la administración central del patrimonio que no podían hacerse depender de la reglamentación periódica de los censores siguieron encomendados a la magistratura suprema durante los intervalos de una a otra censura, desempeñándolos los cónsules, y cuando estos no se hallaran en Roma, el pretor de la ciudad.
La reglamentación central del patrimonio de la comunidad se extendía a todos los asuntos relativos a la conservación y explotación económica de los bienes comunes, a menos que se tratase de dinero o de créditos pecuniarios. A esta esfera pertenecían todas las disposiciones tocantes al aprovechamiento del suelo común sin perjuicio del derecho de propiedad sobre el mismo, y especialmente en los tiempos antiguos, las disposiciones acerca del derecho de aprovechamiento, por cierto canon, de los pastos de la comunidad y acerca de la licencia para ocupar porciones de terreno común mediante el pago de una parte de los frutos obtenidos de él, ambos los cuales derechos no son otra cosa, desde el punto de vista económico, que arrendamientos modificados. La entrega de terrenos comunes a los acreedores de la comunidad, reservando para esta el derecho de propiedad, a cuyo género pertenecían las llamadas ventas de terreno público por los cuestores, no eran otra cosa que una forma de acensuamiento, y, por lo tanto, de explotación. En los tiempos posteriores de la República esta materia estuvo encomendada predominantemente a los censores; a ellos era a quien correspondía organizar la posesión del suelo común y regular la aplicación de la misma, ya directamente a fines públicos, ya en beneficio de la caja de la comunidad. A esto era debida la intervención que los censores tenían en el señalamiento de términos y límites, igualmente que en las materias de vías y ríos, siendo necesario deslindar las porciones de terreno que se hallaran en posesión de los particulares, porque todo pedazo de tierra comprendido dentro del campo de la comunidad era de derecho de la propiedad de esta, siempre que no estuviera limitado, es decir, acotado. Al mismo orden de facultades pertenecía también la inspección que los censores ejercían sobre las aguas encauzadas hacia la ciudad de Roma a costa de la comunidad, cuya distribución y venta, cuando a ello hubiere lugar, era por los mismos administrada. De los censores dependía el denegar o el conceder, sin perjuicio del derecho de propiedad, la imposición de gravámenes u otras exacciones sobre las vías públicas o los ríos públicos, y el conceder o denegar la apertura de teatros públicos para diversión del pueblo. De especial importancia eran los contratos de empresa relativos al derecho de la comunidad sobre el suelo, y los cuales se renovaban a la época de la formación de cada censo; estos contratos se referían, ora a los gastos de la comunidad para la conservación de los edificios públicos, pues el sistema de las prestaciones personales fue muy pronto abolido en cuanto a este particular, ora a beneficiar la caja de la comunidad asegurando las utilidades del suelo a esta, lo cual podía tener lugar, o en la forma de un censo sobre el terreno (solarium) o de un impuesto de puertos (portorium), fijados ambos con carácter provisional y que habían de pagarse directamente a la comunidad, o también, y esto era lo corriente, como concesión, por el correspondiente precio, del aprovechamiento directo o de la facultad de hacer concesiones los aprovechadores inmediatos a los particulares hasta el próximo censo. Semejantes contratos de empresa, celebrados por licitación pública, que duraban desde un censo a otro, y cuya forma fueron gradualmente revistiendo la mayor parte de los negocios de la comunidad, tanto los lucrativos como los onerosos, contribuyeron a fundar, según fueron desarrollándose, el poderío capitalista de la ciudadanía romana. Estas funciones ordinarias de la censura se encaminaban esencialmente a la conservación de los bienes de la comunidad en su actual estado; no se permitía aquí vender ni comprar, a no ser que la compra y la venta entrasen en la esfera de la administración corriente, como ocurría, por ejemplo, con la sustitución de esclavos improductivos y con la donación o venta de cosas dependientes de los templos. Los censores no tenían competencia por sí mismos para realizar aquellos actos que gravaran a la comunidad sin retribución o compensación correlativa; sin embargo, cuando la caja de la comunidad se hallaba en estado floreciente, el Senado solía entregar a los censores una gruesa suma para gastos de reparaciones y construcciones. Si bien el Estado romano atribuyó gran valor en todo tiempo al hecho de poder combatir las expensas de numerario que excedieran de lo calculado y presupuestado, sin embargo, no cayó jamás en el defecto de la tesauración ilimitada, antes bien, daba empleo a los sobrantes por los procedimientos dichos. Pero la facultad que los censores tenían de obligar a la comunidad estaba en general limitada por la circunstancia de que los mismos no podían, como habían podido antes los cónsules, dirigirse y remitirse por sí mismos a la caja de la comunidad, sino que los cónsules y el Senado les concedían un crédito fijamente determinado sobre esta caja para el cumplimiento de las obligaciones ordinarias, y en caso preciso de las extraordinarias que calculasen habían de tener que contraer en nombre de la comunidad, y el jefe o administrador de la caja solo dentro de estos límites podía atender las peticiones que los censores le hicieran. Designábase técnicamente este dinero con el nombre de «concesiones libres», lo que indica que, desde el punto de vista del derecho político, semejantes prestaciones carecían de toda coacción jurídica.
Cuantas controversias se suscitaran respecto a las materias que acabamos de indicar se resolvían, según ya hemos dicho, por vía de la cognitio del magistrado, es decir, por los censores cuando los había, y cuando no, por los magistrados supremos que los representaran. Podía originarse una demanda privada por sustitución, cuando, por ejemplo, en un arrendamiento de impuestos se hallaran frente a frente dos particulares; pero entonces los jurados eran nombrados e instruidos por el censor o por su representante.
Conviene, cuando menos, hacer algunas ulteriores indicaciones acerca de la cuestión relativa a la extensión de las prestaciones que entre los romanos hacía la comunidad a costa suya y en beneficio de los particulares. En general, el progreso de la civilización lleva consigo predominantemente el ensanchamiento creciente del círculo de las prestaciones de referencia; esto mismo ocurrió también durante la evolución romana. La República, en tiempo de la cual estas prestaciones, exceptuando las funciones de carácter extraordinario, estuvieron esencialmente a cargo de los censores, se limitó en este respecto casi exclusivamente a los gastos de construcciones y edificaciones, pero en este particular hizo grandes gastos, sobre todo en lo que se refiere a construcción de vías, tanto en Roma e Italia como en todo el Reino, y en lo referente a la conducción de aguas a la capital. El Estado trató de intervenir muchas veces en la regulación del precio del grano en la capital durante la época republicana, y desde bien pronto hubo de ejercerse esta intervención por modo extraordinario en los momentos de carestía y miseria; en el siglo último de la República hasta se entregaron regularmente grandes cantidades de grano a la ciudadanía de la capital por el precio que el mismo tenía en el mercado o gratuitamente, habiendo correspondido probablemente la dirección de este asunto a quien correspondía la de los mercados en general, o sea a los ediles, y además a la magistratura suprema. Con todo, en esta época no se llegó a fijar de un modo permanente y general por parte del Estado el precio de granos en el mercado de la capital.
En los tiempos del principado se fue más allá en la materia que nos ocupa. Desde luego, las diferentes ramas de la actividad censoria antes expuestas, cuyo ejercicio se interrumpió, sin duda alguna, al desaparecer la censura, las tomó en sus manos el príncipe, instituyendo al efecto funcionarios especiales del orden senatorial encargados de las edificaciones dentro de la capital, de la conducción de aguas a la capital, de las cloacas de la capital y de la corriente del Tíber, y al mismo tiempo puso cada una de las grandes carreteras itálicas bajo el cuidado de curadores especiales nombrados por él, y a todos estos funcionarios se les asignaron los indispensables medios, probablemente por el Senado y de la caja principal del Reino, con lo que todas las obras referidas de utilidad común, en lugar de quedar abandonadas como lo habían estado antes, sobre todo en el siglo de la guerra civil, empezaron a tomar nueva vida en la época de que se trata.
De la propia manera, el servicio de incendios de la capital, que hasta ahora había estado encomendado a los ediles y a los demás magistrados con coerción de policía, y que tanto más descuidado había estado cuanto mayor había sido el número de los funcionarios que lo tenían a su cargo, después de estériles tentativas para reorganizarlo civilmente, recibió una organización militar, destinándose al mismo un grupo especial de tropa bajo la dirección de oficiales propios.
Mayor intromisión política que todo lo anterior, significó el reconocimiento por parte del Estado del derecho, siempre combatido por la democracia, de proteger permanentemente a la ciudadanía de la capital contra el alto precio del grano, protección engendradora de una injusticia irritante, no solo en general, por los perjuicios que para la comunidad trajo el concederla con la extensión con que fue concedida, sino también, y, sobre todo, por tratarse de una época en que a la ciudadanía del Estado romano solo pertenecía una minoría de individuos de la capital. Pero la aspiración de los emperadores a hacerse populares en la capital, que era lo que ante todo perseguían, les llevó a decretar el almacenamiento y suministro de granos, operaciones que fueron colocadas bajo la dirección de un funcionario de la casa imperial. Por el contrario, las cantidades que los emperadores Nerva y Trajano empezaron a destinar para la crianza de los hijos legítimos en Italia, a fin de prevenir por este camino la decadencia del matrimonio y la despoblación de la Península, demuestran la sabiduría y la fuerza del régimen romano, no desmentidas completamente ni aun en los momentos en que este se inclinaba ya a su ocaso.
Merecen especial estudio las donaciones de bienes de la comunidad a los particulares. En general, la magistratura no tenía competencia para hacer estas donaciones, ni aun con la cooperación del Senado; la magistratura se hallaba, con relación al patrimonio de la comunidad, en una situación análoga a la del tutor con relación al patrimonio del pupilo. Pero este precepto de la tutela sufría limitaciones, sobre todo con respecto a los extranjeros, por virtud de las reglas de las buenas costumbres y de la moralidad pública; de igual manera, en materia de donaciones de la comunidad, la regla era que se admitieran, pero por motivos análogos a los anteriores, podían también rehusarse. Con respecto a la ciudadanía, en los mejores tiempos de Roma dominó el mismo rigor que en el derecho privado; pero poco a poco, singularmente en el siglo de la revolución, fue desapareciendo la idea de que era inmoral, ora donar los bienes públicos, ora recibirlos en donación, siendo la aplicación más notable de esto las ya mencionadas donaciones, más frecuentes cada día, que implicaba el repartimiento de trigo a los ciudadanos al precio del mercado o gratuitamente. Pero la donación característica y la más importante de todas fue la entrega de terreno común, reservando el derecho de propiedad al Estado. Ventas de trozos de terrenos comunes, solo se hicieron algunas veces, accidentalmente, y entonces las llevaban a cabo los censores; pero la piedra angular de la comunidad romana era, lo mismo teórica que prácticamente, la entrega gratuita de tierra común (datio adsignatio), entrega que sin duda en un principio no fue considerada propiamente como una donación, sino como un aprovechamiento del suelo, más ventajoso para la comunidad misma que la propiedad directa por parte del Estado. En esta donación es donde se apoyaba sencillamente, según la concepción romana, la propiedad privada del suelo; y si tal principio pertenece a la esfera de la teoría, en cuanto que la propiedad territorial de la familia difícilmente fue concedida por el Estado, sino que era anterior a este, sin embargo, la distribución de dicha propiedad entre los miembros de la familia ya pudo haberse verificado bajo la autoridad política, y este es seguramente el concepto que se fue dando a todos los nuevos terrenos que se agregaban al campo primitivo, supuesto que todo territorio que entraba por conquista o de otra manera a formar parte del Estado romano lo adquiría primeramente este, para luego cambiarlo, cuando y hasta donde le pluguiera, en propiedad privada romana, lo cual no era obstáculo, claro está, para que continuara subsistiendo la propiedad antigua. Económicamente, se imponía el cambio en posesión privada de aquella porción de la propiedad inmueble del Estado que este no necesitaba para satisfacer las necesidades e intereses de la comunidad y que los particulares podían cultivar y explotar, y ese cambio lo realizó, frente al Senado, el partido de oposición de los Gracos, y lo acabaron los emperadores, al menos por lo que a Italia se refiere.
El antiguo poder del rey tenía su expresión en el derecho de hacer las asignaciones de referencia, así como la soberanía adquirida posteriormente por los Comicios se manifestaba en la imposibilidad en que se hallaban todas las magistraturas ordinarias de hacer donaciones de tierras, siendo en todo caso preciso, para que estas pudieran tener lugar, un acuerdo especial de la ciudadanía; principio cardinal este que no desconoció el Senado ni aun en los tiempos de su mayor poder. — En principio era necesaria la aprobación de la comunidad aun para toda donación particular de terreno público, por ejemplo, para la entrega de un pedazo de tierra con destino a la erección de un templo o de un mausoleo; pero en esto no fue siempre respetada con escrupuloso rigor la regla. Por el contrario, en la época republicana, las concesiones más o menos generales de terreno común no se verificaron nunca sino en virtud de un acuerdo especial de los Comicios, al que en los primeros tiempos regularmente precedía un acuerdo del Senado; durante la oposición popular contra el gobierno de este, fue frecuente repartir tierras sin consultar la voluntad del mismo, o contra ella. De la ejecución de semejantes acuerdos estuvieron encargados probablemente, en los primeros tiempos de la República, los magistrados supremos; desde mediados del siglo V de la ciudad, la creciente conciencia que de su poder adquirió la ciudadanía hizo que se exigiera, para el ejercicio del derecho de que se trata, y que la misma se había reservado, el establecimiento de magistrados especiales, a quienes se fijaban en cada caso particular las reglas a que habían de atenerse, procediéndose luego a elegirlos en una segunda reunión ad hoc de los Comicios. El número de estos magistrados fue diverso, pero la colegialidad era respetada, hasta que en la última época de la República empezó también a apuntar aquí la Monarquía. La duración del cargo fue también distinta; se acostumbraba prescribir, como en la censura, que terminase, además de por el desempeño del negocio encomendado, por el transcurso de un determinado plazo. La anualidad, no armonizable con este especial mandato, se permitió una vez en el cargo extraordinario de que se trata, y fue cuando se confió el desempeño del mismo a Tiberio Graco y a su compañero, dándoles un mandato comprensivo para ambos, no susceptible de fácil limitación temporal. La competencia de estos funcionarios era, en general, análoga a la de los censores; carecían del imperium y, generalmente, de las atribuciones de los magistrados supremos; negóseles unas veces, y se les reconoció otras, el derecho de jurisdicción censorial, esto es, el derecho que los censores tenían de resolver en cada caso concreto si el trozo de terreno de que se tratara pertenecía o no a la comunidad y si estaba o no sometido a la ley especial correspondiente. Por medio de estas leyes especiales se determinaba qué extensión de terreno era el destinado al reparto y qué condiciones habían de reunir los aspirantes a recibirlo, aspirantes que podían serlo también los miembros de la confederación latina. La adjudicación de terreno iba ligada, según las ocasiones y las circunstancias, a la fundación de una localidad, o también a la de una comunidad independiente, que había de ser agregada a la confederación de las ciudades latinas: en este último caso, el territorio de que se tratase era segregado del territorio romano. La asignación hacía caducar de derecho los aprovechamientos que el Estado romano había venido disfrutando hasta entonces, como dueño, sobre el territorio distribuido; únicamente en los tiempos posteriores, y solo fuera de Italia, se hicieron las fundaciones dichas reservándose el Estado la propiedad, y por tanto, constituyendo censos sobre la tierra. Los funcionarios encargados de fundar las localidades de referencia se llamaron por esto coloniae illi deducendae, mientras que los demás a quienes se encomendaba la distribución de tierras eran llamados agris dandis adsignandis, y también, cuando se les había concedido el derecho de jurisdicción, agris dandis iudicandis adsignandis. El retorno a la Monarquía manifestose también con gran fuerza en lo relativo a la asignación de terreno común por medio de las llamadas colonias militares del tiempo de los dictadores Sila y César y de la época del principado, colonias que no fueron otra cosa que la resurrección del antiguo derecho de los reyes, ya mencionado.
Además de la regulación y dirección del patrimonio de la comunidad, existía la administración del numerario común, esto es, la gestión de la caja de la comunidad (aerarium populi romani), el cobro de los créditos que esta tenía y el pago de las obligaciones que sobre la misma pesaban. Las diversas cajas del sacerdocio, singularmente la importantísima de los pontífices, en la cual se depositaban las multas e indemnizaciones procesales y a cuyo cargo se hallaban principalmente los gastos regulares y ordinarios del servicio divino, pueden considerarse como cajas de la comunidad, en cuanto los bienes de esta y los bienes de los dioses comunes se diferenciaban más bien de hecho que de derecho, pero no caían bajo la administración de la caja de la comunidad porque no figuraban entre las cuentas de esta. Por el contrario, los impuestos cobrados por los presidentes o jefes de distrito para pagar a los soldados, igualmente que las sumas procedentes del tesoro de la comunidad y puestas a disposición de los generales del ejército para el pago de sus atenciones, y en general todos los dineros que habían de figurar en las cuentas del erario, se consideraban y administraban como pertenecientes a este; la comunidad se estimaba ser en este respecto, lo mismo que en general en lo relativo al derecho de bienes, un todo unitario. Según se ha observado ya, a la competencia que tuvieron originariamente los reyes y los cónsules correspondía, entre otras cosas, este ramo de la administración pública, y cuando fue reorganizada la magistratura suprema, quedó el mismo encomendado a los magistrados superiores encargados de los negocios administrativos, y no a los creados para el ejercicio meramente de la jurisdicción, es decir, quedó encomendado dentro del círculo de la ciudad a los cónsules o a sus representantes, y en el campo militar a los magistrados que funcionaban con imperium. Pero la administración de la caja de la comunidad por la magistratura suprema tenía dos clases de restricciones: primeramente, a causa de la necesidad de consultar al efecto a los auxiliares cuestoriales, y en segundo lugar, a causa de la separación establecida entre la administración de la caja de la ciudad y el régimen de la guerra.
La teneduría de libros donde se hicieran constar así los ingresos como los gastos, teneduría existente desde antiguo, sin duda, en la administración de la caja de la comunidad y que probablemente se encomendó desde luego a auxiliares de los magistrados supremos, hubo de hacerse obligatoria, según la concepción de los romanos, desde el mismo momento en que se introdujo la República, y lo seguro es que se conoció desde muy pronto en la época republicana: el cónsul disponía, es verdad, libremente de la caja, pero no podía sacar dinero de ella sino dando al auxiliar tenedor de libros, o sea al cuestor, una orden de pago en la que indicara el fin a que el dinero se destinaba, y haciéndose constar este pago como hecho por orden verbal del cónsul. Este precepto rezaba así bien con los gestores de la caja fuera de la ciudad, menos con el dictador: tanto al cónsul que ejercía sus funciones fuera de Roma, como al pretor provincial, como a todo funcionario que ejerciera facultades consulares o pretoriales, se le daba un cuestor, todos estos con igual competencia. Desde bien pronto intervinieron los Comicios en el nombramiento de los auxiliares de que se trata, y cuando los magistrados referidos se encontraban sin un cuestor nombrado por la comunidad, no por eso cesaba la obligación que los mismos tenían de delegar la teneduría de libros, sino que entonces los magistrados con imperium estaban obligados a nombrar por sí mismos tales auxiliares, a semejanza de lo que ocurría en los tiempos más antiguos. El fin político de tal institución es evidente: como la esencia primitiva de la magistratura no consentía que se le exigieran cuentas con la responsabilidad consiguiente, hubo de acudirse al medio indirecto de obligar a todo magistrado supremo a hacer constar oficialmente, por medio de auxiliares, todo pago que ordenara, con lo que se hacía también posible pedirle responsabilidad por ello. Por lo que toca a los pagos hechos de la caja central de la ciudad, no hay duda alguna de que al renovarse los magistrados que la administraban, la entrega desde los fondos existentes en la caja había de ir acompañada de la rendición de cuentas; y en cuanto a los pagos hechos de la caja de la guerra, al retorno del magistrado ordenador de los mismos a Roma, los correspondientes tenedores de libros tenían que dar cuentas a la caja central.
Además, la administración de la caja central de la capital exigía, en los tiempos que ya nos son mejor conocidos, la presencia en Roma del magistrado supremo a cuyo cargo estaba. Difícilmente existió semejante condición todavía en la primera época del consulado, pues dada la poca amplitud y complejidad de las relaciones de la vida política al comienzo de la República, lo regular era que los cónsules no abandonasen la ciudad fuera del verano, de modo que la caja de la ciudad podía servir al mismo tiempo de caja de la guerra, por lo que todos los gastos se consideraban como hechos igualmente por ambos cuestores. Pero en los tiempos históricos, sobre todo después que se dobló el número de los cuestores, y por consecuencia, la administración consular de la caja de la guerra se separó de la administración de la caja de la ciudad, cuando los cónsules faltaban de Roma, la dirección de esta última caja se encomendaba, juntamente con los demás asuntos de la ciudad, al representante en esta del cónsul. Los constantes cambios en la dirección de la caja por parte de los magistrados supremos, y el menor poder de que disfrutaba el pretor representante del cónsul, contribuyeron por una parte a dar mayor independencia a los cuestores urbanos frente a la magistratura suprema; por otra, a que esos cuestores, y no los magistrados supremos, fuesen quienes tuvieran las llaves del erario, y por otra, a que aumentara el influjo del Senado en la administración de la caja, influjo que continuó existiendo en los tiempos posteriores aun estando presentes en Roma los cónsules.
No formaban parte de los ingresos del dinero público, cuya percepción se encomendó a los cuestores juntamente con la dirección de la caja, ni el botín de guerra, del cual disponía el jefe del ejército, ni las multas e indemnizaciones que en el procedimiento penal ante los Comicios cobraban los magistrados, singularmente los ediles. Estas últimas no ingresaban regularmente en el erario, sino que las empleaba a su arbitrio el magistrado ganancioso en cosas de interés público. El jefe del ejército era libre de hacer esto mismo, o bien de entregar al erario en todo o en parte el dinero procedente del botín de guerra y los demás bienes muebles del mismo origen, siendo obligación del cuestor en este último caso convertir inmediatamente en dinero los bienes entregados. Todos los demás créditos de la comunidad, los pagos por arrendamientos u otros compromisos contractuales, los impuestos civiles, las contribuciones de guerra y las penas pecuniarias cuando no hubiesen sido impuestas por el tribunal del pueblo, ingresaban en el erario y caían, por consiguiente, bajo la competencia de los cuestores. Pero esto necesita más explicaciones.
Ya se ha dicho que la determinación de los créditos procedentes de contratos correspondía a los censores o a quienes les representaran; los cuestores solo podían realizar los créditos de la comunidad sobre los que no hubiere contienda y los que hubieran sido liquidados en esta forma, tomando como base para su oportuna percepción los actos y resoluciones de los censores. Por excepción podían hacerse efectivos los créditos de la comunidad, aun sin intervención del erario, en el caso en que el magistrado correspondiente reemplazara la comunidad por otro acreedor, por ejemplo, cuando el edil traspasaba a un empresario el empedramiento de las calles que el empleado correspondiente tardaba en llevar a cabo, y el empresario, como sustituto de la comunidad, reclamaba del deudor de esta el correspondiente importe, aun por medio de un pleito privado en caso necesario.
La contribución romana (tributus) no era propiamente un impuesto, por lo menos en cuanto se cobraba de los ciudadanos en general, sino más bien un desembolso forzoso que en casos de necesidad exigía a la ciudadanía la comunidad. Los gastos ordinarios de esta se cubrían regularmente con los productos de los bienes comunes, y los extraordinarios para edificaciones y para la guerra se hallaban al principio organizados de tal manera que pesaban más bien sobre los particulares ciudadanos que sobre la caja del Estado. Sin embargo, cuando esta tenía déficit, como ocurrió con frecuencia desde que próximamente a mediados del siglo IV de la ciudad tomó a su cargo el pagar a los soldados su salario, ese déficit se repartía entre los ciudadanos en proporción a sus patrimonios, para lo cual se atendía a los datos adquiridos acerca de los mismos por los censores. Que la ciudadanía fue en su origen una reunión de agricultores, lo demuestra la forma especial de informaciones y manifestaciones hechas ante testigos sobre la posesión territorial, con sus privilegios y su inventario, forma que no puede haber tenido más fin que el de facilitar la comprobación por los censores de la propiedad agrícola existente, y sin género alguno de duda esto es lo que en un principio se tomaba en cuenta también para el cobro de la contribución (tributus); sin embargo, esta, como hemos visto, no gravaba legalmente tan solo sobre la posesión inmueble, sino que era esencialmente un impuesto sobre el patrimonio. La percepción de la misma estaba a cargo de los cuestores, por orden del magistrado supremo y con arreglo a las listas que al erario hubiesen pasado los censores; también era lo regular que interviniera en esto el Senado, mientras que, por el contrario, jamás se interrogó sobre el asunto a los Comicios. La cantidad que había de pagarse se liquidaba atendiendo a la tasación del patrimonio de cada uno hecha por el censor y a la cuota que de ese patrimonio hubiera determinado en cada caso el magistrado supremo que debiera entregarse; pero si surgieran dudas acerca del particular, las resolvían los cuestores por el procedimiento de la cognitio, sin que contra la resolución se diera recurso jurídico alguno más que la invocación al magistrado que podía interponer su intercesión. El pago de la cantidad correspondiente era, no obstante, considerado como un anticipo reintegrable por la comunidad, solo que ella era quien fijaba el plazo para el reintegro. — Es muy probable que además de esta contribución existieran impuestos verdaderos, regulares, y sobre todo, es de creer que mientras los ciudadanos poseedores de inmuebles fueron los únicos obligados a prestar el servicio de las armas, los latinos poseedores de inmuebles y los ciudadanos privados de posesión estuvieran sometidos a tales impuestos; pero no podemos demostrarlo suficientemente. En cambio, podemos asegurar que tanto estos impuestos, si es que existieron, como la contribución excepcional referida, no existían ya desde fines del siglo IV, y que a partir de entonces volvió a ocurrir lo que había sucedido en la primitiva organización de Roma, o sea que los ciudadanos estuvieron completa y efectivamente exentos de pagar nada para la caja de la comunidad.
Las cantidades de dinero que por vía penal tuviesen que pagar los ciudadanos, ya procediesen de un delito cometido contra la comunidad, por ejemplo, de un hurto o de un daño causado en una cosa que se hallare en la propiedad de aquella, ora proviniesen de las multas e indemnizaciones pecuniarias establecidas por leyes especiales para determinadas contravenciones, tenían que ser siempre fijadas en la forma acostumbrada del procedimiento privado: un representante de la comunidad debía deducir demanda ante el pretor y llevarla ante el jurado, y luego de hecha la condena el cuestor cobraba el importe de la cantidad que hubiese sido fijada judicialmente, si es que no se le reservaba al representante de la comunidad en concepto de retribución procesal. En aquellos delitos que podían cometerse también contra los particulares, v. gr., el hurto, todo ciudadano era considerado competente en el sistema antiguo para representar a la comunidad; tocante a las demás contravenciones, las leyes especiales eran las que determinaban la competencia, leyes que a menudo solo permitían a los magistrados la presentación de tales demandas privadas.
Cuando el deudor de la comunidad fuere insolvente, la ejecución, como ya se ha dicho, no se dirigía contra la persona misma del deudor, pero todos los bienes de este eran embargados por el Estado. Esa ejecución se verificaba vendiendo el patrimonio entero embargado; pero el comprador, al hacerse cargo del activo del deudor, había de obligarse a responder del pasivo de este en todo o en parte; no parece que, en el caso de concurrencia de otros acreedores, la comunidad fuera preferida a ellos por su crédito. Hasta cuando el patrimonio entero de un particular, o una parte del mismo, entraba en poder de la comunidad por confiscación penal o por herencia, el erario se hacía cargo del mismo como si lo comprara de esta manera por una cantidad fija.
Para pagar las deudas de la comunidad, generalmente necesitaba el cuestor una autorización de la magistratura suprema; si, por regla general, las pagaba en virtud de un simple acuerdo del Senado, es porque este acuerdo tenía al propio tiempo el carácter de decreto de la magistratura suprema; el cuestor cumplía hasta una orden de pago dada únicamente por el cónsul, de manera que la cuestura siguió dependiendo del consulado como antes. A los demás magistrados que no fuesen supremos, como, por ejemplo, a los censores, no les pagaba el cuestor sino en virtud de una orden especial de los magistrados supremos. Ni desde el punto de vista jurídico significa nada en contrario la circunstancia de que la mayor parte de los pagos se hicieran mediatamente, por ejemplo, que a los empresarios de construcciones les pagaran los censores del crédito abierto a los mismos por la caja de la comunidad, y que el pago a los soldados lo verificaran primeramente los presidentes de distrito y más tarde los generales del ejército y sus cuestores. En determinados casos, la ley podía dar una orden de pago de una vez para todas a los cuestores, autorizándoles, por ejemplo, para pagar sus sueldos a los subalternos de conformidad con los datos suministrados por sus superiores, o para hacer donaciones a los extranjeros que venían a Roma como embajadores de las comunidades con las que esta se hallaba en relaciones de amistad.
No abolió, precisamente, el principado la exención de cargas financieras de que gozaron durante la época republicana los bienes de los ciudadanos; pero esa exención fue indirectamente suprimida por Augusto, singularmente por el impuesto sobre las herencias, creado a consecuencia de la reorganización del ejército. Además, en esta misma época, el emperador fue poco a poco haciendo extensivo su derecho a nombrar magistrados a los funcionarios encargados de administrar la hacienda de la comunidad. El primer paso en este sentido lo dio Augusto al instituir una segunda caja central (aerarium militare) para recibir los impuestos sobre herencias, y la dirección y administración de tal caja se la encomendó a jefes del rango senatorial, sí, pero nombrados por el emperador mismo, los cuales disponían de los fondos procedentes de tal impuesto, sin duda atendiendo meramente las órdenes imperiales. Bajo los emperadores Julio-Claudios, la dirección de la antigua caja central del Estado, en lugar de entregarse a cuestores inexperimentados e imperitos, designados por la suerte, se encomendó, bien a cuestores elegidos por el emperador, bien a pretores; Nerón quitó luego esta caja a los magistrados republicanos, y confió la administración de la misma, igual que la de la caja militar, a funcionarios del orden de los senadores, pero de nombramiento imperial. La caja central del Reino, sin embargo, quedó por lo menos a disposición de los cónsules y del Senado hasta los últimos tiempos del Imperio, interviniendo en ella el príncipe solo de una manera indirecta, por medio de sus proposiciones al Senado.
