El Despertar de Budha

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta



I

El príncipe Sidarta era el hombre más feliz de la India.

Brahma, el divino soberano de los cielos, habla juntado en su persona el valor de Rama, paladín invencible de las leyendas, con la profunda sabiduría de los poetas solitarios que en las laderas del Himalaya, lejos de los hombres, pasaban su vida componiendo himnos religiosos.

Su padre era Sudhodana, de raza guerrera, rey de Kapila, que sostenía con su espada la conquista del territorio indio realizada por sus antecesores. Su madre, la gentil Maya; y según contaban los poetas de la corte, habíalo concebido en un bosquecillo del palacio de los Cisnes, tendida en lecho de marfil, cubierta por la lluvia de rosas que desde lo alto lanzaban las divinidades absortas ante su belleza y viendo en sueños cómo descendía del cielo un pequeño elefante blanco como la espuma del mar, que dulcemente penetraba por su costado izquierdo.

Murió la hermosa Maya, segura de haber sido escogida por Brahma para dar al mundo un sér que, por su sabiduría, seria adorado por los hombres.

Y el rey Sudhodana casi no pudo llorarla, ocupado únicamente en la educación y cuidado de su hijo.

¡Dichoso príncipe Sidarta! Jamás se vió educación mejor aprovechada ni progresos tan asombrosos.

Aquel muchacho, nacido en el bosquecillo de Lumbini en una noche serena, al susurro de las altas palmeras, entre los suspiros de las rosas y contemplado desde lo más profundo del cielo por los cien mil ojos de Brahma que parpadeaban como inquietas estrellas, sabia todo lo humano, presentía lo desconocido y no abría la boca sin que experimentaran asombro los brahmanes y guerreros de la corte de su padre.

Un día llegó á Kapila y se presentó en los jardines del palacio de los Cisnes un anciano decrépito, amarillento y arrugado como manzana seca. Iba andrajoso como un paria de los que mendigan en los caminos á riesgo de morir; pero los guerreros qué guardaban las puertas del palacio, enormes hojas de oro sutilmente afiligranadas, en vez de apalearle con sus lanzas, dejáronle pasar, prosternándose con respeto.

Todos le conocían. Aquellos ojos que brillaban dentro de las profundas órbitas como la estrella en el fondo de una caverna, eran los del viejo Asita, un poeta de quien toda la India oía hablar como de un sér sobrenatural, y que en su cueva del Himalaya, cerca de las nieves y visitado por las fieras, pasaba los años en santa inmovilidad, dejando que días enteros parasen sobre su cabeza los pájaros de la montaña, que le creían ídolo de piedra, mientras mentalmente componía himnos interminables á la gloria de Brahma.

El rey, fuerte y membrudo, haciendo sonar su armadura de placas de oro, corrió al encuentro del solitario, prosternándose hasta besar sus piés descarnados y miseros como manojos de sarmientos cubiertos de seco pergamino.

Y los santos andrajos del poeta rozaron el suelo de multicolor mosaico de los dorados é interminables salones, hasta llegar a la habitación donde sobre cojines de pluma de ibis y cubierto con pieles de tigras pasaba las noches el valeroso rey Sudhodana.

—Hasta mi —dijo el penitente— ha llegado la fama de tu hijo; y si abandoné mi retiro de la sagrada montaña donde jamás llegó el hombre impuro, tan solo ha sido por conocerle.

Golpeó el rey con el mango de su puñal cuajado de pedrería el címbalo de plata á cuyo són acudían presurosos los siervos encargados de velar al príncipe Sidarta, y poco después se presentó un criado llevando en brazos al pequeñuelo, que depositó respetuosamente sobre las rodillas de su padre.

El viejo Asita lijó sus profundos ojos en aquel niño que, como mil veces hablan dicho los cantores de la corte, era «resplandeciente de hermosura». Su piel morena y lustrosa, con jugo de intensa vida, brillaba como el oro, y en sus ojos, á pesar de ser intensamente negros, encontraba el anciano poeta la expresión melancólica y profunda de la luna cuando contempla de lo alto las impurezas de los mortales.

Las manos huesosas y amarillentas de cadáver acariciaron aquellos miembros redondeados y gruesos por la grasa infantil, capullo que estremecíase por la exuberancia de vida comprimida. Alzó Asita los piés gruesos y regordetes del muchacho, y al ver en sus plantas unos circuios y rayas que reproducían la imagen del sol, no pudo resistir su emoción y cayó de rodillas, llorando como un niño.

El poderoso rey que tantas veces había atravesado por entre bosques de lanzas y nubes de flechas sin contraer el rostro ni vacilar sobre su carro de guerra, palideció creyendo que sólo una desgracia inmensa podía arrancar lágrimas á un hombre que había conseguido vencer las impurezas de la materia, é insensible á todo placer, lo era también al dolor, al frío y al hambre.

—No lloro por tu hijo —dijo el poeta adivinando la inquietud del rey;— no veo desgracia alguna en su porvenir. Lloro por mi, que, viejo y caduco, no podré ver el día en que tu hijo dará al mundo la ley que será su salvación. Acuérdate, ¡oh rey!, de lo que digo. El príncipe Sidarta no se inclinará á los goces materiales; no se sentará en tu trono, pero será más, mucho más: será el sabio de los sabios, el Budha que ha de salvar al hombre.

Y el viejo Asita, inclinándose de nuevo con los brazos plegados ante los soles impresos en los infantiles piés, salió del palacio de los Cisnes, pasando indiferente entre las lilas de guerreros y brahmanes prosternados, y emprendió el retorno al Himalaya para esperar el día en que las águilas del sacro monte pudiesen alimentarse con su descarnado cadáver.

Aquella visita aumentó las inquietudes que en el fuerte rey hablan producido el sueño de Maya al concebir á su hijo y las señales de alegría celeste que acompañaron su nacimiento.

Le halagaba que el poderoso Brahma, con los divinos habitantes de sus innumerables cielos, se preocupasen del porvenir del hermoso niño que comenzaba á corretear por los inmensos salones del palacio, ocultándose unas veces tras las enormes ánforas de porcelana traídas por las caravanas del imperio amarillo, ó agazapándose entre las piernas de su padre, contra las cuales se restregaba suavemente con la gracia de un gatito travieso, hablándole con balbuceo dulce y cariñoso.

Gran cosa era el porvenir profetizado por el santo poeta del Himalaya; pero el rey mejor quería verle señor de Kapila; respetado por todos los soberanos de las orillas del Ganges; administrando recta justicia desde su trono de oro bajo un quitasol de seda y un abanico de plumas; cabalgando al frente de los diez mil guerreros de la tribu de los sabias, leones ante cuyos pechos de acero rompíanse las lanzas enemigas y que entretenían los tiempos de paz cazando el tigre en la selva ó amaestrándose en el arco, tomando como blanco á los parias aborrecidos.

La profecía de Asita preocupaba al buen rey. Ya que su hijo había de abandonar trono y riquezas por desprecio á los goces materiales, él evitaría tal peligro, seduciéndole desde la infancia con cuanto de bello y esplendoroso existe en el mundo.

Siete años tenia el príncipe Sidarta cuando el venerable Udayanu, sacerdote de palacio, dijo al rey que era llegado el momento de adornar con las joyas propias de su categoría á aquel niño que correteaba desnudo por los anchurosos salones entre los brahmanes, envueltos como fantasmas en sus blancos mantos de finísimo hilo, y los sakias guerreros que, cubiertos desde el cuello a las ingles por áureas escamas, semejaban enormes pescados de oro.

Los mejores joyeros de Kapila trabajaron para el príncipe, y un día, ante la deslumbrante corte, ciñóse Sidarta a los riñones el faldellín de seda bordado de flores de oro de grueso realce, por entre las cuales revoloteaban pájaros fantásticos, mil veces más hermosos que los ibis del Ganges. Sobre su pecho moreno cayó con infinitas vueltas el pesado collar de gruesas perlas que los impuros parias habían pescado buceando en las costas de Ceilán, cerca de las ruinas de aquel dique prodigioso que construyó el heroico Rama para recobrar con un ejército de monos á su esposa Sita, cautiva en la isla por el diabólico Ravana.

En las muñecas anudáronse con espiral de serpiente las esmeraldas, semejantes á lágrimas de los verdes campos, los rubia brillantes y vivos como salpicaduras de fresca sangre, las amatistas de suave violeta; sobre sus desnudos piés estremeciéronse a cada paso las ajorcas de oro con sus jeroglíficos de pedrería, y coronando su frente como remate del turbante de blanca seda, centelleaba enorme brillante cerrando el broche de unas cuantas plumas de ibis finas, enhiestas y flexibles, que se rizaban al menor soplo de viento.

Hermoso estaba el príncipe Sidarta. Al más leve movimiento sonaba sobre su pecho el apretado montón de perlas, brillando como un peto de nácar; centelleaban ajorcas y pulseras cual si arrojasen chispas, y sobre el turbante blanco lanzaba su inquieta luz el brillante asombroso, como la estrella del crepúsculo parpadea sobre la nevada cumbre del Himalaya.

Un año después el rey creyó llegado el momento de enviar su hijo á la escuela.

Todo el vecindario de Kapila se conmovió. Jamás en el reinado de Sudhodana se había visto fiesta como aquella ni comitiva tan brillante como la que se dirigió á la gran escuela de los brahmanes.

Rompían la marcha los elefantes del rey, colosos negruzcos, arrastrando por el suelo las franjas de oro de sus gualdrapas de roja seda, ostentando como signo de su fuerza los agudos colmillos dorados y alzando con majestad sus robustas trompas, colosales sanguijuelas que parecían buscar en la azul epidermis del cielo un sitio para agarrarse.

Detrás los sakias en sus caballos de largas crines; brillando como bosque de ascuas el apretado grupo de sus lanzas, sonando con argentino retintín el choque de sus armaduras, ondeando como fantástica selva los rizados plumajes de sus turbantes. Los cantores de la corte, entonando himnos á Brahma, señor de la sabiduría, al son de los tamboriles de piel de serpiente y de las flautas de bambú arrancadas de los cañaverales del sacro Ganges; centenares de bayaderas con el robusto seno descubierto y titilante á cada paso de danza, las mejillas rojas, los ojos circundados de una aureola azul, pintados los labios, las cejas y las pestañas, con dientes blancos cual el jazmín, y de cintura abajo cubiertas por un doble delantal de gasa que ondeaba y se abría con las evoluciones de la danza, dejando admirar á la muchedumbre de humildes sudras y parias impuros el aro de oro que oprimía su talle como un rayo de sol y los muslos morenos, robustos y armónicamente redondeados cual trompa de elefante.

