El Rey Lear, Impresor

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta



I

Todas las tardes a la misma hora sonaba el timbre de la elegante cancela, y el hombre que esperaba en el zaguán decía al presentarse el servidor, unas veces criado gringo, con chaleco de mangas, o puesto ya de frac si la tarde era de recepción; otras, doncella francesa o tudesca, que pronunciaba trabajosamente las palabras españolas:

—Avise a don Martín que aquí está Pepe Terneiro.

Nunca quiso pasar de esta entrada con friso de azulejería y muros de arabéseos multicolores, imitación mediocre de la Alhambra, en pleno Buenos Aires. Su antiguo patrón le había instado muchas veces a que viniese a buscarle en sus habitaciones; pero él temía los encuentros en el interior de aquella casa de un solo piso, vastísima, que se extendía hasta la otra calle paralela, dédalo de corredores, patios y grandes salones, construida sin tener en cuenta el aprovechamiento del terreno, con la amplitud de una época en que los solares alcanzaban escaso precio.

No deseaba ver a las hijas de don Martín, damas elegantes, de cuyas fiestas se ocupaban con entusiasmo los periódicos, y que él había conocido siendo niñas. Le irritaban sus gestos protectores y algo desdeñosos. Era para ellas a modo de un mueble viejo y olvidado que la casualidad colocaba ante sus pasos, como un estorbo.

Venía a esta casa únicamente por su antiguo protector. El resto de la familia no existía para él. Y continuaba en el zaguán entreteniéndose en la contemplación de azulejos y alicatados, recuerdo de la remota patria, lo único que mantenía intacto de los tiempos de don Martín, cuando éste era realmente el amo de la casa.

Llegaba por la entreabierta cancela el eco de unos pasos sobre el mármol; oía toses y una voz gangosa de vejez, autoritaria, acostumbrada a dar órdenes, pero que con frecuencia se entrecortaba para ser alegre y zumbona. Luego aparecía don Martín, el famoso don Martín Cortés, cuyo nombre era conocido en todo el país.

—Usted, patrón—decía Terneiro—, se ha plantado en los sesenta y cinco, y de ellos no hay quien lo saque.

Parecía insensible a las transformaciones que traen los años. Había disminuido en estatura a consecuencia de un arqueamiento de su espalda y del achicamiento que sufre todo organismo al acartonarse con la momificación de una extrema ancianidad; pero pisaba fuerte, hacía instintivamente un esfuerzo para mantenerse con la cabeza alta, y sus ojos conservaban una viveza juvenil. La vejez, después de sus primeros estragos, se había detenido, no osando continuar su obra destructora. Sufría el suplicio interno de una enfermedad de cálculos, que le obligaba a recurrir de tarde en tarde a dolorosas operaciones; mas sabía ocultar esta esclavitud dolorosa y se mostraba de un optimismo sonriente en sus pláticas, repitiendo cuentos y chistes de su juventud, que muchas veces resultaban nuevos para los oyentes.

Una barba que le llegaba hasta el pecho, blanca, fina y rizosa, parecía dar cierta frescura a su rostro, ocultando gran parte de sus arrugas. Aun en las mañanas más frías de invierno, rehuía el uso del gabán. Gustaba de ir a cuerpo, moviendo los brazos y contoneándose con cierta petulancia juvenil.

Terneiro, que conocía su edad—más próxima a los ochenta años que a los sesenta—, admiraba este vigor extraordinario.

—Yo estoy cerca de los sesenta y cinco, patrón, y necesito ponerme la zamarra así que sopla el «pampero».

Y señalaba el paletó con que se cubría, apenas empezaba a barrer las calles de la ciudad el viento frío procedente de las llanuras de la Pampa.

Cuando don Martín se presentaba en el zaguán acompañado de Gertrudis, vieja criada española que había conocido la época feliz en que aún vivía su esposa, gobernando a su modo aquella casa enorme, los tres compatriotas conversaban unos momentos sobre noticias y recuerdos de la lejana patria, hasta que el señor decía alegremente:

—Los dos muchachos van a dar su paseo de todos los días.

Y continuaba, guiñando un ojo y sonriendo a la vieja:

—¡Las diabluras que vamos a hacer!... Cuidadito: no lo cuentes a nadie.

Este paseo duraba hasta la noche.

Rara vez dejaba de ser por las mismas calles, inspirándoles el aspecto de éstas unos comentarios, siempre idénticos, que a ellos les parecían completamente nuevos.

Habían presenciado los dos la inmensa transformación de la ciudad. La vida de Buenos Aires era su propia vida. La conocieron enorme poblachón, con aceras de ladrillos cocidos y calles profundas como barrancos, unas veces, polvorientas; otras, invisibles bajo el agua verde de sus charcas, y los que pasaban por ellas a caballo eran más que los de a pie, entre carretas de lento y chirriante rodar tiradas por bueyes. Ahora transcurrían ellos ante enormes escaparates en los que se amontonaban todos los objetos de lujo y de comodidad enviados por Europa y los Estados Unidos de América. Era preciso marchar con precaución por unas calles que ya resultaban exageradamente estrechas para la vida tumultuosa de esta ciudad incansable en la eterna progresión de su crecimiento. Los tranvías se sucedían con intervalos de pocos segundos, casi rozando las aceras; los automóviles se agrupaban ante la cachiporra blanca del agente de policía en todas las encrucijadas.

El suelo sobre el cual se habían ido elevando tantos, edificios flamantes evocaba igualmente los recuerdos de los dos viejos. Aquí estaba medio siglo antes la casa de cierto «doctor» elocuente que había impreso varias periódicos en el establecimiento de don Martín y casi llegó a ser presidente de la República. Un vasto espacio de acera, al que daban las fachadas de un restaurante de moda, un sastre famoso y varias joyerías, les obligaba a detenerse en su diario paseo. Fuese cual fuese el rumbo de éste, acababan por atravesar dicha calle.

—¿Te acuerdas, Pepe?—decía Cortés—. ¡Cómo ha cambiado todo esto!... ¡Lo mismo que nosotros!

Terneiro sentía siempre la misma emoción. Aquí había existido la primera imprenta de don Martín, en un caserón de los tiempos coloniales, que se caía de puro viejo, con una portada de piedra «a la española» destacándose sobre los muros blancos de cal, y extensos patios interiores techados de madera, en los que estaban los talleres. Aquí se había presentado él como emigrante recién desembarcado, ofreciéndose para las gruesas labores de la imprenta, y gracias a la bondad falsamente brusca de su compatriota el patrón, acababa por aprender el arte tipográfico. Aquí se había unido también a la familia de don Martín, instalándose finalmente en la casa, como un pariente pobre que se presta por cariño familiar a los trabajos domésticos.

Cincuenta años después se veía sin hacer nada, a modo de rentista, con un sueldo excesivo para su soledad de célibe, que le iban pagando todos los meses los sucesores de su protector.

Ya no podía vivir con éste. Una familia modesta de españoles lo tenía hospedado en su casa, tratándole con grandes miramientos por ver en él un personaje casi rico. A causa de las relatividades de la existencia, el eterno protegido de don Martín podía darse aires de protector con otros que se hallaban situados más abajo.

Este final cómodo y tranquilo, prolongándose sin sobresalto ni inquietudes, no le impedía pensar con nostalgia en los tiempos que la fortuna de don Martín era precaria y él trabajaba muchísimo, mezclándose además en las aventuras políticas del país.

Muchos comerciantes se fijaban en el diario paseo de los dos viejos, siempre a la misma hora, como esas figuras de los relojes antiguos que aparecen exactamente y se deslizan con una movilidad isócrona durante años y siglos. Paseaban uno junto al otro, avanzando sus pies con instintiva igualdad. Tenían en su marcha el avance simultáneo y regular de un tronco de caballos viejos, seguros de que harán siempre lo mismo, hasta que uno de los dos caiga.

Algunas tardes huían de las calles donde era extraordinario el tránsito, impidiendo el gentío de las aceras que marchasen los dos en la misma línea, lo que dejaba a Terneiro detrás de su patrón. Tomaban un carruaje para pasear luego por las avenidas del parque de Palermo sin que se interrumpiese su marcha regular en pareja.