Más aún que obedeciendo a estos cambios directos, experimentó una transformación la Hacienda del Estado romano durante el principado, merced a la circunstancia de que la caja privada del emperador, tan luego como comenzó a ser llamada fiscus Caesaris, se convirtió realmente en caja del Estado y, gradualmente, llegó a ser la caja principal de este. La diferencia y contraposición formal entre el patrimonio de la comunidad y el de cada uno de los particulares, se aplicó también al del emperador, con tan gran fuerza como no hubiera sido posible hacerlo en una comunidad organizada de hecho monárquicamente, y esa contraposición parece que se cambió en oposición directa cuando luego Diocleciano reorganizó el Estado. Pero no fue la menor causa de la monarquía velada del principado el que los ingresos y los gastos que material y sustancialmente eran públicos, y cuya administración estaba encomendada al emperador, tuvieran la consideración jurídica de privados, pues a consecuencia de esto, por una parte, no estaban sometidos a la rendición de cuentas, ni aun a las que indirectamente se realizaban por medio de la cuestura y por la discusión en el Senado, y por otra parte, el soberano de hecho adquirió una posición en el Estado muy superior a la de los funcionarios encargados de administrar el numerario público. Al tratar de la administración del patrimonio imperial, expusimos en sus rasgos esenciales, de qué manera se llegó a este resultado por la doble vía que dejamos indicada. Todos los gastos necesarios para el desempeño de los negocios públicos encomendados al emperador, por tanto, especialmente todos los gastos referentes al ejército y al abastecimiento de la capital, se pagaban con cargo a la caja privada imperial; de otro lado, entraban en la misma, no solamente los ingresos procedentes de Egipto, que eran adquiridos, más bien que por la comunidad romana, por los sucesores de los Ptolomeos (esto es, por los emperadores), sino también una gran parte del numerario que arrojaban los impuestos. Las rentas y productos de las provincias y los arbitrios de la capital de la comunidad romana eran todos ellos, como hemos visto, cobrados por funcionarios domésticos del emperador, y a lo menos una considerable parte de los mismos se llevaba a la caja privada de este. Hasta las provincias sometidas inmediatamente a la administración imperial se consideraban como en cierto modo atribuidas al emperador por medio de contratos privados de fiducia, de manera que en ellas percibía él mismo los impuestos territoriales como si fuese un verdadero propietario. Las consecuencias de este cambio legal del patrimonio público en privado se reflejaron en la administración de justicia. Debe advertirse, sin embargo, que al príncipe no se le consideró nunca, con respecto a los impuestos provinciales, mera y sencillamente como un propietario del suelo, que es lo que debería haberse hecho, conforme a lo que acabamos de exponer; antes bien, se aplicó desde luego a los procuradores del emperador en las provincias el sistema republicano, según el cual, la resolución de las contiendas que se suscitasen con motivo del cobro de toda clase de impuestos y contribuciones correspondía, por vía de cognitio, a los mismos magistrados a quienes estaba confiado tal cobro. Cuando los administradores del patrimonio imperial exigían créditos distintos de los derivados de impuestos y contribuciones, podía ciertamente hacerse uso del procedimiento del Jurado; pero ya en tiempo de Claudio se autorizó en general para prescindir de este procedimiento, y aunque Nerón dispuso nuevamente que las controversias de esta índole se sustanciaran por el procedimiento privado ordinario, y hasta llegó a instituir al efecto un pretor especial, es, cuando menos, dudoso que este retorno al antiguo orden de cosas persistiera mucho tiempo. En conjunto y en tesis general, podemos decir que, en la época del principado, la caja imperial, que legalmente era privada, fue atrayendo sí a poco a poco, tanto los gastos como los ingresos del Estado, y que vino a colocarse en el lugar del aerarium populi romani, el cual fue perdiendo gradualmente su carácter de central y principal. Este sistema trajo como consecuencia necesaria el que los soberanos sin conciencia dispusieran ilimitadamente de los medios públicos para su provecho privado; pero ni tal sistema se estableció con este fin, ni se manejó ni administró predominantemente tampoco en este sentido. No solamente la economía privada, subalterna, permaneció siempre extraña a la esencia íntima y verdadera del régimen romano, sino que hasta en el sistema financiero realizado por este régimen, la comunidad recibió probablemente de sus soberanos todavía más de lo que dio a estos.
VI. La administración de Italia y desde las provincias
Aun cuando la exposición que hasta aquí hemos venido haciendo de las funciones de los magistrados no se circunscribe a la ciudad de Roma, sino que se ha hecho teniendo en cuenta toda la extensión del Estado romano, sin embargo, la consideración del régimen del Reino como un producto evolutivo, como un ensanchamiento del régimen de la ciudad, ha hecho que en nuestro estudio no haya podido menos de predominar este último punto de vista. Parece, por lo tanto, conveniente que echemos una ojeada, en parte retrospectiva y en parte suplementaria, al conjunto de las instituciones por que fueron administradas Italia y las provincias.
Ya se dijo en el capítulo relativo a la estructura y organización del Reino bajo el régimen de ciudad, que el Estado romano, considerado en general, se componía de cierto número de comunidades regidas por dicho régimen de ciudad y más o menos independientes, todas las cuales se hallaban sometidas a la hegemonía y mando de Roma. Igual independencia se concedía, en tesis general, a aquellas otras comunidades o distritos organizados dinásticamente y que mantenían con Roma vínculos excepcionales; solo en la época del principado, y aun en esta época solo por excepción, se unieron esos distritos al Estado romano, sobre todo el reino de Egipto, haciendo que la administración monárquica, real, a que continuaron sujetos, fuera desempeñada por magistrados romanos. Por diversos que fuesen los fundamentos políticos en que se apoyara aquella autonomía administrativa municipal, es decir, ya se tratara de comunidades que solo por excepción pudiesen disponer de sí mismas por estar formadas de ciudadanos completos o plenos, ya de otras que por el contrario solo por excepción tuvieran limitada su autonomía administrativa, como acontecía con las que se hallaban jurídicamente ligadas con Roma por el vínculo de la confederación, bien en virtud del derecho latino basado en la igualdad nacional, bien en virtud de un contrato especial celebrado por el Estado con tales comunidades; ya se tratara de otras a las que se permitía de hecho el ejercicio de la autonomía administrativa sin habérsela reconocido de derecho, como sucedía con la mayor parte de las comunidades situadas en las provincias, lo cierto es que semejante autonomía era la que formaba siempre la base del gobierno romano. Si en la propia Roma eran la misma cosa la autonomía de la ciudad y el régimen o gobierno del Reino, de suerte que la magistratura, los Comicios y el Senado apenas pueden ser mirados de otro modo que como órganos de un régimen autónomo de ciudad, en cambio, la autonomía administrativa más o menos limitada de las comunidades municipales de Italia y de las provincias aseguró a estas un propio carácter, en contraposición a las autoridades del Reino.
Tantas y tan variadas formas revistió la autonomía municipal administrativa de las comunidades del Estado romano, según las diferentes épocas de la historia del mismo y según las distintas localidades de que se tratara, que se hace imposible presentar un cuadro en cierto modo completo de todas ellas. Pero tampoco aquí pueden faltar ciertos rasgos fundamentales comunes. Por regla general, a todas las comunidades del Reino fue aplicable la máxima de que cada ciudad tenía sus propios magistrados y su propio Consejo de la comunidad, así como también, al menos en la época republicana, se congregaba la ciudadanía de todas ellas para hacer las elecciones y para legislar. Pero quedaban fuera de tal autonomía, desde luego y sin más, toda clase de relaciones con otros Estados que no fuesen la comunidad central romana; Roma no permitía dentro del territorio adonde se extendía su poder, ni que las diversas comunidades dependientes de ella celebraran entre sí pactos íntimos, ni que entablaran ninguna clase de relaciones jurídicas con otros Estados que no formasen parte de la unión del Reino.
A los Estados confederados latinos y a los de la confederación itálica, los cuales eran jurídicamente iguales a los primeros, se les conservó la autonomía militar en la época de la República, puesto que tenían tropas propias mandadas por oficiales propios, y estas eran destinadas por el poder central como expediciones agregadas al ejército romano de ciudadanos. Esta situación de cosas fue abolida cuando se hizo extensivo a toda Italia el derecho personal romano. A las comunidades extraitálicas no se les concedió, salvo contadas excepciones, esta limitada autonomía militar; pero los jefes de tales comunidades podían, en caso de necesidad, llamar a las armas a la ciudadanía, y entonces el que mandaba a esta debía tener iguales derechos que el tribuno militar de Roma.
La jurisdicción fue siempre una materia que perteneció a la autonomía municipal, limitada, sin embargo, la mayor parte de las veces, por la injerencia del magistrado supremo en la materia de tutelas; pero a las comunidades de ciudadanos les fueron aplicadas desde bien pronto las restricciones que más atrás quedan expuestas, y a las de no ciudadanos se les privó de jurisdicción municipal para conocer en aquellos asuntos judiciales en que eran parte ciudadanos romanos.
El derecho penal estuvo también confiado durante la República a las comunidades dependientes de Roma, sin más limitaciones que la de que los delitos que se dirigían inmediatamente contra el Estado romano no quedaban sometidos, como se comprende bien, a la competencia municipal, sino que, por el contrario, eran castigados por Roma, la mayor parte de las veces por la vía administrativa. Todo lo demás, por ejemplo, los procesos por homicidio y por corrupción electoral, quedaban encomendados al conocimiento de las autoridades propias de las comunidades, al punto de que en las que se componían de ciudadanos completos, de semejantes delitos entendía la jurisdicción municipal, aun cuando sus autores fueran ciudadanos romanos. Es, sin embargo, por lo menos dudoso que en la época del principado ejercieran los órganos de los municipios itálicos otras funciones que funciones meramente auxiliares en la administración de la justicia penal; lo que sí puede asegurarse es que entonces se extendió a Italia, primero con el carácter de concurrente con otras, según parece, y luego con el de verdadera competencia reconocida, no solamente la jurisdicción imperial, que nominalmente ejercía el emperador de un modo inmediato, pero que en realidad quien la ejercía eran los funcionarios de su guardia y los de su corte, sino también la jurisdicción del prefecto de la ciudad, de manera que hasta la centésima piedra miliaria ejercía sus funciones el prefecto de la ciudad, y de allí en adelante entraba la jurisdicción inmediata en materia de justicia criminal.
Los asuntos sacrales se hallaban en toda comunidad municipal encomendados desde luego a las autoridades de la misma; estas eran las que designaban los dioses de cada comunidad, las que nombraban sus sacerdotes y las que organizaban el culto divino así bajo su aspecto financiero como bajo el administrativo. Los funcionarios del Reino de Roma no tenían aquí más intervención que la que les correspondía en virtud del derecho general de vigilancia e inspección, que ejercían principalmente en forma prohibitiva.
Lo más importante de todo era la autonomía en la administración del propio patrimonio, la explotación de los bienes de la comunidad (vectigalia) y la dirección de la caja común. Los bienes comunales se aplicaban principalmente así a la Hacienda municipal como a la del Reino, y a la administración de los mismos pertenecía la materia de edificaciones urbanas y en buena parte también lo relativo al establecimiento y preparación de diversiones populares. Aun cuando la administración municipal estaba de derecho sometida en Italia a la vigilancia y fiscalización de los cónsules y del Senado, y en las provincias a la fiscalización y vigilancia de los gobernadores, la gestión de los asuntos estaba, sin embargo, encomendada de hecho al Consejo y a los funcionarios de la comunidad; y como esto contribuyó esencialmente, a no dudarlo, a la exaltación del patriotismo municipal, a menudo excéntrico y mal entendido, en este campo es también donde se manifestaron de un modo principal los males y los peligros de la economía municipal insuficientemente intervenida e inspeccionada, y como contragolpe de este abuso hubo de comenzar a limitarse la autonomía de las ciudades por medio de funcionarios locales nombrados por el emperador. Desde Trajano en adelante encontramos curadores encargados de vigilar e inspeccionar la administración del patrimonio de las ciudades más importantes, nombrados por el emperador de entre los individuos ilustres que no pertenecían a la ciudadanía, y los encontramos principal, aunque no exclusivamente, en Italia, donde la vigilancia de los cónsules era más laxa que la de los gobernadores en las provincias.
A pesar de las muchas señales de su próximo fin; a pesar de la despoblación, que iba creciendo más cada día, y del retroceso visible de la educación y de la vida toda, hechos debidos en primer término a la decadencia de la corrección doméstica y del espíritu y fortaleza guerreros, igualmente que a la apatía política engendrada por la Monarquía, a pesar de todo, la unión de las ciudades itálicas, considerada en globo, continuó existiendo hasta fines del siglo II de J. C.; la guerra y la peste que hubo en tiempo del emperador Marco fue lo que puso de manifiesto e hizo visible el ocaso, el cual fue acentuándose más y más cada día, hasta que, al concluir el siglo III, se consumó la completa ruina y la total descomposición de la prosperidad itálica y de la itálica civilización.
La especial situación en que Italia se hallaba colocada tenía, ante todo, un origen militar. En los tiempos anteriores a Sila, Italia, incluyendo en ella las Galias hasta los Alpes, formaba el distrito encomendado al mando militar de los cónsules, a no ser que por excepción se destinara a estos a otro mando militar; pero los cónsules solían distribuirse entre sí de común acuerdo ese mando militar de Italia. Desde Sila en adelante, y bajo el principado, Italia fue excluida del mando militar, primeramente hasta los ríos Macra y Rubicón, y después, en tiempo de César, hasta los límites de los Alpes; con lo que la extensión del poder militar, que en los antiguos tiempos de la República solo se aplicaba a la ciudad de Roma y a sus arrabales dentro de la primer piedra miliaria, se hizo de esta manera extensiva a toda la Península. — La consecuencia que de aquí resultaba, a saber: que en Italia no podía haber tropas dentro de la extensión dicha, fue aplicada en lo esencial al ejército propiamente tal, a las legiones y a los auxilios de las mismas; solo se hicieron excepciones a esta regla en favor de la guardia imperial, en favor de las cohortes pertenecientes a la misma y puestas al servicio del prefecto de la ciudad, en favor de la brigada de incendios de la capital, organizada militarmente, y en favor de las dos estaciones centrales de la flota del Mediterráneo, Miseno y Rávena. Para el servicio interior de seguridad se establecieron dentro de Italia, y solo en los primeros tiempos del principado, porque aún continuaban los efectos de la guerra civil, pequeños puestos militares, que se intentaron por lo menos resucitar en los instantes en que se descomponía la organización política, al concluir la dinastía de los Severos.
Más importante todavía que el privilegio que tenía Italia de hallarse libre de tropas, privilegio que de derecho solo a ella le correspondía, pero que de hecho gozaron desde el fin de la dinastía de los Julios todas las provincias sometidas al gobierno inmediato del emperador, más importante, decimos, que este privilegio, fue el de la exención de impuestos al suelo itálico. El impuesto, así el de la época republicana como el de la del Imperio, impuesto que no debe confundirse con la contribución antigua, era esencialmente, según la concepción romana, la renta que pertenecía al dueño del terreno a cambio del aprovechamiento del mismo; por lo tanto, cuando el suelo romano se hallaba en propiedad privada, estaba libre del impuesto, y cuando pertenecía a la comunidad, el tenedor de la tierra tenía que pagarlo. Ahora bien; como ya se ha dicho más atrás, durante el curso de la evolución republicana, el suelo itálico era esencialmente de propiedad privada; mientras que, por el contrario, en las posesiones ultramarinas de Roma — exceptuando tan solo los territorios pertenecientes a los Estados que, siendo legalmente soberanos, solo mantenían relaciones de confederación con Roma — no solamente el suelo era considerado como de propiedad de la comunidad romana, sino que también esta última se juzgaba como inalienable, de manera que en esos terrenos no podía originarse propiedad privada, y, por lo tanto, la tierra estaba, y continuó estando, sometida a la obligación del impuesto. No nos es posible dar ahora cuenta detallada de las modalidades de este sistema, ni de las excepciones que el mismo experimentaba; diremos únicamente que en los tiempos últimos de la República y en los del principado, la situación privilegiada en que Italia estaba con respecto a las provincias estribaba, ante todo, en esta exención del impuesto territorial.
Funcionaban como autoridades a quienes correspondía la vigilancia e inspección sobre Italia, los cónsules o sus representantes y el Senado. En los tiempos anteriores a Sila, aquellos abandonaban por regla general la ciudad para hacer su servicio de campaña, y durante la buena época del año, si no estaban ocupados en otra cosa, residían con sus cuestores y tropas en Italia, incluyendo en esta la Galia cisalpina; mas no era esto con el fin inmediato de intervenir en la administración de la Península, si bien dicha residencia no pudo menos de ejercer esencial influjo sobre esa administración. Justamente para esto, y sobre todo para ejercer la conveniente inspección sobre el estado de los barcos de guerra que por contrato estaban obligadas a sostener las ciudades de la confederación itálica, fueron destinados los tres cuestores que desde el año 487 (267 a. de J. C.) residieron en Ostia, Cales de Capua y (probablemente) Rávena, los cuales eran manifiestamente funcionarios estacionados en Italia y subordinados a los que a la sazón fueran cónsules. Decaída la flota de guerra de Roma y suprimidas las prestaciones con que tenían que contribuir las ciudades confederadas con esta, los puestos de que se trata dejaron de tener objeto y fueron suprimidos por el emperador Claudio. Según todas las probabilidades, luego que se consumó de un modo firme e indisputable la unión política de la Península bajo la hegemonía de Roma, las ciudades itálicas fueron abandonadas a sí mismas, tanto durante la República como durante el Imperio, y es difícil que al convertirse las comunidades legalmente autónomas en comunidades de ciudadanos plenos sometidas jurídicamente a Roma, aumentase de hecho la injerencia en ellas de las autoridades superiores. Más bien hubo de suceder lo contrario, y aquel gobierno que ejerció sobre Italia el Senado de los tiempos medios de la República, y de cuya seria y sin duda muchas veces opresora inspección testifica, v. gr., el asunto de las bacanales, no pesó mucho más gravemente sobre Italia que la soberanía del principado, en cuya época, ante el temor de las resistencias y rebeliones contra la ciudad soberana, se dejaron de ejercitar por parte del poder del Estado hasta los cuidados y la vigilancia que eran precisos para el buen régimen municipal. La dispensa de las leyes del Reino, v. gr., de las que ponían trabas al derecho de reunión y asociación y de las que regulaban las fiestas populares, tenía que pedirla la ciudad al Senado romano, y la inspección sobre esta materia correspondía sin duda a los magistrados romanos; pero los cónsules y el Senado hicieron un uso muy limitado de tales atribuciones después de la guerra social, y los mismos funcionarios del Reino nombrados en la época del principado se injirieron también poco en la autonomía de las ciudades de Italia. Los funcionarios que desde Adriano en adelante nombraba el emperador para la declaración del derecho (iuridici) en cada una de las localidades itálicas, destinados sobre todo a la materia de fideicomisos y a la de tutela, más que las atribuciones jurisdiccionales de los magistrados municipales, lo que limitaron fueron las funciones de los pretores de la ciudad, que hasta ahora habían sido los competentes para entender en los referidos asuntos. Los curadores puestos por Augusto para cuidar de cada una de las calzadas mayores solo accidentalmente tenían algo que ver como tales con los municipios, y con mayor razón podrá decirse esto después que, a partir de Nerva, los emperadores instituyeron en la ciudad una caja destinada a pagar los gastos de crianza de cierto número de ciudadanos que se hallaban en estado miserable, y encomendaron la dirección de esa caja principalmente a los curadores de vías. Más se hizo sentir la injerencia de la jurisdicción imperial, por una parte en la administración de justicia penal, probablemente desde los primeros tiempos del principado, y por otra parte, desde comienzos del siglo II, en la administración del patrimonio; de ambas cosas hemos tratado ya.
Por contraposición a Italia, sometida a la administración de justicia de la ciudad de Roma, eran las provincias especiales distritos jurisdiccionales que se establecieron primeramente en los territorios ultramarinos tan pronto como el poder de Roma traspuso los confines de la tierra firme; a los cuales distritos se añadió en tiempo de Sila, por la parte de los límites septentrionales de la tierra firme, la Galia cisalpina, que luego César volvió a segregar por haber equiparado a la Galia dicha con Italia y haber señalado en los Alpes los límites de esta última.
El distrito judicial secundario, o sea la provincia, estaba a cargo de un jefe propio, que tenía encomendada la jurisdicción. Este jefe fue en un principio un pretor o uno que hubiera sido pretor, y posteriormente un propretor o un procónsul, puesto que desde los tiempos de Sila todos los magistrados supremos ejercían durante el primer año de funciones, que era el verdadero, las relativas a la ciudad, y en el segundo año se les encargaba, aun a los que hubieran sido cónsules, del mando de una provincia. Tampoco durante el principado era el gobierno provincial otra cosa que el segundo año de funciones del pretor, pero gradualmente fue el cargo adquiriendo carácter de independencia, merced a que el intervalo de tiempo transcurrido entre el desempeño de la pretura y el del gobierno de provincia, se hizo ahora de varios años, y merced, además, a que a los que después de ser pretores se encargaban de un gobierno de provincia, se les daba el título de procónsules. Pero estos proconsulados no se establecían en aquellas provincias cuya administración se encomendaba inmediatamente a un depositario del poder proconsular general. A los representantes del emperador en cada una de estas circunscripciones o distritos se les llamaba legados o ayudantes del mismo (legati) cuando pertenecían al rango de los senadores, concediéndoseles entonces también el título de propretores, y cuando pertenecieran a la clase de caballeros, se les llamaba representantes del emperador para ejercer el mando militar (praefecti) o para gestionar negocios (procuratores), sin que se les diera entonces el título de propretores; en lo esencial, sin embargo, unos y otros tenían iguales atribuciones. De la importancia y consideración que se daba a estos puestos se ha hablado ya. En general, la competencia del gobernador de provincia, del praesides, era siempre la misma para los asuntos principales, fuesen luego las que quisieran las diferencias que entre unos y otros hubiera por razón del rango y del título que llevaran. En la época republicana, durante la cual el número de distritos jurisdiccionales secundarios fue con frecuencia mayor que el de los magistrados supremos con derecho a desempeñar gobiernos de provincia, y especialmente en el siglo VI de la ciudad, en que se hizo uso de estos últimos muchas veces con carácter extraordinario, la organización y funcionamiento regulares de los gobiernos de provincia sufrieron a menudo perturbaciones, debidas, más que nada, a que solían prolongarse las funciones de los gobernadores más allá del plazo de un año, pero también a la circunstancia de que el poder propretorial se confería excepcionalmente, no en verdad a simples particulares, pero sí a cuestores cuya competencia para el caso no era en rigor superior a la de los particulares. En cambio, durante el Imperio, el número de personas que reunían condiciones de capacidad, tanto para el desempeño de los gobiernos de provincia propiamente dichos, como para el de representantes del emperador, fue siempre mayor que el de los puestos vacantes. Solo, pues, por excepción tuvo que acudirse a la ampliación del plazo anual de funciones con respecto a la primera categoría de puestos referida, y además, de conformidad con la concepción del gobierno de provincia como cargo independiente y sustantivo, aquella ampliación fue considerada como una reiteración. Y por lo que toca a los lugartenientes del emperador, debe decirse que ni a estos ni a ninguna clase de funcionarios auxiliares nombrados sin intervención de los Comicios se aplicaba la regla de duración de un año, sino que los mismos ejercían sus funciones por todo el tiempo que al emperador le placía, que por lo regular era un plazo de algunos años, no muchos. — Al jefe del distrito jurisdiccional secundario se le concedió desde un principio como auxiliar un cuestor, ya para que tuviera a su cargo la caja, ya para que ejerciese la jurisdicción edilicia; pero además, por virtud del derecho que el imperium militar llevaba anejo para dar libremente comisiones y conferir mandatos, el cuestor hubo de desempeñar toda suerte de funciones propias de los magistrados. En los tiempos del principado, las provincias sometidas inmediatamente al gobierno del emperador, así como carecieron de gobernadores propiamente tales, carecieron también de cuestores, y la actividad auxiliar correspondiente a estos se encomendó a los oficiales militares adjuntos al gobernador o a los agregados (adsessores) del mismo que no eran militares.
No nos es posible exponer aquí detalladamente la autonomía de que gozaban las comunidades o municipios de las provincias. Esa autonomía era por un lado más reducida, y por otro más amplia que la de las comunidades itálicas. Era más reducida, en cuanto que las injerencias e intromisiones que efectuase el gobernador de la provincia en la auto-administración, puramente tolerada, de las comunidades, si bien podían ser censuradas por el gobierno de Roma y castigadas por los tribunales romanos, no podían, en cambio, ser denunciadas por las mismas comunidades interesadas como infracciones jurídicas legales y verdaderas. Y era más amplia, no solo porque los contratos celebrados con los Estados confederados obligaban al gobernador de la provincia, sino también y ante todo, porque, a lo menos por largo tiempo, la mayor parte de la población de estas comunidades estuvo privada del derecho de ciudadano, y claro está que las autoridades de la comunidad de que se tratara tenían mucha latitud para obrar con respecto a los no ciudadanos, mucha más de la que tenían cuando intervinieran ciudadanos. Es, sobre todo, muy probable que la administración de justicia penal propia se ejerciera por más largo tiempo y con mayor extensión sobre los individuos pertenecientes a una comunidad de peregrinos, aunque esta fuese de las de autonomía tolerada, que no sobre los individuos pertenecientes a las comunidades de ciudadanos romanos.
El gobernador de provincia debía prestar con relación a las comunidades municipales que se hallaran dentro de la circunscripción de su mando los mismos servicios que en el distrito de la capital estaba obligada a prestar la magistratura de la ciudad. Por de pronto, el presidente de la provincia era el jefe de la administración de justicia, y así se le llamaba también; la forma absolutamente monárquica que el gobierno de provincia tenía, la tenía por ser esta la forma adecuada al ejercicio de la jurisdicción, según hemos visto. El gobernador fallaba, en primer término, aquellos asuntos que en la ciudad de Roma eran llevados ante el pretor de la ciudad, y en segundo término, los que correspondían a la competencia del pretor de los peregrinos, a lo menos cuando alguna de las partes gozara del derecho de ciudadano romano. Las controversias entre los no ciudadanos quedaban, por regla general, fuera de su competencia; pero a menudo había disposiciones especiales que preceptuaban cosa distinta sobre este particular, y por otro lado, no podía decirse que fuera antijurídica la intromisión del gobernador en la administración de justicia de las comunidades municipales de la provincia, cuya autonomía no estuviera reconocida en documento alguno. La jurisdicción edilicia estaba aquí, como se ha dicho, a cargo del cuestor. Que los magistrados provinciales estaban no menos obligados que los de la capital a servirse del sistema del Jurado, se comprende desde luego en cuanto se considere que tenían que administrar justicia civil en asuntos en que intervenían como partes ciudadanos romanos.
Al gobernador de provincia no se le destinó desde un principio al ejercicio del mando militar; por tanto, toda provincia o circunscripción fue considerada como exenta de este mando y como susceptible de ser administrada civilmente, lo mismo que ocurría con Italia; en los casos de guerra seria, se enviaba a la misma uno de los cónsules. Pero el pretor provincial no estaba privado de mando militar en la misma extensión en que lo estaba el de la ciudad. Los primeros organizadores de esta importante institución advirtieron, sin duda, que estos jefes militares secundarios eran un peligro para la constitución republicana, y seguramente por eso se huyó de nombrar a cada uno de los gobernadores de provincia por medio de elección hecha en los Comicios; sin embargo, si fue quizá posible colocar al frente de la administración de Sicilia una magistratura puramente civil, no sucedió lo mismo con la administración de Cerdeña, y menos aún con la de España; y el hecho de que al pretor provincial se le concediera un cuestor destinado a dirigir la caja de la guerra, cuestor de que carecían los pretores de la ciudad, demuestra que las preturas provinciales tuvieron desde su origen una misión militar junto con la jurisdiccional. Las precauciones con que se establecían los gobiernos de provincia en el sistema republicano lograron su fin por todo el tiempo durante el cual subsistió el mando militar de los cónsules en Italia y mientras predominaron de hecho y de derecho los mandos auxiliares. Pero después que la Italia propiamente dicha fue sometida por Sila al régimen pacífico de la ciudad, y las tropas del Reino fueron distribuidas entre los varios gobiernos de las provincias, las posteriores guerras civiles se verificaron regularmente, no tanto entre los gobernadores rivales, como en Italia: los gobiernos de provincia fueron los que originaron la ruina de la República, pues el mando militar especial de los gobernadores es lo que sirvió de base para constituir el mando general proconsular del imperator. El sistema de establecer cuarteles de tropas en las provincias, con exclusión de Italia, se conservó bajo el régimen de los emperadores; ya por motivos políticos, ya por motivos militares, todas las provincias no sometidas inmediatamente al poder del emperador fueron quedando regidas militarmente; sobre todo, los distritos limítrofes que necesitaban ponerse en condiciones de defensa contra el extranjero fueron dotados de tropas.
No solo correspondía de derecho al gobernador de provincia, en concepto de jefe militar, el derecho de coacción y penal inherente a la magistratura suprema, lo mismo que les correspondía a los magistrados de la ciudad, sino que este derecho era en sus manos un arma más terrible que en las de los últimos, por cuanto los individuos con quienes principalmente trataba no eran ciudadanos, y las violencias y abusos cometidos contra ellos únicamente constituían un delito de abuso de funciones públicas, por el cual se exigía, principalmente en la época republicana, una muy laxa responsabilidad penal. Y hay que añadir que, aun tratándose de ciudadanos, transcurrió largo tiempo antes de que el derecho de provocación tuviera aplicación más que contra los funcionarios de la ciudad; pero posteriormente, aun fuera de Roma, el cuerpo y la vida de los ciudadanos alcanzaron protección legal contra el arbitrio de los magistrados. El gobernador de provincia no tenía un verdadero y propio derecho penal frente a los ciudadanos; lo que vino a constituir a este respecto la regla general fue que el mismo, cuando se tratara de delitos no militares cometidos por ciudadanos, debía limitarse a comenzar el proceso criminal, a apresar en caso necesario al reo y enviarlo todo a Roma. El empleo del procedimiento de las quaestiones, que fue el predominante en las causas criminales durante los tiempos posteriores de la República y durante el Imperio, no era de la competencia del gobernador provincial. Sin embargo, este solía ser autorizado por alguna cláusula especial de ley, y en otros casos por medio de instrucciones del emperador, para dictar sentencia en diferentes delitos, por ejemplo, en los de violencias y adulterio, por el procedimiento de la cognitio, previa consulta al consilium, pero sin estar obligado a seguir el dictamen de este. Y en los casos en que el gobernador estaba autorizado para sentenciar, no solamente tenía facultades para imponer las antiguas penas menores, sino también las nuevas formas de penas contra la libertad introducidas por Sila y durante el principado, esto es, la deportación y el trabajo forzoso, pero no la pena de muerte, reservada a los tribunales soberanos. No obstante, por lo menos en el siglo III de J. C., el emperador delegaba, por regla general, en el gobernador de provincia el ejercicio de la alta jurisdicción penal sobre las personas de condición inferior, y solo quedaban exceptuadas de la delegación aquellas otras personas de categoría principal: los oficiales del ejército, los individuos que ejercieran cargo, los miembros del Senado del Reino y del de la ciudad, a las cuales no podía aplicárseles la pena de muerte sino por decreto del emperador y con consentimiento del mismo.
Las demás limitaciones impuestas al gobierno de los presidentes de las provincias fueron acaso legalmente las mismas que por ley se habían puesto al gobierno de Italia por los cónsules, debiendo atenerse además a las instrucciones recibidas, ya del Senado, ya del emperador. Pero estas limitaciones tuvieron en realidad poca importancia en las provincias, sobre todo, con relación a las comunidades que según la ley estaban fuera del derecho y desprovistas de él. La misma naturaleza del cargo especial de que se trata, y además la obligación que el gobernador tenía de detenerse y residir en todas las mayores ciudades de su circunscripción para administrar justicia a los ciudadanos romanos, así como la obligación que sobre el mismo pesaba de inspeccionar todas las comunidades municipales de la provincia, imprimían a la administración provincial un sello justamente opuesto al de la administración itálica, pues hallándose encomendada a malas manos y ejerciéndose la inspección sobre ella con gran laxitud, vino a convertirse en un horrible látigo, mientras que cuando era bien ejercida, y sobre todo cuando pesaba sobre ella una rigurosa vigilancia, como sucedió en tiempo del principado, fue muchas veces útil y conveniente, y algunas hasta beneficiosísima. Cuando el contingente de las tropas del Reino no fuese grande y los demás gastos públicos fueran moderados, era perfectamente posible que el peso de las cargas públicas fuese muy llevadero en los tiempos normales de la administración así del Reino como de las comunidades provinciales, y también fue posible que los numerosos pueblos sometidos a la obediencia del soberano romano encontraran una paz llevadera bajo este régimen.