Cerrando la marcha, los carros de guerra del rey y sus parientes, y ante ellos, miles de niños, los hijos de los guerreros y los brahmanes, llevando en alto ramas de loto cargadas de olorosas flores, y el príncipe Sidarta entre ellos, recibiendo la lluvia de hojas de rosa que cala desde las terrazas y balaustradas de todos los edificios.

En la escuela fué donde se mostró con toda su fuerza el encanto poderoso que había en los ojos del joven príncipe.

El maestro, al verle tembló, faltándole poco para caer desvanecido. Aquel anciano, que había visto pasar por su escuela tres generaciones, aseguró que él nada tenía que enseñar al que conocía todas las ciencias y las artes.

Sidarta, insensible é indiferente á los elogios, tomó asiento en los mugrientos bancos de la escuela, confundido con los muchachos pobres, y sacando del rico ceñidor su recado de escribir de oro y brillantes, nombró al maestro uno por uno los sesenta y cuatro sistemas de escritura que conocía, preguntando en cuál de ellos había de trazar su primera muestra.

El maestro contestó inclinándose, besando aquellos piés cuyos soles había adorado el solitario Asita, y declarando humildemente que el príncipe merecía enseñarle á él.

Los discípulos cantaban el alfabeto mirando con humilde, temor á aquel muchacho en cuyos ojos se transparentaba la inmortal sabiduría de Brahma, y el príncipe á cada letra agregaba una sentencia profunda, provocando en la brillante muchedumbre agolpada en la puerta y las ventanas murmullos de asombro y admiración.

Este fué el único día que Sidarta asistió a la escuela.

Todo lo sabia. A la edad en que los muchachos de Kapila formaban corro en torno de los encantadores que al son de su tamboril hacían bailar manojos de serpientes en las plazas ó perseguían á algún paria viejo á pedradas, Sidarta disputaba en palacio con los doctores, asombrándolos con su talento universal. No contento con conocer todas las escrituras, sabía de memoria los himnos compuestos por cien generaciones de brahmanes; enumeraba los átomos; los astros no tenían secretos para él; con una bola de cera sabia levantar afiligranados y aéreos palacios que en vano los sabios constructores hubieran intentado reproducir en piedra, y con solo la voz y la mirada se hacia obedecer por cien fieros elefantes que en el gran patio de palacio rodaban en torno de él como rebaño de corderos.

Algunas veces asaltábale una profunda melancolía, y pasaba los días en los regios jardines tendido á la sombra de un copudo acerolo y entregado á profundas meditaciones.

Era un predestinado. Brahma estaba en él. No se engañó la hermosa Maya al verle en forma de elefante blanco descendiendo de los cielos.

Entregado á su meditación, pasaban las horas. Con el curso del sol, la sombra de todos los árboles iba girando, pero la del acerolo que cobijaba al sabio príncipe permanecía inmóvil, y el favorito de los dioses seguía envuelto en la sombra, mientras toda la vegetación parecía estallar bajo el peso del calor.

¡Cómo impedir que los cortesanos del rey Sudhodana y los cantores de palacio se asombraran por tales prodigios y pensasen á todas horas en el porvenir del sabio príncipe!

Cuando llegó á los diecinueve años, los más ancianos de la tribu de los sakias, reunidos en la sala del consejo, rogaron al rey que dispusiera el casamiento de su hijo.

Quinientos de los más famosos sakias ofrecieron sus hijas para que escogiera Sidarta, y éste, que hasta entonces había sonreído á las mujeres con la inocente gracia de un hermano menor, tuvo que escoger, obedeciendo á su padre, entre aquellas quinientas doncellas, unas tímidas, ruborosas y esbeltas como las gacelas que triscaban en los bosques reales, otras arrogantes, vistosas, fuertes y de altiva mirada, como las hermosas panteras que al borde de los riachuelos saltan sobre el viandante.

Mil ojos fijábanse en él; quinientas bocas pintadas de rosa y perfumadas de sándalo le sonreían con el anhelo de enamoradas esclavas; otros tantos pechos que asomaban como montículos de nieve y rosa ó globos de ámbar, conmovíanse con reprimidos suspiros de ansiedad; las manos más hermosas que habían asomado en los miradores de Kapila y que los jóvenes sakias hubiesen disputado á golpes de cimitarra, tendíanse temblorosas hacia Sidarta, y éste, frío, impasible, pero sonriente, tenia que escoger.

Querido de los dioses, señor de la sabiduría, hermoso como un héroe y disputado por ojos dignos de adorar á Mara, el dios del Amor, con razón se decía que el príncipe Sidarta era el hombre más feliz de la India.

II

La elegida fué Gopa, hija de un príncipe feudatario del rey de los sakias.

Era una joven tímida y dulce. El día en que las quinientas doncellas nobles se disputaban con los ojos al príncipe Sidarta, permaneció alejada en un extremo del salón, casi oculta entre las esclavas que la acompañaban.

El apuesto joven pasó varias veces junto á ella sin mirarla, y por fin Gopa, que era casi una niña, murmuró con dulce tono de reproche:

—¿Qué te he hecho yo para que así me desprecies?

Y cuenta la leyenda que Sidarta, al fijarse en la hermosura y la dulce modestia de aquella niña, enrojeció de emoción, y sacándose la mejor de las sortijas que cubrían sus dedos como un guante de pedrería, la entregó á Gopa diciendo:

—Mereces todas mis joyas.

El rey Sudhodana recibió gran alegría al saber estas palabras. Ya tenia la esposa deseada para su hijo. Y envió á solicitar la mano de Gopa al príncipe su padre, creyendo que se daría por muy honrado con la designación.

—Di al rey —contestó el feudatario al mensajero— que en nuestra familia es costumbre dar las hijas sólo á hombres que conozcan todas las artes y sean leones en el combate. El príncipe ha sido educado con mucho mimo y desconoce el manejo de las armas y el arte de la guerra. ¿Cómo puedo darle mi hija?

Y no sonaban por primera vez tales censuras contra Sidarta. Ya los príncipes sakias en más de una ocasión se habían negado en palacio á hacerle la corte, diciendo que los que eran leones en la guerra no podían sin mengua adorar la superioridad de un joven que sólo sabía meditar á la sombra de los árboles como los brahmanes mendigos que corrían la India escudilla en mano.

Sidarta, al notar la tristeza de su padre, acudió animoso y sonriente.

—Esas gentes no me conocen —dijo.— No hay en Kapila quien pueda competir conmigo. Ordena la celebración de un torneo y que el premio del vencedor sea la posesión de Gopa.

Más de cien mil parias trabajaron diez días levantando en las afueras de la ciudad grandes estacadas de bambú con inmensas plataformas que cerraban el anchuroso palenque. El rio pasaba por mitad de él. Quinientos príncipes sakias acudieron á presenciar la fiesta, y todo el pueblo de Kapila se agolpó en torno de la liza, deseando presenciar las luchas.

Se empezó por las artes escolares. Visvamitra, el más sabio de los brahmanes, era el juez, en compañía de otros no menos dedicados al estudio. Pero el príncipe poseía todos los secretos de la ciencia, y resolvió instantáneamente cuantos cálculos difíciles le propusieron, sin lograr por su parte que los jueces resolvieran los que él les presentó.

Aclamó á Sidarta la muchedumbre entusiasmada, y los cantores, al són de sus guzlas y tamborcillos, improvisaron un himno, llamándole el más sabio de los hombres.

Pero llegó el momento de los ejercicios corporales y allí era donde los guerreros sakias esperaban la derrota del príncipe.

Sidarta se despojó de su turbante puro cual la nieve; deslióse el sayo de oro, que brillaba con reflejos de sol; se arrancó con gallardía el collar de perlas y los innumerables aros preciosos que le guardaban brazos y piernas y quedó sin otra vestidura que el blanco ceñidor anudado sobre los riñones.

Su desnudez provocó un murmullo de admiración. Las hermosas damas contemplaban aquel cuerpo esbelto y gallardo como el de Rama, fuerte y musculoso, sin que rudas protuberancias alterasen la suavidad de la piel, que parecía emanar luz como los cuerpos de los dioses cuando por la noche se aparecían á los santos solitarios sumidos en la meditación.

Dos esclavos untaron sus miembros y su robusto torso con perfumado aceite de palmera, y al són de las trompas guerreras avanzó hacia los jóvenes sakias que, igualmente desnudos, habían de luchar con él.

¡Poderoso Brahma, autor de todos los prodigios! Desde los tiempos en que el fuerte esposo de Sita iba por el mundo realizando aquellas hazañas caballerescas que los poetas habían de cantar en el Ramayana, no se habían visto prodigios de fuerza y destreza como los del príncipe Sidarta.

Budra, el dios de las batallas, estaba sin duda á su lado comunicándole irresistible fuerza. Ningún luchador se sostenía ante él. Un puñetazo en medio del pecho ó agarrarlos de un brazo ó de una pierna, bastaba para que inmediatamente cayesen de espaldas, conmoviendo el suelo con sus fuertes armazones.

Rugía de entusiasmo el pueblo aclamando á Sidarta, y éste, una tras otra, sin tomar descanso, fué realizando todas las pruebas. Corrió al lado del mejor caballo de su padre, que iba desbocado en torno del palenque, y consiguió cansarlo, ganándole en ligereza; con irresistible impulso saltó á lo largo de dos elefantes puestos cabeza con cola; y para dar pruebas de nadador se arrojó en el río, donde por mucho tiempo se vió bracear su cuerpo transparente entre las aguas y moviéndose veloz como un pez de nácar.

Secáronle los esclavos, recobró sus ropas y comenzó la última prueba, pues Sidarta quería demostrar que nadie le aventajaba á flechero.

Sus manos finas y ensortijadas como las de las damas, rompían con desprecio los fuertes arcos que le presentaban los príncipes sakias. Eran para él débiles cañas, y como quería demostrar su destreza, pidió el formidable arco de su abuelo Sinahaun, el gigantesco rey que había elevado la tribu de los sakias á su mayor poderío.

Los guerreros miraban con respeto y asombro el arco del glorioso rey. Era una rama de madera fuerte y dura como el hierro, que tenia por cuerda muchos nervios de toro retorcidos. Los que intentaron doblar el arco tuvieron que abandonarlo jadeantes y sudorosos sin hacer en él la menor curva. El más fuerte de ellos, que era un gigante, consiguió separar un poco la cuerda de la madera después de desesperados esfuerzos. Por esto el asombro fué general cuando Sidarta sacó una flecha, la ajustó á la cuerda, y tirando sin fatiga, dobló la férrea madera poco á poco hasta que aquélla partió silbando, y con portentosa certeza cortó el penacho de plumas que ostentaba el padre de Gopa, sentado en el otro extremo del palenque.

