I
Al llegar a una cumbre rematada por enorme cruz de piedra, los viajeros que dos horas antes habían abandonado el tren para apretarse en el interior de una diligencia, veían de pronto todo el valle, y en su centro la ciudad.
Enfrente se elevaban los Pirineos como los diversos términos de una decoración de teatro: primeramente montañas rojizas o amarillas en progresión ascendente, lo mismo que peldaños de escalera; luego, otras que iban tomando una tonalidad azul, a causa de la distancia, y por encima las últimas, enteramente blancas, de una blancura que las hacía confundirse con las nubes, conservando hasta en los meses de verano los casquetes de nieve de sus cimas con flecos de hielo abrillantados por el sol.
Senderos pedregosos, frecuentados únicamente por comerciantes de mulas y contrabandistas, ponían en precaria comunicación este valle pirenaico de España con Francia, invisible al otro lado de la cordillera. Los carabineros llevaban una existencia de hombres prehistóricos en las anfractuosidades de unas montañas barridas en invierno por el huracán y la nieve.
En lo más hondo del valle, fértil y abrigado, se extendía la parda ciudad junto a un río de aguas frígidas procedentes de los deshielos. Sus techumbres, cubiertas de vegetación parásita, eran a modo de pequeñas selvas en pendiente, donde los gatos podían entregarse a interminables partidas de caza o se desperezaban bajo el sol. Las tejas curvas tenían una costra de moho vegetal. Los muros estaban agrietados, y rara era la fachada que no aparecía sostenida por «eses» de hierro, llamadas anclas en arquitectura.
Era más vieja que antigua. De las casas de piedra construidas en otros siglos—cuando los españoles de religión cristiana refugiados en el norte de la Península iban tomándoles lentamente la tierra a los españoles musulmanes—sólo quedaban vestigios dispersos. Los ricos del país habían reemplazado sus antiguas viviendas con otras más endebles y feas, al gusto de su época.
Después de las obras realizadas a principios del siglo XIX, la ciudad no había conocido otras reformas. El único edificio de ladrillos rojos, cuya flamancia revelaba un origen reciente, era cierta construcción de tres alas, situada en sus afueras, que parecía dominar con su enorme tamaño al resto del caserío. Los recién llegados discutían sobre su utilidad. Unos, la creían gran fábrica, cuyo funcionamiento estaba asegurado por algún producto especial del país; otros, a causa de sus numerosas ventanas y grandes patios anexos, la diputaban cuartel, teniendo en cuenta la próxima frontera. Sólo al entrar en la ciudad se enteraban de que era el Seminario. Las devotas ricas del país habían dedicado gran parte de sus testamentos a la erección de esta obra enorme, motivo ahora de orgullo para sus chasqueados herederos.
La catedral, construida en el siglo XI, y el Seminario, con aspecto de cuartel moderno, se elevaban soberbiamente sobre las techumbres oscuras de la ciudad. Como las murallas de ésta habían sido demolidas después de la última guerra carlista, para que no pudiesen servir de refugio a nuevas insurrecciones en favor del pasado, las casas se iban esparciendo por los campos, a lo largo del río.
No había dentro de ella autoridad superior a la del obispo. El gobernador de la provincia vivía en la cercana capital, urbe moderna con estación de ferrocarril, casinos de recreo, un teatro, media docena de fábricas y un vecindario abundante en obreros, pronto a acoger todas las ideas liberales y pecaminosas. Esta ciudad del valle pirenaico se enorgullecía de ser una antítesis de la cabeza de la provincia. Los pobres trabajaban en las viñas. No existían en ella otros obreros que los que laboraban en sus casas para las necesidades del vecindario. Su única autoridad laica, el alcalde, visitaba todas las semanas al obispo para conocer su modo de pensar en los asuntos públicos a no incurrir en equivocaciones. Un viejo coronel, gobernador militar de esta antigua plaza fuerte privada de fortificaciones, era también asiduo visitante del verdadero señor de la ciudad.