Cuando al anochecer volvían a la ciudad, encontraban deslumbrantes de luz las fachadas de los comercios. Parecía haber caído en las calles una lluvia de estrellas multicolores. Palpitaban los anuncios luminosos, se extinguían, para ser escritos de nuevo sobre el fondo de la noche por una mano invisible.

Marchaban ambos, sin acuerdo previo, hacia la avenida de Mayo, arteria principal de Buenos Aires. Aquí estaban los edificios más altos, construcciones de múltiples pisos, que aún parecían más gigantescos por el contraste con el resto de la ciudad, toda ella de casas a estilo colonial o con un solo piso superior. Dicha avenida, comparable a las de muchas capitales de provincia de los Estados Unidos, tenía sus fachadas rutilantes de luz durante las primeras horas nocturnas. Los dos hacían alto maquinalmente para mirar a cierta distancia un establecimiento de diversos pisos con las ventanas rojas, grupos de curiosos ante sus escaparates y un nombre gigantesco como rótulo, cuyas letras estaban ribeteadas de bombillas eléctricas.

Todo Buenos Aires conocía esta tienda. Era una librería y en ella estaba la dirección de la imprenta más importante del país. Allí venían a buscar las damas los papeles elegantes de sus cartas y los artículos más finos para escribir; allí también las grandes casas de comercio encargaban todo lo necesario para sus oficinas, y los innumerables «doctores», así como los personajes políticos, gestionaban la impresión de sus tesis universitarias, de sus tratados de Derecho político o sus tomos de versos. Volumen no impreso en dicha casa venía al mundo sin el prestigio aristocrático que parecía conferir su «pie de imprenta». Además de la oficina de su director, instalada en lo más hondo del entresuelo, partían órdenes para la producción de millones y millones de libros, con láminas de colores, destinados a todas las escuelas de la República, Esta librería enorme, dividida en múltiples secciones, repleta de volúmenes impresos en diversas lenguas, con vitrinas iguales a las de los museos conteniendo estatuillas de bronce, objetos tallados en cristal, pisapapeles artísticos, portaplumas de oro, parecía ejercer una dictadura sobre la nación, acaparando la venta de todo lo que sirve para leer o escribir.

El antiguo amo de Terneiro sonreía con amargura al mirar el nombre centelleante sobre la fachada: «Martín Cortés».

Era su propio nombre el que vencía a la oscuridad durante las primeras horas de la noche, esparciendo una aurora roja sobre la avenida de Mayo, De día. los rayos solares hacían brillar de un modo cegador el oro de las mismas letras... Y, sin embargo, hacía muchos años que él no había pasado la puerta sobre cuyo dintel rutilaba su nombre, popular en todo el país.

Venía a ver su casa desde lejos, en compañía del fiel Terneiro, sintiéndose irritado por su esplendor, por su creciente grandeza, y orgulloso al mismo tiempo.

Algunas veces esta vanidad contradictoria desaparecía, y el sentimiento de indignación resultaba más grande. En tales momentos era cuando su fiel acompañante le había oído murmurar:

—¡Ah bandidos!... ¡Yo os haré una!

II

Martín Cortés, nacido en el centro de España, había pasado su juventfud en Barcelona, donde aprendió el arte de imprimir, embarcándose luego para las Repúblicas del Río de la Plata, agitadas en aquellos tiempos por continuas revoluciones y guerras intestinas.

Contaba con orgullo su llegada a Buenos Aires, en barco de vela, cuando la ciudad aún no tenia puerto y para desembarcar era preciso trasladarse del velero a un bote y de éste a una carreta de bueyes hundida en el agua hasta los ejes que lentamente iba trasladando a la orilla, de fango y piedra tosca, personas y equipajes.

El mismo no se daba exacta cuenta de cómo pudo saltar de obrero a patrono, viéndose propietario de una pequeña imprenta. Su carácter enérgico, predispuesto a la aventura y amante del peligro, le ayudó en aquella época de continuas revueltas. Empezaba a formarse el país políticamente, después de la luenga tiranía de Rosas, pero entre convulsiones frecuentes, luchando unas provincias con otras, y todas juntas contra la preponderancia de Buenos Aires.

Aún no había llegado la hora de la gran riqueza para los argentinos. Se vivía al modo criollo, con enorme abundancia alimenticia y poco dinero. Martín Cortés fué el impresor de los «doctores» jóvenes y los militares inquietos que abominaban del Gobierno constituido, con el propósito de ser Gobierno a su vez.

Sufrió grandes apuros pecuniarios por ser sus clientes tan pobres como él; mas, gracias a su ingenio y a su carácter alegre, pudo realizar el milagro de que sus periódicos de oposición se publicasen regularmente. Arrostraba además con un valor sereno los peligros y amenazas que le valían sus funciones de impresor revolucionario.

En el viejo caserón que albergó su primera imprenta, los redactores escribían muchas veces con pistolas sobre las mesas. Los soldados del Gobierno venían a atar las riendas de sus caballos en las rejas del edificio y esperaban junto a la puerta para dar «un susto» a don Martín y a sus clientes, teniendo éstos que escapar por las casas inmediatas.

Transcurrió el tiempo. Los «doctores» de verbosidad sonora y pluma florida que aún adeudaban a Martín Cortés miles de pesos por la impresión de sus periódicos, se transformaron en personajes oficiales, ocupando por derecho propio la Casa Rosada, palacio que alberga al presidente de la República y a varios ministros. Los nuevos gobernantes le pagaron con su protección, y Martín Cortés, más activo que nunca al verse en un ambiente favorable, llegó a ser en pocos años el primer impresor del país. Acaparó los trabajos de carácter oficial, se hizo proveedor de las escuelas, editó cuantos libros eran necesarios para la vida pública, quiso acoger todas las máquinas recién inventadas que le ofrecían de Europa y la América del Norte. Sus talleres se extendieron de tal modo, que se vió obligado a instalarlos fuera de la ciudad. El desenvolvimiento de su industria le hizo ser vendedor de libros, y su librería fué engrandeciéndose igualmente en la calle más céntrica del Buenos Aires de entonces.

Se había casado durante un breve viaje a España. Su esposa era hija de un modesto impresor de Barcelona en cuyo taller había hecho él su aprendizaje. Doña Calixta, que nunca pudo desprenderse en la América del Sur de su acento catalán, se portó como una fiel compañera, admiradora de las habilidades y éxitos de su esposo, obediente a sus órdenes, preocupada de la limpieza de su casa, de su aspecto ordenado, de la salud de su prole.

Cuatro hijas y un hijo dió a don Martín, viniendo al mundo la última de aquéllas cuando ya. la buena doña Calixta estaba en los últimos límites de su madurez. Esto dió motivo a que el impresor, acordándose de las Santas Escrituras y del patriarca Abraham, llamase a la última de sus hijas «el milagro de Sara».

Bajo la influencia de ciertas lecturas novelescas, y por imitar la predisposición de las damas criollas en favor de las nombres raros, la esposa de Cortés fué designando a sus hijas, en el acto del bautismo, de un modo que hacía torcer el gesto al cura español, amigo de la casa, encargado de imponer tal sacramento. La mayor se llamó Atala; la segunda, Zulema; la tercera, Corina, y la última recibió el nombre de Delia.

Al hijo lo llamaron Gonzalo, y don Martín, que era un padre a uso antiguo, sin dejar de querer a su descendencia femenina, concentró en este único heredero varón todas sus ambiciones y esperanzas. Si él había llegado a conquistar una fortuna saliendo de la nada, ¿qué no haría su hijo, propietario de la primera imprenta y librería del país?...

Además, el padre, con las ganancias de su industria, había comprado terrenos cuyo precio iba ascendiendo rápidamente. Su casa, que Cortés había hecho decorar por todos los artistas vagabundos llegados a Buenos Aires, reproduciendo con mejor voluntad que éxito las bellezas arquitectónicas españolas, representaba ya un valor de varios millones. El día que la demoliesen podrían elevarse en su solar, que iba de una calle a otra, en el centro de la ciudad, varios edificios suntuosos.

Gonzalo Cortés era un heredero de más valor que muchos hijos de personajes célebres del país. El padre admiraba vanidosamente su agresiva robustez. Pasaba por los colegios sin que le inspirase curiosidad el contenido de aquellos libros salidos de la imprenta paternal. Las ciencias y las artes no guardaban para él ninguna recompensa. En cambio, se llevaba los premios de gimnasia, de esgrima, de equitación: todo lo que representase destreza y fuerza.