Fué ya imposible contener al entusiasmado gentío. Guerreros y parias, sudras y brahmanes, todos confundidos, olvidando castas y categorías, cayeron desde los tablados á la liza como avalancha ensordecedora, aclamando á Sidarta y queriendo llevarle en triunfo como un sér sagrado.

Pero el príncipe montó en su dorado carro de guerra, y fustigando los blancos caballos corrió á Kapila para contar á su padre el resultado de las pruebas y recibir después los homenajes de los confusos sakias, que veian un león en aquel joven hermoso como una mujer y sabio como un poeta de himnos.

Al poco tiempo se verificaron las bodas de Gopa con Sidarta.

Llegó de noche á las puertas del palacio de los Cisnes.

Centenares de doncellas le precedían en fantástica procesión, alumbrando el camino con faroles en forma de rosas y flores de loto, á cuya suave luz brillaban sus faldas de seda, sus turbantes verdes y blancos y las joyas centelleantes sobre sus morenos pechos. Y detrás caminaba con majestuosa, lentitud un elefante blanco, sosteniendo sobre su lomo el dorado palanquín afiligranado y puntiagudo como una pagoda, del que descendió la gentil Gopa envuelta en sutiles velos que transparentaban su carne de virgen, sedosa, fina y sonrosada.

Pasó mucho tiempo sin que ni los habitantes de Kapila ni los mismos cortesanos del rey pudiesen ver al príncipe.

Vivía en el fondo de los inmensos jardines, en los misteriosos bosquecillos donde en otros tiempos se esparcía la reina Maya con sus doncellas, y ahora Sidarta con su amada Gopa pasaba el tiempo habitando suntuosos kioskos.

Tres mil doncellas, entre bailarinas, cantantes, instrumentistas y servidoras de todas clases, formaban la corte del príncipe en aquella parte del palacio, que permanecía envuelta en el misterio, y adonde nadie podía llegar, so pena del enojo del rey Sudhodana.

Este era tan feliz como su hijo. Mientras el príncipe permanecía sumido completamente en los goces materiales, no había peligro de perderle.

Y experimentaba inmensa alegría cuando desde una terraza de su palacio veía a lo lejos entre la arboleda al león de los sakias cubierto de joyas, con deslumbrantes vestiduras, hermoseado con afeites y perfumes femeniles y rodeado de mujeres, en cuyos juegos y danzas tomaba parte.

Así le quería Sudhodana. Mientras el amor de Gopa y las delicias del harem le tuvieran cautivo, no era posible que se cumpliera aquel ensueño que amargaba las noches del rey, el cual, acordándose de la profecía de Asita, veía á su hijo con hábito de mendicante, extenuado por las maceraciones, mendigando el sustento hasta á los más humildes parias y predicando la nueva ley á todos los hombres.

Aquel ensueño turbaba con frecuencia la plácida tranquilidad del rey, é impulsado por su zozobra, pareciéronle mezquinas las suntuosidades de que rodeaba á su hijo.

Hizo llamar á los mejores constructores de Kapila, los más asombrosos artífices y renombrados escultores de toda la India, y en los tres puntos más hermosos de sus jardines mandó levantar otros tantos palacios.

Uno era para los meses de invierno. Sus tres cuerpos superpuestos cubríanse con ojival cúpula de doradas escamas; á través de sus ventanales, cubiertos por espesas celosías, veíanse los anchurosos salones alfombrados con las sedosas y blancas lanas de las cabras del Tibet, y los asientos cubiertos por las pintarrajeadas pieles de tigres y leopardos. Centenares de pebeteros humeaban suaves esencias; crecían en los rincones las plantas que florecen en el paraíso de Ceilán, y el aire perfumado y tibio hacía olvidar las escarchas de las noches invernales.

El otro palacio era para la estación de las lluvias. En él estaban las innumerables habitaciones de la servidumbre, flautistas y cantoras, escanciadoras y bailarinas, toda la hermosa y rebullente falange femenil que necesitaba el príncipe para alegrar las monótonas horas, mientras el torbellino azotaba con nubes de agua las puntiagudas techumbres del palacio y los muros de multicolor mosaico, donde los artistas habían trazado las asombrosas transformaciones de Visnú, las diabólicas hazañas de Shivá ó las epopéyicas empresas del caballeresco Rama.

Y en el tercer palacio, ó sea el de verano, habíase apurado toda la fantasía indostánica.

Era casi aéreo, dorado y afiligranado como una joya de las que Gopa lucía en el seno entre sus pechos blancos y sedosos como flores de jazmín. Sidarta, sacudiendo su voluptuosa pereza, lo había dirigido, construyéndolo á semejanza de aquellas torrecillas quiméricas que sacaban de una bola de cera.

Estaba abierto por todas partes. Sus aéreas pilastras, como si aún no fueran bastante sutiles, estaban caladas como obra de filigrana. Festoneados ventanales rasgaban las cuatro fachadas; las galerías avanzaban audazmente sobre las espaldas de genios y dragones; la aguda techumbre, que remontaba audazmente en el espacio azul su flecha de oro, encorvábase en el alero, formando en los cuatro ángulos otros tantos enroscados cuernos, y de los festones del tejado, del borde de las galerías, del dentellado contorno de las arcadas y de todos los puntos salientes, pendían millares de diminutas campanillas de plata, que al penetrar la perfumada brisa de los jardines por los abiertos huecos de aquel edificio que parecía bordado, conmovíanse dulcemente, lanzando sinfonías celestes de interminable vibración.

Hizo más el rey. Después de construir tan hermosas jaulas, las cerró cuidadosamente, pues en torno de los tres palacios tendió noche y día un círculo de guerreros armados para que le avisasen tan pronto como Sidarta intentase huir, arrastrado por aquel impulso de santa propaganda profetizado por Asita.

Pero cuando veía á su hijo convencíase de lo inútil de tal precaución.

Habían transcurrido tres años desde el casamiento, y bastaba ver á Sidarta en su palacio de verano, sentado sobre las frescas esterillas de junco, vestido y perfumado como una mujer, con los ojos y los labios pintados, sin el menor indicio de su pasada virilidad, contemplando los inmediatos jardines, oyendo el cadencioso canto de sus bayaderas, con la olorosa cabeza reclinada sobre el palpitante seno de Gopa y jugueteando con su pequeño hijo desnudo, mantecoso y vivaracho como un amorcillo, para convencerse de que el príncipe había olvidado que en la tierra existen hombres. Su imaginación no iba más allá de aquellos bosquecillos que cobijaban su mundo de mujeres hermosas é infinitos placeres.

III

Pero todo tiene término en el mundo, y una mañana, Sidarta, al fijarse en su armadura dorada de príncipe, sintió deseos de vestírsela, como en los primeros días

de su matrimonio, cuando por cautivar más á Gopa, hija de guerreros, caracoleaba con un puñado de sakias ante el palacio del rey.

Y al sentir sobre su cuerpo el peso de la coraza resucitaron en él, aunque débilmente, sus aficiones de hombre fuerte; quiso cabalgar con aparato guerrero ante el pueblo que no le había visto en tres años, y pidió que le trajeran á Cantaca, su bravo caballo de guerra.

Conmovióse el cinturón de guerreros que guardaba los tres palacios. ¡El príncipe iba á salir! Y mientras los mensajeros corrían al palacio de los Cisnes á dar la noticia á Sudhodana, un pelotón de jinetes sakias se presentó para escoltar á Sidarta en su paseo.

¡Hermoso aspecto ofrecía la bélica cabalgata! El largo manto del príncipe, flotaba sobre su deslumbrante loriga; dos criados amarillos, sin otra vestidura que turbante y camisa, marchaban delante de su caballo con altos abanicos de pluma para espantar los enjambres de insectos; un coloso bronceado sostenía el amplio quitasol de seda y oro, y detrás galopaban los saldas cubiertos de metal, con dos plumas abiertas sobre el turbante como las antenas de grandes mariposas.

Cerca de los muros de Kapila, en una revuelta del camino, poco faltó para que Sidarta atropellase á un anciano que andaba trabajosamente apoyándose en un palo, encorvado hasta el punto de que su barba casi rozaba el suelo, y tan consumido y esquelético, que sus miembros, que asomaban entre los andrajos, parecían los de un cadáver.

El príncipe, absorto por aquella aparición, detuvo su caballo. En su rostro marcábase inmensa estrañeza, é interrogó al anciano con interés:

—¿Quién te hace sufrir? ¿Por qué andas vacilante cómo si estuvieras ébrio de soma?

—Príncipe: mi embriaguez es la de los años, y sólo la edad es la que me hace sufrir.

—Entonces tu única enfermedad es la vejez.

—Acertaste. También yo fui como tú, joven y hermoso. Pero aunque el señor de la vida te proteja y la enfermedad te respete, en medio de los placeres sabrá encontrarte, la vejez, y entonces tú, el más hermoso de los sakias, marcharás como un cadáver buscando reclinar tu frente en la almohada eterna.

El anciano se alejó lentamente, viendo al príncipe sumido en profunda meditación.

Siguió el camino Sidarta cabizbajo y triste. Tal era su estado de ánimo, que al

llegar á la puerta Oriental, en vez de entrar en Kapila siguió por fuera de los

muros.

Nadie turbaba el silencio del príncipe, interrumpido sólo por el trote de los caballos y el choque de las armas. Pero al poco rato, próximos ya á la puerta de Occidente, oyeron todos los del cortejo desgarradores lamentos mezclados con un canto monótono y triste.

Era un entierro. Se alejaba de la ciudad, dirigiéndose á un montículo en cuya cumbre velase la pira de resinosos pinos que habla de convertir en cenizas el cadáver.

Sidarta encontraba por primera vez un entierro. Oyó con espanto los lamentos aparatosos y estridentes del grupo de plañideras que abría la marcha; las lágrimas de los parientes le enternecieron y prodújole honda inquietud el himno funeral que con voz sorda y ademán misterioso entonaban los brahmanes escoltando el cadáver.

El príncipe, al pasar ante el féretro, vió el inerte cuerpo envuelto en sus velos de lino. Era un joven como él; debió ser fuerte y hermoso, pero el calor había acelerado su descomposición y repugnantes manchas azules sombreaban su pálida piel.

Sidarta revolvió su caballo, y seguido de la escolta volvió sobre sus pasos.

