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Sin duda eso hacía que Max y Fabio visitaran, con una curiosidad alegre y una dichosa plenitud de existencia que no hubieran tenido en un cementerio cristiano, aquellos monumentos fúnebres tan suavemente dorados por el sol y que, situados al borde del camino, parecen aferrarse todavía a la vida y no inspiran ninguna de esas frías repulsiones, ninguno de esos terrores fantásticos que se experimentan ante nuestras lúgubres sepulturas. Se detuvieron ante la tumba de Mammia, la sacerdotisa pública, junto a la cual ha crecido un árbol, un ciprés o un álamo; se sentaron en el hemiciclo del triclinium de los banquetes funerarios, riendo alegremente; leyeron entre bromas los epitafios de Nevoleja, de Labeon y de la familia Arria, seguidos de Octavien, que parecía más impresionado que sus despreocupados compañeros por la suerte de los que habían muerto dos mil años antes.
Así llegaron a la villa de Arrio Diomedes, una de las casas más notables de Pompeya. A ella se sube por unos escalones de ladrillos, y cuando se ha cruzado la puerta flanqueada por dos columnitas laterales, aparece un espacio semejante al patio de las casas españolas y árabes y que los antiguos llamaban impluvium o cavaedium; catorce columnas de ladrillos recubiertos de estuco forman, en sus cuatro lados, un pórtico o peristilo cubierto, semejante al claustro de los conventos, y bajo el cual se podía circular sin temor a la lluvia. El pavimento del patio es un mosaico de ladrillo y de mármol blanco, de un efecto suave y dulce a la vista. En el centro, un estanque de mármol en forma de cuadrilátero, que todavía existe, recibía las aguas pluviales que caían del tejado del pórtico. Producía un extraño efecto entrar así en la vida antigua y pisar con botas de charol unos mármoles gastados por las sandalias y los coturnos de los contemporáneos de Augusto y Tiberio.
34 págs. / 59 minutos.
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Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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