Su deseo era que le permitiesen vivir en una estancia que acababa de adquirir Cortés en el interior del país.

Quería domar potros bravos, aprender a echar el lazo, hacer vida de gaucho, tal como la había oído describir, con acompañamiento de guitarra, en los romances populares. Don Martín, por toda contestación, le mostraba la librería, con sus dependientes atareados y sus grupos incesantes de compradores.

—Créeme: ninguna estancia es como ésta. Aquí no hay sequías, inundaciones, mortandad de reses, ni heladas y pedriscos. La cosecha siempre es segura.

Membrudo y atlético a los quince años como un hombre cuajado, no admiraba el joven la obra paternal. Quería ser estanciero rico, asistiendo a rodeos de miles de vacas, persiguiendo al galope tropeles de yeguas libres.

Mostraban sus hermanas ambiciones menos rústicas. Se habían educado en los mejores colegios, teniendo por compañeras a hijas de familias célebres por su riqueza o su abolengo. Querían mantenerse al nivel de éstas en sus gustos y vanidades, haciendo toda clase de esfuerzos y sacrificios para no perder tales relaciones después de terminada su educación escolar.

Se avergonzaban de la franqueza bonachona y las sencillas costumbres de su madre; rehuían un poco su compañía, para que las amigas no se burlasen de su acento catalán. Les gustaba que su nombre fuese conocido en todas partes. Eran las hijas de don Martín Cortés, el célebre impresor y librero. Al mismo tiempo se quejaban interiormente contra el Destino, que no había hecho de su padre un «doctor», dedicado a la política, o un general. Cuando alguna señora regañaba con ellas, las zahería inmediatamente designándolas con el apodo de «las libreras».

El continuo engrandecimiento de las industrias de Cortés había ido creando en torno de su persona un núcleo de colaboradores preferidos que le secundaban en sus trabajos, enorgulleciéndose de los progresos de la casa.

Un alemán joven, llamado Keller, había entrado en su librería como tenedor de libros, y por ser tenaz y asiduo en el trabajo, se adueñaba poco a poco de la administración central de todas las industrias implantadas por don Martín. Por consejo de Keller, añadió éste al ramo de librería el de papeles y objetos de escritorio, que finalmente se convirtió en el más fructífero de sus negocios. El alemán iba todos los años a Europa para enterarse de las novedades y hacer directamente las compras. Vigilaba la imprenta, agrandándola con toda clase de máquinas de su país; se entendía con los clientes, por ser incapaz de ablandamientos y de rebajas en los precios, como hacía don Martín, siempre acomodaticio y amable después de una cordial conversación con los que llegaban.

Cortés conocía la pericia de este hombre en el manejo de sus negocios, y al mismo tiempo le inspiraba cierto temor su dureza para perseguir el dinero, la obsequiosidad con que acogía al poderoso y la sonrisa glacial con que contestaba a las demandas de los inferiores. A su hijo Gonzalo se lo presentó como un modelo de vida futura.

—Aprende a trabajar. Haz como él, y serás un mozo de provecho.

Otras veces, estando a solas con Pepe Terneiro—el cajista gallego que, falto de familia, se había introducido en la suya, sirviendo de consultor y de ayudante a doña Calixta—, le decía guiñando un ojo:

—Ese alemancito..., ¡qué tipo de cuidado! ¡Ay del que caiga enteramente en sus manos!... Por suerte, yo lo mantengo en su lugar, y dejo que me sirva, pagándole bien.

Un día Atala, la hija mayor, que era la de carácter más resuelto, imponiéndose a su madre en el gobierno de la casa, habló a don Martín sin vacilaciones. Ella y Guillermo Keller querían casarse. La madre conocía sus amoríos y los aceptaba. (¿Qué no había aceptado la buena doña Calixta de cuanto le exigían sus hijas?) El alemán iba a hablar a su patrono, y ella esperaba que su padre aprobaría dicho casamiento. ¿Qué podía decir contra un hombre que trabajaba tanto por el engrandecimiento de la casa?...

Don Martín quedó perplejo... Efectivamente, nada podía decir contra aquel mozo rubio, de ojos azules y miopes resguardados por gruesos cristales y eterna sonrisa inexpresiva. No le entusiasmaba dicho matrimonio, pero al mismo tiempo le era imposible aducir razones contra él.

Acabó Keller por entrar en la familia, y su casamiento fué un acto trascendental, cuya influencia empezó a sentirse a los pocos días.

Gonzalo, que ya había pasado los veinte años, siguió los consejos de su cuñado. Este también se mostraba enemigo, como el padre, de que fuese hombre de campo, pero le abría otros horizontes que los de la imprenta. Era rico, como los hijos de los grandes estancieros, y podía dedicarse a las carreras poco productivas, pero de gran brillo, que siguen los altos servidores del Estado. Debía representar a su país en el extranjero; cónsul en una capital importante, o secretario de una Legación. Y el hijo de don Martín aceptó entusiasmado tales sugestiones pensando en los placeres que guarda Europa para un hijo de familia rica que puede añadir las liberalidades paternales al sueldo que le envía su Gobierno.

Dejó de ver don Martín a este joven fornido, cuyas peleas nocturnas en los bailes y restaurantes de Buenos Aires le enorgullecían y le indignaban a un mismo tiempo. Ahora le escribía desde París, y como respuesta a sus cartas daba órdenes negligentemente a Keller para que el cajero de la casa envíase «plata» al muchacho.

Pocos años después, otro matrimonio. Keller, para el mejor funcionamiento de los talleres, había ido admitiendo a compatriotas suyos en los puestos más importantes, barriendo con diversos pretextos a los protegidos de don Martín, todos españoles.

Un mocetón de pelo rubio, casi albino, cara ancha, recién afeitada siempre, y unos brazos robustos, carnosos, de piel blanquísima, que, según Cortés, incitaban a clavar en ellos la dentadura, había sido traído de Leipzig para dirigir el funcionamiento de las primeras máquinas de tricromía. Don Martín lo apodaba Sigfrido, por encontrarle semejanza con el héroe de El anillo de los Nibelungos, al que había oído cantar una noche en el teatro Colón. Su verdadero nombre era Goldmann. Incansable en su labor, gustaba de pasar el día entero dedicado al trabajo, tal vez porque esto le permitía ejercer autoridad, mandar a los demás bruscamente, reñirlos, insultarlos, lo mismo que le había ocurrido a él tantas veces en su país, dentro de talleres y cuarteles.

Zulema, la segunda hija, habló un día a su padre con el mismo tono que la primera. Ella y Goldmann querían casarse. El hábil mecánico era ahora jefe de todos los talleres tipográficos, y tan absorbente resultaba su dirección, que Cortés, el verdadero dueño, empezaba a no encontrar gusto en visitarlos. Todo lo encontraba hecho en forma distinta a como él lo ordenaba en otra época, y debía reconocer forzosamente que estaba mejor. Una voluntad sonriente, supeditada en apariencia, pero dura e irresistible como una muralla en movimiento, le iba empujando lentamente de aquellos talleres creados por él, como si fuese algo viejo incompatible con el momento actual. Lo mismo le ocurría al visitar el establecimiento de la avenida de Mayo. Toda crítica suya era acogida por Keller con una profunda inclinación de cabeza, que tal vez ocultaba leve sonrisa de conmiseración. Si daba una orden, tenía que reconocer inmediatamente su ignorancia. Otras veces sus mandatos eran interpretados al revés, y debía aceptarlo así, en vista de su oportunidad.

Zulema era la más parecida a doña Calixta por sus gustos caseros. Mostraba un talento especial para las operaciones de cocina y sentía entusiasmos artísticos ante un armario bien repleto de ropa blanca. Goldmann, director de los talleres, bastaba a sus ambiciones. ¡Era tan guapo y de aspecto tranquilo!... Keller ejercía una influencia tutelar sobre él, lo mismo que su hermana Atala la había dominado siempre a ella por el prestigio de sus aficiones aristocráticas.

Apoyó doña Calixta tal demanda cerca de su esposo. Era la felicidad para su hija, y ellos dos, después de haber reunido tan considerable fortuna, podían darse el lujo de tener yernos pobres.

—¡Otro alemán en la familia!—dijo don Martín.