No quería continuar el paseo. Por primera vez veíase en presencia de la muerte. Había oído hablar de ella como de una hermosa transformación que devuelve el espíritu puro al seno de Brahma.

Pero viéndola de cerca la encontraba horrible. Parecíale que el sol brillaba con menos luz; la verdosa campiña tomaba tintes obscuros, como si las nubes entoldasen el cielo, y el puro espacio parecía temblar con estremecimientos de terror por aquellos cantos funerales que sonaban á lo lejos.

Sidarta pensaba con asombro por primera vez, que él, el hombre feliz, el señor de la hermosa Gopa, con sus tres palacios portentosos y sus tres mil esclavas escogidas entre las mujeres más bellas de la India, podía llegar un momento en que, corroído por los gusanos, hinchado por la podredumbre, fuese á la fúnebre hoguera como aquel joven que había visto en el fondo del féretro; y si el espíritu de la muerte no le sorprendía en plena juventud, tendría que acoger como una felicidad el verse cual aquel viejo, doblado por la senectud y andando como un fantasma con la frente buscando el polvo.

Era aquello un terrible despertar. Acababa de desgarrarse el velo que ocultaba la miseria de la vida, y Sidarta, el hombre feliz, que poseía todos los esplendores del mundo, temblaba como un niño ante el porvenir.

La ineficacia de su poder era lo que más le aterraba. En vano seria que amontonase todas sus riquezas, el oro de sus palacios, las deslumbrantes joyas que cubrían á sus innumerables mujeres, las que él mismo ostentaba en su pecho, en sus brazos y en lo alto del turbante, que valían tanto como la ciudad de Kapila. Aquello, unido á las riquezas que las caravanas traían de la Persia, más allá de las fuentes del Ganges, no bastaba para sobornar al Tiempo, señor incorruptible y justiciero que se apodera de todos cuando les llega su hora.

¡Para qué reinar! ¡Para qué ser dichoso! ¿Podían sus bravos sakias espantar á la muerte cuando se presentase? ¿Podían sus riquezas hacerla retroceder?

Y el príncipe, como si huyese de un peligro y deseara verse cuanto antes en sus encantados palacios cuyos umbrales jamás atravesaba el dolor, hacía correr su caballo sin fijarse en los portadores de las reales insignias, que trotaban jadeantes y sudorosos junto á él.

Por esto no vió cerca ya de sus jardines á un hombre encapuchado que atravesaba el camino y á quien su caballo derribó con sólo un empujón de sus humeantes narices.

Refrenó Sidarta su corcel para socorrer al caído, pero ya los portadores de los abanicos estaban golpeándole con los cuentos de sus dorados palos y los sakias avanzaban con sus deslumbrantes cimitarras en alto para despedazarle.

Era un paria, un ser maldito, cuyo contacto mancha al bueno. El solo hecho de haberse dejado tocar por el caballo del príncipe merecía la muerte.

Pero Sidarta detuvo á todos con un ademán, y el infeliz, aprovechando aquella tregua, incorporóse tan torpemente que resbaló sobre su espalda el mugriento capuchón.

Sidarta dió un grito de horror, cubriéndose los ojos con sus manos cargadas de sortijas. Habla visto un rostro horripilante, monstruoso, hinchado, cubierto de pústulas, á las que se pegaban ávidos los insectos; los labios roídos, dejando al descubierto los dientes en perpetua y diabólica sonrisa, y los ojos hundidos, casi cubiertos por tumefacciones asquerosas y con el brillo de amarillentos tizones. Era una carátula infernal, una mueca espeluznante igual á la de los monstruos que aparecen en los sueños.

El paria, acostumbrado á causar en todas partes igual horror y asombrado de no recibir mayores castigos, huyó á través de los campos, mientras el príncipe seguía con los ojos tapados.

Respiró Sidarta cuando al descubrirse no vió al horrible vagabundo, y continuó su marcha lentamente.

El portador del viejo quitasol, como experto cortesano, pareció adivinar la pregunta que vagaba en los labios de su señor.

—Príncipe —dijo—: ese paría miserable es un leproso.

—¿Y sólo los impuros malditos de Brahma sufren esa enfermedad?

—No, príncipe. Es un castigo con que el cruel Shivá aflige á todos, buenos y malos. ¿Quién puede contar el número de los que en tu reino se ven iguales á ese miserable paria?

Sidarta abatió su cabeza con desaliento. ¡Aquello más!... De modo que no sólo la senectud y la muerte se encontraban como pena inevitable al final de la vida: además existía la enfermedad con sus infinitas variaciones, y él, á quien las cantoras de su palacio llamaban siempre en sus himnos el hermoso Sidarta, él, que era fuerte como un león y más sabio que un brahmán, podía ser victima de la lepra é infundir el mismo horror que aquel paria.

El mal era inevitable. ¡Quién sabia si en aquel instante germinaba en su interior el fuego de la lepra!... El mundo era horrible; sólo dolores y miserias se encontraban en él.

Y Sidarta inclinábase sobre el cuello de su veloz Cantaca, que galopaba furioso hacia el palacio, dejando atrás á toda la escolta. Huía el príncipe como si tras él sintiera el formidable paso de Shivá, el dios del mal, con toda su infernal cohorte de enfermedades y castigos.

Entró en su palacio de verano y cayó sobre los cojines de seda, triste y ceñudo, sin que le arrancasen una sonrisa las caricias de Gopa ni la lluvia de perfumes y hojas de rosa que diez esclavas casi desnudas arrojaron sobre él.

Como el rey Sudhodana, siempre temeroso por su hijo, tenia cerca de él fieles confidentes, no tardó en saber que estaba triste, y dispuso que aquella noche, para alegrar su banquete nocturno, se presentase en el palacio una banda de juglaresas que acababa de comprar á una caravana de mercaderes del Imperio Amarillo.

Quería que se celebrase la fiesta más asombrosa que se hubiera visto jamás en sus jardines.

Y mientras daba órdenes á sus criados, pensaba con inquieto terror en su hijo, que estaba triste cual un paria, como si fuese el hombre menos feliz de la India.

IV

Los celestes espíritus que los brahmanes ven vagar en el espacio, suspirando dulcemente al filtrarse entre las flores ó rugiendo de dolor cuando el vendaval los empuja contra los tejados y galerías, debieron asombrarse aquella noche al revolotear por encima de los jardines del rey de Kapila.

Ya no eran suyos aquellos bosquecillos por donde en otro tiempo paseaba la reina Maya esperando el celestial descenso del elefante blanco. Los limoneros y naranjos de suave perfume, los túneles de entrelazados bambús, las cimbreantes palmeras con su amplio surtidor de rizadas plumas, los copudos plátanos y sicómoros, los magnolieros cargados de flores enormes como incensarios, las tupidas filas de rosales, todo estaba invadido por un rebaño luminoso de formas fantásticas que se cobijaba bajo las hojas ó asomaba sus monstruosas cabezas entre los retorcidos troncos.

La fantasía de los cantores del palacio habíase agotado al disponer las iluminaciones de los jardines.

Dragones de transparentes escamas por entre las cuales filtrábase la luz con irisado resplandor; ibis fantásticos con el pecho inflamado, que extendían las blancas alas como si fuesen á volar cual estrellas hasta el trono de Brahma; cocodrilos verdes que por sus abiertas fauces parecían arrojar llamas; enroscadas serpientes de mil colores; peces monstruosos de enorme cabeza y retorcida cola, cuyos bigotes brillaban como rayos de sol en torno de la redonda boca; endriagos espantables y enormes flores de loto con el cáliz radiante de colores, poblaban todas las espesuras del jardín, impregnando el negro espacio de suave penumbra, y reflejándose sobre las cortinas de hojas y el enarenado suelo con las tornasoladas aguas del nácar.

Gorjeaban las fuentes rompiendo en mil fragmentos dentro de los tazones de alabastro el liquido cristal, que parecía poblarse de peces de fuego, y los ruiseñores, como excitados por las músicas que el palacio lanzaba sobre el jardín por sus inflamadas ventanas, cantaban sin descanso, uniendo sus interminables gorgoritos al monótono canturreo del agua.

Hasta los limites obscuros del jardín poblábanse con los reflejos metálicos de aquella fila circular de guerreros que, renovándose, velaba noche y día para guardar al príncipe Sidarta.

Toda la corte de mujeres del venturoso príncipe estaba en movimiento en el palacio de Verano. Abajo, en las cocinas, centenares de esclavas arreglaban las viandas en trenzadas canastillas de palma, cubrían de flores los enormes platos de porcelana, coronaban de frescas y anchas hojas las ventrudas ánforas, y otras siervas, forzudas y casi viriles, sin otro traje que un corto sayo y con ajorcas y brazaletes de bronce en sus desnudos miembros, cargaban con todo aquello, conduciéndolo arriba á la sala del banquete.

Era el ensueño de un poeta ébrio de soma aquella habitación que ocupaba todo el primer piso del palacio. Cuatro estátuas de Ra, la diosa de la abundancia, alzábanse en los ángulos, gigantescas hasta sostener la techumbre con la punta de sus mitras doradas; los miembros pintados de suave rosa, los ojos con cerco azul lanzando una eterna y majestuosa mirada de amor; el cinturón de oro cubriendo el sexo, y escapándose de sus deslumbrantes chaquetillas el manojo de enormes y vivificantes pechos, símbolo de la nutrición del mundo.

En los paños de pared, que eran estrechos por ser muchos los afiligranados ventanales, escenas de caza, de amor y de guerra, trazadas con mosaicos de menudas piedras, donde el rojo y el azul alternaban con el oro.

El techo, de tallado sándalo, al calentarse con el vaho de la fiesta, lanzaba su olorosa respiración, impregnando el espacio de suave perfume, y el suelo, de anchas losas de mármol, ajustadas y cuidadosamente pulidas, reflejaban invertidos todos los objetos, como si estuvieran sobre un lago cristalizado.

Trípodes de bronce sostenían centenares de urnas, en las cuales las mechas de algodón ardían hundidas en sal y oloroso aceite de palma. El inquieto parpadeo de las luces hacia vibrar aquella amalgama de dorados y brillantes colores, y lo mismo las cuatro diosas que las figuras de los mosaicos parecían adquirir momentánea vida para unirse á la fiesta.

¿Y de flores? Los inmensos coros de rosas y magnolias, jazmines y azucenas que por las noches, envueltas en la obscuridad de los bosquecillos, anunciaban su presencia con interminable himno de perfumes, parecían haber huido del jardín para invadir en masa el palacio de Verano.