Se hacían lenguas las buenas gentes de los muebles que adornaban el palacio episcopal. Uno de los últimos prelados—llamado «modernista» por sus diocesanos a causa de sus gustos—había renovado los viejos salones con sillerías vistosas traídas de Barcelona y Madrid. Igualmente había atropellado la majestad sombría de la catedral colocando en sus altares imágenes azules y rosadas, con grandes chorreones de oro, adquiridas en París cerca de la iglesia de San Sulpicio.
Mas la primitiva belleza de este templo, patinada por más de ocho siglos de adoración, era tan intensa que seguía existiendo no obstante tales profanaciones.
Las calles de la ciudad inspiraban mayor interés al viajero que sus edificios. Exceptuando la principal, donde estaban las tiendas, todas las otras ofrecían casi el mismo aspecto que en remotos siglos. Las más de las casas avanzaban los pisos superiores sobre la calle, sostenidos por una sucesión de arcos bajo los cuales se mantenía el piso inferior en una penumbra de bodega. Las arcadas se apoyaban en pilastras de mampostería, descascaradas por los años, o columnas de piedra oscura, restos de antiguos edificios, en cuyos capiteles se adivinaban ángeles bizantinos de rígidas túnicas, o cabezotas de santos con las narices roídas.
De todos los pisos bajos se escapaba un olor a cuadra y de vino en fermentación. Las calles populares tenían en su parte céntrica una capa de estiércol putrefacto caído de los carros, y de estiércol fresco recién expelido por las caballerías. En horas meridianas dicha inmundicia brillaba bajo el oro solar, entre una doble faja de sombra proyectada por las casas. El paso de una carreta o de bestias con carga hacía elevarse del suelo nubes espesas de moscas.
Esta urbe fronteriza había sido agraciada por el Gobierno de Madrid con un regalo, motivo unas veces de regocijos públicos, y otras de sordas cóleras. Un batallón de Cazadores la guarnecía. Los oficiales, aburridos hasta el enervamiento por la calma y las rutinas de esta ciudad episcopal, acababan por atreverse a las mayores diabluras, escandalizando a su vecindario. Algunos vivían en pecado cohabitando con mujeres casadas o solteras de la clase popular. Otros, ganosos de incurrir en iguales abominaciones, perseguían a las muchachas de buen ver que trabajaban para las tiendas. La monotonía de esta guarnición sin objeto junto a una frontera casi infranqueable los impulsaba a divertirse con jugarretas infantiles.
Uno de los adornos más famosos de la calle Mayor había sido cierta guitarra gigantesca colgando como enseña sobre la puerta de un guitarrero.
Cuando los campesinos venían a la ciudad en días de mercado, quedaban absortos ante el enorme instrumento. Varios tenientes, subiéndose en hombros unos de otros, depositaban una noche varios petardos en su interior, haciéndola estallar. ¡Jamás bomba de terroristas originó tan interminables comentarios como esta inocente explosión!... Las audacias amorosas de los oficiales también provocaban conflictos entre guerreros y civiles. El obispo se quejaba a los señores de Madrid enumerando las perturbaciones y escándalos con que alteraban los militares la tranquilidad de su diócesis, y el Gobierno, para evitar nuevos conflictos, acabó por trasladar el batallón a la capital de la provincia.
A los pocos meses todos los comerciantes de la calle Mayor, que se daban a sí mismos el título de «fuerzas vivas del país», visitaban a Su Ilustrísima para pedirle que trajese de nuevo al batallón. La ciudad estaba próxima a la ruina. Los que no tenían viñas iban a morir de hambre. El comercio no marchaba; cada vez eran menos los negocios; había que perdonar la ligereza juvenil de aquellos calaveras simpáticos a cambio de las ganancias que proporcionaba la manutención de sus hombres.
Nuevas cartas del influyente personaje a Madrid, y al fin, una tarde corría el vecindario a las afueras de la ciudad para presenciar la entrada del batallón, carretera abajo, con la bandera entre bayonetas, llevando al frente su charanga, que iba despertando con bélicos pasodobles las calles adormecidas.