Y al aceptar a Goldmann preguntó a Pepe Terneiro si aún quedaba en las diversas dependencias de su casa algún otro de la misma nacionalidad, temiendo que viniese a pedirle la mano de Corina, su tercera hija.

Esta, la más frivola de todas, con un afán insaciable de trajes, alhajas y afeites, siempre ávida de conocer la última moda y pintándose el rostro desde su salida del colegio, se casó con uno del país.

Keller, director oculto de la casa, oído siempre por su mujer y sus cuñadas, y altamente respetado por su suegra, patrocinó la entrada en la familia del doctor Poza, joven abogado, nieto de un personaje político de segundo orden, al que había conocido don Martín en sus tiempos heroicos de impresor. El alemán creía conveniente la existencia en la familia de un argentino representativo, capaz de renovar la antigua influencia de Cortés, poniendo la casa en relación con los nuevos hombres del país, neutralizando la influencia de otros establecimientos rivales que habían surgido en los últimos años.

Todos creían en el porvenir de este «doctor» solemne de gestos, puesto siempre de chaqué, que hablaba con una verbosidad lenta e incansable, escogiendo las expresiones más alambicadas, las palabras menos en uso. Lo había conocido Keller con motivo de la impresión de cierto tratado de Derecho internacional, obra de este joven, que era a la vez catedrático en dos Universidades—la de Buenos Aires y la de la vecina ciudad de la Plata—, y ejercía de abogado de varios Bancos, dedicándose además a la compra y venta de terrenos. A él, por su parte, ser yerno de Martín Cortés y asociado de Keller le parecía un buen negocio, y aceptó el matrimonio con Corina, apreciando su belleza «versallesca», sus gustos suntuarios, exagerados y costosos, como alicientes que podían ayudar a su carrera política.

Después del casamiento de su tercera hija murió doña Calixta, cuando la cuarta sólo contaba doce años. Esta no parecía pensar en el matrimonio. Sus hermanas la consideraban casi como una hija, y habían pretendido dominarla, pero tuvieron que desistir de su tiránica protección.

Delia era la única de la familia aficionada a la lectura, menospreciando a sus hermanas mayores a causa de sus gustos frívolos y vulgares. Al salir del colegio había continuado sus estudios hasta conseguir el grado de maestra superior. En plena frescura primaveral, desdeñaba las modas, yendo vestida con una comodidad que resultaba incompatible muchas veces con sus gracias femeninas.

—Quiero ser mujer libre—decía a su padre, sin prestar atención a la sonrisa irónica con que éste interpretaba tales palabras—. No voy a imitar a mis hermanas, cacatúas orgullosas de su plumaje, que hacen toda clase de bajezas para ser admitidas como amigas de otras que ellas consideran superiores. Debo servir de algo a mis semejantes; deseo trabajar para lo por venir.

Con sus ambiciones desinteresadas y sus «romanticismos humanitarios» —como decía don Martín—representaba para éste algo así como un árbol tierno y rumoroso a cuya sombra podía descansar. ¡Ay las otras hijas, siempre sonrientes para pedir!...

Hablaba con la pequeña sin miedo a que le exigiese algún sacrificio. Tenía que rogarla para que aceptase sus liberalidades. Hacía alarde de pobreza. Su deseo era emanciparse de las necesidades que impone la existencia social, limitando su número.

Atala y Zulema vivían con sus maridos en el gran edificio propiedad de don Martín. Corina y el doctor Poza estaban instalados en una casa nueva, donde el abogado tenía su despacho. Las tres hermanas se veían todos los días, y siguiendo el consejo de sus esposos, habían ido menudeando sus peticiones al padre, fingiendo preocuparse grandemente de su salud y tranquilidad.

—Estás viejo, estás enfermo; debes pensar sólo en cuidarte y en vivir bien. Deja que los jóvenes trabajen, y no les regatees los medios para ello. ¿No harías lo mismo si estuviese aquí Gonzalo?

Gonzalo seguía en el viejo mundo.

Había contraído matrimonio con una inglesa, ejercía el cargo diplomático de «encargado de negocios» en una pequeña capital del norte de Europa, y enviaba a la familia retratos suyos con casaca de pecho bordado y espadín al cinto, pidiendo a cambio de tales recuerdos cantidades de importancia, que Keller se apresuraba a enviar. El diplomático consideraba a su cuñado como el mejor y más inteligente de los hombres.

Ya que el hijo único había renunciado a preocuparse de la suerte de aquella Empresa, que era la obra más grande de don Martín, éste debía entregar el gobierno absoluto a sus yernos, cada uno de los cuales representaba una fuerza distinta: Keller, la dirección financiera; Goldmann, la dirección industrial; el doctor Poza, la influencia política y la sabiduría jurídica para llevar la casa como un buque entre los escollos de reclamaciones y pleitos.

Eran seis contra don Martín, acosándolo incesantemente con palabras dulces o sonrisas de muda sumisión. Las hijas se mostraban ahora más tiernas con su padre que cuando eran niñas. Corina lo besaba, acariciándole luego casi impúdicamente. Zulema había inventado para éd platos nuevos, preocupándose de su cama y sus ropas, hasta llegar a los más inesperados refinamientos. La imponente Atala, al hacer el elogio de su esposo, lo describía como un simple discípulo de Martín Cortés, suplicando al maestro que no regatease a su continuador los medios de triunfar sobre los nuevos rivales que iban surgiendo.

Si se resistía a tales insinuaciones, la coqueta se mostraba indiferente en sus palabras y suprimía sus caricias; la hacendosa olvidaba su alimentación y otros cuidados, y la más soberbia se expresaba con amargura, declarando que la ingratitud y el orgullo eran para ella los pecados más inadmisibles.

¿Cómo defenderse de esta familia que lo rodeaba a todas horas, sucediéndose en el ataque, asediándolo por turno, para derribar los últimos obstáculos opuestos por su voluntad?...

III

—Yo soy el rey Lear..., el rey Lear, impresor.

Y al darse cuenta de que Terneiro no entendía el signficado de su afirmación, Cortés le iba explicando el famoso drama de Shakespeare.

El antiguo cajista de imprenta sabía quién era Shakespeare, del mismo modo que estaba enterado de muchos asuntos literarios y científicos, «siempre a medias», como él afirmaba, no habiendo podido hacer en su vida una lectura completa, conociendo de artículos y libros únicamente las cuartillas que le habían entregado para componerlas en letras de molde.

Su antiguo patrono le enumeraba las semejanzas entre su propia historia y la del infortunado rey Lear, monarca de los tiempos legendarios, que por amor a sus dos hijas mayores iba cediendo cuanto poseía a éstas y a sus esposos, viéndose tratado con la más negra ingratitud apenas se daban cuenta los de la familia de que ya no podían sacarle nuevas donaciones.

Vagaba el rey Lear, pobre y abandonado, sin otro compañero que un personaje de los más humildes, el cual no había querido abandonarle en su desgracia.

—Ese soy yo—decía Terneiro con orgullo.

—Sí, Pepe; ése eres tú.

Y Cortés sonreía interiormente, procurando no decir a su acompañante que el único hombre fiel al monarca había sido su antiguo bufón.

Terneiro no ocultaba su cólera contra las hijas de don Martín, expresándose rudamente, como hombre de corazón simple, que no puede transigir por miramientos sociales con lo que considera nocivo.

—La culpa fué de doña Calixta, demasiado buena, dejándose dominar siempre por sus hijas... Y también por usted, patrón, que, pensando en sus negocios, sólo sabía decir «sí» a todos los caprichos de unas niñas orgullosas. ¡Conmigo debían habérselas visto!...

Don Martín no quería recordar lo ocurrido después de la muerte de su esposa. Sentíase avergonzado de su debilidad.

Keller, el gran hombre de la casa, había amotinado a toda la familia en favor de una solución que representaba grandes economías. El nombre de Martin Cortés debía de convertirse en un simple título de asociación mercantil. Todos sus bienes industríales,e inmuebles podían constituir el capital de una Sociedad anónima por acciones, llamada «Martín Cortés y Compañía». Así, en caso de muerte y herencia, no era preciso hacer particiones y se libraban de pagar al Estado enormes derechos de sucesión. De este modo, también los negocios podían desarrollarse con más agilidad y amplitud. Y tras una larga resistencia de don Martín, que presentía en dicho plan la anulación absoluta de su persona, acababa de constituirse la Sociedad, tal como la deseaban sus hijas y sus yernos. El doctor Poza había redactado los estatutos a su gusto, como perito en la materia, acostumbrado a realizar iguales trabajos para Sociedades importantes.