Enroscábanse como serpientes á las esbeltas columnas; trepaban por el afiligranado de los ventanales para caer en desmayadas guirnaldas; agrupábanse en macizos en todos los rincones; orlaban las ochavadas mesillas de menudo mosaico, los ventrudos cojines de seda, los enormes canastillos repletos de viandas, las ánforas á cuyas anchas bocas se asomaban palideciendo turbadas por el punzante aliento del soma fermentado, y derramábanse como oleadas de colores y perfumes por el transparente suelo y sobre los tendidos cuerpos de las mujeres.

La cena del príncipe Sidarta iba ya á terminar. En el suelo, sobre almohadones, ó encima de los esbeltos veladores, estaban las grandes fuentes de porcelana china, los graciosos canastillos, las pequeñas ánforas de plata; en un lado los dulces pasteles de miel y huevo; en otro los montones de rubios dátiles, la leche preparada de mil agradables modos, las frutas presentadas en atrevidas pirámides; todos los prodigios de la alimentación india que repugna la sanguinolenta carne, buscando su sustento en los productos de la tierra, y los grandes cántaros volcados por las robustas esclavas vomitaban con sonoro glu glu en los vasos de oro cincelado la hirviente soma de tono ambarino coronada por guirnalda de brillantes.

El príncipe había recobrado su plácida sonrisa de otros días, y se sumía en la felicidad inerte del que todo lo tiene y nada desea.

Al comenzar el banquete, los tristes recuerdos de la mañana pasaron como fugaces lucecillas por su memoria, pero el aspecto de la fiesta borró pronto las penosas impresiones.

Habíase despojado de su famoso collar de perlas. El luminoso joyel brillaba en lo más alto de su turbante, y su moreno cuerpo, perfumado por el baño de la noche, envolvíase en una bata de seda listada diagonalmente de blanco y verde.

Sentada en un montón de cojines tenía á Gopa junto á él, tendida como gata cariñosa, frotándole el fuerte pecho con su graciosa cabecita, mientras que su hermoso cuerpo adivinábase á través de la amplia vestidura de gasa á rayas opacas y diáfanas.

Dos niñas hermosas, sin otro adorno que el cinturón lumbar, estaban á ambos lados de los esposos moviendo cadenciosamente grandes abanicos de plumas con dorados mangos.

La luz resbalaba sobre sus cuerpos juveniles, próximos á ensancharse con el calor de la naciente pubertad, y absorbida por aquella piel blanca como la flor del almendro.

Frente á Sidarta estaba toda su inmensa corte de mujeres. En primera fila, tendidas sobre sedosas pieles y tapices de mil colores, sus favoritas, que participaban del banquete, las servidoras íntimas que alcanzaban el favor de Sidarta sin que Gopa, la señora indiscutible, experimentara la menor emoción en su tranquilidad de esposa oriental, satisfecha con ser la primera.

Unas esbeltas, blancas como el marfil, transparentando en las satinadas y frescas redondeces de sus miembros la graciosa tortuosidad de las venillas azules y el suave arrebol del calor y la vida; con los ojos agrandados por azules cercos, la boca pintada de rojo y el perfil majestuoso de las mujeres persas; otras morenas, de audaces curvas; la suave carne animada por el caliente tono de ámbar; el pecho agobiado por los rollizos globos, entre los que se deslizaban serpenteantes rastras de joyas y sin otro adorno en su deslumbrante desnudez que el amplio cinturón de oro que oprimía sus caderas cual faja de luz; y confundidas, como supremo derroche de belleza, las formas finas y elegantes del ligero cervatillo con la opulencia de la incitante madurez.

Y tras el grupo de las preferidas, toda la inmensa corte femenil de Sidarta como un viviente jardín de flores carnosas y voluptuosos perfumes derramado sobre cojines ó tendido en el fresco pavimento.

Las músicas coronadas de flores, apoyando liras y guzlas sobre sus desnudos pechos de alabastro, mientras los ágiles dedos rozaban las tirantes cuerdas ó golpeando la tersa piel de los dorados tamborcillos; las cantoras en cuclillas, mostrando entreabiertas por la sonrisa sus dentaduras nítidas y luminosas, por entre las que parecían revolotear impacientes sus himnos, esperando el momento de estremecer, el perfumado ambiente; las bailarinas, esbeltas y nerviosas, envueltas en sus transparentes velos y removiéndose como molestadas por la inercia, haciendo sonar á cada movimiento sus innumerables dijes.

Centenares de ojos negros ó azules, agrandados por fantásticas aureolas, fijos ansiosamente en el feliz Sidarta, y todas las bocas sonriéndole, acariciándolo de lejos, con sus labios carnosos, perfumados, pintados de rojo, y sus dientes que conservaban la brillantez del marfil ó estaban dorados por un alarde de suntuosidad.

Todo el viviente jardín pertenecía en absoluto al príncipe. Suyas eran las cabelleras negras espolvoreadas de oro que descendían como gruesas serpientes por las brillantes espaldas; suyos aquellos cuerpos desnudos en cuya nítida piel el vientecillo del jardín alzaba una suave película de fruta sazonada, y á cada movimiento mostraban con el impudor de la esclava, suaves redondeces, misteriosos hoyuelos, sombreadas carnosidades, en las que el vello obscurecía lo que la desnudez dejaba al descubierto.

Terminaba la cena. Gopa, con el rostro sonrosado por los vapores del soma, y la mirada húmeda y amorosa, apoyaba con pasión su suave cabeza en el pecho del príncipe, como si quisiera penetrar hasta su corazón, y Sidarta, feliz en aquella atmósfera de amor, miraba á su inmensa corte, correspondiendo con una sonrisa de dios satisfecho á la muda admiración de mujeres.

Rompieron en suaves arpegios los dorados instrumentos, y las voces lentas y cadenciosas de las cantoras comenzaron á entonar las alabanzas del príncipe, bello como Rama y fuerte como todos los héroes juntos.

Y de repente las inquietas bayaderas saltaron al centro del salón con agilidad nerviosa de felino, desplegando como deslumbrantes alas los velos de tul en que se envolvían.

Tenían en su inmóvil mirada y en sus formas duras, ágiles y comprimidas, el fuego de la sacerdotisa y la fuerte esbeltez de la virgen. Caían sobre su frente los negros rizos oprimidos por diadema de oro, de la que colgaban cadenillas sonantes; sus pechos duros y recogidos asomaban por entre la camiseta de seda y la redonda chaquetilla de oro; más abajo del cinturón de metal mostrábase el vientre pulido, brillante, hundido en el centro por gracioso hoyuelo, como taza de suave redondez, y de las redondas caderas pendían las superpuestas faldas de gasa, por cuyos bordes asomaban los morenos piés con sus triples ajorcas sonando sobre los tobillos.

Movíanse al compás de la música con actitudes perezosas, como si tuvieran sus piés clavados en el suelo. Sonaban los secos golpes del tamborcillo con solemne pausa, y el grupo de bayaderas con la cabeza atrás, los brazos en alto y las piernas inmóviles, giraban sobre las caderas con ondulaciones de serpiente y estremecimientos de loca pasión, y tan pronto crecían cual si abandonasen el suelo, como sus vientres, agitándose con concéntricas contorsiones, parecían disminuir á cada rueda sus esbeltas figuras.

Y cuando la música, cada vez más lenta y suave, parecía próxima á extinguirse; cuando un hálito ardiente de pereza y voluptuosidad soplaba en el salón y los ojos entornábanse, los pechos temblaban con ansioso estremecimiento y las hermosas cabezas se inclinaban anhelantes sobre el hombro vecino, de repente los instrumentos sintiéronse poseídos de loca furia, vibraron las cuerdas como si fuesen á romperse, redoblaron los pequeños tambores con estrépito de orgía, marcando un delirante galop, y las bayaderas, como el paria que duerme en el bosque y despierta sintiendo en el rostro el aliento del tigre, saltaron estremecidas, y con los brazos cruzados tras la nuca como asas de marfil de gallarda Anfora, comenzaron gritar con creciente frenesí, lanzando gritos de ardorosa excitación.

Las cabezas caídas sobre la espalda mostraban la tirante garganta estremecida de placer, y con la vertiginosa ronda extendíanse las amplias faldas de gasa como crugientes banderas, como flores de ondeantes hojas, y el blanco remolino subía y subía, mostrando á cada revuelta un encanto más de aquella carne morena y brillante que, estremecida por el incesante movimiento, parecía arrojar llamas.

Todo el palacio de Verano conmovíase enloquecido por la furia de las bayaderas. La música, influida por aquel ambiente de excitación, rugía ya sin armonía ni compás; brillaban los ojos, escapábanse gritos de los estremecidos pechos, y hasta el sereno Sidarta sentíase atraído, arrastrado, estremecido por la caliginosa tempestad que levantaba el vértigo de faldas y oprimía contra si á la dulce Gopa que, al arrullo de la música y acariciada por el calor de su esposo, comenzaba á dormirse como una niña.

Pero por fin callaron las cantoras, roncas antes que cansadas, cesaron de sonar los instrumentos uno tras otro, y cuando se extinguió el último acorde cayeron las bayaderas sudorosas, jadeantes, con los ojos desmesuradamente abiertos y la boca rugiente, quedando inmóviles en los mullidos almohadones ó rodando sobre el mármol con los últimos estremecimientos de la danza.

Faltaba lo mejor de la fiesta, el regalo del rey Sudhodana, la banda de juglaresas compradas á los mercaderes del Imperio Amarillo, y cuando sonoros golpes de gong y un interminable estremecimiento de campanillas anunciaron su aparición, toda la corte de Sidarta avanzó ansiosa sus cabezas con curiosidad femenil.

Eran veinte mujeres, jóvenes, atléticas, de músculos robustos, cuya rigidez y dureza amortiguábase bajo redondas suavidades. La piel amarilla y mate, los ojos luminosos pero pequeños y oblicuos, la nariz fina y corta y la boca contraída por una sonrisa astuta pero atractiva, con la maliciosa gracia de los felinos.

Las innumerables mujeres de Sidarta contemplaban con asombro aquellos cuerpos desnudos y amarillos, sin otro adorno que la multicolor faja de seda que parecía un arco iris ceñido á sus caderas. Admiraban sus piés diminutos, como los de una niña, martirizados por la opresión para lograr una inaudita pequeñez, y que no pudiendo sostener firmemente tan opulentas formas, obligábanlas á andar titubeando con gracioso balanceo. Sus negras cabelleras anudábanse en la cúspide de la cabeza, formando alta pirámide erizada de agujas de oro que se abrían como deslumbrante abanico.

Saludaron al príncipe todas á un tiempo con profunda inclinación que hizo descansar sus cabezas en los brazos cruzados, y comenzaron en seguida sus juegos nunca vistos por la corte de Sidarta.