El momento más importante de la existencia diaria era el anochecer, cuando paseaban por la mencionada calle las familias de los ricos, los oficiales y los jóvenes de buena casa. Esta calle se modernizaba lentamente bajo la influencia de un progreso lejanísimo, sólo comparable con las últimas y débiles ondulaciones de los círculos acuáticos. Las tiendas ensanchaban sus puertas e instalaban nuevos escaparates, iluminados al cerrar la noche. Sus dueños querían rivalizar con los comerciantes de la capital de la provincia. Hasta ciertos forasteros habían establecido un bar con piano mecánico y camareras de mejillas pintarrajeadas. Las señoras aceleraban ostentosamente su marcha al pasar junto a él, y si la puerta de vidrios se hallaba entreabierta, las más audaces torcían la mirada para atisbar con el rabillo de un ojo su extraordinario misterio, viendo solamente grupos de hombres erguidos ante el mostrador, envueltos en humo de cigarro.
La ciudad tenía alumbrado eléctrico. El obispo, que amuebló el palacio como una antesala de dentista y llenó la catedral de imágenes dulzonas, había protegido la explotación de una caída de agua en los Pirineos. La luz, barata y abundante, llegaba hasta callejones sin casas que sólo tenían como límite musgosos tapiales. La población había saltado de la tea a la electricidad, sin conocer el gas ni el petróleo. Todavía quedaban en las esquinas de algunos edificios cestos de hierro al extremo de un brazo horizontal, en los cuales se habían depositado antaño pequeñas hogueras de leños resinosos para que iluminasen durante un par de horas la noche naciente.
Su frescura veraniega, las aguas de sus montañas inmediatas y ciertos bosques de pinos en lastimosa decadencia, atraían algunas veces a familias del interior. Ninguna de ellas repetía su viaje al otro año. «El país, muy hermoso; pero la gente...» Varios forasteros habían intentado establecer hoteles, «cinemas», un teatro; pero tales negocios fracasaban en seguida por obra de las personas de la ciudad. Sentíanse las nuevas Empresas empujadas por una fuerza oculta que torcía sus gestiones, obligándolas finalmente a huir. Señoras ricas compraban los edificios en que se hallaban instaladas estas novedades peligrosas. Varones respetables y juiciosos—algunos de ellos con sotana—hablaban bondadosamente a los innovadores para consolarlos de su ruina.
—En esta ciudad la gente desea vivir a la antigua. Teme, tal vez con razón, que muchas de estas cosas modernas traigan con ellas el pecado.
Al visitar el rey de España esta provincia pirenaica había pasado dos días en el palacio episcopal, disfrutando los derroches y magnificencias arcaicas de un obispo que vivía como un príncipe feudatario. Los grandes de la tierra no necesitaban que la ciudad tuviese hoteles. Todo personaje que en sus andanzas llegaba a este rincón montañoso podía contar con el alojamiento en la vivienda del prelado.
Tales visitas servían para aumentar el prestigio del verdadero soberano de la ciudad. No había en ella quien viese límites a su poder. ¿Cómo atreverse a ir contra tan influyente personaje?... El gobernador de la provincia le temía, y uno de sus primeros actos, al tomar posesión del cargo, era venir a ponerse a las órdenes de Su Ilustrísima. Lo admiraban todos como un varón omnipotente, en continuo trato con los gobernantes del Cielo y respetado igualmente por los señores de la Tierra. Su ciudad y el valle circundante les parecían estrechos para su grandeza.
Y cuando intentaban mencionar la persona que venía detrás de él por orden de importancia, nadie vacilaba en su designación, aunque estableciendo entre ambos una diferencia considerable.
Después del obispo, la persona más ilustre de la ciudad era doña Eulalia la baronesa.
II
Todos la llamaban «baronesa». Era una costumbre. Los jóvenes, habiéndola oído nombrar desde su infancia con este título, lo consideraban tan indiscutible como la dignidad episcopal de Su Ilustrísima. Los viejos conocían la existencia en Madrid de otra baronesa de Cuadros, cuñada de doña Eulalia, pero no daban importancia a tal duplicidad. La verdadera baronesa era la suya.
