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Era hombre de mucho secreto, y muy querido de todos sus feligreses por lo servicial y lo parejo; lo mismo era con los señores acaudalados que con los probrecitos limosneros. Su única diversión era cuidar una mulita baya, que contemplaba como a las niñas de sus ojos.
Se me olvidaba decirles que en sus mocedades había sido soldado, y que en una pelea muy tremenda que hubo con los moros se portó con tanto valor, que el Rey nuestro Señor lo premió con una bolsa de onzas, lo puso en la guardia real y se lo llevó a su palacio.
El Vicario se mantenía sancochado con las perrerías de Francisco Vera; pero en vista de aquella devoción a la Virgen, determinó mandarle la novena para que le alumbrara lo que debía hacer con su devoto; porque como era tan bueno y quería la salvación de todos los cristianos, no podía convenir que se fuera a perder un alma redimida con la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Así lo hizo, y en acabando la novena llamó a su casa al tal Francisco, un sábado por la noche. Se encerró con él y le dio unos consejos tan lindos y religiosos, que el caimán le prometió cambiar de vida si lo entablaba en algún trabajo. El Vicario convino en todo con tal que se confesara y cambiara de vida. Dicho y hecho: al otro día se quedaron en el pueblo tamañitos cuando, en misa mayor vieron a Francisco Vera arrimar al comulgatorio y recibir la Santísima Forma con muchísimo recogimiento. Dando y dando: después de misa le entregó al cura cien patacones, patacón sobre patacón, para que pusiera una venta en un paraje muy aparente, por allá en los ejidos del lugar.
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Publicado el 26 de marzo de 2020 por Edu Robsy.
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