VII. Las relaciones con el extranjero
Las relaciones que la comunidad romana mantuvo con los Estados efectivamente independientes, con Cervetere y Capua en los más antiguos tiempos, con Cartago y Macedonia posteriormente, con la libre Germania y con el Estado de los Parthos en la época del principado, no fueron legalmente más allá de lo que suponía la regla que se seguía como norma de conducta con las comarcas extrañas, a saber: considerarlas carentes de derecho y fuera de él; carencia de derecho cuya expresión más rigurosa representaba el primitivo principio jurídico, según el cual, con las comunidades etruscas no era legalmente posible la celebración de tratados que durasen eternamente, no habiendo en realidad más que suspensión, por largo tiempo, de las hostilidades. Esta carencia de derecho no sufrió más que una limitación con respecto a los especiales tratados sobre el derecho de la guerra, a los principios relativos a las embajadas y a la suspensión de hostilidades. Los tratados eternos de alianza que dieron origen a que dentro de la confederación nacional de las ciudades del Lacio se desarrollara Roma, y a los cuales fue debido en tesis general que la ciudad de Roma llegara a convertirse con el tiempo en el Reino romano, no eran tratados internacionales más que de nombre, por cuanto con Roma no se contrataba en casos tales sino por medio de pactos, que además de ser eternos, implicaran jurídicamente la dependencia y subordinación de la otra parte contratante; por tanto, todo Estado que contratase con Roma, por el hecho mismo de celebrar este tratado, renunciaba al derecho de contratar libremente con otros Estados y se imponía limitaciones a su derecho de hacer la guerra. Por tal motivo, estos tratados han sido estudiados en el libro primero de la presente obra, al ocuparnos de la evolución del Reino romano. En Roma, pues, no hubo un verdadero derecho internacional en el sentido que damos actualmente a estos términos, o sea como conjunto de vínculos permanentes, relativos a otras materias que no sean la guerra, y establecidos entre los Estados que legalmente disfrutan de igual soberanía. Al tratar aquí de las relaciones de la magistratura romana con el extranjero, no damos a la palabra «extranjero» su significación histórica, como conjunto de Estados independientes de Roma desde el punto de vista político, sino que le damos la significación que se le daba en el derecho público, como conjunto de territorios que no pertenecían a la propiedad de la comunidad romana ni a la de los particulares; debiendo ahora averiguar en qué forma y hasta dónde estaban autorizados los magistrados romanos para celebrar contratos con los poderes que en el sentido expuesto fueran extranjeros.
Así como los contratos que celebraba la comunidad no tenían que someterse generalmente a las formalidades legales establecidas por el derecho privado, sino que se concertaban desde un principio y absolutamente en la misma forma que los contratos consensuales privados, así también los tratados que celebrara la comunidad romana con otra comunidad, ni necesitaban someterse a reglas de la índole referida, ni en rigor eran susceptibles de regulación fija. El único elemento regulador de semejantes tratados era la voluntad de la comunidad contratante. Estos contratos podían ser celebrados por todo individuo comisionado para ello, y los de importancia subordinada a menudo lo eran por personas que no ocupaban cargo oficial alguno, y sin formalidades. Los convenios políticos importantes solían concertarse por los magistrados con imperium, de modo solemne; así, los tratados de alianza los solía celebrar el magistrado supremo que se hallara más cerca, y los tratados de sumisión y de paz, generalmente el jefe del ejército que daba fin a la guerra; solo una vez, después de la primera guerra púnica, nombraron los Comicios magistrados extraordinarios, encargados especialmente de concertar la paz. De la intervención del Senado en la celebración de los tratados de paz, por medio de comisiones senatoriales agregadas al jefe del ejército, hablaremos luego al ocuparnos del Senado.
La celebración del tratado tenía lugar de ordinario verbalmente, por medio de interrogación y respuesta, y reduciéndose enseguida a escritura lo convenido, igual que se acostumbraba a hacer con los contratos privados verbales. Al tratado celebrado por el Estado se le daba forma solemne, lo mismo que a todos los convenios que no caían bajo el procedimiento privado y cuyo cumplimiento no tenía, por lo tanto, más garantía que la conciencia, por medio del juramento prestado por ambas partes (foedus). Cada una de las comunidades contratantes se comprometía a observar fielmente lo pactado por medio de un acto religioso conforme con sus usos, y para el caso de no cumplir con lo prometido, invocaba la maldición (execratio) de los dioses por quienes había jurado, para que cayera sobre la comunidad que faltase a sus compromisos. Al fortalecer de esta manera, por medio del juramento, el valor del pacto, cada comunidad obraba, pues, de por sí, no obraba contractualmente, mientras que el acto a que el juramento prestaba fuerza revestía la forma de un contrato. Solía ir seguido este contrato de un acto público, que consistía en depositar los documentos correspondientes en un monumento que los conservase, que en Roma era, por regla general, el templo de la Fides publica populi Romani, en el Capitolio.
Pero, como se ha advertido ya, el contrato celebrado por el Estado no tenía fuerza jurídica sino cuando la comunidad prestara su conformidad con el mismo. Esta conformidad es claro que iba implícita en todos aquellos tratados celebrados por los oficiales militares y por los jefes de ejército sin los cuales tratados no podía ejercerse mando militar y que los usos de la guerra llevaban consigo; lo propio sucedía cuando se tratara de contratos que no reportasen más que ventajas a la comunidad, como, por ejemplo, los contratos de sumisión por parte de una comunidad vencida. Por el contrario, para todos los demás tratados había que pedir el consentimiento de la comunidad, hasta donde fuera posible antes de la conclusión del contrato; y según los usos romanos, ese consentimiento se daba regularmente enviando dos sacerdotes pertenecientes al colegio de los feciales, instituido para el comercio internacional, para que practicaran el juramento dicho. No eran los Comicios quienes resolvían acerca de este envío, sino el gobierno central, o sea el presidente del Senado, de acuerdo con este. Lo cual, junto con la tendencia dominante en tiempo de la República, de concentrar en el Senado los negocios del exterior, trajo consigo el que, en época más adelantada, los magistrados que dirigían la guerra se limitasen en sus negociaciones con el enemigo a ajustar convenios militares, enviando a Roma, en cuanto fuese posible, hasta los mismos preliminares de la paz; sin embargo, esto no pudo continuar del mismo modo cuando el territorio se hizo más extenso, singularmente cuando se trataba de guerras extraitálicas. La conclusión definitiva de los tratados siempre estuvo reservada a los magistrados romanos.
Todo tratado que, sin conocimiento previo de la comunidad, celebrase por ella el jefe del ejército, podía declararlo nulo la ciudadanía; pero en estos casos, singularmente cuando el tratado se hubiese concertado interviniendo formalidades religiosas, todas cuantas personas hubiesen participado en la realización del acto, y sobre todo el jefe del ejército que en ello hubiere intervenido, eran entregadas al Estado con quienes se había celebrado el contrato, cual si fueran prisioneros de guerra, como afectadas personalmente por la execración referida.
El jefe del ejército no necesitaba el consentimiento de la ciudadanía para emprender de hecho una guerra cuando no contraviniere con ello a ningún tratado. Pero el magistrado no tenía por sí facultades para romper un tratado ya formalizado, ni siquiera para asegurar que lo había roto la otra parte contratante y considerarla en lo tanto como enemiga, o lo que es igual, no tenía facultades para declarar la guerra, sino que lo que tenía que hacer era remitir la proposición correspondiente al Senado y a la ciudadanía, como más adelante veremos. Pero en caso de ruptura pública del contrato, y sobre todo cuando las hostilidades hubieran sido comenzadas por la otra parte, el comienzo efectivo de la guerra podía preceder a la declaración de la misma.
Todo magistrado tenía facultades en general para el comercio internacional, sobre todo para cuanto se refiere al envío y a la recepción de embajadas a la comunidad; pero, al menos en los tiempos históricos, tales facultades se hallaban restringidas por la circunstancia de que este comercio, tanto en lo relativo al envío como a la recepción, no podía hacerse sino en la ciudad, hasta donde esto fuese posible, y por lo tanto, el derecho de que se trata lo ejercían esencialmente solo los magistrados supremos que a la sazón presidieran el Senado.
Libro V. Los Comicios y el Senado
Si bien es cierto que la comunidad romana vino a la vida como una monarquía perfecta y fijamente definida, y que aun durante la organización republicana, la magistratura, que no tenía otro fundamento que ella misma, era una institución sustantiva que se hallaba frente a la ciudadanía, como cosa distinta de ella, sin embargo, también lo es que dicha magistratura tenía limitaciones jurídicas en su obrar, tanto con relación a los particulares ciudadanos como con relación al Consejo de los Ancianos y con relación a la colectividad de los ciudadanos legítimamente congregados en asamblea. Al estudiar las funciones encomendadas a los magistrados hemos expuesto lo concerniente a los derechos políticos que correspondían a los particulares ciudadanos y que no dependían del arbitrio de aquellos, lo concerniente a la capacidad para aspirar al desempeño de los cargos públicos, lo concerniente a la facultad de formar parte del ejército y lo concerniente a la administración de justicia. Quédanos todavía por exponer en qué tanto el magistrado, sin el cual no podía ser ejecutada acción alguna de la comunidad, se hallaba obligado a provocar para realizarla la intervención o cooperación de la comunidad misma, inquiriendo la opinión que sobre el asunto tuvieran, ya la asamblea de los ciudadanos, ya el Consejo de los Ancianos. Acerca del particular regía primitivamente el principio según el cual la magistratura tenía la obligación y el derecho de poner en práctica y hacer que funcionase el orden jurídico existente; pero siempre que se tratara de obrar separándose de lo preceptuado en este orden jurídico vigente, como acontecía, v. gr., en los casos de declaración de guerra o de formación de un testamento, y mucho más cuando aquel orden hubiera de sufrir una alteración general, era preciso pedir el consentimiento de los indicados factores. Las consecuencias de esta idea fundamental se fueron desnaturalizando esencialmente conforme iba pasando el tiempo. La ciudadanía empezó a congregarse sin contar para ello con la intervención del Consejo, y si bien es verdad que la magistratura es la que siguió teniendo la iniciativa y que los Comicios no llegaron nunca a adquirir legalmente aquella omnipotencia que correspondió a la ekklesia helénica, sin embargo, en realidad ellos fueron los que poco a poco se apoderaron de la soberanía de la comunidad. El Consejo de los Ancianos, en su forma originaria, dejó de participar en el gobierno de la comunidad, pero readquirió esa participación cuando el mismo fue ampliado en la organización patricio-plebeya, y la readquirió, porque cada vez fue haciéndose más extensa la obligación que la magistratura tenía de atenerse a las proposiciones hechas al Consejo. Finalmente, los Comicios dejaron de funcionar en la época del principado, y entonces el legítimo depositario de la soberanía del pueblo fue el Senado, el cual fue legalmente adquiriendo la plenitud de sus atribuciones a medida que se iba retrocediendo de hecho a la Monarquía. De todo esto vamos a tratar en el presente libro.
I. Interrogación a la ciudadanía
De la ciudadanía hemos tratado en el libro primero. En los más antiguos tiempos protohistóricos, estaba formada esta por la totalidad de los miembros de las familias, por los patricios, y en los tiempos históricos, por la totalidad de estos patricios y por los miembros de la comunidad salidos de la clientela, o sea los plebeyos. En esta última época no había una colectividad que fuese peculiar, políticamente hablando, de los patricios; pero sí había una colectividad peculiar de los plebeyos, colectividad que no era la ciudadanía, aun cuando funcionaba en muchos respectos con derechos iguales a esta.
Una cierta intervención general de la ciudadanía en los negocios públicos la tenemos en la prohibición general existente de ejecutar los mismos en lugar privado; esta limitación, cuya importancia política y moral no puede ser bastante encarecida, fue siempre una traba impuesta al ejercicio de la actividad de los magistrados cuando la misma se relacionaba con los particulares; fue una traba, singularmente en lo relativo a la administración de justicia y a la leva. Por regla general, el magistrado realizaba sus actos como tal ante el público (in conventione o contione), y en lo tanto sin formalidades; sin embargo, también acontecía, sobre todo en los actos sacrales de los más antiguos tiempos y en la subasta, que la ciudadanía asistiera a un acto público organizada conforme a las divisiones en curias o centurias de que constaba. De esta manera se llevó a cabo la inauguración del sacerdote-rey y la de los demás altos sacerdotes de la comunidad, y de la misma manera se cerraba el censo con la solemnidad del sacrificio expiatorio.
La intervención efectiva de la ciudadanía en la celebración de un acto público, intervención que implicaba que todos los ciudadanos que participasen en dicho acto manifestaran su voluntad tocante al asunto, presuponía forzosamente la congregación de los mismos según la organización que por la Constitución les correspondía, esto es, por medio de los comitia, cuyas formas quedan expuestas en el libro primero. La base de organización de los Comicios era doble, civil y militar: en cuanto todo ciudadano era al propio tiempo que ciudadano un individuo obligado a la defensa de la patria, la ciudadanía podía congregarse, o atendiendo a su organización civil, esto es, bien por curias ordenadas por familias, bien por tribus, para cuya formación se atendía principalmente al domicilio de los ciudadanos, o atendiendo a la organización militar, es decir, a la división de la misma en centurias. En la ciudadanía patricio-plebeya, la reunión por curias se conservó vigente para entender en ciertos asuntos privados tocantes a las relaciones de familia, pero la dirección de la asamblea le fue encomendada al sumo pontífice; por tanto, aquellos actos, para los que habían de ponerse de acuerdo el magistrado y la ciudadanía, ya en la época republicana no podían ser confirmados por las curias. Los Comicios propiamente políticos de esta época se congregaban o por tribus o por centurias. La plebe, que como tal no era un organismo compuesto de individuos obligados al servicio de las armas, se congregaba como concilium, en un principio por curias y más tarde por tribus. Los Comicios organizados militarmente duraban más tiempo y tenían mayores formalidades que los de la organización civil, pero también eran más principales y aristocráticos. Al tratar de la competencia se indicará que había una serie de acuerdos que no podían ser tomados más que en esta forma militar; pero, en cambio, también se hallaba prescrita la forma civil para otros actos. Al menos en los tiempos de que ya tenemos bastantes noticias, no existía una determinación y delimitación general de las facultades de estas diversas formas de Comicios, y lo mismo hay que decir de estos con relación al concilium de los plebeyos en la época posterior a la lucha de clases. Cuando las costumbres o alguna ley especial no dispusieran otra cosa, la ciudadanía podía ser interrogada en cualquiera de las tres formas.
Es también aplicable a la materia de que ahora se trata, la regla según la cual toda acción de la comunidad era un acto ejecutado por la magistratura. Las acciones de que aquí nos ocupamos las ejecutaba también un magistrado, pero esa ejecución no tenía lugar hasta después de haber obtenido el consentimiento de la ciudadanía. La convocación de esta para semejante fin fue, sin duda alguna, un derecho del rey en la organización patricia. En la organización patricio-plebeya, si se prescinde de la asamblea reunida por curias, la cual en esta época no era competente sino para conocer de asuntos privados y funcionaba bajo la dirección del pontífice supremo, la convocación de la ciudadanía era una facultad que correspondía a la magistratura suprema, esto es, al cónsul, al interrex, al dictador y al pretor, y también a los magistrados excepcionales revestidos de poder constituyente, fuese cual fuese la forma en que la ciudadanía se congregase. A los censores, a los ediles curules y al pontífice máximo les estaba permitido, por excepción, convocar los Comicios inferiores para entender de las multas e indemnizaciones graves por esos magistrados impuestas. El derecho de convocar la plebe correspondía al tribuno del pueblo por analogía con los cónsules, y a los ediles plebeyos por analogía con los curules. Todos los demás magistrados, de igual manera que los promagistrados, carecían del derecho de convocar en su propio nombre la ciudadanía; pero, con respecto al procedimiento penal, se permitía convocarla por representación, puesto que podían congregar la ciudadanía para este fin el cuestor en virtud de una orden de un magistrado supremo, y el tribuno del pueblo por mediación de un magistrado supremo de la comunidad.
Las modalidades de la convocación de la ciudadanía y de la plebe y las de la adopción de acuerdos por parte de una y otra vamos a estudiarlas todas reunidas, exponiendo las particularidades propias de cada forma, hasta donde quepa hacerlas objeto de nuestro examen, según vayamos haciéndonos cargo de cada una de las etapas de dichas convocación y toma de acuerdos.
La convocatoria de la ciudadanía se iniciaba siempre publicando el magistrado el objeto y el día de la reunión.
Tocante al objeto, en los casos en que la ciudadanía hubiera de congregarse para elecciones o para funcionar como tribunal, bastaba con una publicación general de las proposiciones que se tenía intención de hacer a los Comicios. Cuando se tratara de formar leyes, en los tiempos históricos era preciso presentar al público el proyecto de ley en su tenor literal, escrito; después de presentado, no se permitían variaciones en el mismo. En los últimos tiempos de la República se hallaba prescrito, además, que se depositara una copia del proyecto en el archivo de la comunidad.
En el sistema antiguo, no hubo día fijo señalado para la celebración de los Comicios más que para los Comicios por curias, los cuales se reunían todos los años el 24 de marzo y el 24 de mayo, singularmente para la ratificación de los testamentos. En los tiempos posteriores, el magistrado señalaba a su arbitrio el día en que habían de congregarse los ciudadanos; solo quedaban exceptuados como inhábiles para este acto, por un lado, los días fijos de reunión de los tribunales (dies fasti), y por otro, los días de fiesta, ya estuvieran fijados en el calendario (dies nefasti), ya los hubiera determinado la magistratura por modo ordinario o extraordinario; además, en los tiempos posteriores de la República, los primeros días de las semanas de mercado que en el curso del año tenían ocho días. Entre el día de la publicación de la convocatoria y el de la reunión de la ciudadanía, habían de transcurrir, al menos, tres de aquellas semanas (trinum nundinum), computando en ellas los dos días dichos; pero si hubiera peligro en el retardo, los magistrados se hacían con frecuencia dispensar de guardar este plazo, o se dispensaban ellos mismos. — La reunión se celebraba de día, y comenzaba, por regla general, al salir el sol; ni antes de que este saliera ni después de ponerse podían funcionar los Comicios.
Por lo que al lugar se refiere, la ciudadanía no podía congregarse sino a cielo descubierto y dentro de los límites a donde alcanzase el régimen o jurisdicción de la ciudad. En los primeros tiempos de la República se intentó tener una asamblea de ciudadanos en el campo militar, pero inmediatamente fue prohibida; en la agonía de la República, Pompeyo comenzó a congregar los Comicios centuriados en el suelo macedónico, pero este fue un hecho totalmente aislado. Especialmente la asamblea civil de las curias siempre tuvo lugar dentro del recinto murado, por regla general en el mercado, en el sitio denominado por eso comitium, mientras que la asamblea militar de las centurias se verificaba fuera del recinto murado, pero dentro de la primer piedra miliaria, regularmente en el campo de Marte. La asamblea de las tribus, tratada con menos rigor que las anteriores, tanto la congregación de la ciudadanía por tribus como el concilium de la plebe, podía celebrarse lo mismo dentro que fuera de la muralla, con tal que se verificase en el ámbito donde alcanzaba el régimen de la ciudad; por regla general, se realizaba en los primeros tiempos en el patio del templo de Júpiter capitolino, y posteriormente, cuando se trataba de hacer leyes, en el Forum, y cuando de elecciones, en el campo de Marte, donde en tiempo de Augusto se estableció una plaza especial de votaciones (saepta Juliae), junto al edificio en que se pagaba a los soldados (diribitorium).
Tocante a la discusión preparatoria, eran distintas las reglas que regían, según que se tratase de una elección, de un proceso o de un proyecto de ley. En materia de elecciones, parece haber sido prohibidas, ya por la costumbre, ya por la ley, las discusiones preparatorias bajo la presidencia de los magistrados; la adquisición de los puestos públicos, regida por la costumbre y enérgicamente desarrollada, parece que era asunto entregado puramente a la actividad particular. Por el contrario, cuando los Comicios funcionaban como tribunal, se hallaba legalmente prescrita, conforme se ha dicho, la discusión preliminar o preparatoria del asunto en tres plazos, ante la comunidad y por el magistrado que hubiera dado el fallo en primera instancia. Tratándose de proyectos de ley, no era necesario, pero sí permitido y corriente, el que quien presentara la proposición hiciera sobre el particular, cuando por lo demás se lo permitiese el magistrado autorizado para llevar la voz pública, cuantas manifestaciones le parecieran oportunas, a fin de persuadir (suasiones) a la ciudadanía o disuadirla (dissuasiones); también se permitía libremente por el magistrado a los particulares que hicieran uso de la palabra acerca del asunto. Estas discusiones preparatorias se tenían siempre ante la comunidad no organizada, por regla general no en el mismo día de la votación, y la mayor parte de las veces en el campo de Marte, donde estaba la plaza que regularmente se aprovechaba para hacer uso de la palabra (rostra), a bastante distancia de los sitios habituales para las votaciones.
La mañana del día anunciado para la votación, los heraldos convocaban a la ciudadanía para que concurriera al lugar que hubiere señalado el magistrado para verificar aquella.
Al mismo tiempo que se hacía la convocatoria de la comunidad toda, el magistrado que dirigía los Comicios invocaba el beneplácito de los dioses por medio de la auspicación. En las reuniones de la plebe, este requisito no existía. Pero también podía la divinidad oponerse a la celebración del acto aun después de haber sido contestada la interrogación, y en caso de que no hubiere tenido lugar esta, en cualquier momento de la discusión, debiéndose interrumpir el acto cuando tal cosa acaeciere. Por esta causa se acostumbraba consultar a los augures para toda asamblea.
El magistrado dirigía la votación sentándose en una tribuna elevada, en la cual tomaban igualmente asiento sus colegas y los altos magistrados en general, cuando se hallaran presentes. Después de la plegaria correspondiente, dirigía el magistrado dicho a los ciudadanos que tenía delante de sí la pregunta que habían de resolver. Luego determinaba, a lo menos en las asambleas por tribus, mediante la suerte, en qué división o grupo había de ejercitar su derecho de sufragio por aquella vez el ciudadano de cualquiera ciudad de la confederación latina que se hallara presente y tuviera derecho de votar, pero que no pertenecía a tribu ninguna. En seguida indicaba que la ciudadanía, que hasta el presente había permanecido desorganizada, se organizase en las divisiones o grupos votantes, yendo cada individuo a la que le correspondiera, lo cual se hacía con arreglo a las varias formas de los Comicios.
Las divisiones o grupos votantes daban su voto simultáneamente en los Comicios organizados civilmente, y sucesivamente en los organizados militarmente. Lo mismo que las treinta curias votaban simultáneamente, simultáneamente votaban también las tribus, cuyo número se aumentó con el tiempo, desde veintiuna a treinta y cinco. Por el contrario, las centurias votaban por el orden que imponía su organización, y como el orden de la centuriación sufrió cambios, hubo también de sufrirlos el orden de las votaciones. En el sistema originario del sufragio, votaban primero las centurias de caballeros, divididas en dos miembros: en un principio eran llamadas, probablemente, primero las seis centurias patricias y luego las doce plebeyas; posteriormente sucedió lo contrario, o sea votar primero las plebeyas y luego las patricias. Después seguían las centurias de los soldados de a pie, divididas en cinco miembros, el primero de los cuales comprendía las 81 centurias de los perfectamente armados, y los cuatro siguientes, las 94 divisiones votantes restantes, debiendo tenerse en cuenta, sin embargo, que si con los votos de los miembros primeros se lograba mayoría, los de los siguientes dejaban de emitirse. Posteriormente, la organización del sufragio se modificó, según queda dicho, sobre todo por haberse reducido la primera clase de los soldados de infantería de 81 a 70 votos, y haberse aumentado, en cambio, los de las cuatro categorías inferiores desde 94 a 105. Siguió vigente el sistema de la votación de los siete miembros, pero modificado, en cuanto que la prioridad en la emisión del voto dejó de pertenecer a las centurias de caballeros y se concedió, en cambio, a una de las 70 centurias de la primera clase de votantes de infantería, elegida en todo caso por suerte (centuria praerogativa), y las doce centurias plebeyas de caballeros, que antes tenían prioridad en el voto, fueron llamadas ahora a votar en segundo término, juntamente con las otras 69 de la primera clase, siguiendo después las seis centurias patricias de caballeros, y tras estas los últimos cuatro miembros votantes. De esta manera se logró privar a los caballeros del importante derecho preferente de sufragio que anteriormente tenían, y, por otra parte, pudo conseguirse que todo el mundo votase efectivamente, lo que antes de esta reforma no sucedía. En efecto, mientras antes se podía obtener la mayoría de los votos con solo que votasen las centurias de caballeros y el primer miembro o clase de los soldados de a pie, siendo inútiles ya los votos de los miembros inferiores de estos, ahora no tenían más remedio que votar los miembros últimos de infantería, porque entre el primero de estos y las centurias de caballeros no componían más que 88 votos de los 193.
La emisión del voto, durante la cual estaba prohibida toda discusión, se verificaba contestando sencillamente sí o no a la pregunta, y esto, tanto cuando se trataba de hacer una ley como cuando se trataba de un proceso, es decir, en los Comicios primitivos. Lo mismo puede decirse con respecto a las elecciones que empezaron a hacerse posteriormente en los Comicios, al menos mientras el magistrado tuvo facultades para hacer propuestas sobre el particular; del procedimiento electoral que más tarde se empleó, y en el que a los ciudadanos votantes les correspondía el derecho de iniciativa, trataremos después, en el capítulo dedicado a estudiar la competencia de los Comicios. En cuanto a la forma, verificábase la votación de manera que cada una de las divisiones votantes se hallaba encerrada en un espacio limitado, de donde salía el individuo que iba a dar el voto; al salir de allí, contestaba verbalmente a la pregunta que le hacía el «interrogador» (rogator) puesto por el magistrado a la división, el cual la consignaba en la tabla de votar. En el curso del último siglo de la República comenzó a hacerse uso del voto escrito en vez del oral, hasta que por fin la antigua forma cayó en desuso. Para el procedimiento escrito, se colocaba a la salida del lugar de la votación una urna (cista), en la cual depositaba el votante la tabla con su sufragio (tabella), y el resultado de la elección hecha por las divisiones se averiguaba contando el número de tablas. Los romanos no conocieron un mínimum de votos en las votaciones comiciales; los votantes que en cada caso se hallaran presentes representaban siempre para aquel momento y para lo sucesivo a toda la ciudadanía. En las ocasiones en que podía darse mayoría relativa, cosa que solo era factible en las elecciones de los Comicios de tiempos posteriores, con ella bastaba para que valiera el voto de la división votante.
El resultado obtenido dentro de cada división era comunicado al magistrado presidente, y si todas las divisiones votantes lo acordaban, el presidente publicaba ese resultado. Para el resultado total se requería la mayoría absoluta de los votos de las divisiones. En los Comicios celebrados para formar las leyes y fallar procesos, el magistrado estaba absolutamente obligado a hacer la publicación dicha, como igualmente también en general en los Comicios electorales, si bien aquí, cuando se celebraban elecciones con derecho de iniciativa de la ciudadanía, el magistrado reclamó a menudo con buen éxito en los primeros tiempos el derecho de diferir la publicación del resultado. Cuando no se lograba mayoría, o por cualquier otro motivo el acto no llegaba al fin, se consideraba como nulo y no se continuaba en otro día posterior, aunque sí podía repetirse en determinadas circunstancias.
Todo el acto de que se trata estaba penetrado y dominado por la idea de que la asamblea de los ciudadanos tenía que intervenir imprescindiblemente en la averiguación de la voluntad de la comunidad; pero que si esto era legalmente necesario, había que hacer en realidad de ello el menor uso posible. En general, se prohibía toda discusión y toda participación de los ciudadanos en la dirección de dicho acto. Tanto los Comicios como el Senado, que eran instituciones correlativas, estribaban y tenían por base la interrogación hecha a los particulares ciudadanos y la obtención de una mayoría; pero en la manera de contestar a la pregunta del magistrado había entre uno y otra una oposición marcadísima, pues mientras el ciudadano simple solo podía contestar sí o no en los Comicios, el senador contestaba fundamentando su opinión.
Aparte de la publicación que en el mismo acto hacía del resultado de este el magistrado que lo presidía, era frecuente que se ordenara en casos especiales una publicación de los acuerdos del pueblo para perpetuar su memoria; pero en general, cuando comenzó a hacerse uso de este medio fue en los últimos tiempos de la República, por César. La República romana no se cuidó de arbitrar recurso alguno para hacer constar las leyes vigentes, y aun la actividad de los particulares solo de un modo imperfecto se cuidó de llenar esta laguna. En los tiempos del principado es cuando por vez primera se sintió, al menos en alguna manera, esta necesidad.
II. El Senado y la interrogación al mismo
El Senado de la comunidad romana era una institución doble, doble tanto por su composición y funcionamiento como por su competencia, que examinaremos en el capítulo IV. Existieron, uno al lado del otro, el Senado de la ciudadanía patricia y el de la patricio-plebeya, siendo completamente distinto el uno del otro en cuanto a su importancia política. El Senado patricio, por lo mismo que todo miembro de él era teóricamente un rey, y de hecho podía funcionar como tal, era el legítimo poseedor y depositario de la magistratura, la expresión viviente de la eterna realeza que se hallaba sobre la ciudadanía, y era al propio tiempo el que ejercía vigilancia y servía de complemento al poder soberano de la comunidad, que correspondía a la ciudadanía, puesto que todo acuerdo de esta tenía que ser confirmado por el Senado patricio. El Senado patricio-plebeyo no fue mucho más que una asamblea que aconsejaba permanentemente a la magistratura suprema. En los tiempos históricos, el Senado patricio era una institución moribunda, mientras que el patricio-plebeyo era el que realmente manejaba el gobierno de la comunidad; aquel tenía la plenitud del derecho, mas no el poder; este, la plenitud del poder en defecto del derecho. Sin embargo, no deben ser separados el uno del otro, por cuanto el Senado patricio estaba contenido en el patricio-plebeyo y este fue una derivación de aquel, gracias a haberse ampliado así el número de sus miembros componentes como sus funciones, las más débiles de las cuales en sí mismas sobrepujaron luego a las antiguas atribuciones que por la Constitución correspondían al estrecho Senado patricio y fueron las que continuaron existiendo como facultades del Senado.