Las hermosas mujeres del príncipe creyeron hallarse en presencia de las hijas de Mara, el dios del Amor y de la Muerte, á cuyos servidores les es dado adoptar las más extrañas formas y realizar los mayores prodigios.

Los juglares indios que en las plazas de Kapila hacían bailar las serpientes encantadas ó escamoteaban niños, resultaban insignificantes comparados con aquellas mujeres amarillas.

Saltaban unas sobre otras como ágiles panteras, formando en un instante audaz torre de miembros, que se movía sin sufrir la menor oscilación; volteaban como pelotas á grandes distancias, pasando de los hombros de una compañera á los de otra; sosteníanse con asombroso equilibrio en el extremo de un bambú; arrojábanse sin herirse agudos cuchillos que rozaban la piel, clavándose en tablas donde quedaba marcado de este modo el contorno de las juglaresas; quitábanse á flechazos, una por una, las agujas de su peinado, y tendidas en el suelo descoyuntábanse, adoptando formas monstruosas que hacían prorrumpir en gritos de horror á las mujeres de Sidarta, las cuales se cubrían los ojos con las blancas manos para seguir mirando á través de los dedos.

Y así transcurrieron las horas.

Gopa, dormida al fin sobre el regazo de su esposo, había sido conducida al lecho por las robustas esclavas, que la acostaron junto á su pequeño hijo.

En el inmenso salón la atmósfera parecía arder, caldeada por centenares de lámparas, pesados perfumes y el punzante vaho de carne femenil.

Sidarta se asfixiaba. Aturdido por el ruido de la fiesta, pensó en la frescura y dulce soledad de sus jardines, y haciendo una señal á las juglaresas para que no interrumpieran sus trabajos, salió del salón sin ser notado apenas por su corte y fué á descansar en la galería calada y aérea que, orlada de campanillas, rodeaba las cuatro caras de su palacio.

V

A sus piés extendíase el inmenso jardín sumido en fresca sombra.

De la fantástica iluminación que lucía horas antes, sólo quedaban entre las hojas pavesas inflamadas de papel que brillaban como luciérnagas.

El rumor de la fiesta escapábase por todos los ventanales del palacio, rojos como bocas de horno, y á lo lejos, donde se extendía el cordón de guerreros apostados por el rey, notábase ir y venir de sombras. Eran las esclavas de las cocinas que obsequiaban á los centinelas con parte del banquete.

Sidarta aspiraba con delicia el fresco del jardín. Tras el ardor de la fiesta creía hallarse sumido en un baño, y sus ojos cansados sentían cierta voluptuosidad al sondear las misteriosas espesuras del jardín y el cielo de azul obscuro moteado de luminoso polvo.

Así pasó el príncipe mucho tiempo, aturdido aún por la fiesta, embriagado por el perfume que en sus ropas habían dejado todas las hermosas que formaban su corte.

Paladeaba su dicha, y ahito de placeres, pensaba que sus aduladores no mentían al llamarle el príncipe feliz. ¿Qué le faltaba? Gopa y su hijo adorábanle con el más puro de los amores; las mujeres más hermosas de la India y de la Persia se disputaban su sonrisa como sumisas esclavas; era joven, fuerte y sabio; ¿qué le quedaba desear? Ningún mortal podía aspirar á más en la tierra.

Pero de pronto rompióse el encadenamiento de sus risueñas reflexiones y el príncipe sintió que un estremecimiento conmovía su cuerpo. Había oído en su interior algo semejante á una voz que decía con tristeza:—«¡Si durase siempre!»

Y Sidarta sintió la impresión del que, caminando entre flores, se ve de pronto ante un precipicio.

¡Si durase siempre!... La terrible verdad jamás había pasado por su imaginación. Y cuanto más reflexionaba aumentábase su terror.

Si; para ser feliz no bastaba la riqueza, ni la hartura de placeres, ni el poseer cuanto existe en el mundo; era preciso ser inmortal, gozar de eterna juventud.

Instantáneamente asaltaron su memoria las tristes realidades contempladas aquel día, y en la obscuridad del jardín creyó ver desfilar al viejo decrépito encorvado sobre el polvo, el féretro con el joven afeado por la muerte y el mísero paria asqueroso y corroído por la lepra.

Aquel horripilante desfile era el porvenir que le aguardaba, lo que vendría tarde ó temprano, lo que no podría evitar aunque se encerrara á piedra y lodo en su palacio y el rey le hiciese guardar por todos los terribles sakias armados de piés á cabeza.

El fuerte Sidarta, que no temía á nadie en el combate y manejaba los elefantes como corderillos, podía sentirse tocado por el espíritu de la muerte en aquel mismo instante y á las pocas horas ser conducido á la hoguera, hinchado, verdoso como una repugnante sabandija de las que pululan al borde de los pantanos. Él, que era tenido por el más bello de Kapila, podía inspirar horror á sus mujeres, hacerlas huir estremecidas sólo con que rozase su rostro la mano infernal que tan asquerosas huellas había marcado en el rostro del paria; y si su buena suerte le libraba de tales peligros, el fin irremediable era verse extenuado, débil como un niño; sin otro apoyo que un palo ni otro respeto que la conmiseración.

¿Para qué, pues, la vida, Brahma divino? ¿Para qué los placeres y la juventud, si todo forzosamente, asi como el Ganges, tras muchas revueltas, se confunde en el mar, había de ir á confundirse en la miseria y la muerte?

Y Sidarta, cruelmente herido por el convencimiento de su debilidad, contemplando de repente el fin de la vida, al que hasta entonces no había prestado atención, seguro de que nadie podía libertarle de la vejez y la muerte, lloraba desconsolado, produciéndole el efecto de una carcajada diabólica la música y el rumor de fiesta que sonaba dentro del palacio.

Ya no brillaba resplandor alguno en los jardines. La soledad era completa y sólo el susurro de las hojas y el ligero estallido de los troncos agrietados por el calor de la noche tropical interrumpían el silencio. A lo lejos rugían los chacales rondando por los campos de Kapila.

Sidarta, desalentado, levantó la cabeza, clavando su mirada en el cielo.

Aquellos innumerables puntos luminosos que parpadeaban en el cielo eran los mil ojos de Brahma y de su infinita corte de divinidades. El príncipe pensaba con envidia que allá arriba estaba la eterna juventud, el espíritu libre de las impurezas de la materia. Allí se hallaba la salvación; abajo, en la tierra, todo era mentira, ensueños engañosos, de los que se despertaba para sufrir el dolor y la miseria.

Sus tres palacios, que antes no podía contemplar sin estremecimientos de orgullo, sus extensos jardines, que consideraba como el sitio más bello del mundo, mirábalos ahora con desprecio y compasión.

¿Qué era aquello? Miseria y podredumbre como su cuerpo. Los años abatirían convertidas en polvo las esbeltas torres doradas, y el fuego podía en una noche consumir tantos bosquecillos cargados de colores y de aromas.

Sobre su frente brillaba como eterna luz el grueso diamante que deslumbraba á su corte; pero ¿qué valía aquella joya? Era un pedrusco opaco comparado con el más pequeño de los ojos de Brahma que centelleaban en el cielo.

¡Todo miseria, todo engaño! Y el príncipe, con la generosidad propia de su corazón, sentía lástima al pensar en aquella humanidad ciega que no adivinaba el verdadero fin de la vida. ¡Locos! Trabajaban acaparando riquezas sin pensar que atesoraban para la muerte. El sakia peleaba como un león para distinguirse y ennoblecerse, no sabiendo que la vejez lo encontrarla lo mismo bajo la coraza del soldado que entre los velos de seda del cortesano; el brahmán pasaba las noches inclinado sobre los sagrados libros, sin considerar que su ciencia debía enterrarse con la podredumbre de su cuerpo; la mujer pensaba únicamente en ser hermosa, sin sospechar que existe la enfermedad que puede poblar de gusanos sus sonrosadas carnes.

¿Para qué vivir sin libertad, esclavos del dolor y de la muerte? ¿No era mejor librarse del miserable yugo sumiéndose en el anonadamiento del no ser?

Lo único que consolaba á Sidarta en su desesperación era la ignorancia de su pueblo, la confiada ceguera de aquellos seres que, creyendo á su príncipe el hombre feliz, cifraban todo su anhelo en imitarle, en llegar á adquirir alguno de sus placeres. ¡Infelices! Él les abrirla los ojos; él les mostraría la verdad de la vida; él estudiarla el principio de lo existente, marcándoles el remedio que podían seguir para emanciparse del dolor.

Y Sidarta, al pensar esto, sentíase animado por misteriosa fuerza. Una vaga confianza en su destino nacía en él, y contemplábase al término de su vida compareciendo ante el divino Brahma, confundiéndose en su seno como el primero de los elegidos á cambio de haber dado al mundo la ley de salvación.

Aquella confianza le hizo salir de sus meditaciones, y erguido, con la cabeza alta, como quien adopta una resolución inquebrantable, caminó á lo largo de la galería hasta la puerta de la sala donde estaba su lecho.

La luz de una lámpara iluminaba vagamente el montón de cojines donde la gentil Gopa dormía dulcemente abrazada á su pequeñuelo.

Sidarta arrodillóse, y con dulzura besó la frente de su esposa y la ensortijada cabeza de su hijo. Ellos eran lo único que en el naufragio de sus ilusiones encontraba de firme y verdadero.

Sollozó quedamente como un niño, pero no tardó en erguirse, y limpiando sus lágrimas, retrocedió de espaldas hasta la puerta.

Su vista no podía apartarse de la madre y el hijo, que sonreían como si la diosa de los sueños les envolviese en sus velos de rosa.

Sintió impulsos de volver á ellos, de repetir su beso. El dulce calor de la familia le atraía; pero por fin, con desesperado esfuerzo, cerró la puerta.

—No; es preciso alejarse —murmuró Sidarta:— son muy dulces sus lazos, pero lazos al fin. El esclavo no puede ser libertador ni servir de guía al ciego. Sólo el varón libre puede libertar, y el que tiene la vista clara puede enseñar á los otros el camino de salvación.

Había descendido del palacio y caminaba por el jardín, silencioso y lijero. Apenas si las hojas crugían bajo sus piés y los bambús apartábanse á su paso.

Cruzó la linea de guerreros sakias sin que nadie le viera. Dormían apoyados en los árboles: caídas ante ellos estaban las ánforas vacías de soma, regalo de las esclavas.

Sidarta iba al palacio de su padre. Conocía el camino para llegar hasta él, la puerta que él solo sabia abrir y que comunicaba con la estancia real.