Cuadros, pequeña aldea al pie de los Pirineos, dió su nombre a la baronía con que fué agraciado un propietario del valle, jefe de partida que había hecho la guerra contra los franceses napoleónicos en 1808, y quince años después, como guerrillero «apostólico», acompañó a los franceses del duque de Angulema y de Luis XVIII, cuando vinieron a restaurar la monarquía absoluta de Fernando VII. Fué este rey quien dió el título de barón de Cuadros al guerrero montaraz, hombre bueno a su modo y de limitados alcances mentales, convencido de que España aún podía ser grande otra vez si restablecía la Inquisición, repeliendo el liberalismo y otras invenciones de los herejes extranjeros.
Sus descendientes, establecidos en la ciudad, no tuvieron otra preocupación que mantener el lustre de dicho título nobiliario. Doña Eulalia, desde sus primeros años, veneró dos cosas: la gloria de su bisabuelo, gran capitán, según ella, de milagrosas hazañas—a pesar de que nunca había mandado más allá de doscientos hombres—, y el título de barón, que hacía de su propio padre un ser excepcional, un jerarca después del obispo. Creció oyéndose llamar por todos «baronesa». Su hermano contrajo matrimonio luego de heredar el título por muerte de su padre, y fué el primer barón de Cuadros que abandonó la ciudad, trasladándose a Madrid. Tal ausencia sirvió para que la gente pudiese seguir llamándola lo mismo que en su primera juventud.
Doña Eulalia se casó con un rico del país de apellido oscuro. La influencia democrática de los tiempos la impuso este sacrificio. Su hermano se había llevado con el título casi todos los bienes de la familia, dedicados por tradición al mayor brillo de su baronía. Gracias a dicho matrimonio fué rica a su vez, pero sufriendo la oculta amargura de saber que existía una baronesa de Cuadros auténtica, y ella sólo lo era en su ciudad por aquiescencia general, sin título alguno.
Deseosa de adquirir nuevas distinciones, ordenó a su marido que interviniese en la política de la provincia, no descansando hasta que lo eligieron diputado. Pero hombre sensual, de aficiones groseras, sólo vió en dicho cargo un pretexto para vivir en Madrid, mientras su esposa permanecía en la ciudad atendiendo a la administración de sus bienes. Además, doña Eulalia no deseaba encontrarse con su cuñada, que era para ella una «usurpadora».
Solamente al morir el diputado pudo darse cuenta de cuál había sido su verdadera existencia. Tuvo que pagar deudas enormes; quemó, escandalizada, muchas cartas de mujeres que contenían confidencias infames—algunas de ellas incomprensibles para doña Eulalia—, y desde entonces extremó su austeridad devota, abominando de la vida moderna y sus impurezas, de las grandes capitales y sus placeres demoníacos, para concentrar toda su historia futura en la ciudad natal y el valle circundante, donde tenía sus mejores propiedades.
Además, aquí era «la baronesa». Las envidiosas, al intentar explicarse su influencia y el general respeto que infundía su nombre, no acertaban a encontrar el motivo. El verdadero título lo poseía su hermano mayor, y el hecho de haber sido su esposo varias veces diputado tampoco justificaba tal celebridad. Otros señores de la provincia habían obtenido igualmente dicho cargo gracias a unas elecciones que se realizaban sin oposición, designando el Gobierno, desde Madrid, de acuerdo con el obispo, quién debía ser diputado... Y, sin embargo, la baronesa figuraba como el personaje más importante fuera del palacio episcopal.
Rehuía con modestia el cargo de presidenta ofrecido por las asociaciones religiosas. Luego todas ellas aceptaban la persona que doña Eulalia quería designar. Hasta el alcalde y los señores del Ayuntamiento venían a consultarla sobre ciertas reformas proyectadas durante años y años, como persona de gran experiencia y prudente consejo.
Muchos comentaban admirativamente su parquedad verbal. El silencio con que acogía las consultas era apreciado como reflejo de una vida interior, de profundas meditaciones. Su gesto severo tenía una gravedad protectora. «Es de mucho carácter», afirmaban las gentes. Y con tales palabras creían haber justificado su respeto.
Cerca de la catedral se alzaba la casa de los barones de Cuadros, única finca de la herencia paterna que ella había exigido. Este caserón de fachada pretenciosa, construido con honores de palacio, mostraba cerradas casi siempre puertas y ventanas, como si estuviese deshabitado. Detrás se extendía el jardín.