La denominación senatus, Consejo de los Ancianos, fue la que, hasta donde nosotros sabemos, se aplicó desde un principio a la corporación como tal, y la única que siguió usándose también en los tiempos posteriores. Pero la invocación con que comenzaban oficialmente las arengas al Senado patricio-plebeyo, a saber: patres (et) conscripti, esto es, patricios e inscritos, debe, sin duda, significar que no todos los inscritos pertenecían al Senado patricio propiamente dicho, al que tenía la plenitud del derecho, y cuando se pensaba en este, únicamente se llamaba a los patres en sentido técnico, que eran propiamente los patricios, es decir, se nombraba a los senadores patricios tan solo, con el objeto de distinguirlos de los senadores plebeyos, que se diferenciaban de aquellos. Los individuos que componían el Senado o Consejo no tenían un modo oficial de ser designados; la palabra senator, que fue incuestionablemente la que se empleó en un principio para llamar a los miembros componentes del Consejo estricto, no podía de derecho aplicarse a los plebeyos; pero a fin de que quedara velada la diferencia personal entre unos y otros miembros del Consejo, se prescindió del uso oficial, y en la práctica se aplicó abusivamente a todos la denominación referida; por el mismo motivo se cuidó también de evitar que la designación colectiva patres conscripti dejara de emplearse como título adecuado de los particulares miembros del Senado. En la época del principado se atribuyó a los senadores como título propio el predicado vir clarissimus, predicado que la ley fijó como tal a fines del siglo II.
Desde un principio se consideró que el número de los miembros del Senado tenía que ser fijo, en lo cual se diferenció desde luego el Senado del Consejo técnico que llamaban los magistrados para que les ilustrasen en el desempeño de los asuntos, esto es, del consilium, el número de cuyos componentes dependía del arbitrio del mismo magistrado. En la comunidad originaria, el número normal de senadores fue de ciento, por lo que el de la Roma trina de los Ticienses, Ramnenses y Luceres fue de trescientos. En los tiempos históricos, el Senado patricio no tuvo tasa legal alguna en cuanto al número de sus componentes; en cambio, el Senado patricio-plebeyo hizo suya la cifra de trescientos, cifra que continuó vigente por espacio de algunos siglos. A consecuencia de las innovaciones introducidas en el procedimiento penal, no pudo menos de reconocerse la necesidad de fortalecer notablemente el número de los senadores, con el objeto de que hubiera puestos bastantes para los grandes tribunales del jurado, y a esto obedeció el que Sila fijase y Augusto después mantuviese el número de puestos de senador en seiscientos. Mas pronto veremos que había ciertos elementos a quienes la ley daba derecho a entrar en el Senado, a lo cual fue debido que se traspasara frecuentemente el número normal de trescientos o de seiscientos. En la época republicana parece que no se quebrantó esencialmente la cifra normal de los senadores; pero en la del principado, sobre todo a causa de las órdenes imperiales que mandaban dar ingreso extraordinariamente en el Senado a ciertas personas, el número efectivo de los componentes de este cuerpo se fue aumentando poco a poco, hasta el punto de caer en olvido y perder su significación el número normal.
Para ser senador patricio no se necesitaba más condición, aparte la de poseer el más antiguo derecho de ciudadano, que la de la edad, puesto que solo podían sentarse en el Consejo los seniores, esto es, los varones mayores de cuarenta y seis años, por lo tanto libres ya del servicio de las armas. Claro está que mientras los plebeyos no eran otra cosa que compañeros protegidos, clientes, no pudieron pertenecer al Senado; luego veremos, al tratar de los asuntos en que intervenía este, que el derecho activo de ciudadanos les fue reconocido a los mismos precisamente como una consecuencia de su acceso al Senado, si bien en un principio ocuparon dentro de este una posición subordinada, sobre todo porque no tenían en él voz, sino tan solo voto.
Como la primitiva ciudadanía estaba constituida por un número limitado de familias, cabe preguntar si originariamente no procederían los particulares senadores directamente de las familias, sin intervención de los órganos de la comunidad, y, por tanto, si el Senado, en su conjunto, sería menos una representación de la comunidad que una representación de las familias. Con todo, hay que tener en cuenta que, si no originariamente, a lo menos desde una remota antigüedad, el Estado afirmó su unidad de un modo muy enérgico, no consintiendo la independencia de cada una de las partes de la comunidad; por lo tanto, si es que en algún tiempo tuvo existencia semejante representación de las familias, esta representación hubo de concluir muy pronto. La tradición, aun la que se nos revela en las instituciones, nada nos dice acerca de tal forma de nombramiento de los senadores; esa tradición, sin establecer bajo este respecto diferencia alguna entre el Senado estricto y el amplio, únicamente nos da cuenta de tres períodos sobre la manera de ser nombrados los senadores: por nombramiento de la magistratura suprema, en los tiempos de los reyes y en los primeros de la República; por nombramiento hecho esencialmente por los Comicios, en los tiempos posteriores de la República, y por renovación interior, llevada a cabo por el propio Senado soberano, en la época del principado.
En un principio, la magistratura suprema, es decir, primero el rey y más tarde los cónsules, eran los que tenían facultades para llamar a los ciudadanos a formar parte del Consejo; y, como ya se ha advertido, fuera de la edad y de la posesión plena de los derechos honoríficos del ciudadano, ninguna otra condición de capacidad se requería para ser elegido. Es probable que se creyera conveniente tener al efecto en consideración las familias y las curias y tribus organizadas conforme a ellas; pero, según hemos dicho, la tradición no nos ha transmitido ninguna norma que fuese obligatoria respecto al asunto. La anualidad de la magistratura republicana no tuvo aplicación alguna a la institución de que se trata, proveniente de la época de los reyes; así que el senador era nombrado siempre por tiempo ilimitado. El derecho de libre nombramiento correspondiente al magistrado implicaba seguramente la facultad de separar al senador sin aducir motivo de ello, cubriendo el puesto con otro; pero esto era una excepción. La diferencia más esencial entre el Senado y el consilium de los magistrados estribaba, además de en que el número de senadores era fijo y el de consejeros no, en que este último lo reunía el magistrado a su arbitrio y lo componía en cada caso de las personas que bien le parecía, lo que no tenía lugar con el Senado. De hecho, el puesto de senador fue siempre vitalicio, cualesquiera que fuesen los cambios que sufrieran los preceptos legales relativos al Senado, y es porque así lo exigía la naturaleza misma de la institución; mientras el nombramiento de los senadores correspondió a la magistratura suprema, esta no tenía otra obligación legal que la de proceder a tal nombramiento cuando quedara vacante algún puesto, ya por muerte de alguno de los senadores, ya de otro modo. — Sufrió el Senado una transformación esencial cuando, hacia el año 442 (312 a. de J. C.), el plebiscito ovinio privó a la magistratura suprema tanto del derecho de nombrar como del de separar a los senadores, y se lo confirió a los censores. Con lo cual el Senado se emancipó de la magistratura suprema y hasta se hizo legalmente independiente bajo el respecto político, y, por otra parte, ya que la posesión de los puestos senatoriales no fuera vitalicia, por lo menos se aseguraba legalmente a cada uno de los poseedores su puesto hasta que nuevos censores vinieran a sustituir a los antiguos; en los intervalos que mediaban de una magistratura a otra, no podían ser nombrados ni separados senadores. Por consecuencia, en lugar del antiguo nombramiento y separación caso por caso, empezó a hacerse ahora uso de una revisión periódica de la lista de senadores, revisión que se hacía al formarse el censo, por lo regular cada cuatro o cinco años. La citada ley ovinia, que prescribió que habían de ser elegidos para el Consejo de la comunidad «absolutamente los mejores varones», aumentó las facultades discrecionales de los censores para excluir de la lista a los que tuvieran por conveniente, concediéndoles acaso en realidad más derechos de los que los cónsules habían tenido. La alta consideración y el poder político de que los censores gozaron hasta fines de la República estribaban esencialmente en la circunstancia de haber extendido su tribunal de honor a los puestos senatoriales. Legalmente, no fueron nunca privados los censores del derecho de nombrar a los senadores; pero en los últimos tiempos de la República ese derecho sufrió primeramente limitaciones, y, por fin, fue abolido merced a que, como veremos después, se introdujo una facultad de presentación legal para estos puestos y a que el número de los mismos era cerrado.
Por la Constitución primitiva, los Comicios no tenían intervención de ninguna clase en el nombramiento de senadores, ni en los tiempos posteriores puede decirse que adquirieran tampoco precisamente el derecho de nombrarlos. Pero una vez que fue abolido el carácter vitalicio de la magistratura suprema, el nombramiento de los senadores por el magistrado hubo de recaer preferentemente por necesidad en aquellos ciudadanos que habían ejercido con honor y bien sus cargos durante el año del ejercicio de funciones; y es muy probable que aun en el caso en que dichos exmagistrados se hallaran todavía en edad apta para prestar servicio de las armas, se les diera ingreso en el Senado, o más bien siguieran perteneciendo a él, no cabiendo, por otra parte, duda de que la concesión a los plebeyos del pleno derecho senatorial fue una consecuencia del acceso de los mismos a la magistratura suprema. De aquí que, desde tiempos muy antiguos, la elección de los cónsules fuese a la vez como una presentación para ocupar un puesto en el Senado. Lo cual hubo de acentuarse más y más después: de un lado, porque esta presentación había forzosamente de tenerla en cuenta el magistrado que hacía el nombramiento, para atenerse a ella, y hasta sucedía que antes de ser formalmente elegidos, para entrar en el Senado, aquellos que «tenían en todo caso derecho de voto en él» (quibus in senatu sententiam dicere licet), habían entrado ya de hecho a formar parte del mismo, de suerte que los censores no tenían que hacer otra cosa que poner aparte a dichos senadores, lo mismo que lo hacían con aquellos otros que figuraban en la lista; de otro lado, porque la presentación para el Senado fue poco a poco haciéndose, no ya tan solo por el cargo de cónsul, sino por los de las magistraturas inferiores a esta. Sin embargo, en los tiempos de Aníbal se limitó la presentación legal a los que hubieran sido magistrados curules, por tanto, a los que hubieran sido cónsules, pretores y ediles curules. En los tiempos posteriores, dicha presentación se extendió más todavía: primero, a los que hubieran sido ediles plebeyos; después, por la ley atinia de hacia mediados del siglo VII, a los que hubieran sido tribunos del pueblo, y últimamente por Sila, a los que hubieran sido cuestores. Por este procedimiento de los candidatos legales que entraban inmediatamente a formar parte del Senado, se cubría el número normal de senadores, o, mejor dicho, se cubría con exceso, de manera que el nombramiento que para estos puestos hacían los censores perdió su objeto y su razón de ser, como ya queda dicho. En realidad, ahora elegía la ciudadanía más bien a los senadores que a los cuestores; además, confería los altos cargos a individuos de aquellas clases que podían formar parte del Senado. Por lo cual, en esta etapa la base del Senado hay que buscarla esencialmente en el principio de la soberana facultad electoral de los Comicios, y a pesar de que los elegidos ocupaban sus puestos vitaliciamente, la verdad es que el Senado de esta época debe ser considerado como una representación del pueblo, elegida por la ciudadanía.
Augusto, apartándose completamente de la manera monárquica de nombrar senadores, aplicada por el dictador César, restableció en lo esencial el sistema que había implantado Sila. Tiberio avanzó un paso más: respondiendo al principio, que luego desarrollaremos, de la traslación del poder soberano de la comunidad desde los Comicios al Senado, encomendó a este el derecho de nombrar los magistrados de la época republicana, en lo cual iba comprendida la facultad de conceder el mismo derecho de senador y el rango senatorial, así como también la facultad de otorgar la dicha expectativa de llegar a ser senadores a los gobernadores de provincias procedentes de los tiempos republicanos y a los nuevos funcionarios creados por los emperadores. Como quiera que el ingreso en el Senado y las clases de senadores continuaron siendo cosas inherentes a la magistratura, respecto a las condiciones de capacidad para ser senador en esta época, lo mismo que en la de la República, es aplicable lo que dejamos expuesto en otro lugar acerca de las condiciones de capacidad necesarias para optar a las magistraturas y singularmente acerca del ascenso de un puesto a otro dentro de la jerarquía cerrada de funcionarios. En principio, la soberanía del Senado se puso en práctica gracias a esta renovación interior del mismo por vía de cooptación. En realidad, el emperador no tenía derecho para nombrar senadores. Pero indirectamente se lo abrogó desde los comienzos del principado por medio de la facultad que se le concedió para comprobar, juntamente con los magistrados que dirigían las elecciones, las condiciones de capacidad de los que iban a ser nombrados. Además, los primeros emperadores, no como tales, pero sí como censores, cargo que a veces desempeñaron, hicieron uso del derecho de nombrar senadores inherente a la censura, y lo hicieron sin respetar las limitaciones impuestas por el número normal de aquellos; también dispusieron lo que bien les parecía acerca de las clases y rangos de senadores dentro del Senado. Como luego Domiciano incorporó de una vez para siempre la censura al principado, el derecho de nombrar senadores, determinando además libremente el rango y clase a que debía pertenecer el nuevamente nombrado, se consideró como propio de la Corona. Luego hablaremos de la injerencia inmediata del emperador en el nombramiento de senadores mediante la provocación de una elección aparente que dependía de la voluntad imperial, esto es, mediante recomendación. La elección directa dentro del Senado no tenía lugar más que en casos singulares, y la hacía el Senado mismo en beneficio de los príncipes de la casa imperial. — Del derecho de segregar del Senado a alguno de sus miembros, solo hicieron uso los emperadores por medio de la censura; sin embargo, también se debe tener en cuenta, por una parte, que el puesto de senador se perdía a veces en los últimos tiempos de la República y en los del Imperio por sufrir alguna pena de las muchas que ya se usaban, y por otra parte, que Augusto introdujo un censo de senadores, siendo facultad del emperador el ejercicio del derecho de exclusión de este censo por causa de sentencia judicial o por haberse empobrecido.
El Senado no tuvo organización interior alguna, tal y como hemos visto tenerla la ciudadanía; el Senado funcionaba siempre como una colectividad. La distribución de los senadores en decurias, esto es, según el sentido de la palabra, en grupos de diez individuos, pero en realidad en diez divisiones de igual número de cabezas, no se aplicaba más que cuando los particulares senadores tenían que funcionar unos después de otros en serie fija, y por lo demás era una división sin importancia política. Al ocuparnos después de la organización de los negocios en el Senado, hablaremos del orden que había de seguirse al hacer la interrogación a los senadores y de las importantes clases y rangos de estos a que tal circunstancia dio lugar.
Los Comicios de la ciudadanía y las asambleas del Senado, especialmente las del primitivo Senado patricio, eran instituciones correlativas, y los negocios propios de una y de otra se hallaban evidentemente reglamentados en relación de sucesión. Vamos ahora a estudiar la organización que tenían los negocios del Senado, organización que, sobre todo en lo que se refiere a la manera de hacerse la invitación o pregunta, lleva un sello que denuncia absolutamente su origen antiquísimo, propio de la época del Estado patricio, y en lo esencial, una estabilidad que se mantiene cuando menos por espacio de un siglo.
Todo acuerdo del Senado era al propio tiempo, como lo eran los acuerdos de la ciudadanía, un acto de un magistrado; el magistrado era siempre quien obraba, y el Senado, lo mismo que la ciudadanía, no tenían que hacer otra cosa sino dar o negar su aprobación. El derecho a convocar el Senado coincidía esencialmente con el derecho a convocar los Comicios; regularmente lo convocaba el cónsul, y si este se hallaba ausente de Roma, lo convocaba el pretor de la ciudad. La extensión especial que en ciertos casos se hacía en favor de los censores y de los ediles del derecho a convocar los Comicios no existió con respecto a la convocación del Senado; lo mismo se dice de la concesión de esta facultad en ciertos casos a lugartenientes del magistrado. Los tribunos del pueblo carecían por derecho de la facultad de convocar así los Comicios como el Senado; pero cuando el plebiscito llegó a adquirir igual fuerza que los acuerdos efectivos de la ciudadanía, no pudo privárseles del derecho de tratar y discutir con el Senado. Con todo, la convocación del Senado por el tribuno de la plebe fue siempre excepcional. Ahora bien, la facultad que los tribunos de la plebe adquirieron de poder congregar el Senado, además de poderlo congregar los magistrados con imperium competentes para la convocación y dirección del mismo, contribuyó a emancipar al Senado de la magistratura suprema y a hacer que la actividad auxiliar que al mismo correspondía por ley se convirtiese en actividad de real y verdadero gobierno de la comunidad.
No había necesidad de que en la convocatoria del Senado se hiciera constar el objeto de la misma. Era, sin embargo, usual ponerlo en conocimiento de los miembros del mismo con la anticipación debida, cuando la convocatoria fuese para discutir asuntos en que se tratara de regular en general las relaciones de la comunidad (de re publica), cosa que solía ocurrir regularmente al comenzar cada nuevo año de ejercicio de funciones públicas y cuando las necesidades lo demandaran.
Durante la República, así como no se conocieron días legalmente fijados para la celebración de los Comicios, tampoco los hubo para las sesiones del Senado; en tiempo de Augusto es cuando por vez primera se ordenó que este se reuniera cada mes en dos días fijos (senatus legitimus). Desde antiguo se estimó imposible la celebración simultánea de la asamblea de ciudadanos y de la del Senado, por la razón de que los magistrados supremos tenían que tomar participación en ambas. Aun cuando verosímilmente la costumbre era convocar el Senado después de que los Comicios hubiesen tomado sus acuerdos, sobre todo cuando se trataba de obtener para estos la confirmación del Senado, sin embargo, este cuerpo celebró en todo tiempo sesiones independientes, con preferencia en aquellos días que no podían reunirse los Comicios (dies fasti y nefasti). La ley pupia, dada el año 600, prescribió esto de una manera formal; sin embargo, por excepción, siguió aún después reuniéndose el Senado a veces en los días excluidos. — Lo mismo que los Comicios, el Senado no podía estar reunido más que de sol a sol, siendo lo acostumbrado que se congregase al romper el día.
Por lo que al lugar toca, tampoco podía el Senado deliberar sino en la ciudad de Roma o dentro de la primer piedra miliaria. Mientras los Comicios no podían congregarse nunca en lugar cerrado, el Senado había de celebrar sus reuniones, por el contrario, en tales parajes; en esto había entre ellos perfecta oposición. Lo regular era que las sesiones del Senado se celebrasen dentro de la muralla; de las dos casas del Consejo que tenía Roma, una se hallaba sobre el Capitolio, la curia calabra, la otra, la curia Hostilia, reedificada luego como curia Julia, en el Comitium, el más antiguo lugar de reunión de las curias. Pero para las asambleas del Senado podía aprovecharse cualquier edificio público elevado, visible, que tuviera los necesarios salones para sentarse sus miembros y que fuera a propósito para la auspicación; con frecuencia se hizo la convocatoria del Senado para el templo mismo de Júpiter capitolino o para otro cualquier santuario de la ciudad. Fuera del recinto murado no había ninguna habitación fija para el Consejo, el cual solo en casos excepcionales era convocado para fuera de ese recinto, como sucedía especialmente para recibir las embajadas que enviaban a Roma los Estados no confederados con ella; en los tiempos posteriores se utilizaron, por regla general, para este servicio los templos de Apolo y Bellona, situados en los arrabales de la ciudad.
En lugar de la llamada que para los Comicios tenía que hacer el pregonero o heraldo, el Senado se reunía en virtud de una simple notificación, que el magistrado podía hacer, ya por un medio público, ya de cualquier otro modo que le pareciera oportuno, aunque fuera pasando un aviso al domicilio particular de cada uno de los senadores. A fin de facilitar este procedimiento, todo senador estaba legalmente obligado a tomar domicilio en Roma. Además, en cuanto era posible y oportuno, los senadores debían regularmente esperar en el sitio de la asamblea destinado al efecto (senacula) el aviso para la próxima reunión.
También antes de las sesiones del Senado se preguntaba a los dioses si eran gustosos en que se celebrase el acto. La inspección de las aves, medio que se usaba al efecto en un principio, fue reemplazado posteriormente por la más fácil de las entrañas de un animal sacrificado.
Si en los Comicios los ciudadanos estaban de pie y solo se sentaba el magistrado, en las reuniones del Senado, por el contrario, se sentaban cuantos en ellas tomaban parte: el presidente o presidentes en medio, sobre una silla elevada, y los senadores delante de ellos, en bancos, sin que hubiera puestos fijos, por lo demás, ni para cada particular senador, ni para las diferentes clases y rangos de senadores.
El magistrado que presidía era quien determinaba el orden de los asuntos puestos a discusión; sin embargo, los negocios religiosos o sacrales se trataban siempre antes que todos los demás.
Las deliberaciones del Senado con relación a cada asunto se dividían en cuatro partes: primera, exposición general de la cuestión por el magistrado; segunda, invitación hecha a cada uno de los senadores para que manifestasen su opinión sobre la cuestión puesta y sobre las contestaciones dadas a la misma; tercera, posición por el presidente de las cuestiones especiales que derivasen de las dichas opiniones y que iban a ponerse a votación; cuarta, votación de los senadores sobre las cuestiones puestas y tratadas. El presidente no tenía derecho ni a manifestar su opinión ni a dar su voto, y lo propio se dice respecto a todos los magistrados que estuvieran presentes; por el contrario, tanto él como con su consentimiento todo magistrado presente podía, en cualquier momento de la discusión, hacer uso de la palabra.
En el primer período, el presidente exponía la cuestión que había de tratarse (consulere), llamando la atención sobre los particulares que acerca de la misma debían tenerse en cuenta (verba facere); esta operación frecuentemente se dejaba que la practicasen otras personas, sobre todo los sacerdotes y los embajadores o enviados. La exposición no debía tener más carácter que el meramente informatorio, ni contener proposición alguna; pero ya se comprende que de hecho se traspasaban a menudo estos límites.
Al venir el período siguiente, en que se invitaba a exponer opiniones, cada uno de los miembros del Senado había de manifestar la suya (sententia) sobre el caso propuesto en la forma que le pareciere oportuno, fundamentándola con las razones que tuviere por conveniente, para lo cual ni se le podía limitar el uso de la palabra ni privarle del mismo. Era de ley que la pregunta o invitación se fuera haciendo a todos los senadores que tenían derecho a votar, y claro es que los posteriormente llamados podían, o hacer una proposición nueva, o adherirse a alguna de las que hubiesen presentado los oradores precedentes. No tenía lugar un debate propiamente dicho, porque cada uno de los votantes no podía hacer uso de la palabra más que una vez, desde su sitio, cuando le llegara el turno. — En el caso de que la exposición hecha por el magistrado implicase realmente una proposición y no hubiera senador alguno que la combatiese, podía prescindirse de hacer la invitación o pregunta de que nos ocupamos, y pasar inmediatamente a la posición de cuestiones especiales y a la votación (senatus consultum per discessionem).
El orden que debía seguirse para la invitación de referencia y la permisión o no permisión de la misma fue lo que sirvió de fundamento para las modificaciones que la institución hubo de experimentar, y sobre todo para que el Senado se organizase de hecho interiormente en rangos y clases. El orden de llamamiento o invitación era fijo, y la costumbre lo había hecho obligatorio para el presidente. En el Senado patricio votaban primero los senadores de las familias mayores y luego los de las menores, unos y otros en el orden correspondiente a las treinta curias; y como el voto emitido posteriormente tenía el mismo valor jurídico que el emitido antes, es difícil encontrar aquí motivo alguno para una verdadera desigualdad de derecho. Pero luego, cuando (según nuestra tradición, al comienzo de la República) el Senado patricio se convirtió en patricio-plebeyo, los «inscritos» plebeyos fueron excluidos de la votación; no solamente se les negó la denominación de senadores, sino que, como «gente de a pie» (pedarii) que eran, solo debían intervenir en la votación ocupando un lugar separado. Los miembros plebeyos del Senado o Consejo no adquirieron el derecho de voto en este hasta que se les dio acceso al consulado. Es de presumir que ya en la época en que solo los patricios ejercían la magistratura suprema, votasen los que habían sido cónsules antes que los senadores no consulares; pero lo seguro es que después que los plebeyos pudieron optar a la magistratura suprema, se sentó para la votación la regla en virtud de la cual debían emitir su voto primero los consulares patricios, después los consulares plebeyos, guardándose dentro de ambos grupos el orden de antigüedad de cargos desempeñados, y, por fin, los senadores patricios por el orden de familias. Con posterioridad se llevó todavía más lejos esta tendencia de votar guardando cierto orden, siendo difícil que la ley fuese quien estableciera este, sino que quien lo establecería sería primeramente el magistrado que presidía, a su voluntad, y luego quedaría consolidado por la costumbre; el orden aludido fue el siguiente: primero votaban los que hubieran sido censores, porque la censura había llegado a adquirir grandísima importancia; después, los que hubieran sido cónsules, y por fin los que hubieran sido pretores, ediles, tribunos del pueblo y cuestores, teniendo preferencia, a lo que parece, dentro de cada grupo, los patricios sobre los plebeyos, y los que hubieran desempeñado cargos antes, sobre los que los hubieran desempeñado más modernamente. Como ya hemos dicho, los miembros del Senado desprovistos del derecho de voto, esto es, los plebeyos admitidos en aquel cuerpo, no por el cargo que hubieran ejercido, sino por libre nombramiento del magistrado, fueron desapareciendo gradualmente con esta misma forma de ingreso, y entonces la costumbre fue haciendo que la denominación de pedarii, la cual indicaba los senadores de categoría inferior, se aplicase a los senadores de la clase de funcionarios que ocupaban el último lugar de la lista, y los cuales, por consecuencia, puede decirse que en realidad estaban privados del derecho de voto. Funcionaba, según esto, como cabeza o decano (princeps) del Senado el censor patricio que con anterioridad a todos los demás hubiera ejercido su cargo, y así aconteció de hecho hasta el año 545 (209 de J. C.). Desde entonces hasta Sila, los censores, al hacer la revisión de la lista de senadores, nombraban princeps del Senado al individuo patricio que tuvieran por conveniente, siempre que perteneciera a la clase de los que habían desempeñado el cargo de censor. Sila abolió el derecho preferente de los que hubieran sido censores, como también abolió el orden fijo de votar de los que hubieran sido cónsules; a partir de entonces, el Senado no tuvo un decano fijo, sino que, en primer término, se llamaba a votar a los cónsules futuros, designados para el año siguiente, si los había, quienes tenían igual consideración que los consulares, y luego se llamaba a los consulares por el orden acordado por los cónsules para el año corriente.
Las proposiciones que se hicieran al contestar a la invitación del magistrado presidente eran ordenadas por este de manera adecuada para someterlas a votación, ya alternativa, ya sucesivamente. A los senadores solo se les permitía intervenir en semejante operación cuando el presidente hubiere englobado varias proposiciones, como podía hacerlo, y a consecuencia de tal amontonamiento se dificultaran las deliberaciones; en tal caso, todo miembro del Senado podía pedir la división oportuna de la causa.
Respecto a la votación (censere), a la cual asistían también los miembros del Senado sin derecho de voto, es de advertir que ninguno de los miembros votantes quedaba obligado por el que emitía. Para poder tomar acuerdos se necesitaba una minoría de votantes, distinta según el objeto sometido a deliberación; pero en la época republicana lo ordinario era no hacer constar más que sencillamente la mayoría y la minoría de votos, no procediéndose a determinar si el Senado tenía o no bastantes votantes para tomar acuerdos sino cuando algún miembro pidiese que se contara el número de los presentes. Para la votación, que consistía siempre en admitir o rechazar lo propuesto, se empleaba ordinariamente la forma de cambiar de sitio, formando los votantes en pro y en contra dos grupos dentro del local, habiendo sido preparado este al efecto durante la emisión de los votos. De la votación secreta no se hizo uso durante la República, y durante el Imperio solo en casos excepcionales.
El reglamento del Senado no prescribía que el acuerdo tomado se redujera a escritura, y hasta se hallaba prohibido hacerlo en forma oficial, aun cuando al hacer las invitaciones por el presidente a los senadores para que manifestasen su opinión se hubieran ido apuntando las que emitiesen, se leyeran en la sesión y se entregasen al presidente, el cual se serviría muchas veces de estas anotaciones. Sin embargo, ya bajo la República, en la época que nos es conocida, la escritura de los acuerdos del Senado se hizo tan necesaria como la de los acuerdos del pueblo cuando se trataba de hacer leyes. Y mientras aquí se escribían los proyectos de ley antes de que recayese acuerdo sobre ellos, los acuerdos del Senado, por el contrario, se reducían a escritura después de ser tomados, por lo regular en cuanto se levantaba la sesión, por el presidente, con intervención, como testigos presenciales, de algunos senadores que se hubieran hallado presentes. Además, para que el acuerdo tuviese validez jurídica, debía ser depositado por el presidente en el aerarium de la comunidad, y ser allí trasladado a sus libros; durante las luchas de clase, se practicó también una consignación análoga de los acuerdos del Senado a los ediles plebeyos, si bien no de todos los acuerdos, sino de cierta clase de ellos. — Los discursos pronunciados por los senadores para justificar las proposiciones que hacían no se reducían a escritura en la época republicana sino por los mismos interesados, como cosa privada, y con fines políticos, mientras que, por el contrario, en los tiempos del principado estos discursos se escribían siempre, sobre todo con el propósito de que el soberano, que por regla general no asistía a las deliberaciones del Senado, pudiese tener así un documento completo y auténtico para conocer bien lo que en ellas ocurría.
Tocante a la publicidad de las deliberaciones del Senado, es en general aplicable lo que ya se ha dicho acerca de los Comicios: eran públicas solo para los que tomaban parte en ellas. Es verdad que el número de los que tomaban parte en los Comicios era mayor que el de los que asistían al Senado; pero esto no significa que las deliberaciones del Senado fueran, por su propia naturaleza, secretas. Sin embargo, la misma índole de una y otra clase de relaciones traía consigo esta diferencia: que en tanto que la publicación del acuerdo tomado podía considerarse efectuada en los Comicios por el hecho mismo de tomarlo, en el Senado esa publicación era excepcional y no se verificaba sino en virtud de una orden especial; entre las medidas democráticas adoptadas por César, se cuenta la de haber dispuesto en su primer consulado la publicación permanente de los acuerdos del Senado, haciendo así que este funcionase bajo la vigilancia del público. Cuando Augusto, al reorganizar la comunidad política, entregó legalmente al Senado la soberanía, consecuente con su sistema, negó la publicidad de los actos de dicha corporación.
III. Competencia de los Comicios
Entendemos nosotros por competencia de los Comicios, la necesaria aprobación que los mismos habían de prestar a ciertos actos de los magistrados. Por consiguiente, no nos referimos aquí ni a aquellos Comicios que no hacían otra cosa sino dar solemnidad a los actos de los magistrados, como sucedía con los que se celebraban para la inauguración de los sacerdocios y para la lustración de la comunidad, ni tampoco a aquellos otros en los cuales el magistrado, después de haber tomado posesión del cargo, recibía la palabra de fidelidad de los ciudadanos.