Cortés se sintió perdido entre tantos capítulos y artículos, redactados en oscuro estilo jurídico. Toda la fortuna se le fué de las manos. Hasta entonces había sido ésta algo sólido, inconmovible, asegurada por escrituras de carácter individual; ahora los bienes se fraccionaban en acciones, y estos valores parecían echar alas y volar lejos de él, para ir a posarse en las distintas personas de su familia, que de este modo lo heredaban en vida.

Cada objeción suya provocaba escandalizadas protestas de cariño en hijas y yernos. ¿Qué podía importarle que las cosas se arreglasen de un modo o de otro, si todo quedaba dentro de la casa?...

Al principio, los accionistas lo nombraron presidente, reconociéndolo como personalidad insustituible a la cabeza de la asociación. Dos años después se preocuparon a todas horas de su salud. Debía pensar en vivir y nada más. Representaba para él un trabajo enorme poner su firma en los documentos administrativos de la casa, muchas veces sin leerlos. Hasta su hijo el diplomático escribía desde Europa mostrándose de acuerdo con sus hermanas. Era preciso evitar a papá todo trabajo. Y Keller, sacrificándose por el bien de los suyos, ocupó el cargo de presidente, añadiendo esta nueva labor a la gerencia de todos los negocios de la asociación.

El único accionista partidario de la presidencia de don Martín había sido su última hija. Pero Delia no era aún mayor de edad, y su parte de acciones la monopolizaba Keller, no dando jamás cuenta sobre ellas.

—No tenía el infeliz rey Lear solamente el consuelo de ese amigo fiel, tan parecido a ti. Le quedaba su hija más pequeña, la inocente y abnegada Cordelia, que, despojada de sus bienes por sus hermanas, le acompañó a todas partes hasta la muerte. Yo también tengo mi Cordelia. Ya sabes quién es, mi maestrita, que no sabe decir palabras dulces como las otras, parece enfurruñada siempre, apenas sonríe, ve las cosas de la vida con una gravedad de persona vieja; pero es la única de la familia que quiere a su padre.

Delia olvidaba a veces sus preocupaciones de «mujer libre», como ella decía, sus estudios y sus conferencias de propaganda, para pensar en don Martín. Vivía en la misma casa ocupada por sus hermanas, pero con toda independencia, como un muchacho, empleando para entradas y salidas una puerta de servicio en otra calle, paralela a la de la entrada principal.

Rara vez se sentaba a la gran mesa de familia. Prefería alimentarse en los comedores de estudiantes, o en restaurantes económicos, frecuentados por intelectuales «rebeldes» recién llegados al país y mujeres semejantes a ella. En su casa se resistía a aceptar el auxilio de las domésticas.

—Tengo dos criadas magníficas, que son mis brazos—decía a Gertrudis, la vieja española, cuando ésta intentaba ayudarla.

Su actividad seguía al expansionarse los más diversos rumbos. Unas veces daba conferencias en los barrios obreros sobre cuestiones artísticas.

—El pueblo tiene derecho a la belleza.

Y explicaba, con poco éxito, a las mujeres de los trabajadores—casi todas extranjeras recién llegadas a la Argentina—cómo debían adornar sus casuchas, con cierto arte, para que el hombre sintiese la atracción del hogar y no fuese a beber al «boliche». En épocas de agitación política asistía a las reuniones de los socialistas, entregando para las necesidades del partido todo el dinero que podía sustraer a Keller con falsos pretextos de adornar su persona. Ofrecía cierto encanto ambiguo. Era a modo de un bello adolescente vestido de mujer. Su carita pálida, con grandes ojos negros, sólo conocía el contacto reanimador de las abluciones de agua pura. Esta higiene simple y verdaderamente limpia representaba, según ella, una compensación de familia, ya que sus hermanas habían llevado siempre el rostro enmascarado de blanco y rosa, con rayas oscuras.

Don Martín se burlaba de esta carencia de vanidad femenina. Criticaba sus zapatos de confección ordinaria, demasiado amplios para la pequeñez de sus pies; su pelo cortado a lo paje (cuando aún no era de moda este peinado), sus largos gabanes ingleses, que la evitaban el preocuparse del vestido, oculto debajo de ellos.

—Debes ser más coqueta—añadía el padre—. No digo que imites a tus hermanas, pero eres mujer y algún día te enamorarás de un hombre, como todas las de tu edad.

Delia contestaba levantando los hombros:

—¡El amor!... Tal vez. Nadie debe creerse libre de esta enfermedad moral. Los que más abominan del amor acaban por caer en él.

Pero mientras se mantuviese sana consideraría que venimos al mundo para cosas más serias y útiles que el amor. De pronto sentía por su padre el mismo interés que le inspiraban los trabajadores ignorantes, y don Martín decía a su fiel Terneiro:

—Mañana no vengas... No lo digas a nadie. He hecho una conquista... Una niña de menos de veinte años desea raptarme.

Era día de fiesta extraordinaria para el viejo Cortés. Marchaba con Delia orgullosamente por las calles de la ciudad; almorzaban juntos en los suburbios, para visitar luego alguna escuela nueva. Otras veces entraban en una sala de reuniones, escuchando profetizar líricamente a varios oradores cómo iba a ser la «ciudad futura», habitada por una sociedad perfecta.

Sentíase don Martin a los pocos minutos aburrido y desorientado. Él en su juventud había seguido los mismos entusiasmos de sus clientes políticos. Creía en la libertad, en la democracia, hasta en la paz universal..., pero ¡eso de repartirse todo lo existente, de que no hubiese tuyo ni mío...!

La vecindad de su hija le hacía encontrar de todos modos un encanto primaveral a tales excursiones. Le parecían infinitamente superiores a ciertas escapadas que había hecho durante su segunda juventud, en el Buenos Aires antiguo, con algunas comediantas venidas de España, pecadillos amorosos que nunca llegó a conocer doña Calixta.

Después de haber acompañado la «dulce Cordelia» a su rey Lear en este plácido vagabundaje, expuso un día gravemente cierto proyecto que venía acariciando y sobre el cual había solicitado el consejo de diversos personajes admirados por ella.

—Keller es un ladrón, y no lo creo por eso peor que la mayoría de los burgueses. Todos ellos carecen de moralidad cuando se trata de dinero. Él, mis hermanas, mis cuñados, te han robado, y creo que yo también sufro mi parte de despojo. ¡Vamos a defendernos! Debes recobrar lo que es tuyo. Será difícil, pero en la vida debemos intentar siempre lo imposible.

Había consultado el caso con varios abogados de los que figuraban en el partido socialista. Todos habían torcido el gesto. La empresa era aventurada. Aquel doctor Poza sabía construir bien sus torres de engaño, sin dejar el menor portillo abierto; mas ¡quién sabe si no podrían tomarlas con un asalto violento y destruirlas!...

Quería Delia que su padre intentase un pleito contra la propia familia, escándalo inmenso en todo el país, por ser su nombre tan conocido. Además, ella se encargaba de que los periódicos comentasen ruidosamente el asunto. Si era preciso, conseguiría que los obreros se colocasen de parte del despojado. Surgiría una huelga general en todos los establecimientos de «Martín Cortés y Compañía». Keller y los suyos iban a verse aislados como pestíferos.

Escuchaba el viejo impresor, con asombro y miedo, cómo esta jovencita le proponía las mayores violencias, mirando a lo alto, separando los brazos de su cuerpo, abriendo sus manos, en una actitud de inspirada.

—Veremos... Hay que pensarlo con calma—decía, seducido por la proposición y temiendo al mismo tiempo sus consecuencias.

Continuaba Delia su avance a través del futuro. Contemplaba ya a su padre en posesión de todo lo suyo, dando órdenes, como dueño absoluto, en la enorme librería, en los talleres de imprenta, encuademación y grabado, que formaban un pueblo cerca de Buenos Aires, teniendo alojados en torno más de mil obreros.