Las tapias de éste, con festones de plantas trepadoras, servían de límite a una callejuela en pendiente que iba hasta la catedral y por ella pasaban los canónigos a las horas de coro. Empedrada de guijarros azules y resbaladizos, formaba varios rellanos. Pétalos de jazmín la cubrían algunas veces como nieve perfumada. En otras ocasiones la alfombra floral era de rosas deshechas. El profundo silencio de este callejón desierto parecía agrandar la canturria de los pájaros albergados en el jardín. Los árboles subían apretadamente en busca del sol. La hiedra se enroscaba en sus troncos hasta invadir las copas.
Algunas tardes los escasos transeúntes veían levantarse ante sus pisadas, exageradas por el eco, una punta de cortina en alguna de las ventanas con los vidrios siempre cerrados. Una cabecita con la cabellera en lustrosos bandos, rostro de aniñadas facciones, palidez mate y ojos negros de pueril expresión se mostraba por breves instantes detrás de los cristales. Todos la conocían. Era la señorita Marina, hija única de la baronesa.
Doña Eulalia, según declaración de los hombres ya maduros que fueron jóvenes al mismo tiempo que ella, había poseído una belleza «distinguida».
Esto, en realidad, quería decir que no la tenían por fea, aunque sus encantos pareciesen endurecidos por un gesto frecuente de altivez. Su hija había heredado esta belleza morena, reveladora del origen campesino de la familia, pero más afinada y débil, con una expresión humilde y tímida en miradas y palabras.
El nombre de Marina se lo había dado su padre. Doña Eulalia prefería otros más clásicos del santoral, pero éste lo toleró al principio como un capricho de su esposo, aficionado a lecturas novelescas e historias desarrolladas sobre las tablas de los teatros. Muchos años después, al descubrir sus traiciones conyugales, tuvo la certeza de que había impuesto a su hija el mismo nombre de una de aquellas hembras de diabólico estilo epistolar. Lo aceptó por haberlo consagrado para siempre la Santa Madre Iglesia, pero algunas veces le era penoso repetirlo, a causa de los recuerdos nefandos que evocaba en su memoria.
Meses y años se deslizaron para ella lo mismo que la mansa y continua ondulación de un río tranquilo, limpio de obstáculos. Marina fué creciendo hasta convertirse en una mujer. Pasada su pubertad, ya no se dió cuenta doña Eulalia de las transformaciones de su hija. La encontraba siempre igual, como una repetición de su propia existencia. Era motivo de orgullo para ella verla tan obediente, tan modosita y falta de voluntad; un modelo de hija cristiana, sometida por entero a la dirección de su madre.
Es cierto que le habría sido difícil a la joven vivir tranquilamente haciendo otra cosa. El difunto esposo de doña Eulalia había comparado a ésta con uno de esos árboles avasalladores que absorben por entero el zumo de la tierra que los rodea e impiden el crecimiento de todo lo que existe cerca de ellos.
Los vecinos inmediatos a la catedral veían todas las mañanas a la madre y a la hija con la mantilla sobre los ojos, camino del templo, donde pasaban dos o tres horas. Nunca le faltaba quehacer a doña Eulalia en su interior. Unas veces tenia que confesar y comulgar; en otros días era misa cantada con sermón. Además, siempre encontraba canónigos o beneficiados cerca de la sacristía, entablando conversación con ellos bajo la luz de un rayo de sol que entraba oblicuamente por las vidrieras de colores, extendiendo sobre el pavimento, blanco y negro, o sobre una antigua losa sepulcral, pequeños jardines palpitantes de flores sin cuerpo.
En las últimas horas de la tarde la baronesa y su hija abandonaban la mantilla, tocado devoto que las había nivelado democráticamente con las demás oyentes de oficios divinos. Ahora llevaban sombreros negros y discretos, signo de aristocracia que sólo se atrevían a usar en la ciudad muy contadas señoras. Estos sombreros, muchas veces de confección casera, eran tan pesados y sombríos que Marina permitía aligerar el suyo con la nota alegre de algunas flores artificiales. A las muchachas que trabajaban para las tiendas de la calle Mayor e iban siempre con la cabeza descubierta les parecía dicho tocado el resumen de toda una existencia, el final glorioso de una mujer triunfadora.