Cuando entró en ésta, dormía profundamente el viejo Sudhodana. El éxito de la fiesta preparada para disipar las tristezas de su hijo había hecho renacer su confianza, proporcionándole un sueño tranquilo y libre de aquellos terrores que tanto le agobiaban.

Sidarta contempló con respeto el arrugado rostro de su padre y su blanca barba.

Las amargas reflexiones volvieron á reaparecer. También el rey había sido joven, hermoso y fuerte, pero ya el enemigo de la vida comenzaba á apoderarse de él; ya asomaba la decrepitud miserable. ¿De qué, pues, le había servido ser el primero en los combates y asombrar la India con sus hazañas, si ahora se doblaba indefenso ante el misterioso enemigo?

El príncipe besó una de las nervudas manos que pendía fuera del lecho, y el viejo rey estremecíase profiriendo leves quejidos.

Soñaba. Un gesto de angustia contraía su rostro; balbuceaba entrecortadas palabras, y Sidarta comprendió al fin el sueño que le causaba tanta angustia.

Veía á su hijo cumpliendo la profecía de Asita, el viejo solitario del Himalaya; vestido como un brahmán, errante, mendigando por los caminos.

El príncipe sintió removerse en lo más hondo de su sér el afecto filial. Quiso despertar á su padre, jurarle que nunca se cumplirla la profecía del viejo poeta; pero al mismo tiempo que así pensaba, movíanse sus piés hacia la puerta y se vió como empujado por misteriosa mano fuera del palacio de los Cisnes.

Regresó á su hermosa vivienda, viendo cómo brillaban en el horizonte las estrellas del amanecer.

Una débil claridad escapaba ahora por los ventanales de su palacio y ya no sonaban músicas ni cantos. Había terminado la fiesta y su corte de mujeres descansaba, rendida por tantas horas de frenético bullicio.

Cuando entró en la grandiosa sala del banquete bajó la cabeza con expresión de abatimiento.

Ardían pocas lámparas, y de las apagadas salían fétidos chisporroteos que cargaban el ambiente con asfixiantes emanaciones.

A aquella luz incierta veíanse las mujeres dormidas en revueltos grupos, unas en montón, con el pesado sueño de la embriaguez; otras tendidas de pechos sobre el mármol, con la cabeza oculta y mostrando impúdicamente el reverso de sus cuerpos.

A un lado los grupos de bailarinas rendidas de cansancio y sudorosas como jayanes; á otro las músicas, teniendo como almohada sus arpas y citaras ó abrazadas á sus tamboriles y címbalos; las más hermosas favoritas tendidas sobre los residuos del banquete con sus joyas y velos manchados de soma: unas con la boca abierta, cayéndoles hilos de saliva sobre el pecho; otras roncando con grotescas contorsiones; algunas inmóviles, con los ojos entreabiertos y vidriosos como cadáveres; y las desnudeces que horas antes brillaban como el marfil y la seda, mostraban ahora empañada su tersura por el pegajoso sudor, emanación punzante de bestia vigorosa, que se confundía con la fetidez de las lámparas.

Sidarta sonrió con tristeza. ¡Y aquéllo era el amor, el más dulce goce de la vida! Su corte de hermosuras, durmiendo tras la fiesta, traíale á la memoria un campo de batalla cubierto de cadáveres. Hasta en el fondo del placer encontraba á los dos terribles enemigos, la corrupción y la muerte.

—¡Qué miseria! —murmuró.— ¿Y ésto ha constituido mi dicha? El hombre esclavo de la sensualidad anda en tinieblas y extraviado; se halla cogido en una red de la que debe librarse.

De nuevo descendió de su palacio, pero esta vez dirigióse á un pabellón, donde estaban las cuadras y la armería.

Dormían los criados con la embriaguez del festín, pero su fiel caballo Cantaca le

olfateó, recibiéndole con gozoso relincho.

—Alégrate, fiel compañero mío; ha llegado el tiempo de libertad.

Y se vistió su armadura de oro, ciñéndose el sable con empuñadura de pedrería que el rey le había regalado al vencer en el torneo en honor de Gopa.

Después ensilló á Cantaca, que miraba á su amo con inquietud, y mientras ajustaba los arreos, murmuraba el príncipe como si su caballo pudiera comprenderle:

—Cantaca, caballo mío; ha llegado el tiempo de alcanzar la iluminación suprema, el estado feliz que no conoce ni la vejez ni la muerte. Si lo alcanzo seré el salvador de las criaturas.

Amanecía cuando sacó el caballo del jardín. Al montar Sidarta, conmovió las espesuras una fresca ráfaga que venía de aquel horizonte donde se marcaba el día con matices dorados y transparencias de nácar. Agitáronse los árboles, y una lluvia de flores deshojadas cayó sobre el príncipe, como si el jardín quisiera darle el último saludo.

Atravesó Sidarta la fila de guerreros, que todavía dormían, salió del jardín por una puerta que nadie vigilaba, y al verse en campo libre soltó las riendas á Cantaca, que salió en desenfrenado galope.

Aquel día, al caer la tarde, llegó el príncipe al límite de los dominios de su padre. Ya no tenia nada que temer: no volvería más la cabeza al menor ruido, temiendo la persecución de los guerreros sakias.

Sidarta se apeó en la ribera de un ancho río. Su pobre caballo, después de tan veloz y continua marcha, cayó sobre las patas delanteras, mientras su dueño comenzaba á despojarse de la armadura.

Pieza tras pieza fué arrojándolas en el rio, y después rasgó su túnica de seda, quedando casi desnudo, sin otro abrigo que la faja anudada á sus riñones y entre las piernas.

El sable, de deslumbrante empuñadura, de hoja brillante como el cristal y filo prodigioso, fué lo único que conservó.

Sidarta besó á su caballo en el humeante hocico, miró el sombrío bosque que se extendía por la opuesta orilla, empuñó el sable, y agarrando su hermosa y negra cabellera hasta ponerla perpendicular á su cabeza, la cortó de un golpe.

Volaron los flotantes rizos, símbolo de majestad, y Sidarta, tonsurado como un paria, tiró el sable y se arrojó en el rio.

Nadó en linea recta, cortando las aguas con sus brazos poderosos, rodeado de bullidoras espumas, buceando muchas veces para evitar el choque de los grandes troncos que arrastraba la corriente.

Y cuando salió en la opuesta orilla, antes de penetrar en el bosque, miró por última vez á su fiel caballo que, sin fuerzas para levantarse, le saludaba desde lejos con relinchos que parecían desesperados quejidos.

VI

El bosque era inmenso. Los árboles entrecruzaban sus ramas formando sombrías bóvedas; las lianas, como obscuras serpientes, enroscábanse á los gruesos troncos; la tupida maleza matizada de flores extrañas ondeaba en la penumbra con tétrico murmullo, como si por entre ella se arrastrasen feroces bestias, aclarándose en algunos puntos para dejar al descubierto verdosos charcos donde pululaban los reptiles.

Sidarta marchaba confiado y tranquilo en linea recta. Veía sin espanto las misteriosas flores de reflejos metálicos que, con su hálito emponzoñado, dan muerte al que las aspira; muchas veces sintió en sus piernas desnudas el viscoso contacto de las serpientes que huían, y oyó sin estremecerse el rugido de los tigres, que se llamaban á lo lejos para apagar la sed al borde de un riachuelo.

Caminaba al azar perdido en aquel bosque inmenso, sin fatiga, animado por una fuerza extraordinaria que jamás había sentido.

Pero cuando comenzaba á anochecer y las sombras invadían el bosque con la rapidez de los crepúsculos tropicales, Sidarta el feliz, el heredero del reino de Kapila, el dueño de tres palacios y tres mil mujeres, sintió un dolor hasta entonces desconocido, un tormento que le producía nuevas angustias.

Tenia hambre. Su estómago, que por primera vez sufría tal tormento, agitábase con doloroso espasmo, y el pobre príncipe, á pesar de su fe, comenzaba á flaquear, próximo á declararse vencido ante el primer obstáculo que encontraba en su nueva vida.

Varias veces oyó en la espesura un roce extraño, como si algún animal se arrastrase cerca de él, siguiéndole en su camino y espiándolo; creyó ver dos ojos brillando á través de la espesura con expresión de curiosidad y desconfianza, y al fin un hombre salió de la maleza llegándose á él.

Era un anciano demacrado y vestido de andrajos.

—¿Huyes como yo de los hombres? —le preguntó con voz dulce y compasiva.

Sidarta le conoció. Era un paria, un sér de la raza maldita, y sin poderlo evitar renacieron sus escrúpulos de educación y retrocedió como si temiera mancharse con su contacto.

—No temas —dijo el anciano no comprendiendo su repugnancia.— Soy de los tuyos, de los desgraciados, de los que hallan más piedad en los tigres de la selva que en los hombres de las ciudades. Soy paria como tú y sufro resignado la desgracia de mi nacimiento.

Y mirando atrás, como si le escuchara toda la India, dijo con tristeza:

—¡Ah, hombres! Os empeñáis en crear castas, en suponer que todos los seres no somos iguales ante el divino padre, y las enfermedades y la muerte se encargan de desmentiros, pues lo mismo atacan al mísero paria que al orgulloso brahmán, y siervos son del dolor el uno y el otro.

Aquello gustó á Sidarta. Desvaneciéronse sus escrúpulos al encontrar en el anciano perseguido un eco de sus propios pensamientos.

La noche había cerrado, el viejo se sentó al pié de un árbol corpulento y Sidarta hizo lo mismo á su lado, aceptando de sus manos impuras una torta de arroz hervido, que constituía toda su fortuna.

Y Sidarta, el príncipe feliz, pasó toda la noche con el paria. El poderoso Sudhodana, gran rey de Kapila, hubiera muerto de pesar al ver á su hijo en tan amigable conversación con uno de aquellos seres malditos que sus guerreros sakias cazaban como fieras en los bosques ó cosían á lanzadas cuando cruzaban el camino de la comitiva real.

Pero el príncipe oía con profunda atención al anciano. Un nuevo misterio de la vida se estaba revelando para él.

Todos los hombres eran iguales ante Brahma, y aquel sér que sufría y amaba, aquel pobre paria, resultaba idéntico á los primeros cortesanos de su padre. ¿Porqué, pues, las diferencias de castas? ¿Qué motivo había para que un hombre, por su nacimiento y sin cometer culpa alguna, quedase aislado de los demás, siempre fugitivo y perseguido, temiendo más á sus semejantes que á las fieras?