—Entonces, papá, realizas una cosa que hará inmortal tu apellido. Dentro de tu casa planteas por anticipado la gran revolución que ha de dignificar a los hombres, haciéndoles agradable por primera vez la existencia. Transformas tu propiedad individual en propiedad colectiva. Convocas a los obreros y les anuncias que en adelante todos serán dueños de tus talleres y de sus producciones. Tú sólo figurarás entre ellos como uno de tantos. ¡Qué emoción en la Tierra entera!... ¡Qué ejemplo! Tu nombre pasará a la Historia...

¡Un demonio! Don Martín no admitía bromas en lo tocante al dinero. La «plata» le parecía cosa sagrada, no un juguete de niños para permitirse con ella irreverentes ligerezas.

Oyendo a la «inocente Cordelia» tales monstruosidades, se sentía empujado hacia las otras hijas. Eran malas e ingratas, pero se consideraba más ligado a ellas, por una comunidad de opiniones tradicionales, por el respeto a las cosas establecidas.

IV

Otra vez el rey Lear volvió a sus paseos con el fiel Terneiro, admirando los lugares que le recordaban su juventud, viendo de lejos la librería famosa con su nombre en oro, centelleante bajo el sol y luminoso al cerrar la noche.

El antiguo cajista y la vieja criada española eran en realidad su única familia. Podía hablar con ellos como en los tiempos en que aún era el amo. Continuaban respetándole, creían en su importancia y abominaban de los otros habitantes de la casa por los atentados contra su persona.

No era que sus hijas le odiasen. Tal vez le querían con un afecto instintivo, oscuro e irresistible, pero le consideraban un estorbo dentro de su nueva existencia, se avergonzaban de su origen, sin pensar que a este origen debían su bienestar. Se repetía una vez más la historia de todos los países de colonización. Los hijos, al nacer en la riqueza, consideran ésta como algo que les corresponde por natural derecho, y desean verse libres de sus padres, antiguos emigrantes que al seguir viviendo les recuerdan a todas horas su procedencia. Quieren nivelarse con los demás del país que se consideran superiores a ellos y son simplemente nietos o bisnietos de otros emigrantes ya olvidados iguales a los suyos.

Atala, consejera suprema para sus hermanas, como su esposo lo era para los maridos de éstas, encontraba todos los días motivos de queja en la conducta de su padre. ¡Aquel Terneiro, hombre de gustos ordinarios, su único amigo y acompañante!... ¡Aquella Gertrudis confianzuda y de lenguaje exageradamente franco, que se consideraba como de la familia por haberlas conocido a todas muy niñas, desentonando por sus gestos burdos y su voz ruidosa entre las demás domésticas de la casa, francesas o alemanas. vestidas como señoritas y con ademanes rebuscados!...

Era preciso licenciar a la tal Gertrudis, dándole una pensión como a Terneiro, con el compromiso de que no se presentasen más en la casa. Pero no osaba aún formular esta propuesta, temiendo la indignación de don Martín. ¡Quitarle la única persona con quien podía hablar de su difunta esposa, y cuyos servicios le eran gratos, por conocer como nadie sus gustos y manías!...

El rey Lear y la «inocente Cordelia» vivían como dos fantasmas en aquella casa enorme: entrando y saliendo sin que nadie se fijase en ellos.

Cortés también evitaba, como su hija menor, las comidas en familia, haciéndose servir por Gertrudis en sus habitaciones, que daban a un pequeño patio en el fondo del edificio. Sentíase aislado cuando de tarde en tarde le rodeaban sus hijas. Era para ellas un extranjero; no comprendían muchas veces lo que él quería decir, y si llegaban a entenderle, bajaban los ojos y una sonrisa disimulada parecía vagar sobre sus labios.

Todas las semanas, Atala y Zulema daban reuniones vespertinas, acudiendo a estos «tes» las damas más famosas de Buenos Aires. Ellas dos y Corina no tenían otra preocupación que aumentar el número de amistades, yendo a la caza, con toda clase de adulaciones, de aquellas que por ser más orgullosas y de origen histórico creían desmerecer en su prestigio tratándose con las hijas del «librero Cortés».

Al salir éste de su vivienda se cruzaba con grupos de señoras que descendían de sus carruajes, yendo a engrosar la tertulia, reunida en tres vastos salones, cuyas sillerías, alfombras y cuadros eran un motivo de orgullo para la familia. Casi ninguna de las invitadas conocía personalmente al renombrado don Martín Cortés. Debían de tomarlo por un pobre hombre que salía de hablar con el poderoso Keller para proponerle un negocio o pedirle la correspondiente demora en el pago de una deuda.

¡Qué soledad la de su vida!... Sus tres hijas casadas le iban dando nietos, pues todas ellas unían a su elegancia y sus pretensiones aristocráticas esa fácil maternidad, propia de los países de escasa población todavía no llegados a su última fase constitutiva. Sentíase el abuelo igualmente solo en medio de este enjambre infantil, robusto, gritón e insolente. Educados en una libertad excesiva, eran tiranos de sus padres, alborotándolo todo con sus caprichos nunca corregidos. Tenían el vigor molesto de unos organismos sobradamente alimentados.

—En este país de carne abundante —decía Terneiro—, a los niños los destetan con bisteques.

Llegaban en algunas ocasiones los nietos de don Martín hasta los modestos dominios de éste, a través de corredores y salas, poniéndolo todo en revolución con sus gritos, persecuciones y golpes. Al encontrarle lo contemplaban asombrados, como si viesen a un desconocido. Otras veces adivinaba que era para ellos el señor de quien se había oído hablar con tono de cansancio, deseando verlo desaparecer.

Él también se reconocía sin ningún afecto hacia estos nietos, que le parecían de otro. Uno de ellos, más hablador, no huía de él. Don Martín acariciaba maquinalmente su cabeza de un rubio casi blanco. Era «un cachorro de alemán», como decía Terneiro al hablar de los nietos de su patrono. La escuela y el ambiente habían hecho de él un argentino. Jugaba con banderitas nacionales, cantaba himnos patrióticos, repetía dentro de su casa lo que le iban enseñando fuera de ella.

—Dime, tatica—preguntó un día a don Martín con burlona superioridad—. ¿Es verdad lo que dice mamá, que tú eres «gallego»?...

«Gallego» significaba «español». Los padres de estos niños le herían igualmente en sus afectos y aficiones. Dentro de la casa apenas quedaba rastro de los tiempos en que él dispuso su adorno, de acuerdo con doña Calixta. Sus hijas lo encontraban todo anticuado y de mal gusto. Sólo había merecido perdón el zaguán, estilo Alhambra, porque la viuda de un «doctor» ilustre, muy aficionada a los versos, lo declaró «de mucho carácter».

Goldmann arrojaba de la imprenta, con absurdos motivos, a los viejos trabajadores de la época de don Martín o a sus hijos, que éste protegía con afecto paternal. Keller hacía lo mismo en la librería, y el doctor Poza tomaba en presencia de su suegro una actitud protectora, como si viese en él a un antiguo servidor de su familia enriquecido por caprichos de la suerte, como si su abuelo, personaje político de quien nadie se acordaba, hubiese sido en otro tiempo el amo de don Martín.

A estas contrariedades morales se unía de cuando en cuando el dolor físico. Su enfermedad crónica de cálculos lo aplastaba de pronto bajo su pesadez torturante, le hacía lanzar rugidos de suplicio, exigiendo con urgencia una penosa operación quirúrgica. ¡Y cada vez se veía más solo!... Ya estaba cerca de los ochenta años. ¿Valía la pena el prolongar una existencia monótona, dolorosa, sin las satisfacciones que iluminan dulcemente otras vejeces?...

Este pesimismo le hacía concentrar toda su indignación sobre los que le rodeaban, hablando de ellos agresivamente.

—Yo les haré una—decía a Terneiro en sus tardes de mal humor—. Yo les haré una, ¡se lo prometo!

A solas en sus habitaciones, se enfurecía contra aquellas hijas olvidadas de él. Ya no tenía nada que entregarles.

Muchas noches llegaban hasta su oído ruidos de fiesta, procedentes del comedor y de los salones. Su familia daba un banquete; iban llegando a los postres nuevos invitados.

Le irritaban también los «tes» vespertinos, las reuniones benéficas de señoras para organizar fiestas de caridad. Y desdoblándose de un modo inverosímil, como si existiesen dos personalidades de Martín Cortés, una dolorosa y vencida, otra inmortal y vengadora, decía sombríamente:

—¡Yo les arrojaré un día mi cadáver en medio de sus fiestas!