Por razón de la materia en que intervenían, pueden dividirse los Comicios en Comicios de leyes, Comicios-tribunales y Comicios electorales. La primera de estas categorías no puede definirse propiamente de una manera positiva; lo único que puede decirse es que incluye todo acuerdo del pueblo que no fuese ni una sentencia judicial ni un acto electoral. Distínguense, además, las tres clases dichas por el siguiente signo exterior: que los acuerdos tomados recibían su denominación del nombre de familia del o de los magistrados que hacían en ellos la proposición, siempre que se tratase de Comicios legislativos, lo que no acontecía cuando se tratara de Comicios judiciales o de Comicios electorales. Los Comicios de leyes y los judiciales deben ser considerados como originarios, pues por mucho que nos remontemos hacia atrás, vemos siempre que la ciudadanía romana podía congregarse para perdonar a un delincuente condenado o para introducir otra cualquiera variación en el orden jurídico vigente. No podemos decir de un modo seguro si desde el origen fue considerada la ciudadanía como la depositaria del poder de la comunidad, o si más bien la concepción fundamental era aquella según la que al ciudadano no podía obligársele, en general, a que obedeciese las órdenes del magistrado que contravinieran el orden jurídico vigente, sino que para esto era preciso pedir una aprobación especial de la ciudadanía, en cuyo caso esta venía como a complementar aquella obligación; parece que esta manera última de concebir el papel de la ciudadanía es la que abona el hecho de pedir los magistrados electos y recibir la palabra de fidelidad a la ciudadanía. Aun cuando nuestra tradición hace remontar también a los tiempos primitivos la existencia de los Comicios electorales, lo probable es que estos empezaran a tener vida con la República o cuando esta se hallaba ya instalada. En el capítulo relativo al derecho de coacción y penal hemos hablado de los Comicios judiciales, los cuales podían anular las sentencias penales de los magistrados en virtud de la provocación; igualmente, en el capítulo relativo al nombramiento de los magistrados se trató de los Comicios electorales; vamos, por tanto, a ocuparnos aquí principalmente de la clase de Comicios más general y más importante en teoría, o sea de los Comicios legislativos.
Al revés de la lex privata, era la lex publica el establecimiento o fijación por parte del magistrado de una disposición o precepto cualquiera, ya se tratara de un acto administrativo, ya fuese lo que nosotros llamamos ley; esto es, era la fijación de una norma de derecho que se apartaba de las normas existentes, ora fuese dada tal norma para un caso particular (privilegium), ora se diese con carácter general para todos los casos semejantes que en lo futuro se presentaran. El magistrado, o bien tenía facultades para hacer esa fijación en virtud del propio poder que le correspondía por su cargo (lex data), o solo las tenía para hacerla previa interrogación y previo consentimiento de la ciudadanía (lex rogata). A todas estas proposiciones formuladas por el magistrado, y que no tenían lugar de igual manera en los Comicios-tribunales ni en los electorales, se les daba, como hemos dicho, la denominación del magistrado proponente. Por tanto, se sobreentendía que el magistrado que interrogaba a la ciudadanía había de estar siempre, por su parte, de acuerdo con la proposición, y que tenía, por consecuencia, facultades para cambiar de opinión e interrumpir la interrogación a la ciudadanía en cualquier momento, retirando, en lo tanto, la proposición, ya por entonces solo, ya en general y para siempre.
Pero ni aun en unión con la ciudadanía tenía el magistrado atribuciones para cambiar a su arbitrio el orden jurídico vigente. Por el contrario, como quiera que este orden no había sido creado por los Comicios, se consideraba que no estaba en las facultades de estos el variarlo a su arbitrio, juzgándose que era más bien eterno e invariable. El derecho que tenía el Senado originario a confirmar o casar los acuerdos de los Comicios respondía sin duda al fin que acaba de indicarse, y en este sentido se hizo uso de él en los primitivos tiempos. Las transformaciones fundamentales que la Constitución experimentó se verificaron de un modo análogo a como los romanos se imaginaban que esa Constitución había sido creada; es decir, las realizaron algunos ciudadanos privados investidos de poder constituyente; esto es seguramente lo que sucedió cuando tuvo lugar aquella reforma constitucional que dio por resultado la supresión de la Monarquía y su sustitución por el consulado, y esto también lo que la tradición histórica nos refiere que sucedió con la legislación de las Doce Tablas, y lo que sabemos se hizo cuando Sila y Augusto organizaron de nuevo la comunidad.
Ahora bien, aunque es verdad que el orden jurídico se establecía de una vez para siempre, sin embargo, desde bien antiguo se permitieron excepciones a las reglas del mismo para casos particulares, y esto es justamente lo que daba origen a la lex rogata. La patria potestad y el sistema de las herencias tenían su base por derecho en el parentesco de la sangre, y de conformidad con esto, quien disponía acerca de estas materias era el magistrado encargado de la administración de justicia, el cual no podía por sí mismo, exclusivamente, autorizar la adopción de un individuo en lugar de hijo, ni la entrega del patrimonio en caso de muerte, de otra manera distinta de aquella que se hallaba mandada por la norma jurídica vigente; pero sí podía hacerlo con aprobación de la ciudadanía. El mismo orden de ideas dominaba con respecto al perdón de los delincuentes convictos y condenados: no puede haber duda de que en los tiempos primitivos se pensaba que el rey no tenía atribuciones para librar de la pena, sustrayéndole a ella, al autor de un fratricidio patriótico, pero se le consentía que implorara perdón de la ciudadanía. Pero, sobre todo, donde se ve bien clara esta concepción, es en el caso de declaración de guerra a un Estado que hasta el momento presente ha tenido alianza con Roma. El fundamento de la alianza originaria era la comunión nacional de los latinos, y esta alianza no dependía de la aprobación de la ciudadanía romana; pero quien resolvía acerca de si los palestrinos o los tusculanos habían violado esa alianza, y por tanto, si se debía o no declararles la guerra, era la ciudadanía romana a propuesta del magistrado y a reserva de que el Senado confirmara el acuerdo. La legislación de los Comicios, tanto en cuanto a las relaciones privadas, las cuales siguieron encomendadas a las curias aun en los tiempos posteriores, como en cuanto a las cuestiones propiamente políticas, tenía lugar en todo caso por vía de leyes excepcionales, o sea por vía de privilegium.
Si bien es verdad que estos privilegios eran tan antiguos como Roma, lo es también que cuando comenzó a regir el sistema republicano y las limitaciones que a consecuencia del mismo se impusieron a la magistratura, vino por un lado a reducirse y por otro a ensancharse el círculo de los actos que debían realizar los magistrados mismos con la intervención o cooperación de los Comicios.
Las restricciones de ese círculo fueron debidas a la separación que se hizo entre el poder religioso y el poder civil: al primero le quedaron reservados, como hemos visto, los actos privados referentes al orden de las familias, esencialmente la adrogación y el testamento, habiéndose trasladado al pontífice supremo el derecho de iniciativa para realizar estos actos, que hasta ahora había correspondido al rey; y la reunión de la ciudadanía por curias, que dejó de tener vigencia desde ahora para las votaciones de carácter político, siguió siendo la competente para aprobar las proposiciones relativas a los dichos asuntos privados. En la comunidad patricia, esa intervención de la ciudadanía en la adrogación y el testamento era un verdadero acto legislativo; en la patricio-plebeya dejó de serlo.
Pero, por otro lado, la competencia de los Comicios políticos de la época republicana se ensanchó de un modo esencial y necesario. En efecto, la realización de aquellos actos públicos que si bien correspondían a la competencia primitiva de los magistrados, sin embargo, a ninguna magistratura ordinaria fueron encomendados durante la República, tenía que verificarse por medio de un mandato o comisión de índole extraordinaria, mandato que solo podía confiarse con el consentimiento de los Comicios, igual si se le daba a un magistrado ordinario, que si los mismos Comicios nombraban al efecto un magistrado especial, que es lo que regularmente acontecía en los tiempos posteriores. A esta clase de actos pertenecían singularmente la presentación de querellas o demandas capitales contra los ciudadanos por delito de traición a la patria, el cumplimiento de la más elevada de todas las promesas de la comunidad, es decir, de la primavera sagrada y la entrega gratuita de terrenos comunes por vía de asignación o de colonización.
También formaban parte de este círculo las alteraciones que se introdujeran en el orden vigente de la comunidad por medio de leyes especiales. La eternidad de dicho orden vigente era, si se quiere, un ideal o una ficción, un ideal o una ficción de los cuales podía en cierto sentido prescindirse desde luego, aun desde el punto de vista teórico, puesto que se admitían excepciones al mismo en casos particulares. Las exigencias de la vida práctica, y al propio tiempo la tendencia, mayor cada vez, a considerar la asamblea de los ciudadanos como la depositaria de la soberanía de la comunidad, fueron poco a poco ensanchando el horizonte de la competencia legislativa de los Comicios; y así, aun cuando continuó considerándose imposible transformar el orden jurídico de una manera general y fundamental, en cambio, se estimaba perfectamente factible introducir en él, por el procedimiento dicho, toda clase de innovaciones particulares. La máxima incorporada al derecho de las Doce Tablas, según la cual, los acuerdos que el pueblo tomase posteriormente significaban una infracción del orden antiguo, fue no otra cosa que el reconocimiento de esta soberanía de los Comicios, si bien en la época en que tal máxima se sentó no era posible que se le diera ni que se comprendiese este significado que después tuvo. Este es el sentido con que los Comicios legislaron luego en los tiempos históricos. Ante los Comicios se llevaban las cuestiones relativas a la concesión o privación del derecho de ciudadano, así como a la extensión del mismo por atribución del derecho de sufragio; facultad de aquellos era también el establecimiento y la transformación de los cargos públicos y de los puestos de oficiales militares, el ampliar la competencia de los magistrados ordinarios y el nombrar a los extraordinarios; los Comicios eran asimismo los que regulaban los derechos y las obligaciones de los ciudadanos, los que introducían innovaciones en la obligación del servicio militar, los que creaban nuevos impuestos, los que legislaban acerca del matrimonio y acerca de mil otras materias. Igualmente, les correspondía de derecho toda dispensa definitiva del cumplimiento de semejantes disposiciones, ora con respecto a una categoría de ciudadanos, ora con relación a algún individuo. Esta enumeración, simplemente ejemplificativa, servirá a lo menos para que el lector comprenda cuál era el círculo de la competencia legislativa de los Comicios en los tiempos ya avanzados de la República, círculo que formalmente era inagotable. Los límites entre la competencia magistrático-senatorial y la magistrático-comicial, más bien se hallaban fijados por la costumbre que por ley o principio alguno: puede, por ejemplo, decirse que los asuntos religiosos no se llevaban ante los Comicios sino cuando parecía indispensable el hacerlo así, como, por ejemplo, cuando se trataba de instituir sacerdocios nuevos o fiestas populares permanentes. Por lo demás, luego hemos de volver a ocuparnos de esta delimitación, al tratar de las injerencias del Senado de los tiempos posteriores y del principado en la competencia de los Comicios, sobre todo en cuanto respecta a la dispensa de la ley.
El sistema romano no consentía que los Comicios tuvieran injerencia en la esfera de la actividad señalada a los magistrados por la Constitución, no consentía que legislaran sobre lo que los magistrados tenían que hacer, y efectivamente nunca penetraron los Comicios en la esfera de la actividad dicha, si se exceptúan las limitaciones que el derecho de coacción y penal de los magistrados sufría por virtud del derecho de provocación. Y esto que se dice es aplicable no solo a la justicia, sino también a la administración; a pesar de que las graves cargas que pesaron sobre los ciudadanos en materia de levas militares y de contribuciones eran a menudo insoportables, nunca se les preguntó a los Comicios si había tenido lugar abuso en la materia ni en qué extensión. No puede llamarse intromisión abusiva la participación que en el curso del tiempo hubieron de adquirir los Comicios en los más importantes actos internacionales. Es verdad que el jefe del ejército tenía atribuciones para celebrar por sí los tratados de paz, y en general todos los tratados internacionales; pero debe advertirse que estos contratos solo obligaban completamente cuando la comunidad hubiera sabido con la anticipación debida que iban a celebrarse, cosa que solo podía lograrse dando intervención en ellos a los Comicios; por tal motivo, la primera paz convenida con Cartago lo fue bajo la reserva de que había de ser ratificada por la comunidad, y a partir de entonces fue frecuente llevar ante los Comicios los tratados internacionales, singularmente los de alianza. Algunos acuerdos tomados en los Comicios de los tiempos de la agonía de la República declararon nulas ciertas sentencias judiciales e introdujeron variaciones en los contratos válidos relativos al patrimonio de la comunidad; pero estos acuerdos fueron abusivos, fueron verdaderas infracciones constitucionales.
La eficacia jurídica de los acuerdos del pueblo, ora se tratase de una ley, ora de una sentencia dada en proceso penal, ora de la elección de un magistrado, dependía, claro está, de que se observaran las normas vigentes acerca del particular; pero es a menudo sumamente difícil determinar si las antiguas normas, que también habían sido establecidas por la ciudadanía, infringían los acuerdos del pueblo posteriores a ellas, o si, por el contrario, tales normas eran infringidas por estos. Claro es que la ciudadanía no tenía obligación de respetar la antigua ley, aunque esta pretendiese ser irrevocable, pues si las particulares personas no podían renunciar al derecho de variar de voluntad cuando lo creyeran conveniente, tampoco podía hacer esta renuncia la comunidad. A menudo se añadía a la ley la cláusula de su invariabilidad, cláusula que moral y políticamente produjo efectos, sobre todo cuando toda la ciudadanía se comprometía, mediante juramento, a respetarla; pero desde el punto de vista jurídico, esa cláusula se consideró siempre como nula. Por el contrario, las anteriores leyes generales no quedaban abrogadas porque un acto posterior de los Comicios fuera contradictorio con las mismas. Hallándose legalmente prohibido reunir en una misma ley preceptos discrepantes, todo acuerdo del pueblo en que así se hiciera no era válido; hallándose preceptuado legalmente un límite mínimo de edad para adquirir cargos públicos, toda elección hecha por los Comicios contraviniendo a este precepto era nula. Por otra parte, el precepto legal que disponía que no pudiera darse una ley especial en perjuicio de una persona particular, difícilmente pudo ser otra cosa más que una advertencia política hecha a la ciudadanía para que no abusara de su poder en este sentido. Como veremos en el capítulo siguiente, por la constitución originaria, al Senado patricio es a quien correspondía resolver la importantísima cuestión de límites, forzosamente oscilantes y variables, entre los actos de los Comicios que habían de tenerse por válidos y los no válidos. Pero el Senado patricio, órgano esencial del sistema político primitivo, dejó de hecho de funcionar desde los primeros tiempos de la República, y el vacío que con ello se produjo no lo llenó ninguna otra institución. Ninguna noticia tenemos de que hubiera disposiciones generales dadas en este sentido; en los tiempos posteriores debió quedar a merced de los particulares el considerar o no como nulo un acto de los Comicios y el atenerse o no atenerse al mismo.
De lo único que sabemos algo es de las consecuencias que producían los defectos de índole religiosa. La cláusula que constantemente iba unida a los acuerdos del pueblo, a saber: que en tanto debían ser válidos en cuanto no contraviniesen por su contenido a las normas religiosas, nos indica más bien una tendencia de la legislación que una verdadera restricción esencial impuesta a los Comicios, si bien es cierto que esa tendencia pudo producir a veces consecuencias prácticas, por ejemplo, en la materia de asignaciones del suelo común. Desde el punto de vista político, lo que tenía importancia eran las faltas (vitia) que pudieran cometerse en materia de auspicios, con los cuales tenía necesidad de comenzar todo acto de los Comicios. Debe tenerse en cuenta que el régimen político de los romanos era cosa propia e independiente del temor a los dioses, de manera que las faltas cometidas en materia de auspicación, aun en el caso de ser comprobadas por los correspondientes sacerdotes, si bien alguna vez pudieron quizá inducir al Senado patricio a negar su confirmación a los acuerdos o actos de los Comicios, en los tiempos históricos eran faltas que no producían consecuencias jurídicas. Las leyes hechas de esta manera defectuosa y los magistrados elegidos de este modo defectuoso eran, con todo, leyes válidas y magistrados verdaderos, aunque había una obligación de conciencia de abolir semejantes acuerdos, porque la ley cesaba en sus efectos y el magistrado era retirado de su cargo. En los últimos tiempos de la República, el Senado vindicó para sí el derecho de quitar fuerza a las leyes que tuvieran defectos de esta índole, pero lo hizo atribuyéndose facultades que no le correspondían e injiriéndose abusivamente en el campo de la legislación.
La posición que en el Estado romano ocupaban los Comicios era de índole predominantemente formal. En un principio no tenían más derecho frente a la magistratura que el de impedir a esta la realización de ciertos actos, y si posteriormente adquirió la ciudadanía facultad de obrar libremente en materia de causas criminales y en la de elecciones, en lo que a la ley se refiere nunca tuvieron los Comicios, en realidad, más que el veto. Hallábanse los mismos bajo la tutela del Senado: en los primeros tiempos de la República, de derecho; en los tiempos más avanzados de esta, de hecho. Cuando el gobierno de los Comicios por el Senado comenzó a vacilar, aquellos se convirtieron, regularmente, en un instrumento involuntario de los hombres de partido que los convocaban, y muy a menudo en una simple palanca del interés y medro personal de los ciudadanos muy influyentes. Su competencia era en un principio limitada, es verdad, pero era efectiva, por cuanto en la materia de organización de las familias, en el ejercicio del derecho de indulto, en la declaración de la guerra contra las comunidades vecinas, la determinación espontánea tomada por los ciudadanos particulares podía ser lo que diera el impulso, y lo dio muchas veces; en cambio, a medida que se fue dando por la ley mayor extensión a la competencia de los Comicios, puede decirse que los acuerdos tomados por la ciudadanía romana fueron dejando de ser la expresión efectiva de la voluntad de esta, siendo de advertir también, por lo característico que es para el caso, que era tan raro el que una proposición presentada a los Comicios fuese rechazada, como puede serlo en el moderno Estado constitucional el que un monarca se niegue a ejecutar una ley votada en Cortes. La primitiva asamblea, proporcionada a un régimen monárquico rigurosamente unitario y a las estrechas relaciones de un Estado que no tenía más territorio que la ciudad, parecía en la Roma de los tiempos históricos como un órgano originario oscurecido por la marcha de la evolución, órgano cuya función, cuando no era nominal y dependiente de accidentes o eventualidades políticas, se ejercitaba algunas veces en beneficio de la comunidad, pero más frecuentemente en perjuicio de la misma, y cuya situación favorable y de preeminencia no tuvo poder bastante para conferir a la ciudadanía el gobierno del Estado.
Los Comicios no fueron legalmente abolidos cuando lo fue la República, pero ya no se hizo uso de ellos. El procedimiento penal de la provocación desapareció en lo esencial con la organización dada por Sila a los tribunales. Al comenzar el reinado de Tiberio, la elección de los magistrados pasó de los Comicios al Senado. Por largo tiempo continuó todavía reconociéndose en los Comicios la facultad de legislar; en las leyes sobre el matrimonio y sobre impuestos dadas por Augusto, la ciudadanía tuvo alguna independencia, al menos para desaprobar, y hasta los tiempos del emperador Nerva puede demostrarse que los Comicios legislaron; todavía más: como al cambiarse las personas que ocupaban el poder soberano en la época del principado, esto es, al suceder unos príncipes a otros, se interrogaba al pueblo acerca de la sucesión, y esta interrogación era más bien un acto de carácter legislativo que un acto de carácter electoral, es posible que el sistema de los Comicios legislativos continuara en vigor legalmente, para este fin, por mucho tiempo. De hecho, no obstante, desde los comienzos del principado, en quien residió el poder legislativo fue en el Senado.
IV. Competencia del Senado
Como el Senado era una institución doble, pues el Senado estrictamente patricio era diferente que el amplio Senado patricio-plebeyo, la competencia de ambas corporaciones era también completamente distinta, si bien, como quiera que el Senado más amplio incluía dentro de sí al más restringido, la competencia del primero estaba ligada con la de este último.
Prescindiendo de la función interregnal ya examinada, la cual no le correspondía al Senado como tal, sino a cada uno de los senadores en particular, la competencia del Senado primitivo coincidía con la de los Comicios. Siempre que el pueblo primitivo, el que tenía límites fijos y reducidos, había de tomar un acuerdo; siempre, pues, que se tratara de introducir alguna modificación parcial, para un caso dado, en el orden jurídico existente, de causar alteraciones en la organización de las familias por medio de la adrogación o del testamento, en los preceptos penales ejercitando el derecho de gracia o indulto, y en la eterna alianza por medio de la declaración de guerra, era preciso que el magistrado presentara la correspondiente proposición a la ciudadanía (ferre ad populum), y si esta la aprobaba, el acuerdo había de ser llevado después al Senado (referre ad senatum) para obtener la confirmación de este por medio de la interrogación y de la votación. Así como la esfera de la competencia de los Comicios se amplió de un modo considerable con haber introducido la provocación obligatoria, con haber hecho que el nombramiento de los magistrados correspondiera a la ciudadanía, en vez de corresponder como en un principio a la magistratura; con haber ensanchado las facultades legislativas de los Comicios en la manera expuesta en el capítulo anterior, así también debe suponerse que se amplió paralelamente el derecho de confirmar los acuerdos del pueblo que al Senado correspondía, y es seguro que de este derecho de confirmación se hizo uso singularmente con aplicación a las elecciones de magistrados.
Al Senado no debió considerársele como una segunda instancia legislativa. La manera como era designada técnicamente la confirmación dicha, llamándola la «aumentación», auctoritas, denominación que se aplica aquí evidentemente al derecho político con el mismo significado con que en el privado se aplicaba a la tutela, indica que la ciudadanía obraba de un modo análogo a como obraban los pupilos, y que el Senado, lo mismo que el tutor, protegía a la comunidad (privada, como los pupilos, de la segura capacidad de obrar) negándose a confirmar los acuerdos errados o perjudiciales que tomara. Siempre, sin embargo, resulta de aquí, que el poder primitivo de la comunidad tenía una triple manera de manifestarse, a saber: la proposición del magistrado, el acuerdo de la ciudadanía y la confirmación del Senado.
Según todas las probabilidades, consistía esta confirmación en examinar, no la conveniencia, sino la legalidad del acuerdo tomado por el pueblo. Dio origen a la institución el miedo respetuoso a infringir el derecho, así el divino como el terrestre. No tenían que resolver los antiguos senadores si era prudente y acertado dar un Fabio por hijo a un Cornelio, o si era conveniente declarar la guerra a los palestrinos, sino tan solo si un cambio semejante de familia se avenía con la costumbre sagrada, o si la ciudad aliada había dado motivos bastantes para llevar la guerra contra ella. Estas restricciones inherentes a la institución misma trajeron probablemente por consecuencia el que, a pesar de que la misma se conservara en pie en los tiempos republicanos que nos son conocidos, no se hiciera efectivamente uso de ella ya en materias políticas. Desde mediados del siglo V en adelante, la confirmación por el Senado del acuerdo de los Comicios no se verificaba después de tomado este, como hasta entonces había venido sucediendo, sino antes de tomarlo, lo cual no se armonizaba bien con la esencia de la institución; por consiguiente, desde ahora en adelante, lo que podía suceder es que se suspendiera por anticipado la formación de una ley que se tenía propósito de hacer, o una elección ya anunciada, estimándose, quizá, que era preferible impedir que la ciudadanía tomase un acuerdo a rectificárselo después de tomado. Pero es evidente que la institución tenía por base la creencia primitiva de que los organismos e instituciones romanas eran indefectibles y habían de estar siempre en vigor, y el miedo religioso a las consecuencias que pudieran provenir de una infracción injustificada de los mismos. Conforme fue removiéndose esta base, el Senado fue prestando a los Comicios la tutela política cada vez menos dentro de los límites jurídicos, y por otra parte, los Comicios la fueron soportando cada vez menos a medida que iban adquiriendo la conciencia de su poder; si, como es probable, el Senado tenía el derecho y la obligación de anular los actos de los Comicios realizados sin guardar los auspicios, claro está que con este principio, practicado de una manera arbitraria y discrecional y para fines políticos, todo acto de la ciudadanía patricio-plebeya quedaba a merced del poder de los senadores patricios, poder que no se hallaba, a su vez, sometido a inspección alguna. Todavía en los tiempos históricos seguía en vigor, ora por ley, ora por costumbre, el derecho del Senado patricio a confirmar los acuerdos de la ciudadanía; pero, en realidad, tal derecho se hallaba abolido, con lo cual desapareció el tercero de los factores que hemos señalado en el poder de la comunidad.
Así como la competencia del Senado patricio consistía en contribuir a preparar los decretos de los magistrados, confirmados por el pueblo, la del Senado patricio-plebeyo consistía en intervenir en los decretos de los magistrados no sometidos a tal confirmación. Y como la forma que se empleaba era en ambos casos la misma, claro es que el decreto del magistrado no confirmado por el pueblo puede haber sido tan antiguo como el confirmado, y por consiguiente, es posible que ya el Senado patricio interviniera en la preparación del mismo. Ambas formas de actividad se atribuyeron a personas distintas cuando los plebeyos entraron en el Senado, supuesto que este no intervenía en la confirmación de los acuerdos del pueblo, pero sí, aunque al principio solo de manera subordinada, en los simples decretos de los magistrados, lo que indica claramente, sin duda, que la actividad de la última clase, esto es, la que consistía en preparar los decretos de los magistrados, fue en su origen secundaria y no estrictamente exigida por la Constitución.
Pero en general el Senado no intervenía en la preparación de los decretos de los magistrados; por el contrario, esta intervención estaba constitucionalmente vedada con respecto al ejercicio ordinario del poder de los magistrados. El imperium de estos tenía que moverse de un modo independiente dentro de la órbita asignada al mismo; ni la administración de justicia, ni la dirección y jefatura del ejército, ni las elecciones de los magistrados permanentes, ni en general ninguno de los actos que el magistrado no podía menos de ejecutar so pena de faltar a sus deberes, necesitaba ser sometido a la aprobación del Senado ni dependía del beneplácito de este. Los magistrados eran dueños de pedir informes a ciertos individuos (consilium) cuando lo tuvieran por conveniente, pero no a la corporación que juntamente con los magistrados y los Comicios representaba el poder de la comunidad.
Por consiguiente, la intervención del Senado en los decretos de los magistrados quedaba reservada para aquellos actos que dependían más o menos del arbitrio de estos y que en general pueden ser llamados actos extraordinarios. Quizá el punto de partida de semejante facultad lo formaran los acuerdos del pueblo, puesto que la presentación de la proposición al pueblo por parte del magistrado no era más que un decreto de este que había de ser aprobado por el Senado. Por ejemplo, iba aneja dicha intervención a la declaración de guerra por el magistrado, precisamente porque antes de que se presentase la proposición correspondiente era indispensable cerciorarse por la confirmación dada a aquella por el Senado de que la comunidad contaba con el beneplácito de este; y claro es que como aquellas formas que separaban bien distintamente al Senado del consilium, o sea el ser fijo el número de los miembros componentes del primero, el ser efectivamente vitalicios sus puestos, el ser organizado y regulado el orden de sus asuntos de una vez para siempre, eran todas ellas formas que se guardaban en el Senado patricio para confirmar los acuerdos del pueblo, esas formas se transmitieron naturalmente al Senado patricio-plebeyo para preguntarle si aprobaba o no los decretos de los magistrados.
Pero si la confirmación por el Senado patricio de los acuerdos del pueblo era necesaria por la Constitución, no lo era en cambio la interrogación al Senado patricio-plebeyo para que aprobase los actos extraordinarios de los magistrados. Estos, en tal caso, tenían, sí, el derecho, según la concepción primitiva, pero no la obligación de interrogar al Senado antes de tomar su acuerdo; el cual adquiría autoridad cuando la corporación instituida para guardadora y conservadora de las instituciones jurídicas se declaraba conforme con él, pero legalmente el magistrado podía tomar su acuerdo sin haber pedido informe al Senado, y hasta en contra del mismo. El Senado, pues, al ejercitar esta su función aconsejadora, no era legalmente un cuerpo consultivo que daba un dictamen pedido por los magistrados, pero de hecho no era otra cosa que esto, y por serlo es por lo que no pocas veces se le llamaba, no en sentido técnico, pero sí enunciativamente, consilium publicum. Este derecho de aconsejar es lo que sirvió de base para que más tarde adquiriera el Senado el gobierno del Estado y Roma su posición universal en el mundo. Los acuerdos del Senado patricio-plebeyo eran dictámenes dados por el más alto collegium del Gobierno a los magistrados ejecutivos, a petición de estos; con el tiempo, sin embargo, tanto la facultad de pedir esos dictámenes como la de seguirlos se fueron cambiando de meramente potestativas en más o menos obligatorias: a eso fue debido el cambio que en el curso del tiempo experimentó la institución. El acto de que se trata implicaba un acuerdo entre el Senado y el magistrado, como lo demuestra claramente el hecho de que en los más antiguos documentos que han llegado hasta nosotros se le designa como consulis senatusque sententia, mientras que, por el contrario, en los documentos posteriores se hace uso de frases y denominaciones que indican que ya no tenía intervención en dicho acto el magistrado, y tanto el consultum como la sententia no son otra cosa sino la contestación a la pregunta del magistrado o la manifestación de una opinión. Con mayor claridad todavía se nos presenta el carácter potestativo que originariamente tuvieron estos dictámenes, si tenemos en cuenta que el Senado nunca abrigó otras pretensiones frente a los magistrados que la de ejercer la auctoritas, la cual correspondía aproximadamente a nuestra «recomendación», y nunca tendría carácter de mandato, como lo tenían los acuerdos del pueblo, sino que en aquellos casos entregados expresamente al arbitrio de los magistrados, el Senado «imploraba» sencillamente esa auctoritas. Pero el Senado tenía acerca del asunto una limitación esencial, no solamente por ley, sino también de hecho, y era que solo podía hacer a los magistrados proposiciones de carácter real, objetivo, nunca proposiciones de índole personal. Podía requerir a los cónsules a que suspendieran realmente el ejercicio de sus funciones, nombrando al efecto un dictador, pero sin designarles el individuo que había de ejercer la dictadura. Podía proponer al presidente, y en unión con él a los Comicios, la creación de magistrados extraordinarios, pero solo se acompañaba a la propuesta el nombre de las personas que habían de ocupar los puestos que iban a crearse cuando se tratara de cosas indiferentes bajo el respecto político; en la época de la agonía de la República es únicamente cuando la indicación de nombre se hacía en los demás casos. El Senado emitía dictamen acerca del envío de embajadas y de las instrucciones que habían de darse a los embajadores; también determinaba el número de estos, pero la elección de los mismos se la dejaba al magistrado. Informaba sobre la manera como habían de repartirse los asuntos los magistrados colegas de iguales atribuciones; pero la distribución de los mismos entre las personas que habían de desempeñarlos la verificaban estas de común acuerdo o por sorteo. A menudo, sin embargo, se mezcló el Senado indirectamente en las cuestiones de personal; pero en el caso más importante, que era el de la prorrogación del mando militar, el acuerdo del Senado no llegaba más que a dictaminar en contra de la separación de la persona que estuviera ocupando el cargo, teniendo la prolongación del mismo su fundamento jurídico en la ley. El Senado no podía hacer directamente propuestas personales, y en los tiempos de la República no funcionó nunca como corporación electoral. Esta limitación efectiva, no común en el terreno político, de la competencia del Senado, provenía tan solo de la costumbre, pero tuvo una eficacia más rigurosa que la que solían tener las limitaciones de competencia impuestas por la ley.