Durmió Sidarta toda la noche al lado del anciano. Cuando hubo amanecido, el paria siguió su camino y el joven púsose á examinar el lugar donde se hallaba.

Era un pequeño espacio libre de la selva. Muros de tupido follaje lo cerraban por todas partes, y á espaldas de Sidarta elevábase una higuera silvestre, gigantesca, centenaria, con el tronco nudoso, como formado por varios árboles enroscados y sosteniendo un oleaje de anchas hojas que se perdía en el infinito.

El augusto silencio de la selva envolvía el alma del joven en santo recogimiento.

Mecíanse sobre la maleza enormes mariposas que parecían vivientes flores, y en los árboles sonaban invisibles aleteos anunciando el paso rápido de algún ramillete de plumas, que desaparecía lanzando agudo chillido.

Sidarta deseaba meditar lejos del mundo, donde no llegase á él ninguna impureza de la vida, donde con profunda abstracción y rígida inmovilidad pudiera su pensamiento penetrar en la esencia de la Creación hasta reconocer si era cierto, como él sospechaba, que para el hombre todo consiste en la ilusión de las formas, y que tras éstas eternamente se halla el dolor y el no ser como única verdad.

Tendióse el príncipe al pié de la corpulenta higuera y su cabeza se apoyó en el hueco formado por dos raíces tortuosas que, avanzando, se hundían en el suelo á muchos pasos de distancia.

Entonces ocurrieron cosas sorprendentes, y claro se vió que Sidarta era el hombre predestinado que había de salvar á sus semejantes.

Ni el menor estremecimiento agitaba su cuerpo. Sus ojos abiertos é inmóviles perdíanse en el infinito con la vaga y vidriosa mirada del cadáver, y sus codos, apretados contra el costillaje, alzaban rígidos los brazos con las manos abiertas.

¿Cuánto tiempo permaneció así? Ni él mismo lo supo nunca. Pasaban los días y las noches sin que abandonase su sitio al pié del árbol. Unos cuantos granos de arroz del resto de aquella torta que le dió el paria constituían todo su alimento.

La santa meditación le dominaba, haciéndole insensible al aire y al dolor. Zumbaban los venenosos insectos en torno de él, picándole el rostro; caían sobre su cuerpo los rayos de aquel sol de fuego que hacia estallar los troncos de la selva como próximos á incendiarse; sobrevenían las rápidas y espantosas tempestades del trópico con sus lluvias torrenciales que inundaban el bosque, su granizo que hacía doblarse á los árboles, sus rayos que partían en dos los más gigantescos troncos, y Sidarta no movía ni siquiera una mano para abrigarse ó espantar los aguijones que le herían.

Envejeció horriblemente. Consumióse la grasa de su cuerpo, cayeron sus cabellos; su piel se hizo negra, marcando las agudas aristas de su esqueleto, hundiéndose en los pómulos, formando surcos entre costilla y costilla y envolviendo como rugoso pergamino los huesos descarnados de sus brazos y piernas. ¿Cuál de sus hermosas mujeres de Kapila le hubiese conocido? Sus ojos se perdían en el fondo de las cuencas, que eran profundas cuevas.

Y Sidarta, siempre inmóvil, como cuerpo que espera el retorno del alma que vaga por el infinito.

Saltaba sobre él la pantera desde la inmediata maleza con ánimo de devorarlo, pero alejábase al momento después de olfatearle, creyéndolo un cadáver; acercábase el león cautelosamente, abriendo sus descomunales fauces, fijaba sus amarillas pupilas en sus ojos inmóviles, le rozaba el rostro con su ardoroso aliento y agudos bigotes y se alejaba también en busca de vivos; y la temible serpiente descendía de las ramas con traidora ondulación, arrollábase lentamente á su cuerpo, descansaba su chata cabeza sobre la boca del penitente esperando el momento de herir, erizándole el vello con el soplo de su silbido venenoso, y al fin, deshaciendo los terribles nudos, retirábase como si el príncipe fuese un cuerpo putrefacto.

Todos lo creían muerto. Si pasaba algún grupo de mercaderes, si un paria fugitivo atravesaba la plazoleta, deteníanse ante el cuerpo inerte, arrojándole misericordiosamente un puñado de tierra.

Los árboles hacían llover sobre él sus hojas secas; su cuerpo hundíase en el suelo removido por las aguas; los puñados de tierra adheríanse á su tronco, y no tardó en quedar medio enterrado como un cadáver á quien las hienas hubiesen removido en su fosa.

La envoltura de tierra y residuos vegetales pronto germinó con la prolífica fecundidad del suelo de la India. La selva iba vistiendo su desnudez. Sobre su vientre crecía la hierba, germinaban en sus rodillas tallos que comenzaban á cubrirse de hojas, y entre los dedos de sus piés de piel negra, en cuyas plantas marcábase cada vez más la imagen del sol, crecían los hongos y pululaban enjambres de insectos.

Y Sidarta, siempre inmóvil é inerte, como si para él hubiera terminado la sensibilidad y la vida.

Quería emanciparse del dolor, vencerle haciéndose insensible, y para ello agotaba toda clase de sufrimientos.

Y mientras tanto su pensamiento siempre arriba, en busca de la verdad, de la solución que habla de salvar á los mortales.

Conforme decrecían sus fuerzas excitábase su pensamiento con la vehemencia del delirio y vela nuevos mundos, dilatados horizontes.

Horribles visiones turbaban el curso de su meditación.

De pronto veía á Mara, el dios terrible de la Muerte y del Amor, ordenándole que no intentase librar á los mortales de las torturas del dolor y las corrupciones de la seducción. El dios le ordenaba levantarse, volver á su palacio; pero él seguía inmóvil.

Entonces Mara, irritado, le enviaba á sus innumerables servidores para que le

martirizasen, y la selva poblábase de las más espantosas visiones.

Repugnantes enanos y fieros colosos con cabezas de rinocerontes, de cerdo ó de galápago. Unos iban cubiertos de escamas como enormes serpientes; otros enfundados en conchas de tortuga, con las cuales le oprimían, pretendiendo ahogarlo; todos aullando, silbando, profiriendo espantosos bramidos que conmovían la selva como una tempestad, amenazándole con sus sables dentados como sierras, blandiendo huesos humanos y envueltos en olor nauseabundo, como si acabaran de

surgir de la fosa de los muertos.

Respiraban fuego, echaban llamas por las narices, movían sus alas de murciélago desarrollando flotantes tinieblas, devoraban asquerosamente puñados de víboras que se estremecían en sus manos, ó entonaban con horripilante chillido los himnos funerales, pasando rosarios cuyas cuentas eran dedos cortados en las tumbas.

El horror y el asco estuvieron próximos á apoderarse de Sidarta, pero resistió y las espantosas visiones se desvanecieron.

Entonces Mara, enfurecido, acordóse de que si era dios de la Muerte, también lo era del Amor, y envió á sus hijas, los demonios de la seducción, á tentar al santo solitario.

La selva iluminóse con reflejos de escarlata y oro, estremecióse el aire como si millones de besos palpitasen estallando á la vez, y Sidarta las vió aparecer con su hermosura indecible, sonriendo con una seducción que jamás había sentido en su palacio de Verano.

Relampagueaban sus ojos bajo las negras cejas, los dientes brillaban como hojas de jazmín entre los pintados labios, y sus muslos redondeados cual trompa de elefante asomaban por entre los ropajes de oro que sostenían larga cola de esclavos. Unas le acariciaban, colocando su cabeza en su regazo; otras danzaban lúbricamente con voluptuosas contorsiones y caprichosos esperezos que entreabrían sus faldas; pero el príncipe fué fuerte ante la tentación y las seductoras visiones desvaneciéronse también.

Mara estaba vencido. El solitario no encontró ya más obstáculos en su santa contemplación; había muerto para las tentaciones; nada quedaba en él de su pasado; ni el placer ni el dolor podían conmover la más leve fibra de su cuerpo; y puro, libre, emancipado del mundo, su pensamiento subió y subió hasta alcanzar la inteligencia suprema y ser dueño de la verdad.

Ya había realizado su conquista. Sólo le faltaba dar su ley al mundo.

Y una mañana, como muerto que resucita, el solitario se incorporó en su tumba, despojóse de la mortaja de tierra y vegetación y emprendió la marcha estenuado, débil, pero con una fuerza irresistible que hacia caminar sin fatiga horas y más horas á su cuerpo esquelético.

Salió de la selva, donde habla alcanzado la iluminación suprema, dispuesto á recorrer toda la India predicando la redención que liberta á los seres del dolor, y enseñándoles el camino de la insensibilidad que conduce, al nirvana, á la felicidad de la anulación y del no ser.

Vió al borde del camino la tumba de un siervo, y para que la humanidad rompiera con el respeto supersticioso á las obras de la muerte, desenterró el cadáver, despojándolo de una tela burda que le envolvía.

Lavó el corrompido trapo en un arroyo para limpiarlo de la putrefacción de la tumba, y cubrió con él su desnudez. Un paria le dió una escudilla de piedra, y con ella mendigaba de puerta en puerta el puñado de arroz hervido que le bastaba para vivir.

Y el príncipe Sidarta reconoció entonces que realmente era el hombre más feliz de la India, pues poseía la verdad.

Un día se supo en Kapila que el príncipe, á quien todos creían muerto, andaba por el mundo predicando y mendigando como los brahmanes errantes.

Las tres mil mujeres, que aún ocupaban sus palacios, horrorizáronse al saber que su antiguo señor, hermoso y brillante como el sol, cubierto siempre de seda y perlas, era negro y apergaminado como un viejo y vestía una mortaja robada en una tumba.

El rey Sudhodana se ruborizó al tener la certeza de que el heredero de su reino, aquel para quien quinientas cocineras trabajaban en el palacio de Verano, iba mendigando por países extraños un puñado de arroz.

Pero Sidarta era feliz.

La India entera conmovíase con sus palabras. Pueblos en masa, príncipes y reyes le acogían como la voz de la verdad.

Inmensas muchedumbres le seguían, y desconociendo su nombre y origen, llamábanle el Budha, el sabio de los sabios.

Y el Budha, siempre con su escudilla de mendicante y su deshilachada mortaja, seguía predicando lo que su inteligencia habla visto al salir del sueño del placer y la materia.

Que en el mundo, el dolor es lo eterno y lo cierto, y la dicha lo casual, lo inesperado; que iguales los hombres ante la muerte, deben serlo también en la vida;

que tan hijo de Dios es el paria como el brahmán: y su doctrina resumíala para todos los humanos en dos dulces palabras:

Amor y compasión.


Publicado el 23 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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