V

Cuando creía haberlo dado todo, aún le sometieron a nuevos despojos. Sus hijas le arrebataron su pasado.

Don Martín, «producto de sus obras», como él decía, relataba con cierta vanidad su propia historia. Había nacido pobre, pero en la más extrema pobreza, conociendo durante su niñez el hambre, las noches de frío mordedor, la envidia sin esperanza ante las comodidades que rodean a otros desde su nacimiento; y, sin embargo, antes de llegar a la madurez de su vida «doblaba el cabo del millón», o lo que es lo mismo, había visto progresar su fortuna más allá de la mencionada cantidad que marca el principio de una verdadera riqueza. ¡Y todo lo hizo él solo!...

Mostraba un orgullo de artista al relatar a otros menos afortunados las miserias de su juventud, para que así resultase más visible el contraste con la prosperidad actual. No se avergonzaba de confesar su largo viaje a América, durmiendo sobre la cubierta de un velero, nutriéndose con ranchos de legumbres averiadas, teniendo que vender sus prendas de vestir a otros compañeros de emigración para proporcionarse con su producto el vaso de vino o la taza de café suplementaria, voluptuosidad suprema de todo el rebaño emigrante. Luego, el desembarque en lancha y en carreta, que se llevaba sus últimas monedas; la hospitalidad concedida como una limosna por humildes compatriotas durante sus primeras semanas en Buenos Aires; el trabajo manual de peón; la existencia común y las peleas con gente grosera; hasta que al fin conseguía abrirse camino como impresor.

Este pasado era a modo de una pesadilla para sus hijas. Una de ellas especialmente, la coquetuela esposa del «doctor», no podía transigir con la historia paternal. Consideraba preciso que fuese mentira, una invención jactanciosa de don Martín, deseoso de aumentar sus méritos. Tal vez lo había imaginado todo para molestia de sus hijas.

Podían sus hermanas admitir con resignado silencio dicho relato; sus maridos eran antiguos emigrantes; pero ella estaba casada con el nieto de un patricio argentino y quería igualarse con él, salir del estado de inferioridad en que la colocaban estos alardes democráticos... Y la vanidosa Corina inventó toda una historia, que las otras dos hermanas acogieron con entusiasmo, poniéndola en circulación entre sus amistades. ¡Iban transcurridos tantos años desde que su padre llegó al río de la Plata! Cortés era uno de los pocos supervivientes de aquella época, y quedó absorto al enterarse fragmentariamente de su propia historia, que nunca había conocido.

No le hacían sus hijas monarca, como el infortunado rey Lear, pero había sido en España el segundo de una nobilísima familia abundante en títulos de rancia historia, y por aventuras de su vida alegre, así como por haberse mezclado en empresas políticas, tuvo que escapar a América. La afición a la lectura le impulsó a convertirse en impresor. No podía escoger otro arte. En la antigua España era tan noblemente apreciado, que los reyes concedían a los impresores el uso de la espada, lo mismo que si fuesen caballeros.

Al resto de la historia era difícil añadirle nuevas desfiguraciones, por ser conocido en todo el país, pero las tres hermanas insistían sobre el origen de su padre. Cuantos parientes tenían aún en España ostentaban títulos de marqués o de conde. El apellido paternal les hacía aludir a Hernán Cortés, conquistador de Méjico, indudablemente un abuelo suyo. De querer don Martín, podía reivindicar numerosos títulos nobiliarios, repartiéndolos entre su familia; pero «el viejo» no daba importancia a tales cosas, y ellas, por su parte, eran muy argentinas, riendo igualmente de los honores del viejo mundo.

Se irritó el impresor al conocer su segunda historia.

—Me ponen en ridículo. ¿Para qué tantas mentiras?... Se avergüenzan de mi origen, después que les di cuanto llevo ganado con mi trabajo.

Acabó por aceptar irónicamente la filial invención, y cada vez que se tropezaba con una de las tres hijas, intentaba remedar un saludo de corte, diciendo ceremoniosamente:

—El conde don Martín Cortés presenta sus nobles respetos a la señora marquesa.

Mas este buen humor senil con que hacía frente a su destino, sólo de tarde en tarde encontraba ya ocasión para manifestarse. Aquella dolencia, tormento de su ancianidad, había vuelto a reaparecer. Los médicos le hablaban de una pronta operación. Dolores desgarrantes, repitiéndose todos los días —siempre que necesitaba satisfacer una necesidad corporal—, le recordaban la oportunidad de dicho consejo...

¡Y la tal operación habría que repetirla años adelante!... ¡Y así sería hasta el momento de su muerte!...

Nuevas contrariedades de orden doméstico vinieron a empeorar su situación.

La «dulce Cordelia» le declaró que en adelante no podría invitarlo a nuevos paseos. La había acometido, al fin, la más terrible enfermedad que sufren los mortales. Estaba enamorada.

Su padre no debía suponerle un vulgar deseo carnal, como el de las burguesas. Delia y Sergio, al juntarse, pensaban más en la futura felicidad de los desheredados que en la de ellos dos. Si no se iban a vivir juntos y esperaban el arreglo de los papeles del emigrado ruso para casarse oficialmente, era porque ella pensaba exigir a Keller la entrega de su fortuna, aquellas acciones que monopolizaba indebidamente. La causa del pueblo necesita siempre dinero.

Delia le presentó a su «camarada», mocetón rubio y blanco, como los otros injeridos en su familia, de rostro dulce y muy supeditado en apariencia a su compañera. El antiguo impresor lo miró, sin embargo, con cierta inquietud. ¡Aquella sonrisa de querubín terrorista!... ¡Aquellos ojos verdes, prontos a derramar lágrimas sobre las miserias de los humanos!... Además, llevaba melenas. Este yerno acabaría seguramente por arrojar bombas. Casi le gustaban más los otros.

Y dió por perdida a su última hija.

Atala, la mayor, fué a buscarlo una mañana en sus habitaciones para hacerle saber que no podía tolerar más tiempo en su casa a la vieja Gertrudis. Hablaba mal de ella y de sus hermanas; se había atrevido a dudar de la honradez de Keller y sus cuñados; describía a don Martín como si fuese una víctima de su familia, robado por todos y olvidado después.

—¡Una infamia!—clamó la majestuosa señora—. Una mentira de esa «gallega», a la que tú y mamá disteis siempre demasiadas libertades. ¿Qué te falta a ti?... ¿En que te molestamos?... ¿No haces lo que quieres?... ¿No trabajan tus hijos para continuar tu obra y que tú descanses?

El pobre rey Lear quedó mirándola fijamente y en silencio. Le temblaba la barba rizosa y blanca, cual si fuese a salir de sus profundidades, en forma de palabras, todo lo que llevaba pensando años y años. Luego, levantó los hombros y se limitó a decir enérgicamente:

—Si Gertrudis se va, yo me iré con ella.

VI

Un asunto más importante para toda la familia dejó en olvido momentáneo esta querella doméstica. El marido de Corina iba a llegar a la cumbre de su carrera política.

Aún existía algo más allá: ser ministro (esto era casi seguro), ser presidente de la República (¡quién sabe!), mas por lo pronto iba a verse elegido diputado, cargo que da acceso a las mayores alturas; no diputado de provincia, pues lo había sido ya varias veces; diputado nacional, de los que legislan bajo la enorme cúpula que encierra y corona el fondo de la avenida de Mayo.

Todos en la casa se preocuparon de dicha elección, menos don Martín. Al pasar éste, camino de sus habitaciones, ante una de las piezas en cuyo interior hablaban sus hijas del nuevo prestigio que tal acontecimiento iba a dar a la casa, el viejo murmuró con expresión vengativa:

—¡Farsantes!... ¡Yo os haré una!

Olvidó Keller un poco los asuntos sometidos a su gerencia para ayudar al cuñado. Había impreso tesis universitarias y tratados de Derecho internacional escritos por personajes que figuraban en la vida política. Conocía a muchos directores de periódicos. Explotó su calidad de gringo rico y simpático, al margen de todos los partidos, para aportar nuevos aliados al doctor Poza.

Aunque el triunfo de éste era esperado por los de casa como un suceso indudable, lo acogieron con grandes extremos de gozo. Todos los de la familia, a excepción de Delia, creyeron haber crecido en importancia.