Si los límites que separaban el imperium de los magistrados de la autoridad del Senado eran sumamente vagos y borrosos; si durante la larga época republicana solamente de consideraciones políticas del momento y de motivos personales se hacía depender tanto la necesidad de invocar la auctoritas del Senado como la de seguirla, es preciso tener en cuenta que semejante estado de cosas era producto natural de la misma esencia de la institución, la cual estaba poco sometida a una reglamentación legal, y, en cambio, los precedentes tenían en ella grandísima fuerza. En los siguientes párrafos se trata de dar una idea, hasta donde según esto es posible, de la evolución y cambios que experimentó la competencia efectiva del Senado de los tiempos posteriores de la República en sus relaciones con la magistratura; es decir, de explicar, por medio de ejemplos y de casos particulares referentes a las distintas esferas de la actividad de la magistratura suprema, la regla general según la que el magistrado que tenía atribuciones para interrogar al Senado podía o debía pedir informe a este antes de tomar acuerdo alguno sobre aquellas cuestiones cuya resolución dependía de su arbitrio. Al efecto, nos referiremos preferentemente a aquella época en la cual el Senado era el que gobernaba al Estado con la magistratura y por medio de la magistratura, respetándose recíprocamente sus respectivas esferas de derecho; el estudio de las intromisiones abusivas que tuvieron lugar durante la agonía de la República — en cuya época, así como la magistratura se emancipó de la dirección y tutela del Senado, una oligarquía se hizo dueña formalmente del gobierno — ese estudio, en cuanto y hasta donde pueda formar parte en general de la presente exposición, lo reservamos para el capítulo siguiente, donde se trata del gobierno de compromiso y transacción originado por el conflicto a que acabamos de hacer referencia.
1.º En punto a materias sacrales, el magistrado solo podía obrar y disponer por sí solo cuando se tratara simplemente de ejecutar normas o preceptos fijados, v. gr., de fijar las fiestas variables, o cuando lo justificase la necesidad, como por ejemplo, en las promesas y votos hechos por el jefe del ejército en los momentos de la batalla. Por el contrario, solía interrogarse al Senado para instituir nuevos lugares de culto o para admitir dioses nuevos en el culto público; para designar ciertos días como nefastos e inadecuados para ceremonias y prácticas religiosas; para repetir un acto religioso por causa de defectos que lo hubieren acompañado anteriormente; para ordenar festividades extraordinarias, siendo de advertir que entonces quedaba reservado al magistrado el fijar el día en que las mismas habían de verificarse; para expiar los prodigios y milagros que se realizaran para servir de aviso; para interrogar los libros sibilinos o a los sacerdotes sacrificadores etruscos; finalmente, para realizar los votos o promesas de los magistrados y erigir o dedicar templos, sobre todo cuando tales promesas y dedicaciones gravaban sobre la caja de la comunidad o mermaban el patrimonio de esta. Los sacerdotes funcionaban en estos asuntos, en cierto modo, como comisiones permanentes del Senado. Como no era fácil que los Comicios fueran interrogados acerca de los negocios sacrales, por regla general, los acuerdos tomados por el Senado y los magistrados tocante a estos asuntos eran definitivos.
2.º Las leyes, dando a esta palabra el amplísimo sentido que en Roma tenía y que más atrás queda expuesto, antes de que el magistrado las propusiera a los Comicios, debía consultarlas al Senado; esta consulta previa, que, como también hemos dicho, fue quizá el punto de partida, lo que dio origen a los dictámenes o informes senatoriales, venía practicándose desde antiguo. La discusión de los proyectos de ley, discusión necesaria en general, pero sobre todo indispensable por los cambios que la iniciativa legislativa experimentaba de año en año, vino a ser proscrita, o poco menos, del procedimiento y reuniones de los Comicios, debido a que se dificultaban los debates preparatorios y a que no se permitía presentar proposiciones que alteraran dichos proyectos; esa discusión únicamente podía tener lugar en el Senado, debiendo advertirse que, si bien es aplicable lo que se dice ya a los más antiguos tiempos, sin embargo, la necesidad de la consulta previa de los proyectos de ley al Senado se hizo cada vez mayor por haber aumentado sin medida el número de los magistrados supremos que tenían derecho de iniciativa, y haberse extendido, por consecuencia, el derecho de intercesión. Esta iniciativa de hecho del Senado en materia de leyes se hizo también extensiva a los acuerdos de la plebe, porque en realidad estos acuerdos entraban en la categoría de las leyes. Sin embargo, nunca fue legalmente necesaria la consulta previa al Senado y el consentimiento del mismo para las leyes hechas en los Comicios, y en cuanto a los plebiscitos, solo lo fue en la época anterior a la ley hortensia, durante la cual, para que el plebiscito obligase a la comunidad, había de haber sido consentido antes por el Senado, y volvió a serlo durante el breve tiempo que estuvo vigente la Constitución de Sila, la cual resucitó la organización antigua. La política práctica de la República tuvo por norma de conducta la siguiente: que debía ser considerado como vano e inútil todo proyecto de ley informado en contra por el Senado o que no se hubiera sometido previamente a la consulta de este Cuerpo, echándose mano, para lograr tal fin, ante todo de la intercesión de los tribunos, y que todo acuerdo de los Comicios de la comunidad o del concilium de la plebe que fuera tomado contra la voluntad del Senado o prescindiendo de preguntársela, implicaba un atentado al gobierno del Estado, gobierno que podía ser considerado como ilegítimo o como legítimo, según la posición que los partidos ocuparan.
3.º La elección de los magistrados permanentes no podía ser sometida a la consulta previa del Senado; en cambio, hay que decir lo contrario, no solo con relación al nombramiento de magistrados extraordinarios, nombramiento que pertenecía a la esfera de la legislación, sino con respecto al de los magistrados ordinarios no permanentes, a los dictadores y censores; pues como ese nombramiento dependía del arbitrio del magistrado que tenía derecho a hacerlo, muchas veces se interrogaba al Senado sobre el asunto, y quizá en los tiempos posteriores esta interrogación se hiciera siempre. Hasta las modalidades o accidentes de las elecciones ordinarias, por ejemplo, el señalamiento del día en que habían de verificarse, pudieron ser discutidos en el Senado, lo mismo que todo acto administrativo dependiente del arbitrio del magistrado.
4.º Tocante al ejercicio del derecho de coacción y penal, las causas por perduelión caían dentro de la competencia del Senado, por cuanto para que tuvieran lugar era indispensable un acto legislativo previo. Por el contrario, este cuerpo no pudo tener intervención en el procedimiento cuestorial, porque los cuestores no tenían facultades para interrogar al Senado; lo mismo se dice del procedimiento edilicio sobre multas, y también del procedimiento penal tribunicio, por cuanto este procedimiento era más antiguo que el derecho de los tribunos a convocar el Senado. Por el contrario, los magistrados supremos no pocas veces invocaban el auxilio de la autoridad del Senado para el buen cumplimiento de todas aquellas obligaciones generales que pesaban sobre ellos, relativas a la conservación de la tranquilidad y al orden público, sobre todo para el cumplimiento de las que tocaban a la policía de seguridad y a la policía religiosa. A esta ilimitada competencia de los magistrados respondía, en el círculo de que se trata, la carencia de toda distinción y delimitación, ni siquiera de hecho, entre los actos que los magistrados podían realizar libremente y los que no tenían más remedio que practicar en las condiciones legalmente fijadas; puede, sin embargo, decirse que el Senado era interrogado regularmente cuando el magistrado obraba apartándose del orden jurídico vigente por motivos de utilidad y conveniencia pública. Así, los magistrados habían de ser autorizados por el Senado para dejar de ejecutar una sentencia firme de muerte y conmutarla por una de prisión perpetua, como igualmente para asegurar, por motivos especiales, al delincuente la impunidad y dejarlo libre. En los casos en que se creyera estar en peligro el orden público, por tanto, especialmente en los delitos de cuadrillas y en los políticos, la represión de los mismos por parte de los cónsules era regularmente apoyada por el Senado; un documento auténtico nos ha conservado el acuerdo del Senado, año 568 (186 a. de J. C.), contra los sectarios del culto de Baco, considerados como de peligro común, acuerdo que demuestra al propio tiempo que esta policía senatorio-consular extendía su acción por toda Italia, estando sometidas a ella hasta las comunidades legalmente libres que formaban parte de la confederación; por el contrario, en las provincias los gobernadores tenían mayor independencia para mandar que los cónsules en el territorio de la capital. Esta suprema vigilancia del Senado, aplicada a la política de los partidos, parece que consistía en calificar como «peligrosas» (contra rem publicam), por medio de un acuerdo del Senado, algunas acciones que iban a realizarse o que se tenía propósito de realizar, calificación que quería decir que se invitaba a todos los magistrados que tuvieran derecho de coacción y penal a que hicieran uso del mismo con respecto al caso en cuestión; después que Sila abolió este derecho penal, la calificación de que se trata se cambió en un puro voto político de censura.
5.º Ninguna esfera de la actividad de los magistrados estuvo tan poco sometida a la inspección del Senado como la administración de justicia. Cierto, que la suspensión de esta administración (iustitium) que en casos extraordinarios tenía lugar, dependía, por costumbre, del Senado, y que durante todo el tiempo que este tuvo facultades para disponer libremente de la competencia pretorial le estuvo permitido ordenar que uno de los dos pretores destinados a la administración de justicia en los asuntos de mayor entidad, se encargase de otras cosas; pero el Senado no solo no se mezcló en el ejercicio de la jurisdicción, que es lo único que exigía el orden establecido, sino que aun en los casos en que debía esperarse su intervención, como ocurría en lo relativo a la regulación general del modo como los pretores habían de ejercer sus funciones, lo que se hacía por medio de los edictos permanentes, no encontramos que los pretores apoyaran sus preceptos o reglas, que con frecuencia tenían realmente el valor de verdaderas leyes, en la autoridad del Senado.
6.º Por lo que a los asuntos militares respecta, el influjo del Senado se hizo sentir en tres direcciones: en el llamamiento a filas a los obligados a prestar el servicio de las armas, en las instrucciones dadas a los que ejercían el mando militar, y en la dirección misma de la guerra. — Como durante la organización republicana no se conoció el servicio permanente, excepto el de caballería, el llamamiento a filas a los que tenían que ir a ellas era una medida que legalmente tenía carácter extraordinario, y como tal, desde antiguo correspondía tomarla al Senado, a no ser que se tratase de un caso de verdadera necesidad. El Senado era también competente para determinar las condiciones de capacidad de soldados y oficiales, y en algunas circunstancias negó la admisión de individuos o unidades sin aptitud para el servicio y puso restricciones al nombramiento de oficiales por los Comicios, en favor de los jefes del ejército. De hecho, sin embargo, en los tiempos que conocemos ya como históricos, el llamamiento anual de los obligados a cumplir el servicio de las armas, hasta el máximum de unos 10.000 ciudadanos para cada uno de los cónsules, además de otro número próximamente igual para el contingente de la Confederación, ese llamamiento lo hacía la magistratura ordinaria; es probable que en el acuerdo general que a principio del año del ejercicio de funciones verificaban los magistrados supremos para compartirse los negocios del año, entrara también el acuerdo relativo a estos llamamientos, acuerdo que habrá sido confirmado por el Senado, y que difícilmente podía este desaprobar. Pero el número de tropas referido fue por lo regular insuficiente ya en los tiempos medios de la República para atender a todas las necesidades, y entonces al tener que traspasar el mínimum fijado, bien haciendo llamamientos mayores de los ordinarios, bien no licenciando a los individuos llamados anteriormente, el Senado tuvo que ocuparse año tras año del asunto. Y como cabalmente estos acuerdos o decisiones del Senado de los tiempos del gran poderío de la República eran los que determinaban cuáles eran las necesidades militares, y consiguientemente el número y distribución de las fuerzas del ejército, esas decisiones fueron las que por espacio de largo tiempo dieron la regla y el modelo para la gran política del Estado en las relaciones exteriores, y las que en el orden de la política interna sirvieron de expresión a la dependencia en que se hallaba la magistratura con respecto al Senado: siendo de advertir que contribuyó también seguramente a ello de un modo esencial la competencia financiera de este último, que luego estudiaremos.
Pero luego que en la gran guerra del siglo VI de la ciudad decidiose la victoria por los romanos, merced sobre todo a la armónica cooperación de la magistratura y el Senado, y luego que se afirmó el dominio universal de Roma, la dependencia en que el régimen provincial había venido estando con respecto al Senado en cuanto al número de tropas empezó a sufrir oscilaciones. Lo cual fue debido en primer término, a que si en Italia era posible licenciar todos los años el contingente de ciudadanos y hacer nuevos llamamientos para reemplazarlo, no era, en cambio, fácil hacer lo mismo en el régimen provincial, por lo que muy luego dichas operaciones tuvieron que ser en realidad sustituidas, singularmente en las dos provincias de España, por el sistema que consistía en prolongar regularmente el servicio de los cuerpos de ejército por varios años, enviando al efecto las unidades que habían de cubrir bajas según iba siendo necesario; de modo que el gobernador de provincia, sobre todo por el motivo de que también se le prolongaba el desempeño de su cargo regular y en parte legalmente, llegó a hacerse mucho más independiente del poder central que lo había sido el cónsul en su mando militar dentro de Italia. A lo que debe añadirse, que con haber aumentado por una parte el número de los ciudadanos romanos domiciliados en las provincias, y con haber comenzado a ser utilizados por otra los súbditos del Reino para fines militares, hízose cada vez más posible el establecimiento de tropas en las provincias, establecimiento que en un principio estuvo limitado, aun de hecho, a Italia; igualmente que después que los ingresos principales del Estado romano empezaron a provenir de las provincias, así como fue relajándose la dependencia financiera del jefe del ejército con relación al poder central, así también se fue aflojando la dependencia financiera de los presidentes de las provincias con respecto al mismo poder. Esta emancipación financiero-militar del gobernador de provincia, emancipación a que dio lugar forzosamente, y a pesar de todos los paliativos que se le pusieron, el régimen provincial, fue lo que dio al traste con el gobierno del Senado.
Nada era tan acentuadamente opuesto a la esencia de la magistratura romana, como el que, para el desempeño ordinario de los negocios correspondientes a cada cargo público, hubiera de dar el Senado instrucciones que pusieran trabas a la libertad de obrar de los magistrados; de modo que, tanto el despacho de los asuntos procesales como la dirección de la guerra, eran cosas encomendadas, en general, a la actividad ordinaria de la magistratura; no obstante, el Senado, sin infringir precisamente este supremo principio, dio instrucciones generales a los jefes del ejército desde bien pronto, valiéndose para ello de la facultad que le correspondía de señalar a estos jefes el distrito donde habían de ejercer su mando militar. Nada de lo cual pudo ocurrir mientras hubo reyes, porque el mando militar de estos era unitario; tampoco pudo ser mucho el cambio producido sobre el particular por la introducción de la dualidad en la soberanía, mientras el contingente del ejército de los ciudadanos continuó siendo por lo general único y mientras se lograba la unidad en el mando supremo, unidad que era indispensable desde el punto de vista militar, o porque los cónsules se pusieran de acuerdo sobre su ejercicio, o porque fueran turnando en este. Pero como el acuerdo entre los magistrados supremos implicaba de hecho la postergación de uno de los colegas, y el turno, aun cuando legalmente daba una solución al problema, desde el punto de vista práctico resultaba absurdo, ya antes de la época propiamente histórica se estableció la costumbre de distribuir entre los cónsules el contingente anual de ciudadanos, tanto en lo relativo a los individuos o unidades que lo componían como en lo relativo al campo de operaciones, respecto de lo cual no debe olvidarse que el contingente se organizaba año por año, por regla general, como ejercicio de la obligación de servir en las armas, y solo excepcionalmente había que disponerlo para hacer efectivamente la guerra. Legalmente, tanto la formación de un ejército doble como la división del campo de operaciones para el mando militar en Italia y la adjudicación de cada uno de los dos miembros de la división a este o al otro de los dos cónsules, era cosa que dependía del acuerdo entre estos; sin embargo, de hecho, la regla debió ser desde un principio que los cónsules colegas, al entrar en funciones, pidieran informe al Senado acerca de la esfera de operaciones que convenía ejerciese cada uno en el año que daba entonces comienzo; y claro es que al extenderse luego la soberanía de Roma fuera de Italia, hubo de presentarse también al Senado la cuestión relativa a saber si se consideraba necesario que hubiera un mando militar consular fuera de la península dicha. Estos informes del Senado acerca de los dos mandos militares del año corriente, informes que nunca se extendieron a decir cuál cónsul, esto es, qué persona había de ejercer cada uno de ellos, pero que incluían las grandes normas directivas político-militares, tuvieron en los tiempos históricos fuerza realmente obligatoria para la magistratura, y jurídicamente les dio esta fuerza la ley de C. Graco, de 631 (123 a. de J. C.); pero debe tenerse en cuenta respecto del caso, que al propio tiempo que esta facultad del Senado se fortaleció legalmente, sufrió también una restricción esencial, supuesto que se mandó al Senado que determinase las tropas y los campos de operaciones que cada cónsul había de tener antes de que los cónsules correspondientes fuesen elegidos, con lo que se dificultó esencialmente la posibilidad de que sucediera lo que hasta este momento había sucedido de hecho, aunque de derecho estuviera prohibido, a saber: que se deslindasen y fijasen las dos esferas de competencia consular en atención a las personas que se iban a encargar del desempeño de las mismas. Sila, al mismo tiempo que abolió el mando militar de los cónsules en Italia, suprimió también la dirección del régimen militar por el Senado, aun cuando este continuó seguramente teniendo el derecho de confiar el mando, en caso de verdadero peligro de guerra, a un magistrado con imperium. — Sobre los mandos militares de los pretores fuera de Italia, mandos que, como hemos visto, pertenecían en primer término a la administración civil, y solo secundaria o accesoriamente eran distritos de mando militar, no tenía de derecho el Senado ninguna clase de influjo. Estos mandos eran fijados por la ley de una vez para siempre, y los gobernadores que los desempeñaban eran nombrados por los Comicios, sirviéndose para ello del sistema de sortear los puestos entre los pretores nombrados; para ello no se necesitaba informe senatorial, aun cuando de ordinario se pedía. Solo que en el siglo en que se originaron estos distritos administrativos ultramarinos, la excepción se hizo casi más frecuente que la regla, y toda desviación de esta exigía la intervención del Senado. El Senado tuvo desde luego atribuciones, o cuando menos las ejercitó, para añadir a las esferas de competencia pretorial establecidas por la ley otras extraordinarias, como por ejemplo, el mando de la escuadra, lo cual hizo que más tarde faltaran los necesarios magistrados para el desempeño de los mandos pretoriales que la ley establecía; y cuando se privó de esta facultad al Senado, como al aumentar el número de provincias no aumentó paralelamente el de los pretores, resultó un déficit permanente de individuos aptos para cubrir los gobiernos de provincia, déficit que se encargó el mismo Senado de llenar, prescindiendo de la intervención que a los Comicios pertenecía tocante al asunto. Es verdad que el Senado no podía conferir el mando militar extraitálico sino por vía de prorrogación del que ya se estaba ejerciendo, o en todo caso nombrando para su desempeño a funcionarios inferiores que no tenían imperium, jamás a los simples particulares; pero, a pesar de todo, este nombramiento era una usurpación permanente y esencial, ordinariamente de carácter personal, como no podía menos de suceder, del derecho de nombrar a los magistrados, derecho que por la Constitución le estaba reservado a los Comicios. Cuando Sila equilibró el número de las provincias y el de los pretores y estableció legalmente el segundo año de funciones de los magistrados, sometió a un sistema riguroso las atribuciones senatoriales tocante al asunto, limitando el arbitrio; pero el Senado, para resarcirse de la facultad perdida de fijar las competencias de los cónsules, adquirió el derecho de señalar en primer término, de entre todas las provincias, dos de ellas para los cónsules durante cada uno de los años del ejercicio de sus funciones, señalamiento que hacía antes de la elección de estos; luego se sorteaban las demás provincias entre los pretores del mismo año. También de esta facultad fue desposeído el Senado en la época del principado, y entonces todas las provincias tenían destinación fija, sorteándose las de Asia y África entre los que habían sido cónsules, y las restantes entre los pretores.
El derecho de jefatura militar propiamente dicho, esto es, el de ejercer el poder disciplinario, dirigir las operaciones militares y celebrar tratos y convenciones con el enemigo, sufrió menos la injerencia del Senado que el de formar el ejército y el de dar reglas acerca de los asuntos militares; sin embargo, el influjo de aquel cuerpo dejose sentir aun en la misma marcha y ejercicio de la guerra, sobre todo en los tiempos posteriores. En la materia de recompensas a los soldados, ora con honores, ya con donaciones, es difícil que interviniera nunca el Senado; si intervino a veces en la de penas, lo hizo frecuentemente en interés del jefe del ejército, y acaso no raras veces este mismo fuera quien pidiera tal intervención. Tampoco tenía nada que hacer el Senado en materia de recompensas al mismo jefe del ejército; según los usos antiguos, el título de imperator lo concedía el ejército victorioso, y el triunfo, el propio jefe del ejército; posteriormente, sin embargo, el título dicho lo decretaba también el Senado, y el triunfo dependía asimismo de él, a lo menos de hecho. De mucha mayor importancia fue la influencia que el Senado ejerció en la marcha de la guerra, y sobre todo en los tratados que se celebraban para poner término a la misma, merced a los comisarios (legati) que dicho Senado enviaba al ejército. Ya se comprende que el gobierno central tenía derecho a enviar desde tiempo antiguo, y envió en efecto, embajadas al jefe de su ejército; pero en los tiempos posteriores de la República, sin que sepamos precisamente desde cuándo, existió la costumbre de agregar a los diversos jefes del ejército, y con carácter realmente permanente, ciertos individuos de confianza sacados del Senado, los cuales no tenían oficialmente competencia civil ni militar, pero que, por costumbre, participaban durante la campaña en todos los consejos de guerra, y de los que frecuentemente se hizo uso en concepto de depositarios subalternos del mando y en concepto de oficiales; esos individuos intervinieron de la misma manera también en la administración, y por consecuencia, se hallaban en disposición de tomar parte en su día en todas las discusiones del Senado tocantes a la manera como los gobernadores de provincia hubiesen desempeñado sus cargos, así desde el punto de vista militar como desde el administrativo. Posteriormente, como el derecho de nombrar a estos auxiliares pasó desde el Senado al jefe del ejército, lo que fue una de las más poderosas palancas que ayudaron a producir el régimen monárquico, la institución de que se trata fue empleada para que el Senado vigilase e inspeccionase a los gobernadores de provincia. Mayor importancia todavía tuvo esta vigilancia e inspección del Senado en lo relativo a la celebración de tratados de paz, materia de que se apoderó el Senado, quitándosela a los jefes del ejército, por medio de las comisiones que mandaba adjuntas a estos. Más adelante, cuando nos ocupemos del manejo y desempeño de los asuntos internacionales, o mejor extranjeros, volveremos a tratar de este asunto.
7.º Bajo ningún respecto ni en cosa alguna estuvo la magistratura suprema obligada tan pronto y tan extensamente a obtener la aprobación del Senado como en lo relativo a la facultad de disponer del patrimonio de la comunidad, y sobre todo de la caja perteneciente a esta. Lo cual obedecía principalmente a la circunstancia de que esta facultad de disponer era de índole extraordinaria. Aquellos gastos ordinarios que pudieran ser cubiertos por cualquiera clase de gravámenes sobre los bienes comunes o por medio de impuestos, no recaían sobre el patrimonio de la comunidad; por ejemplo, el costo del servicio divino se pagaba con el impuesto procesal pontifical, o concediendo a los sacerdotes la posesión de bienes inmuebles; el sueldo de los caballeros se pagaba con el producto de un impuesto sobre las viudas y los huérfanos. Durante todo el tiempo en que las obras públicas se ejecutaban principalmente por prestación personal y en que el sueldo de los soldados no se pagaba de la caja de la comunidad, los gastos ordinarios de esta debieron ser muy escasos, y la regla general para los ingresos debió ser la tesauración. Por tanto, los pagos procedentes del tesoro de la comunidad, sobre todo los desembolsos de dinero común que en parte era preciso hacer para los fines de construcciones y obras, tenían regularmente el carácter de una medida financiera extraordinaria, y por lo mismo entraban dentro de la competencia del Senado. Lo propio se dice del caso en que la caja de la comunidad no tuviera bastantes fondos, cosa que acontecía con harta frecuencia luego que el aerarium tomó sobre sí la carga de pagar su sueldo a los ciudadanos que prestaban el servicio militar de a pie; en tales casos se solía acudir al cobro de una contribución impuesta a la ciudadanía, pero esta contribución tuvo siempre el carácter de auxilio extraordinario, y es bien seguro que no hicieron uso fácilmente de él los magistrados sin consultarlo previamente con el Senado. Posteriormente, cuando se hacían concesiones militares, la orden de pago de las cantidades necesarias al sostenimiento del contingente regular de ciudadanos, podían darla los cónsules con la intervención puramente formal del Senado, o también por sí solos. Pero siempre que se tratara de gastos militares que excedieran de esta atención ordinaria, hubo necesidad, desde antiguo, de pedir su dictamen al Senado. Por tanto, aun cuando los cónsules tuvieron y continuaron teniendo derecho para tomar dinero de la caja de la comunidad, este derecho no pudieron fácilmente ejercitarlo, tratándose de pagos de importancia, sino después de haber obtenido el consentimiento del Senado, al cual era a quien correspondía absolutamente la verdadera facultad de conceder dinero. Pero el Senado hizo uso de esta atribución con mucha parsimonia e imponiéndose a sí mismo al efecto sabias restricciones, fijando con gran latitud el destino que había de darse a las cantidades concedidas por él, especialmente las que se consagraban a obras y para la guerra, y dejando luego al arbitrio de los magistrados correspondientes el darles adecuada aplicación. De la importancia y antigüedad de esta competencia nos da testimonio la creación de la cuestura y de la censura, las cuales fueron establecidas para ese fin. Ya queda dicho que los cuestores fueron creados, no exclusiva, pero sí esencialmente, a la vez que para otras cosas, para hacer constar por escrito oficialmente la extensión y modalidades de los cobros de dinero que hacían los cónsules, y para inspeccionar e intervenir, sin alterarlo, el derecho que estos tenían a disponer de la caja de la comunidad; como igualmente, que cuando se encomendó a los censores el derecho que en un principio habían tenido los cónsules a disponer de los fondos de la comunidad para obras públicas, a quien verdaderamente se encomendó fue al Senado, por la sencilla razón de que los censores no percibían por sí mismos el dinero, como lo percibían los cónsules, ni nunca pudieron presentar proposiciones al Senado pidiéndolo, supuesto que no les estaba reconocido el derecho de tomar parte en las deliberaciones de aquella corporación.
8.º Como el Senado no funcionaba más que dentro de la ciudad, y además se componía de muchos individuos, no parecía órgano muy adecuado para las negociaciones con el extranjero y para celebrar compromisos de índole internacional; sin embargo, en la época de la República estos asuntos se concentraron en él, siendo de advertir que se consideraban como extranjeros, no solamente los Estados extraños al Reino, sino también aquellos otros que dependían de Roma por efecto de un tratado formal de alianza, y hasta las comunidades de súbditos que no tenían reconocida más que una autonomía de hecho. Y esto que se dice era aplicable tanto al comercio de embajadores como a los tratados políticos. El comercio de embajadores, en cuanto fuera conciliable con el mando militar, lo encontramos exclusivamente ligado con la presidencia del Senado. Si se exceptúa el caso en que se tratara de ajustar pactos puramente militares, el jefe del ejército no tenía atribuciones para enviar embajadas a otros Estados, y menos aún las tenía para enviarlas por sí solo el magistrado de la ciudad; estas embajadas acordaba enviarlas el Senado, y el Senado era quien fijaba las instrucciones que habían de darse a los embajadores, siendo luego facultad del presidente del mismo cuerpo designar las personas que habían de llevar tal misión. Regularmente, los embajadores no llevaban más comisión que la de participar los acuerdos del Senado y la de informar a este de la contestación que se les diera, absteniéndose, por lo tanto, hasta donde esto fuera posible, de obrar por cuenta propia y reservando en todo caso al Senado la facultad de resolver en definitiva. Por el contrario, los embajadores de los Estados extranjeros eran mandados a Roma, donde no trataban y discutían oficialmente más que con el magistrado que presidía el Senado y con toda esta corporación. Esta inmediata comunicación del Gobierno central, tanto con los Estados extranjeros dependientes de Roma como con los libres, comunicación en la cual correspondía al Senado, así el dar las instrucciones convenientes a los embajadores como el resolver sobre cuanto a la embajada se refiriese, hizo que desde bien pronto fuese mayor el influjo del Senado que el de la magistratura en las relaciones exteriores; sobre todo en aquellos siglos en que la República romana era la que imponía la ley al extranjero, el centro de gravedad de la soberanía universal de Roma y la garantía de su estabilidad se encontraban en el Senado. — De donde se infiere que en los posteriores tiempos de la República el Senado celebró realmente tratados internacionales definitivos, si bien, claro es que al jefe del ejército no se le restringió su facultad de ajustar pactos militares con el enemigo; es más: el mismo Senado no podía entrar en negociaciones con el adversario después de rotas las hostilidades, sino con el conocimiento previo y la aprobación del magistrado que dirigiera la guerra contra aquel en el campo de batalla. Es cierto que con la celebración de estos tratados se usurpaba, por una parte, el derecho que los magistrados tenían a llevar la representación de la comunidad, y por otra, la posición soberana que correspondía a los Comicios. Pero ya queda dicho que el derecho que el jefe del ejército tenía a celebrar tratados definitivos sin limitación alguna cuando de tal celebración tuviera conocimiento la comunidad, y aun a celebrarlos por su cuenta y riesgo sin este previo conocimiento, vino a caer en desuso en el andar del tiempo, y entonces, o los tales tratados se celebraban bajo la reserva de que los había de ratificar el Senado, o, lo que era más frecuente, se enviaban a Roma los representantes de las otras potencias para allí negociar el tratado con el Senado. El juramento del magistrado, por medio del cual se hacían estables las relaciones internacionales, se prestaba después que el Senado había fijado estas. Cuando, a consecuencia de la guerra y en virtud de la paz, se hiciera necesaria una revisión completa y una rectificación territorial de las relaciones actualmente existentes, como ocurría con frecuencia en las guerras extraitálicas, en tal caso la revisión y rectificación dichas solían encomendarse al correspondiente jefe del ejército, pero se nombraba además una comisión senatorial, compuesta la mayor parte de las veces de diez miembros, a cuya aprobación quedaba sujeto lo acordado por aquel. — Ya hemos dicho que, según la organización primitiva, los Comicios no intervenían en la celebración de los tratados de que nos ocupamos, pero que, por una parte, la ratificación de los mismos estaba expresamente reservada a su soberanía nominal, y por otra parte, al menos según la concepción del partido democrático, la confirmación de los tratados por el Senado no era sino preparatoria, correspondiendo a la ciudadanía el darles valor definitivo. De hecho, sin embargo, la intervención de esta última en los tratados fue puramente formal, pues el caso más visible de tal intervención hubiera sido el hacer uso la ciudadanía del derecho de rechazar los tratados políticos celebrados por el Senado, cosa que en la práctica es difícil que aconteciera alguna vez.
V. La diarquía del principado
Para terminar, vamos a exponer de qué manera las atribuciones que en la época republicana correspondieron a los Comicios y al Senado fueron modificadas por el sistema implantado por Augusto y por la organización monárquica que en el mismo iba envuelta.
En el capítulo correspondiente dejamos dicho que, por lo que a la competencia se refiere, el principado se contentó con atribuirse al principio una buena parte de las múltiples facultades que a los magistrados correspondían durante la República, y, sobre todo, con monopolizar el poder militar que hasta entonces habían ejercido los gobernadores de las provincias.