Corina, la coquetuela, empezó a dar mayor gravedad a sus movimientos de mariposa, hablando con tono solemne a sus dos hermanas, como si empezase a protegerlas. Keller y su compatriota, el director de los talleres «Martín Cortés y Compañía», creyeron oportuno organizar una gran recepción en honor del nuevo diputado.

Esta fiesta debía ser por la tarde, en los salones de la casa, capaces de contener más de trescientos convidados; lo mejor de Buenos Aires.

Ninguno se preocupó de invitar a don Martín. Se habían acostumbrado a prescindir de él. Les inspiraba cierto miedo. ¡Quién sabe lo que puede decir de pronto un viejo casi ochentón y de mal carácter para escandalizar a las gentes! Atala se encargaría de invitarlo en el último momento, valiéndose de tales formas que el viejo «gallego» contestase negativamente.

A pesar de esta preterición, los organizadores de la fiesta se cuidaron de no olvidar ciertos detalles que recordasen el noble origen de la familia Cortés. Una orquesta de bandurrias y guitarras alternaría sus aires andaluces con otra orquesta de músicos italianos. Bailarían en el salón dos parejas de danzarinas españolas, cedidas a Keller por el empresario de un teatro. La graciosa Corina exigió además que invitasen a cierta cancionista de Madrid que le inspiraba entusiasmos casi amorosos.

En el fondo del edificio, donde estaba el gran salón de billar, instalarían una mesa enorme, con más de una docena de criados para servir todos los vinos, dulces y fiambres comprendidos bajo el título de «té». En las habitaciones inmediatas podrían conversar, fumando sus cigarros, los hombres políticos, los periodistas importantes, los diputados y senadores, después de estrechar efusivamente la mano a su nuevo colega.

Keller, siempre batallador y duro para defender el dinero, quiso gastar miles de pesos en dicha fiesta. ¿Quién sabe si se forjaría en ella el triunfo final y glorioso de su cuñado y de toda la casa?...

Cuando llegó el día esperado, Atala entró a media mañana en las habitaciones de don Martín. Venía con falsa modestia a preguntarle si los suyos tendrían el gusto de verlo en la reunión.

El padre no contestó. Otras preocupaciones llenaban su pensamiento. Además, se movía nerviosamente en el sofá, como atenaceado por sordo dolor.

—Gertrudis acaba de anunciarme que se marcha—dijo al fin—. La habéis tomado pasaje en el primer vapor que sale para España. Tu marido le promete una pensión para que viva en su pueblo con sus sobrinos y otros parientes. La habéis «trabajado», despertando en ella un amor repentino por una familia que no conoce y tenía olvidada... Todo para que yo viva más aislado, para tenerme sometido a vuestra conveniencia. Cualquier día hasta negaréis la entrada al pobre Terneiro en esta casa que hice yo. Con razón se resiste Pepe a poner el pie más allá de la puerta. ¡Márchate!... No quiero veros, ni a vosotros ni a ese parlanchín que celebráis como si fuese un gran hombre... Ya no os inspiro respeto..., pero os equivocáis creyéndome vencido. ¡Yo os haré una! ¡Te lo juro!

Después de contestar con hipócritas protestas, Atala abandonó al viejo.

Tenía mucho que hacer; la preocupaban los preparativos de la fiesta. Además, ¡había oído tantas veces esta amenaza vaga de su padre!... Después de dicha entrevista sintió la misma alegría del que ha salido de un paso difícil. Ya estaba enterado don Martín del viaje de Gertrudis; ya había ocurrido la explicación que le inspiraba tanto miedo.

Al anochecer, la Policia de a caballo trotó frente a la casa de los Cortés para poner en línea numerosos vehículos, luego que descargaban éstos ante la puerta sus lujosos ocupantes. Los agentes de a pie mantenían expedita la acera para que los curiosos no cerrasen el paso a tanta dama vestida con elegancia y a sus acompañantes, algunos de ellos personajes célebres, cuyos nombres eran repetidos en voz baja por los transeúntes y provocaban saludos militares de los guardadores del orden.

El zumbido de los diversos diálogos pareció tender un cortinaje ensordecedor ante los bullangueros pasodobles de las guitarras o las romanzas melancólicas de los violines. Un cuádruple repique de castañuelas hizo correr a los invitados, formando apretado círculo en el más grande de los salones. Una voz bravía y fresca resonó luego en otra habitación inmediata. El ambiente parecía espesarse, bajo los racimos de luces, con el hálito de las carnes perfumadas que empezaban a transpirar, con los olores dulzones del té, de los vinos espumosos, de los emparedados y los pasteles.

Atala, Zulema y Corina, reunidas en grupo por la solidaridad del triunfo, recibían emocionadas las felicitaciones de los amigos. Goldmann, hombre de pocas palabras, se limitaba a seguir, como un escudero, al doctor Poza, su ilustre cuñado. Keller se movía aparte, buscando saludos y manos que estrechar, lo mismo que un autor orgulloso de su obra. Todos se hacían lenguas de la fiesta.

De pronto, la esposa de Keller se despegó de sus hermanas al ver que su doncella predilecta, una mocetona germánica, le hacía señas apresuradamente entre las dos hojas de un cortinaje.

—Venga en seguida, señora... ¡Una desgracia enorme!

Guiada por ella trotó hacia las habitaciones de su padre. Presentía lo ocurrido antes de que la doncella hubiese acabado sus explicaciones, entrecortadas por el balbuceo de la emoción. Creía escuchar otra vez la voz de don Martín: «¡Yo os haré una! ¡Te lo juro!»

La doméstica alemana había oído algo así como un chasquido de látigo en las habitaciones del señor. A los pocos segundos, unos lamentos desesperados de la vieja Gertrudis la hacían correr hacia dicho lugar. El señor estaba de espaldas en el suelo, con los brazos abiertos, un agujero en la frente, una máscara roja sobre el rostro.

Así lo vió también Atala al entrar en aquella habitación donde horas antes había escuchado la voz colérica de su padre. Aún conservaba las últimas tibiezas del calor vital. Su fúnebre inmovilidad se alteraba de tarde en tarde con estremecimientos espasmódicos.

—¡Ay mi pobre amo!... ¡Ay mi don Martín!—gemía la vieja española.

Su cabellera entrecana se había esparcido bajo los tirones de unos dedos crispados que arañaban el cráneo para expresar mejor su desesperación de plañidera. Se había arrodillado junto al moribundo, manchándose cara y manos con su sangre.

En medio de su estupefacción, la señora de Keller se sintió irritada por este dolor clamoroso e insistente como un aullido.

—¡Que se lleven a esa mujer!

Pero nadie se preocupó de obedecerla. Su doncella no la escuchaba, absorta en la contemplación del muerto. Tres mujeres más, venidas de la cocina, se agrupaban en la puerta, mirando con igual asombro el cuerpo caído.

Rompió la señora de pronto este obstáculo para correr hacia los salones. Una instintiva precaución la impulsó a recogerse la parte baja de su falda, examinándola con nerviosa rapidez. «Nada.» La seda de color violeta no había recibido ninguna mancha de aquel líquido rojo que se extendía por el piso de la habitación paternal después de salpicar las paredes.

Levantó un cortinaje y volvió a entrar en sus salones, apretando los labios, arqueando la nariz, con una tirantez en todo el rostro que pretendía ocultar su emoción.

Habló en voz baja a sus hermanas, y éstas parpadearon, llevándose el abanico al rostro, lo mismo que cuando reían. Ninguna de ellas, atolondrada por la sorpresa, supo qué decir.

Corrió Atala en busca de su marido, y ambos fueron luego hacia donde estaba el doctor Poza. La noticia sólo arrancó al alemán una exclamación de contrariedad.

Los dos cuñados, tras breve silencio, cruzaron una mirada semejante a la de los caudillos que improvisan una nueva acción, rápidamente, después de la primera sorpresa. Keller admiró al doctor. ¡Qué hombre! Era tan sereno como él.

—¡Que encierren en seguida a la «gallega»!—dijo el esposo de Corina—. ¡Que nadie la oiga! Hay que evitar perturbaciones que desluzcan nuestra fiesta, pues los invitados piensan seguir bailando lo menos hasta las siete... En cuanto a don Martín, no debe morir hasta mañana, y morirá buenamente de su dolencia crónica, que todos conocen... Yo lo arreglaré todo.


Publicado el 11 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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