La hegemonía de que se fue de hecho apoderando poco a poco el Senado y que abiertamente y sin rodeos reivindicó para sí, sobre todo en la última etapa de la República, le fue reconocida legalmente durante el principado, pero de tal manera, que se le hizo perder al mismo tiempo la situación de fuerza y de poder que antes disfrutaba. Por un lado, aunque es verdad que no se le privó precisamente por ley del gobierno de la comunidad, — gobierno que él había ido adquiriendo como una consecuencia de su derecho de emitir dictamen sobre las proposiciones de los magistrados, y no se le privó de ese gobierno porque tampoco se le había confiado nunca legalmente, — sin embargo, también es cierto que se le arrancó de las manos tal gobierno; por otro lado, además de que el cargo aumentó su posición privilegiada, efecto del carácter hereditario que se le dio, confiriéronsele ciertos derechos que envolvían legalmente la soberanía, tales como la potestad de imponer penas libremente, la de elegir o nombrar magistrados y la de dar leyes, pero no seguramente sin que en todos ellos dejara de tener atribuciones el emperador y sin que dejara de eludirse más o menos en sus resultados el sistema de que se acaba de hacer mención, y el cual, en teoría, consideraba al Senado como el depositario de la soberanía de la comunidad. Por tanto, el senatus populi Romani de los primeros tiempos de la República se convirtió en el senatus populusque Romanus de la época última republicana y de la del Imperio, y si aquel gobernó el mundo con sus «proposiciones de índole consultiva», a este le correspondió el papel de epilogar, como comparsa de la soberanía, el gran espectáculo universal romano.
En la época del principado continuó formalmente en vigor el derecho que los magistrados mayores tenían a pedir su dictamen al Senado en los casos extraordinarios, derecho que fue lo que produjo el gobierno del Senado; pero el cambio de este derecho de los magistrados en una obligación de los mismos, cambio que fue efectivo, aunque no formulado nunca de un modo legal, concluyó al dar comienzo la Monarquía del principado, lo cual produjo una revolución completa de cosas, supuesto que la nueva Monarquía se sustrajo desde sus comienzos sería y totalmente a la tutela del Senado. En la época del principado nunca fueron llevados en consulta al Senado los asuntos militares; las negociaciones con el extranjero, solamente lo fueron en casos excepcionales, y entonces, con mero propósito decorativo. Los negocios correspondientes a las provincias imperiales y toda la administración financiera imperial, que legalmente tenía el carácter de privada, eran despachados exclusivamente por el emperador. Para la administración de los negocios de Italia y de las provincias no atribuidas al emperador, todavía siguió en este tiempo siendo interrogado el Senado, y así, por ejemplo, la leva militar en Italia se verificaba regularmente en virtud de un acuerdo de este, y cuando eran necesarias medidas extraordinarias tocantes a la provisión de los gobiernos de las provincias dichas, el Senado era quien disponía lo que al efecto debía hacerse. Igualmente, el Senado era quien seguía disponiendo de la caja central del Reino, muy mermada ya ciertamente por las transferencias hechas al emperador. Más que a todos estos miserables restos del gobierno que en otros tiempos había tenido el Senado, tuvo que obedecer el gran poder político que esta corporación continuó disfrutando, a que ella fue en un principio la que tuvo la representación de la antigua aristocracia, y después de la extinción de esta, por lo menos la de la nobleza de altos funcionarios, y a que el Senado era quien representaba la tradición y la oposición de los tiempos republicanos y quien tenía el derecho de hablar en los grandes círculos, en los realmente públicos; además, en todas las crisis políticas, sobre todo en los cambios de gobierno, la opinión del Senado, si no decisiva, era, cuando menos, la que más pesaba en la balanza. Pero esto más bien pertenece a la Historia que al derecho político.
De los derechos adquiridos por el Senado en tiempo del Imperio, ninguno es más antiguo y ninguno merece en teoría mayor consideración que la justicia criminal senatorial, ya estudiada en otro sitio. Verdad es que esta justicia se derivaba del antiguo derecho penal que ejercían libremente los cónsules, pero la necesidad de la aprobación del Senado para la práctica de la misma, fue completamente nueva; según todas las probabilidades, la estableció ya Augusto, evidentemente con el propósito de neutralizar en algún modo por medio de esta concesión la que de un poder penal análogo se había hecho al emperador. Ya hemos visto que la apelación contra los decretos de los magistrados en materias civiles, apelación que fue introducida por este mismo tiempo, se hizo extensiva también al Senado. De estas ampliaciones de la competencia del Senado, la única que tuvo importancia política fue la primera, y aun esta solo la tuvo, en cuanto que bajo el mal gobierno el despotismo indirecto o mediato fue ejercido de una manera más desconsiderada y más ilimitada que el directo.
No en los mismos comienzos del principado, sino al hacerse cargo del gobierno Tiberio, es cuando la facultad de elegir a los magistrados de la época republicana pasó desde los Comicios al Senado, con lo que coincidió asimismo el que la renovación interior del Senado y la potestad de elevar a los individuos al alto rango senatorial pasaran también al Senado, en vez de tenerlas los Comicios. Ya hemos visto que este derecho electoral sufrió severas restricciones gracias a las rígidas normas que en tiempo del principado se dieron acerca de las condiciones de capacidad para la elección, y que, tanto el ingreso en el Senado como el ascenso de unos en otros grados de los que en su seno existían, se verificaba más bien de derecho y por ministerio de la ley que por arbitrio libre de esta corporación electoral. Ahora solo nos resta mostrar de qué manera se mezcló el poder del emperador en el ejercicio de este derecho electoral, ya en sí mezquino. Esa intervención tuvo lugar, parte por el derecho de recomendación y parte por la adlectio.
Lo mismo que lo había hecho el dictador César, Augusto, al empezar a estar en vigor la organización nueva dada por él al Reino, se despojó del derecho de nombrar a los magistrados, derecho que había ejercido antes en virtud de su poder constituyente, y entonces dispuso que en dichas elecciones de magistrados los electores no pudieran elegir más que a aquellas personas que el emperador recomendara, siendo nulos los votos que se dieran a otros candidatos. Es probable que esta disposición, que por lo demás no envolvía la posibilidad de recomendar candidatos sin condiciones de capacidad para ser elegidos, no se extendiera en un principio al consulado; pero, acaso ya en tiempo de Nerón, y con toda seguridad en el de Vespasiano, se aplicó también a este cargo, y se aplicó precisamente con tal rigor, que la recomendación con carácter obligatorio hubo de cambiarse aquí en un simple y verdadero nombramiento, siendo de advertir que el arbitrio relativo a este nombramiento se aumentó no tanto con respecto a los cónsules como con respecto a los consulares, por la razón de que al emperador se le concedió el derecho de abreviar en todo caso a su discreción el tiempo de duración de los cargos. En cambio, con relación a los puestos inferiores al consulado, la recomendación, ya por precepto legal, ya por voluntad de los mismos emperadores, se restringió a un cierto número de los puestos que había que proveer; v. gr., en tiempo de Tiberio, hubo de limitarse a la tercera parte de los puestos de pretores.
De la adlección ya hemos hablado. Debiose esta institución a la censura imperial, es decir, a la amplitud con que algunos emperadores del siglo I ejercieron el cargo de censor, el cual fue luego incorporado en esta forma al principado por Domiciano, de una vez para siempre. Consistía la adlección en la facultad de atribuir a un senador o a un no senador un cargo que no había ejercido, como si lo hubiera ejercido, inscribiéndoles en la clase del Senado que por el cargo dicho les correspondiera. Al consulado no se aplicó la adlección sino posteriormente y rara vez, porque aquí bastaba con el poder de abreviar la duración del cargo, que, como dejamos dicho, tenía el emperador. Cuanto a los demás cargos, hízose de ella un uso discreto mientras la censura imperial no tuvo otro carácter que el de accidental, transitoria y excepcional. Desde fines del siglo I es cuando los emperadores comenzaron a practicar en todo tiempo, y en extensión considerable, semejantes adlecciones, contribuyendo luego no poco esta introducción de gentes nuevas en el Senado a la relajación y disolución de la aristocracia cerrada de funcionarios que había existido durante la República y en la primera época del principado.
Una importante parte de la legislación, a saber, la dispensa de las leyes vigentes en casos particulares, ya en los tiempos republicanos le había sido encomendada al Senado. Aunque el privilegium era, no menos que la ley misma, un acto legislativo, sin embargo, claro es que desde tiempos antiguos tuvieron los magistrados la facultad de apartarse de la ley en casos apremiantes, bajo reserva de pedir después la ratificación de los Comicios, y entonces, para disminuir la responsabilidad propia, en cuanto era posible, solían pedir dichos magistrados, por lo menos el beneplácito del Senado. Más tarde dejó de ser estrictamente preciso pedir la ratificación de los Comicios, y aun reservarse el pedirla para más adelante, y probablemente en la revisión constitucional hecha por Sila se concedió de un modo expreso al Senado el derecho de dispensar definitivamente, al menos de la aplicación de ciertas leyes en casos particulares. Este estado de cosas continuó existiendo, y durante todo el Imperio, al Senado es a quien se pedía la dispensa de las leyes que determinaban las condiciones de capacidad electoral, de las que perjudicaban a los célibes y a los que no tenían hijos, de las que ponían limitaciones al derecho de asociación y a las diversiones populares. La concesión de honores extraordinarios a los que hubiesen obtenido una victoria y la inclusión de un soberano muerto o de un miembro de la casa del soberano, fallecidos, entre las divinidades de la comunidad, eran cosas que en la época del principado acordaba regularmente el Senado, si bien a propuesta del emperador.
El poder legislativo sobre determinadas esferas de las que, según la concepción romana, pertenecían al amplio terreno de la legislación, fue luego encomendado a los monarcas. A la resolución del príncipe se confió lo concerniente a las relaciones con el extranjero, a la declaración de guerra, a la celebración de tratados de paz y alianza, sin contar para nada con los órganos que hasta ahora habían intervenido en tales asuntos, o sea los Comicios y el Senado. También se entregó de una vez para siempre a la competencia del príncipe el poder reglamentar legalmente todos aquellos asuntos cuyo desempeño era uso, durante la República, encomendar a particulares magistrados por medio de mandatos especiales. Tal sucedía con la facultad de conceder el derecho de ciudadano romano, facultad que, por regla general, quien la había ejercitado hasta ahora habían sido los Comicios; esta concesión tiene su entronque en aquella facultad que se otorgó en la época republicana a los jefes del ejército de poder hacer ciudadanos romanos a los no ciudadanos que sirvieran a sus órdenes. Dicha facultad fue utilizada por los emperadores preferentemente, ya para el fin dicho, ya también para incluir a no ciudadanos en los cuerpos de ejército compuestos de ciudadanos romanos. Más adelante se incluyó entre estas atribuciones imperiales la de organizar las comunidades de ciudad pertenecientes a la confederación del Reino, organización que en la época republicana se encomendaba con frecuencia a especiales comisionados; bajo el principado, el emperador tuvo facultades para conceder a las comunidades de derecho peregrino el derecho latino o el romano, para dar vida a comunidades nuevas de esta clase y para moldear a su arbitrio la organización de las municipalidades.
Por virtud de estas exclusiones, el horizonte legislativo, que tan amplio había sido en los tiempos de la República, volvió a quedar reducido a una moderada extensión, hallándose excluidos de tal esfera todos los actos propiamente políticos; de manera que en la época del principado no se legislaba, en lo esencial, más que sobre el derecho privado, incluyendo en este lo relativo a las materias penales; pero todo induce a creer que esa esfera legislativa siguió correspondiendo de derecho a los Comicios, conservándose también el requisito de la consulta previa al Senado. Augusto, después de dejar el poder constituyente, no reservó para sí otra cosa más que la iniciativa legislativa que habían tenido los magistrados republicanos, y su facultad de legislar se ejerció en forma de plebiscito, en virtud del poder tribunicio que le correspondía. Pero desde la segunda mitad del gobierno de Tiberio, la potestad legislativa de los Comicios fue desconocida, a lo menos de hecho, y esa potestad que de derecho a los Comicios pertenecía, quien la ejerció efectivamente fue el Senado. Parece, sin embargo, que a este no le fue entregada de un modo legal, puesto que todavía a mediados del siglo II no era inatacable la validez jurídica de los senado-consultos que derogasen las antiguas leyes de los Comicios; pero es evidente que la forma legislativa senatorial es la que ahora estaba en uso para la formación de todas las normas relativas al derecho civil y a la administración, limitándose el emperador a ejercer, tocante a las mismas, la iniciativa, como desde luego la ejerció respecto a los acuerdos del pueblo.
El principado no ejerció nunca el poder legislativo en general, ni pretendió ejercerlo, pero los emperadores no carecieron, sin duda alguna, del derecho que todos los magistrados tenían de dictar edictos, esto es, de dar reglas relativas al desempeño de sus atribuciones como tales magistrados, y claro es que siendo perpetuo el cargo de emperador, pudo este muy bien intervenir por tal medio en la legislación. De este derecho hicieron uso los emperadores; por ejemplo, el testamento militar, exento de formalidades, se introdujo por esta vía. Pero si aquí se ve bien claramente por qué no se llevó ante el Senado la innovación, la historia del fideicomiso nos enseña mejor que nada cuáles fueron las reservas mediante las cuales fueron los emperadores injiriéndose en la legislación propiamente dicha. Augusto, para obligar al heredero a cumplir la voluntad del testador en punto a los legados y cargas dejados por este sin atenerse a las formalidades prescritas, y por tanto, no válidos legalmente, pero sí desde el punto de vista moral, sustrajo el conocimiento de estos asuntos a la competencia de los jurados y se lo encomendó a los presidentes del Senado por cognitio extraordinaria, lo que demuestra con claridad que no se trataba tanto de una innovación legislativa como del traspaso o traslación de una obligación moral o de conciencia al campo del derecho, y que para esta extralimitación de los rigurosos límites del derecho parecía necesaria la intervención del Senado. También la decisión (constitutio) dictada por el emperador para un caso especial tenía validez jurídica en virtud de la cláusula incluida en la ley hecha por los Comicios al elegirlo y al darle el pleno poder, cláusula según la cual «debía tener el derecho y el poder de hacer, en los asuntos divinos y en los humanos, en los públicos y en los privados, todo lo que le pareciera que había de redundar en bien y en honor de la comunidad». Pero semejantes actos o disposiciones imperiales no eran leyes; el emperador resolvía el asunto que llevaban ante él, pero ni su decisión adquiría carácter de precepto permanente, ni era tampoco un precepto de aplicación general. La concesión hecha en la resolución imperial de que se tratara no se entendía hecha sino provisionalmente; por lo tanto, el soberano que la hiciera tenía derecho para retirarla a cualquier hora, y a la muerte del mismo perdía ipso facto su fuerza, a no ser que el sucesor la renovase. El principio jurídico aplicable a una decisión imperial, o aun invocado expresamente en la misma, no tenía, ni por regla general pretendía tener más valor que el de precedente y el de interpretación. Luego que (probablemente desde Adriano en adelante) los emperadores, en lugar de contestar por medio de una decisión privada a las peticiones que hasta ellos llegaban, comenzaron a contestarlas a menudo por medio de proposiciones públicas, las resoluciones así promulgadas pasaban al edicto imperial, y como la mayor parte de las veces se trataba de cuestiones jurídicas, tales resoluciones se consideraron en los tiempos posteriores del Imperio como el órgano legítimo de la interpretación auténtica, y sirvieron para cambiar el derecho empleando esta forma de declaración, como sucede en todos los casos en que las autoridades mismas son las que aplican el derecho. Mas las resoluciones en cuestión nunca pretendieron tener el carácter de leyes generales del Reino, ni jamás se contaron tampoco entre estas.
La organización del Estado a partir de Diocleciano
La exposición del Derecho público romano contenida en este compendio no va más allá de fines del siglo III de nuestra era. Después que, con la muerte de Alejandro, ocurrida en el año 235, se extinguió la dinastía Severa, el Reino romano se descompuso. El medio siglo siguiente fue un período de agonía. Ya no existió dinastía. Entre los que llevaron el nombre de emperadores, la mayor parte de ellos nacidos en las provincias, y que a menudo habían sido oficiales militares subalternos, no hubo ninguno cuya propia soberanía llegase siquiera a las decenales, ninguno que no pagara la púrpura imperial con su propia sangre, y apenas uno que fuera capaz de mantener en su totalidad el Reino que se desmoronaba. Bárbaros de dentro y de fuera ejercían en el territorio del Reino el poder, unos al lado de otros y unos contra otros, poco más o menos como lo ejercían en el territorio enemigo los comandantes militares; la participación de la aristocracia en el gobierno del país, la educación de las altas clases, el bienestar de la población, la seguridad y defensa de las fronteras, todo ello desapareció al mismo tiempo. Los edificios, las monedas, los manuscritos, las inscripciones de esta época, todos ellos imponentes en la forma, mezquinos de contenido, hablan el mismo lenguaje, el del espantoso tartamudeo de la civilización agónica.
No deben buscarse las causas productoras de esta catástrofe en complicaciones del momento; si el tronco podrido se rompe, es claro que al último golpe de viento se debe a veces su caída, pero el origen de la misma se halla en la enfermedad interna que lo corroe. Más todavía que de los individuos, puede decirse de los pueblos que su decadencia y su muerte empiezan muy luego, que al propio tiempo que crecen van caminando a la ruina; y esto es, más que a ningún otro, aplicable a Roma. Si en la historia de los pueblos el momento verdaderamente decisivo y culminante es la intervención de los ciudadanos en el hacer de la comunidad; si el sentimiento de la comunidad, la obligación de defender a esta con las armas, la capacidad para los cargos públicos, el patriotismo de toda especie, no son otra cosa más que la bella eflorescencia del self-government civil, bien podemos decir que este self-government ya vacilaba en los tiempos posteriores de la República. Con la transformación de la antigua ciudadanía de la ciudad en una colectividad de ciudadanos del Estado, y con la consiguiente regresión de la comunidad libre a la existencia de clases privilegiadas, comenzó en el terreno político el predominio de la nobleza de funcionarios al lado de la alta finanza que pretende tener participación en la soberanía, y en el terreno militar vino a ser sustituida la ciudadanía armada por el ejército de voluntarios mercenarios, y el llamamiento a tdos los romanos en los casos de necesidad, por el servicio de legiones permanentes.
En la época republicana empezaron ya a conmoverse y a decaer el edificio de la vida y de las aspiraciones políticas y el servicio militar de los ciudadanos, para derrumbarse después bajo el principado. Durante la evolución de la República es ciertamente cuando empezaron a ser excluidos de los cargos públicos los ciudadanos que no pertenecían a las dos clases u órdenes privilegiados y cuando empezó a establecerse un ejército permanente sin reservas; pero la reglamentación y la fijación legal de estas materias fueron obra de la monarquía nuevamente creada, que las constituyó en instituciones fundamentales suyas.
La introducción de la unidad en la soberanía trajo como consecuencia necesaria la ruina de la vida política; bien comprendió Augusto que no era posible desarraigar la cizaña de la ambición de la época republicana sin poner al propio tiempo en peligro el noble instinto de la vida, y por eso procuró luchar contra ellos. La traslación legal del poder de la comunidad al Senado no tuvo seguramente gran importancia bajo el aspecto de la práctica, si bien la renuncia del nuevo poseedor del poder a la autoridad soberana, renuncia que iba envuelta en la traslación dicha, no dejó de tener su significado, sobre todo en virtud del concepto del derecho que tenían los romanos, como tampoco fueron indiferentes las consecuencias de este gobierno del Senado, especialmente el conservarse en Italia la autonomía de los Municipios y el que los actos del Gobierno siguieran teniendo publicidad, aun cuando limitada. Pero a la aristocracia republicana se le concedió una participación efectiva en el gobierno por haberse reservado para los miembros del Senado los más importantes puestos públicos civiles y militares; esta restricción, que se conservó a través de todas las crisis por espacio de más de dos siglos, vino a producir un gobierno de funcionarios, tanto en el mando militar como en la esfera administrativa y como en la administración de justicia, gobierno que, sin los graves perjuicios del republicano, no fue completamente extraño al carácter político de esta época, y al cual debe atribuirse en lo esencial tanto las ventajas del principado como la duración del mismo. Esta aristocracia se concilió y se hizo compatible con la Monarquía, supuesto que la crítica retrospectiva de la organización vigente fue poco a poco enmudeciendo y no se pensó en abolir esta organización, sino en constitucionalizarla, si es lícito emplear esta palabra, a cuyo fin contribuyeron principalmente las tentativas hechas para vindicar en beneficio del Senado, y con exclusión del emperador, el ejercicio de la jurisdicción criminal sobre los miembros de aquel cuerpo. Las desconfianzas contra el Senado y los senadores, manifestadas bajo diferentes formas y en diversos grados durante toda la época imperial, constituyen la prueba más segura de que esta aristocracia continuó teniendo fuerza y poder, y el antagonismo que ello implica representa en cierto modo la última manifestación de la energía vital de Roma en el orden político. Cuando, en la desoladora mitad del siglo III, el emperador Galiano, que no fue la más incapaz, pero sí la más indigna figura de la larga serie de estas caricaturas de monarcas, excluyó a los senadores de los cargos militares, y estos cargos vinieron a ser cubiertos predominantemente por los que habían sido soldados rasos, puso sin duda alguna fin a la soberanía del Senado, pero no menos se lo puso también a la diarquía del principado, y por consecuencia, al principado mismo.
La materia del servicio militar durante el principado no estuvo a igual altura política que la dirección general del gobierno en la misma época. La energía guerrera de los tiempos republicanos no pasó al principado con todo aquel vigor con que se manifestara todavía en las guerras civiles que concluyeron al ser fundada la Monarquía. El ardiente deseo de paz que se había engendrado en la ciudadanía durante el siglo de guerra civil y la necesidad que la nueva Monarquía tenía de legitimarse haciéndose querer por el pueblo, explican, sí, pero no justifican (y no lo justifican ni siquiera con respecto a los Estados vecinos a Roma, y que eran de la misma nación que ella) el gran error de que inmediatamente se aboliese de hecho la obligación que los ciudadanos tenían de prestar el servicio de las armas y el que se limitase la fuerza militar del Reino a un ejército permanente, compuesto no más que de unos 300.000 hombres destinados a guarnecer en cierta proporción las fronteras del Estado, los cuales se extendían por las tres partes del mundo, siendo así que el Estado quedaba desprovisto de toda contención y de todo dique en la masa de la población. Para conseguir aun solo esto, Augusto renunció al principio de que el Reino de Roma había de ser defendido exclusivamente por ciudadanos romanos y echó la mitad de la carga del reclutamiento sobre los no ciudadanos que pertenecieran al Reino; también, para cubrir, no sin dificultad, el aumento de gastos que tal reorganización del ejército trajo consigo, renunció al principio que había estado vigente en los tiempos de la República, y en virtud del cual los ciudadanos romanos estaban libres de impuestos, restableciendo en cambio el antiguo tributum bajo la forma de impuesto del cinco por ciento sobre las herencias. De qué manera bajo el principado solo las tropas permanentes eran las que se consideraban como ejército, nos lo muestra el hecho de haber sido completamente dominada y con frecuencia violentada la capital, con su población de millones de individuos, por los 10.000 soldados de la guardia, y nos lo muestra no menos la comparación de la monstruosa cantidad de tropas de la última guerra civil republicana y la de las sangrientas luchas, también civiles, que tuvieron lugar, para la posesión del trono vacante, entre los varios cuerpos del ejército permanente, después de terminar la dinastía claudia y después de concluir la antonina. Si el «mundo romano» (orbis Romanus), del cual podemos hablar con algún derecho una vez que se habían fraccionado en mil pedazos los pueblos de más allá del Rin y del Danubio, y una vez que el reino de los parthos estaba profundamente descompuesto; si el mundo romano no reconocía límite alguno a su dominación, o el gobierno romano acordaba la anexión de un territorio bárbaro vecino, cosa que no dejó completamente de acontecer a pesar de que predominaba la política de paz, es de advertir que el aumento temporal de las fuerzas de combate en un punto, no podía verificarse de otro modo que desalojando otro punto y enviando la guarnición existente en él a otros lugares. Estas disposiciones de Augusto, aun siendo muy defectuosas, fueron respetadas y mantenidas en lo esencial por espacio de los tres siglos posteriores a él. Ni aun los soberanos a quienes agradaba la guerra, como Trajano y Severo, mejoraron nada este sistema, no haciendo otra cosa que aumentar el ejército permanente, pero sin modificar su esencia. Solo se modificó el estado civil de los soldados. Si según la organización de Augusto, la mitad del ejército se componía de ciudadanos romanos, es decir, en aquel tiempo principalmente de itálicos, la verdad es que a esta mitad se le conservó el derecho de ciudadanos del Estado romano, aun en tiempos posteriores, de un modo nominal; pero como este derecho fue haciéndose extensivo cada vez a mayor número de provinciales, como a menudo se concedían reclutas que carecían de él para que formasen parte de las legiones, y como, por otra parte, la leva de tropas que habían de ocupar las fronteras del Reino fue adquiriendo poco a poco carácter local o territorial, resultó que los altos oficiales del ejército (en parte también los bajos) y los soldados de la guardia, se tomaban todos ellos de Italia. Las provincias de mayor civilización fueron también dejando de tener poco a poco ejército imperial, y si el arte de la guerra civilizada predominó completamente aun en esta época sobre el arte bárbaro, servíanse para hacerla principalmente de aquellos elementos de la población del Reino que eran próximos parientes de los bárbaros, y que eran romanos más bien de nombre que de hecho. Este sistema militar sirvió, no obstante, por espacio de siglos, para defender las fronteras del Reino; pero tal eficacia dependió menos de la fuerza de la defensa que de la debilidad de los ataques aislados. La catástrofe, largo tiempo contenida, estalló al fin, acelerada por haberse fortalecido la soberanía de los persas con el florecimiento de los sasánidas y por la decadencia política del gobierno de la época de Galieno, y estalló en el segundo tercio del siglo III, de un modo perfectamente irresistible, por todo el Reino romano. Los persas se apoderaron de Antioquía, los godos de Efeso, los francos de Tarragona; perdiéronse todas las posesiones de más allá del Danubio y del Rin; los alemanes entraron dentro de la propia Italia, llegando hasta Rávena, y aún están en pie las murallas de Verona, con las cuales se defendió contra los mismos germanos esta ciudad, que no esperaba ya ningún auxilio del Reino. Tanto el extremo Occidente como el extremo Oriente, parecían haberse desligado del Reino; con la sangre del nieto del emperador, fundó Póstumo su soberanía del Occidente en Trieste, y mientras el emperador Valeriano perdió su vida siendo prisionero de guerra de los persas, el Oriente romano se puso bajo la protección del príncipe árabe de Palmira.
Esto fue la agonía; pero la maravillosa habilidad de Roma supo sortear y esquivar todavía la muerte. Todavía disfrutó el Estado romano de una primavera otoñal, que habiendo asomado ya en tiempo de Aureliano, restauró completamente el Reino durante los veintiún años de gobierno del emperador Diocleciano (284-305). Vamos a procurar presentar un breve esbozo de la organización dada al Reino por este emperador. Verdad es que en esta época no existió un derecho político o del Estado en el sentido que podemos y debemos decir que existía en las épocas anteriores, pues no hubo ningún elemento que sirviera de contrapeso a los diferentes poderes superiores, ni, en general, ningún sistema ni reglamentación fija a que tuviera que atenerse el gobierno. Sin embargo, se formó un Estado nuevo, que podemos definir y determinar suficientemente, y que en muchos respectos era más seguro y completo que el antiguo. En este Estado puede decirse que es nuevo todo. Quizá desde que el mundo es mundo no hayan sido reformadas de arriba a abajo las instituciones de un país con tal fuerza, tan completamente, y debe añadirse con tal unidad y tan orgánica cohesión, como lo fueron por esta maravillosa reconstrucción de un edificio ruinoso, reconstrucción y reorganización de todo, del trono, la religión, los cargos públicos, la justicia, la administración, el ejército y el régimen financiero, reconstrucción que por lo menos había venido preparando la anarquía de los cincuenta años anteriores.
La forma que se dio necesariamente al Estado por la fuerza del destino, o, como empieza en esta época a decirse, por la voluntad divina, fue la de una soberanía y un poder absolutos del monarca sobre las personas y bienes de sus súbditos. Los antiguos títulos que el príncipe usaba, todo aquel conjunto de denominaciones en que se reflejaba la múltiple diversidad de cargos y facultades de que se había ido apoderando el emperador y que correspondían a otras tantas magistraturas de la época de la República, desaparecieron, dejando el puesto a la simple denominación de «emperador»; y después que, por efecto de las creencias cristianas, fueron dejando de usarse las de Dios vivo, que fue la predominante en tiempo de Diocleciano, emperador Júpiter y emperador Hércules, hijo de los dioses y padre de los dioses, empezó a emplearse con preferencia, para designar al soberano, el título de propietario del Estado (dominus). La soberanía se organizó tomando por modelo, no el principado hasta entonces existente, sino el oriental del sha de Persia, y el aparato de que se rodeaban los monarcas al presentarse en público, el adornarse los mismos al uso femenino, con perlas y piedras preciosas, así en la cabeza como en el calzado, la costumbre oriental de doblar la rodilla, la admisión de eunucos entre la servidumbre doméstica, todo ello fue copiado del Oriente. No existió ahora, como tampoco había existido antes, un orden de suceder en el trono fijado legalmente, ni tampoco se armonizaba muy bien con el poder plenamente absoluto de los nuevos monarcas el que estos tuvieran que respetar y atenerse a un orden o sistema de sucesión determinado por la ley. Continuó siendo permitida la soberanía adjunta, esto es, la costumbre de asociar otro soberano al trono, pero ni aun ahora se reconoció a los asociados el derecho de pretender ser ellos los sucesores en el trono, como lo demuestra perfectamente la catástrofe ocurrida después de la muerte de Constantino I; de lo que sí se hizo un uso predominante fue de la cosoberanía; pero, como después veremos, aunque esta cosoberanía no llevaba envuelta necesariamente la repartición del Reino entre los cosoberanos, sin embargo usual era repartirlo. Por regla general, el monarca nombraba al monarca, y después que el Reino fue repartido entre los cosoberanos, el cosoberano superviviente nombraba a su colega; en caso de vacante completa del trono, como aconteció a la muerte de Constantino I y más tarde a la de Juliano y Joviano, esa vacante se cubría por medio de una elección, verificada, sin intervención del Senado, por los oficiales militares y los funcionarios que se hallaran presentes a la sazón en el cuartel imperial de la capital, en cuyo acto se renovaba, con algunas más formalidades, aquella aclamación de imperator que hemos visto que tenía lugar en otros tiempos. En realidad, en esta Monarquía dominó también el elemento dinástico, y en la casa imperial de Constantino, como igualmente luego en la de Teodosio, se atendió para la sucesión al parentesco de la sangre; el culto de la casa flavia, esto es, de la constantina, respondía al reverdecimiento que en esta época tuvo lugar de la veneración a la estrella julia.
En el terreno religioso comenzó también otro sistema de gobierno fundamentalmente distinto del anterior, y lo mismo que hemos visto ocurrió en cuanto a la persona de los monarcas, ocurrió también en lo concerniente al culto, o sea, que la creencia en los dioses occidentales cedió el puesto inmediatamente a la religión oriental. En vez de la tolerancia y la amplitud en materia religiosa, se aceptó un credo cerrado, formulado, definido, que se consideró como una de las obligaciones impuestas coactivamente a los ciudadanos. Así en la época de la República como en la del principado, los dioses de la comunidad romana fueron venerados por conducto del Estado y a costa del Estado, pero a ningún ciudadano se le prohibía tener otros dioses además de estos y con preferencia a estos. Tal conducta de indiferencia e imparcialidad fue vencida por la fuerza que en los tiempos del principado hizo la nueva creencia cristiana, la cual no consentía ninguna otra al lado de ella, y prohibía expresa, y a menudo irreverentemente, la veneración a los dioses del Estado; las tentativas que por parte del Estado se hicieron para constreñir a los individuos a dicha veneración, y la resistencia y oposición provocadas por este procedimiento, fueron causa de peligrosos conflictos, no ya entre el derecho y la injusticia, sino entre las obligaciones de ciudadano y las obligaciones de conciencia. Sin embargo, lo general fue que el Estado hiciera valer sus pretensiones en esta esfera, haciendo uso de una opresión moderada y de una bien entendida inconsecuencia, y en los tiempos del principado ni siquiera se intentó jamás imponer por la fuerza al ciudadano del Reino una determinada convicción religiosa. Diocleciano, salido de la soldadesca ínfima, penetrada por creencias religiosas de la más diversa especie, pero todas ellas profesadas con igual sinceridad y firmeza, secuaz fanático de un credo perteneciente, a lo menos de nombre, al círculo de los dioses antiguos, no era en vano un Júpiter vivo, dotado de poder penal; y cuando el avisado emperador, en los años de su gran poder, vino a moderarse en la práctica de esta tendencia, entonces Galerio, el cual procedía del mismo origen militar rudo que Diocleciano, con su arrogancia de hijo de Júpiter, hizo, frente al anciano y enfermo padre y contra sus advertencias, una persecución y una caza de cristianos, tan amplia y tan violenta, tan desconsiderada y salvaje, como no se había visto nunca en los siglos anteriores. Con este proceder del gobierno respecto a las creencias, se interrumpió el antiguo sistema de la imparcialidad religiosa y de la tolerancia práctica, y se interrumpió para siempre. Uno de los principios fundamentales de la nueva Monarquía fue el de considerar como obligación del gobierno el fijar y uniformar el credo religioso de los ciudadanos. Pero seguramente no ha habido jamás dardo alguno que haya venido a pegar de rebote a aquel mismo a quien se quería defender con tanta fuerza como este. Lo que el paganismo, que se desmoronaba, había intentado hacer contra el credo cristiano, lo realizó el cristianismo (a quien las persecuciones no produjeron otro efecto que darle cada vez más fuerza y más pretensiones) contra el paganismo, el cual, por mano del Gobierno, fue primero amordazado y luego exterminado. Y como consecuencia de esto, el Estado vino luego a considerarse con derecho para formular de un modo positivo la nueva creencia. En tiempos de Constantino I es cuando se establece por vez primera la contraposición entre los cristianos que admiten el «credo general» (catholici) y los que tienen «particulares opiniones» (haeretici), a fin de limitar bien el círculo de los privilegios políticos concedidos legalmente a la sazón a los cristianos; contraposición que, desde Graciano en adelante, se aplicó por decretos oficiales a todos los ciudadanos del Estado, proclamándose de una manera tan ilógica como peligrosa, que el profesar la «creencia legítima» (orthodoxia) era requisito necesario para gozar de la plenitud del derecho de ciudadano del Estado. La Némesis de tal abdicación del Estado fue que, a partir de este momento, concluyó, por decirlo así, la historia política, siendo reemplazada por una lucha y defensa de los dogmas por parte del Estado, y por la persecución de la herejía hecha por cuenta del mismo; la teología ocupó el puesto de la historia.
La unidad del Reino, la cual se conservó lo mismo bajo la República que bajo el principado, dejó ahora de existir, pues ya Diocleciano organizó la cosoberanía de modo que fuese una soberanía fraccionada. Es cierto que durante la dinastía constantiniana estuvo todavía muchas veces comprendido todo el Reino bajo una soberanía unitaria; pero al extinguirse dicha dinastía se dividió este definitivamente en dos mitades, cuya separación fue tanto más visible y saliente cuanto que la doble civilización reunida en el Reino de Roma, o sea la helénica y la latina, se dividió también, separándose por lo tanto bajo el respecto político el Oriente griego del Occidente latino. Esta división no hizo en verdad desaparecer por completo la totalidad antigua. El imperium Romanum siguió existiendo, según la concepción oficial de esta época, como una unidad, dividiéndose solo en «parte de Oriente» (partes Orientis) y «parte de Occidente» (partes Occidentis). De los dos cónsules, los cuales continuaban dando oficialmente el nombre al año, el uno servía para nombrar el gobierno de Oriente y el otro el de Occidente, pero en todo el Reino se fechaba con arreglo a ambos. La legislación continuó siendo también común, no solo en cuanto a las antiguas normas del derecho, sino también por lo que se refiere a las disposiciones dadas en esta época, pues cada uno de los cosoberanos anteponía a todo decreto suyo también el nombre del otro participante en la soberanía, y todo decreto dado en cada una de las mitades del Reino tenía o debía tener valor también en la otra. Diocleciano dispuso que el Reino todo siguiera teniendo una capital sola. Así como en otro tiempo Italia fue considerada como el territorio principal, metrópoli o matriz, frente a las provincias, así también la ciudad de Roma, en virtud de las disposiciones de Diocleciano, fue administrada de un modo particular con relación al resto del Reino y a las autoridades del mismo. Verdad es que el propio Diocleciano le quitó por otra parte la capitalidad, por cuanto dispuso que su nueva soberanía no tuviese un lugar de residencia obligatorio, y que se considerase como capital el sitio donde el nuevo ejército del Reino tuviese su cuartel principal, sitio que podía ser ahora uno y mañana otro diferente; y este estado de cosas siguió subsistiendo, puesto que Roma no volvió a ser la sede de la soberanía, sino que el soberano occidental residió en un principio en Milán, y desde los comienzos del siglo V en Rávena, y el oriental residió desde Constantino I en la antigua Bizancio, sobre el Helesponto, en la moderna Constantinopla. No solamente fue arreglada esta última ciudad para residencia del emperador, sino que, como «Nueva Roma» que era, se convirtió al mismo tiempo en segunda capital de todo el Reino, la cual, por lo mismo que en la organización nueva predominó el Oriente sobre el Occidente, llegó a sobrepujar bien pronto a la antigua ciudad del Tíber, y el haberla equiparado a esta es lo que contribuyó más que nada a que la unidad del Reino viniera a ser poco menos que un mero nombre desprovisto de contenido. Ya el propio Diocleciano había reemplazado esa unidad, en los asuntos principales, por el régimen de la división o partición: cada cosoberano o participante en la soberanía tenía sus tropas propias y sus propios funcionarios, y debía gobernar con iguales derechos y en igualdad de posición que su colega, pero con independencia jurídica de él; ideal este de cosoberanía y de soberanía dividida que en la realidad hubo de experimentar constantes modificaciones, tanto por motivos de guerra como por motivos de sumisión y dependencia.
El gobierno del Reino, así durante la República como durante el principado, se apoyaba sobre el fundamento del imperium unitario, es decir, que su base era la inseparabilidad del mando militar de la justicia y la administración; por el contrario, en la nueva organización dada al Estado, la separación entre los ciudadanos y los soldados se aplicó a la magistratura, organizándose, por consiguiente, en esta un poder civil perfectamente distinto del militar, lo cual vino a lograrse suprimiendo o haciendo desaparecer nominalmente el primero de estos poderes, el poder civil, y considerando legalmente los cargos civiles como servicios prestados por soldados (militia) sin armas, y por eso los empleados civiles empezaron a llevar también el cinturón de los oficiales del ejército (cingulum). Esta importante innovación fue también hija del crecimiento que interiormente se había verificado en la Monarquía. El antiguo gobernador de provincia era el depositario del poder soberano del Estado dentro de la circunscripción de su mando, y aun después que en la época del principado los funcionarios domésticos que el emperador puso al lado de dicho gobernador limitaron sus facultades en la materia de administración financiera, el gobernador continuó ejerciendo el imperium pleno. Diocleciano concentró la soberanía del Estado en la persona del monarca, no admitiendo al lado de este más que auxiliares; y como la organización de estos se hizo por asuntos, es claro que el mando militar y la administración de justicia, cuya reunión había demostrado a menudo la práctica, desde bien pronto, ser poco conveniente, quedaron separados. Uno de los rasgos más esenciales del nuevo sistema fue esta separación, que llegó hasta las mismas gradas del trono.
De lo dicho depende que se hiciera extensivo al gobierno del Reino, como tal, el empleo oficial de auxiliares, que es lo que con expresión moderna llamamos ministerios. En la organización antigua del Estado, fuera del príncipe mismo, no había cargo público alguno que tuviera el carácter de general, aplicado a todo el Reino; todos los cargos lo eran de aquellos que habían de ejercerse dentro de los límites de una circunscripción fija; la reorganización diocleciano-constantiniana estableció, en cambio, los praefecti praetorio, esto es, los cancilleres, y la jefatura militar de los magistri militum, ambas las cuales instituciones eran aplicables a todo el Reino; pero es de advertir que no se les dio un desarrollo o un valor tan completamente absoluto que hubiera podido haber hecho de estos funcionarios unos soberanos civiles o militares del Reino, sino que se limitaron más o menos sus atribuciones por el sistema de las circunscripciones territoriales; con todo, los praefecti praetorio y los magistri militum siempre fueron considerados como legítimos y regulares magistrados supremos, ya porque la porción del territorio del Reino sobre que estos funcionarios ejercían su poder era mucho más extensa que las reducidas circunscripciones antiguas, ya también porque se instituyeron otros funcionarios intermedios e inferiores, bien civiles, bien militares, subordinados a aquellos. Esta jerarquía fue también una innovación. En la organización del principado se conoció, sí, la apelación de los actos de los funcionarios al poder soberano; pero los rasgos generales de una verdadera instancia, quien primero los trazó fue la Monarquía de Diocleciano, y esto fue justamente lo que sirvió de fundamento principal a la burocracia, tan perfectamente desarrollada en tal organización política. Manifiéstase también dicha burocracia mediante el riguroso esquematismo y el sistema de ascenso fijo a que se hallaban sujetos, no solo los altos funcionarios, sino también el personal de subalternos (officia), que era muchas veces el que en realidad desempeñaba los cargos, y mediante la ordenación jerárquica y la titulación de los funcionarios, hechas de un modo tan completo y tan riguroso que, en comparación de ellas, todo lo que posteriormente se hizo en este orden no fue sino un mezquino trabajo de principiantes.
No nos es posible desarrollar aquí en detalle las variadísimas formas, a menudo modificadas, de la organización civil y militar de esta época; nos limitaremos, por tanto, a trazar las líneas fundamentales de la misma.
El funcionario civil supremo, cuyo origen debe buscarse en los comandantes de la guardia del anterior principado, pero que apenas era análogo a estos en otra cosa más que en el nombre, funcionario al que ante todo no era aplicable la antigua colegialidad y el cual estuvo privado desde Constantino en adelante de toda competencia militar, era el jefe de una porción del Reino, cuya extensión varió con frecuencia, pero que era exacta o próximamente igual al territorio sobre que ejercía su poder el soberano; y así, por ejemplo, en los años en que Constantino II dominó en la mitad oriental del Reino y Constante en la mitad occidental, funcionaron a la vez tres prefectos, el uno sobre todo el Reino oriental, el segundo sobre Iliria, Italia y África, y el tercero sobre la Galia, España y Bretaña. El círculo de esta administración de los prefectos alcanzaba, además de las antiguas circunscripciones sometidas a la administración del emperador, todas las provincias que desde un principio se sustrajeron a la dirección y gobierno inmediato de este, exceptuando, sin embargo, dos pequeños distritos que quedaron entregados a los antiguos procónsules de Asia y África; también se incluyó en ese círculo de la administración confiada a los prefectos de Italia, la cual fue despojada de los privilegios de metrópoli que había gozado desde antiguo hasta ahora. Pero aquella posición especial que anteriormente había ocupado la Península no fue suprimida del todo, sino que, como hemos visto, quedó restringida a la ciudad de Roma. Verdad es que la identificación entre los funcionarios de la ciudad de Roma y los funcionarios del Reino, identificación originada y desenvuelta en tiempos de la República y tolerada en los del principado, fue ahora legalmente abolida; los pretores y cuestores de la ciudad de Roma fueron borrados del catálogo de los funcionarios del Reino y quedaron reducidos a la categoría de funcionarios municipales. Pero la misma ciudad de Roma conservó el jefe de policía de la época del principado, el praefectus urbi, un jefe de la ciudad al cual eran inferiores todos los funcionarios del Reino que ejercían funciones municipales, especialmente el administrador del grano repartido por el emperador y el comandante de la brigada de incendios de la ciudad; ese jefe de policía tenía, sí, menos poder que el prefecto del pretorio, pero en rango era igual a este. Luego que Constantino I estableció una segunda capital del Reino, que era a la vez capital privativa del imperio de Oriente, esta posición especial que disfrutaba la antigua Roma se fue haciendo gradualmente extensiva también a la Roma nueva.
El territorio a que extendían su acción los prefectos del pretorio fue dividido en un principio en doce diócesis, que luego en el curso del tiempo se aumentaron con algunas más; algunas de ellas eran administradas inmediatamente por los prefectos, pero la mayor parte lo eran por funcionarios intermedios, que aun cuando llevaban el título de «lugartenientes» de dichos prefectos (vicarius praefectorum praetorio) tenían, sin embargo, el carácter de funcionarios obligatorios. Las diócesis tenían bastante más extensión que los antiguos distritos de los gobernadores de provincia; la diócesis de las Galias, por ejemplo, comprendía la antigua provincia lugdunense, Bélgica, parte de los Alpes (Saboya y Valois), la Germania inferior y el resto de la Germania superior que había seguido siendo romana.
Los funcionarios subordinados los formaban los que hasta ahora habían sido gobernadores de provincia, reducidos a una circunscripción por lo regular mucho menos extensa que la antigua; v. gr., en la diócesis de las Galias, de las antiguas cinco provincias que la componían, tres de ellas se dividieron, formándose, por lo tanto, ocho provincias, las cuales tenían una categoría inferior, puesto que la mayoría de ellas, en lugar de ser gobernadas por legados o procónsules de rango senatorial, lo eran por presidentes no senatoriales, praesides, o sea correctores, que es como se acostumbraba a llamarlos en Italia.
La justicia y la administración estuvieron encomendadas a los mentados funcionarios superiores, intermedios e inferiores.
El conocimiento y resolución de las causas, así civiles como criminales, y de todos los asuntos administrativos referentes a la vía contenciosa, correspondió en ambas capitales a los prefectos de la ciudad, menos cuando se tratara de asuntos de la competencia de alguno de los funcionarios subordinados a ellos; en el resto del Reino correspondía a los presidentes de las provincias. Lo reducido de los límites de las provincias de esta época hizo posible que los presidentes de ellas se limitaran a delegar el conocimiento de los procesos (delegación que probablemente iba más allá de lo debido cuando existían los antiguos grandes distritos) en lugartenientes que ellos mismos nombraban libremente, desempeñando, por regla general, personalmente los propios presidentes o gobernadores las demás obligaciones inherentes a su cargo. — Con respecto a las personas de los rangos más elevados, estas reglas sufrían limitaciones. Es cierto que los individuos pertenecientes al Consejo de una ciudad se hallaban sometidos, aun en lo tocante a los asuntos criminales, al tribunal del presidente o gobernador de provincia; pero no podía ser ejecutada una sentencia de muerte dictada contra ellos más que después de confirmarla el emperador. El tribunal competente ante el cual habían de comparecer los individuos que pertenecieran a uno de los dos Senados del Reino no era el del gobernador de provincia, sino el del correspondiente prefecto de la ciudad, único que podía condenarles, a lo menos en materias criminales, siendo de advertir que además tenía que ser consultado un tribunal compuesto de cinco varones que pertenecieran igualmente al rango de los senadores. Las personas que ocuparan el primer rango, esto es, todas aquellas a quienes se hubiera concedido la alta nobleza personal del patriciado, como así bien todas cuantas hubieran conseguido llegar al consulado o a alguno de los más altos cargos del Reino, no podían ser responsables criminalmente sino ante el mismo emperador y ante su Consejo de Estado (consistorium sacrum).
La apelación contra la sentencia dada en primera instancia se designaba también ahora con el nombre de rectificación de la misma hecha por el emperador; sin embargo, lo regular era que no se llevase la apelación inmediatamente ante este, sino ante un magistrado que lo representaba «revestido de jurisdicción imperial» (vice sacra iudicare). De los tribunales inferiores se apelaba, ya a la instancia intermedia, es decir, al vicario, ya a la instancia superior, esto es, al prefecto del pretorio; de algunas provincias, en lugar de apelar a este, se apelaba al prefecto de la ciudad. De las sentencias de los tribunales inferiores de la ciudad se apelaba también, cuando hubiese lugar a la apelación, ante el mismo prefecto de la ciudad.
De la decisión del prefecto de la ciudad podía a su vez apelarse al emperador, y de la sentencia del vicario no se concedía apelación ante el prefecto del pretorio, pero sí ante el emperador mismo. Ahora, la sentencia del prefecto del pretorio no era apelable, sino que, con ciertas excepciones que ahora no vamos a examinar, era definitiva, como lo era igualmente en todo caso, claro está, la del emperador.
La percepción de los impuestos y lo relativo a los gastos públicos era materia, en general, encomendada a las autoridades referidas, siempre que especiales preceptos no dispusieran otra cosa. La obligación de pagar impuestos, no solo se hizo extensiva a Italia y, en forma un poco variada, aun a las mismas ciudades capitales, sino que se hizo más gravosa en el resto del Reino, y, además de la suma fija, solía exigirse una cantidad adicional, más o menos arbitraria, según las circunstancias. Los supremos funcionarios civiles eran los que publicaban anualmente el importe de lo que había de pagarse, y el cobro de ese importe correspondía en primer término a los presidentes de las provincias. Aquellos altos recaudadores de impuestos que existieron en las provincias en los primeros tiempos del principado fueron abolidos, y los asuntos de su incumbencia se agregaron a los de los presidentes o gobernadores. — Hubo además dos especiales administraciones financieras, encomendadas ambas a funcionarios pertenecientes al primer rango, y fueron la caja de gracias o concesiones (largitiones sacrae) y la caja patrimonial (res privatae). A la primera se encomendaron las materias de minas, aduanas, talleres monetarios y fábricas imperiales, y estaba destinada en primer término a la concesión de donaciones imperiales, sobre todo a satisfacer las pensiones y gracias permanentes y los donativos extraordinarios otorgados a funcionarios y soldados, mientras que la administración del patrimonio del emperador, la cual fue adquiriendo más amplitud de día en día, se centralizó en la otra caja o cargo superior mencionado.
La defensa del territorio siguió encomendada, como no podía menos de suceder dado el estado de las cosas, al ejército existente, dentro de las limitaciones antiguas. Pero Diocleciano aumentó la fuerza de las tropas en la proporción que lo exigían las necesidades del tiempo — los contemporáneos, que son sospechosos, dicen que ese aumento fue en un cuádruplo — y suprimió el vicio del antiguo sistema, de confiar la defensa del Reino simplemente a las guarniciones fronterizas. Además de aumentar fuertemente el contingente de soldados para la defensa de las fronteras, creó un ejército destinado a tener aplicación libre al territorio o localidad donde fuese preciso, ejército que desde luego fue considerado como el que había de seguir al emperador, ya sin residencia oficial, donde quiera que la fijase (exercitus praesentalis). No puede tenerse por innovación el que para reclutar este ejército no se tomara en cuenta la parte civilizada de la población, sino que sirvieran para ese fin los individuos cuanto más rudos mejor; pero sí ha de estimarse tal la circunstancia de que se utilizaran cada vez más frecuentemente para formar el ejército del Reino verdaderos extranjeros, bárbaros que vivían en calidad de siervos dentro de los confines romanos: francos, sajones, vándalos y persas que habían sido hechos prisioneros de guerra o conquistados; renunciando con ello, por lo tanto, de un modo definitivo, a la regla prescrita por la ley de la propia conservación, y a la que no se faltó abiertamente ni aun en los instantes de la decadencia del principado, es decir, a la regla, según la cual, el Reino debía ser defendido por los miembros del Reino y solo por ellos.
Ya hemos dicho que Diocleciano privó del supremo mando militar a los gobernadores que lo habían ejercido hasta entonces en las más importantes circunscripciones; por esta misma época se suprimió también el antiguo mando militar de las legiones. El puesto de los legados legionarios, como igualmente el de los gobernadores de provincia con mando militar, lo ocuparon los jefes militares de las fronteras (duces limitum), ocho de los cuales fueron establecidos, por ejemplo, a lo largo del Danubio, desde la comarca de Augsburgo hasta la desembocadura del río, y a cuyo mando se hallaban sometidas las tropas fronterizas (milites limitanei o riparienses); y estas mismas fueron, a lo que parece, divididas en pequeños cuerpos de unos 500 a 1000 hombres, a la manera de las cohortes y alas que hasta ahora habían existido, y al frente de cada uno de estos cuerpos se colocó un oficial (tribunus o praefectus). El mando del nuevo ejército en campaña siguió correspondiendo, según las disposiciones de Diocleciano, al emperador y a los co-regentes o asociados del mismo a quienes se confiaba un mando militar auxiliar, y debajo de ellos y a sus órdenes, a los prefectos del pretorio. Constantino privó luego a estos últimos de la competencia militar, y al mismo tiempo que aumentó la fuerza del ejército de campaña, introdujo las ya mencionadas jefaturas militares del Reino, colocándolas en rango al lado de los altos funcionarios civiles, pero contándolas, juntamente con estos, entre los cargos públicos de primera clase. Para todo el Reino, unido, o para cada una de sus partes, cuando se dividía, se instituyeron desde luego dos jefes militares del Reino, uno para la infantería (magister peditum) y otro para la caballería (magister equitum), ambos los cuales tenían la dirección inmediata de las tropas en campaña, y que por mediación de los duces subordinados a ellos, también mandaban las guarniciones fronterizas. Ejercido el cargo con tal extensión, constituía un peligro para la Monarquía, peligro que se aumentó cuando se reunieron en una persona el mando de la infantería y el de la caballería; esta posición de magister utriusque militiae ocupola, después de la muerte de Teodosio I, Estilicón, un oficial oriundo de Alemania, el cual ejercía sus funciones en el Reino occidental más bien sobre, que bajo el emperador. Este cargo de generalísimo de las tropas, de que ahora se trata, contribuyó no poco a la rápida disolución del Imperio de Occidente, mientras que en el Reino de Oriente, según preceptos del mismo Teodosio, la jefatura militar del Reino la compartió y limitó el mismo monarca poniéndose de acuerdo con el caudillo militar. — La jurisdicción criminal sobre los soldados — la civil fue en gran parte trasladada posteriormente de las autoridades civiles a las militares — correspondía en general, según la organización diocleciano-constantiniana, al dux cuando se trataba de tropas fronterizas, y al magister cuando del ejército en campaña; de las sentencias de ambos podía apelarse al emperador.
El ejercicio inmediato del poder soberano pertenecía exclusivamente al emperador. Un escritor de la época de Constancio II deplora que ni una vez siquiera fuese interrogado el Senado cuando se trataba de cubrir la vacante del trono, pero añade que la culpa era de la podrida y cobarde aristocracia, que hacía ante todo el gusto y la utilidad del propietario de su Reino y colocaba en el puesto de señores y dueños de ella misma y de sus descendientes, a soldados rasos y a bárbaros. El Senado de Roma continuó existiendo, y después que el Reino fue dividido definitivamente, concediose igual posición que al Senado de Roma al de Constantinopla en el Oriente; mas hay que advertir que los Senados de esta época no eran mucho más, tanto de hecho como de derecho, que lugares donde se publicaban las leyes hechas por el emperador; ni una vez sola acudió este en consulta al Senado, sino que se aconsejaba más bien del ya mencionado consistorium imperial, esto es, de un Consejo de Estado formado por los funcionarios del primer rango que se hallaran presentes y por cierto número de personas que merecieran especial confianza, llamadas al efecto. El nombramiento de los funcionarios públicos y la facultad de legislar correspondían al emperador; la última al menos desde Constantino I, con cuyos decretos comienza la colección de leyes imperiales preparada bajo Teodosio II. La forma de los decretos imperiales era indiferente, puesto que solo se preguntaba, para interpretarlos, si el propósito del emperador había sido dar una disposición de carácter general o especial. Los más altos empleados civiles tuvieron cierta participación en ambas las atribuciones referidas del poder soberano, supuesto que solían proponer al emperador los funcionarios que este debía nombrar, y los decretos generales (formae) de dichos altos empleados civiles tenían un valor análogo al de los imperiales.
De la misma esencia de la Monarquía absoluta se sigue que el soberano podía entrometerse cuanto le pluguiera en cada caso especial en la justicia, en la administración y en el ejercicio del mando militar. En el nuevo sistema monárquico no era tan necesario como lo había sido durante el principado que el soberano o jefe supremo del Estado obrara personal y directamente. Esta fue la causa de que la Monarquía fuera encomendada a individuos incapaces y de ningún valor. El nuevo régimen ministerial excluía, a lo menos en cierta medida, la posible intervención en el gobierno del país de individuos que no ejercieran cargos oficiales y que fueran irresponsables; y luego que fueron instituidos la cancillería del Reino y el generalato del Reino, aun cuando era posible y permitido que el emperador interviniera personalmente en la dirección de la guerra, en la administración de justicia y en la gobernación del Estado, no era preciso que así ocurriese. Sin embargo, este sistema de gobierno presupone y exige hasta cierto punto que el monarca intervenga personalmente en él, por cuanto los actos administrativos de mayor importancia, como también, según se ha dicho anteriormente, un cierto número de procesos, eran llevados a la resolución del emperador y de su Consejo de Estado, ya en última, ya en única instancia. Del arbitrio del monarca es de quien dependía que el mismo interviniera más o menos en la dirección del gobierno; precisamente la decadencia del sistema se manifiesta de la manera más evidente por el hecho de encomendar y delegar las facultades del soberano en auxiliares suyos. Para no ser distraído de más importantes trabajos por los negocios del Consejo de Estado, el emperador Teodosio II, calígrafo de profesión, encomendó las apelaciones que se hallaban sometidas a la decisión de ese Consejo a una comisión compuesta de dos altos funcionarios; y así siguieron después las cosas.
La nueva organización política no pudo hacer que lo pasado no hubiera pasado. Ningún arte de gobierno es capaz de crear de nuevo una médula nacional ni una religión nacional; como sustitutivo de la primera, debía servir la civilización heleno-latina, o más bien, después que el Reino fue dividido, la helénica para el Oriente y la latina para el Occidente; y como sustitutivo de la segunda, el cristianismo, el cual, sin duda alguna, es en principio opuesto a toda nacionalidad. La restauración no logró compensar la pérdida de las buenas costumbres, del buen arte, de la buena lengua, sobre todo dentro de la civilización superficial de la mitad latina del Reino; apenas si pudo aplazarla y contenerla. Pudo, sí, crear al lado de la multitud romana, cuyas necesidades políticas habían venido a quedar reducidas a un poco de pan mendigado y a espectáculos gratuitos, otra plebe semejante con la multitud de Constantinopla, pero no pudo transformarla. Tratose de prevenir la ruinosa decadencia de la agricultura, aboliendo, en interés de las grandes posesiones de terreno, la libertad que tenían las gentes pobres y humildes de ir a trabajar donde quisieran, extendiendo así cada vez más la servidumbre de la gleba; y se trató de prevenir la decadencia económica, suprimiendo, de día en día con mayor amplitud, la libertad de elegir profesión, haciendo forzosamente hereditarios el servicio en el ejército, el desempeño de los cargos públicos subalternos, los puestos de consejeros municipales de las ciudades, los de panaderos, marinos y muchas otras profesiones y oficios indispensables al Estado. Los suministros e impuestos originados por la reorganización del ejército, o los introducidos con el fin de lograrla, no fueron la única causa del empobrecimiento general, pero cooperaron a él, respecto de lo cual nos ofrece un elocuente testimonio aquella extensión aterradora de campos arables que sus poseedores habían dejado sin cultivar (agri deserti) y que en otro tiempo formaron comarcas florecientes, extensión aterradora que se halla perfectamente acreditada por numerosos documentos oficiales. Sin embargo, con las reformas políticas verificadas por Diocleciano y Constantino se consiguió mucho. Ante todo, la reorganización del ejército, por la que este adquirió cada vez más alto valor, devolvió al Reino romano algo de su perdida fuerza militar de expansión. No todo lo perdido volvió a ganarse; la orilla derecha del Rin y la izquierda del Danubio no volvieron a ser romanas, y el Estado restaurado tampoco recobró el seguro predominio militar que había poseído tan firmemente el anterior Reino romano. Pero el honor de las armas romanas volvió a quedar muy alto en las guerras sostenidas en la época de Diocleciano lo mismo al Occidente que al Oriente; es más, en el Oriente se extendieron los límites del Reino hasta más allá del Tigris, límites que se conservaron después por largo tiempo. Tampoco es posible negar una mejora en el régimen interior. La exclusión de la aristocracia del servicio oficial desapareció inmediatamente, y el funcionarismo ahora de nuevo organizado adquirió, con los defectos inherentes a la burocracia, pericia, capacidad y fidelidad en el cumplimiento de sus obligaciones. Aun en la esfera de la Hacienda se advierte, al menos con intermitencias, una seria aspiración a aligerar todo lo posible el peso de las cargas públicas; el gobierno, probablemente el mismo Diocleciano, al extender el impuesto territorial a Italia, hizo desaparecer el impuesto sobre las herencias, y en el Oriente, Anastasio suprimió el odiado e injusto impuesto sobre las industrias (chrysargyrum); muchas veces, y en especial durante el brevísimo gobierno del emperador Juliano, se ordenó la supresión de los residuos de impuestos que quedaban y la aminoración de las cuotas contributivas. Si corriendo el siglo III se prescribió el deterioro bimetálico de la moneda, supuesto que se mandó pagar impuestos y sueldos en especie y desapareció propiamente el dinero, sin embargo, la racional garantización del dinero llevada a cabo por Diocleciano y más todavía por Constantino, y la conservación rigurosa de la misma en los tiempos posteriores, nos dan un brillante testimonio de la existencia de una saludable economía financiera, si bien la emisión de una moneda fiduciaria que en realidad equivalía al actual papel-moneda produjo todos los inconvenientes que tal institución suele producir y que con dificultad pueden evitarse.
La prueba del fuego de la época no existió durante la dominación de Diocleciano en el mismo grado y proporción en que había existido bajo el principado de Augusto. El mal gobierno militar y financiero fue ganando más terreno de día en día; un escritor de la época de Justiniano dice que el contingente del ejército del Reino debía componerse de 645.000 hombres, y apenas si se componía, en efecto, de 150.000; pero esto solo no basta para explicarnos suficientemente por qué una de las dos mitades del Reino se desmoronó dos siglos apenas después de establecida, y la otra, menos inmediatamente expuesta a los embates de las nuevas vigorosas naciones que se venían encima, y protegida por la perdurabilidad del espíritu helénico, perdió no mucho tiempo después su posición predominante y fue debilitándose. Pero lo mismo que desapareció el Estado romano del principado, desapareció también el restaurado por Diocleciano, el cual todavía, en los tiempos de Justiniano, logró éxitos guerreros y desapareció, no ya al golpe de los bárbaros, sino por efecto de su interior pesadumbre.