Otro testimonio de majestad de la baronesa era su carruaje, berlina chillona a causa de su vetustez, tirada por un caballo único, y en cuyo pescante iba como un cochero el mismo viejo que por la mañana cuidaba el jardín. Se asomaban los vecinos a puertas y ventanas al oír el estrépito de sus ruedas cortando el vespertino silencio. Su paso marcaba exactamente la hora que sigue a la siesta, cuando empiezan las casas los preparativos del chocolate.
Todos sabían que este vehículo sólo podía ser de doña Eulalia. En el barrio no había otro y en toda la ciudad no llegaban a una docena los carruajes particulares. Pero aun así, necesitaban asomarse para tener el convencimiento de que no se habían equivocado y decir luego a los demás de la familia: «Son la baronesa y su hija, que van a alguna de sus propiedades.»
El paseo lo daban por una carretera que, al llegar al pie de los Pirineos, se cortaba bruscamente. Al otro lado de la cordillera había construido Francia un camino igual, pero transcurrían los años sin que se uniesen los dos extremos. Las susceptibilidades de una vigilancia militar inexplicable y, sobre todo, el tradicionalismo, mantenían en suspenso esta obra necesaria.
La baronesa consideraba digna de elogio tal solución de continuidad en el camino que le servía de paseo las más de las tardes. Su imaginación había poblado la tierra existente al otro lado de las montañas con los más espantables monstruos. Cuando encontraba en la ciudad algunos mercaderes vagabundos o compradores de ganado precedentes de Francia—gentes rudas y sin letras—, los miraba hostilmente, como si trajesen en los fardos de sus mulas todo un cargamento de impiedades. Eran del país de la Revolución, de la tierra de Voltaire y de Renán, dos seres diabólicos de los que había oído hablar muchas veces en los sermones, desalmados de una misma época, que negaban a Dios y tal vez habían votado la muerte de la reina María Antonieta. ¡Bien estaba el camino así!
Pasaba la tarde en alguna de sus fincas, hablando a sus labriegos con tono protector, mostrándose pródiga en limosnas. Las pobres gentes del campo y la ciudad alababan su espíritu caritativo. Doña Eulalia tenía una noción clara y rígida de sus deberes. Los de arriba deben proteger a los de abajo, pero dignamente, sin familiaridad, guardando las distancias. Y los de abajo deben agradecer estas generosidades, a las que no tienen ningún derecho, porque son voluntarias, y el que da limosna lo hace por bondad de alma, no porque tenga obligación.
Como resultado de sus cristianas larguezas, un joven que tenía cuatro o cinco años más que Marina estaba instalado en la casa de los barones de Cuadros, ocupando una situación intermedia entre la domesticidad y el trato íntimo con la aristocrática familia.
Era hijo de un labriego del valle que había hecho oficio de administrador de doña Eulalia en alguno de sus viñedos. Al morir, tomó la baronesa bajo su protección al pequeño Sebastián, como ella podía hacerlo. Lo llevó a su casa para que ayudase al jardinero. Al poco tiempo, dándose cuenta de su ingenio natural y su afición a los libros, vió en él a un futuro sacerdote.
Acababa de inaugurarse el Seminario, y el edificio resultaba muy superior en dimensiones al número de estudiantes. ¡Signo impío de los tiempos! Cada vez eran menos los que sentían vocación por el sacerdocio. Doña Eulalia envió un seminarista más a la nueva Universidad eclesiástica, pero al poco tiempo hubo de convencerse de que su iniciativa resultaba inútil. De los sabios maestros del Seminario sólo quería aprender el muchacho lo que tenía relación más o menos lejana con la literatura y las artes. Hasta le atribuyó un alma de pagano viendo la sensualidad con que admiraba los árboles, las flores, los cantos de los pájaros, las voluptuosidades de la música.
Le sorprendió repetidas veces en el jardín leyendo libros profanos, novelas poco edificantes que, según propia confesión, le proporcionaba cierto barbero de la calle Mayor, único vecino de la ciudad que se atrevía a hacer gala de ideas liberales, encargándose de la venta de periódicos y libros venidos de Madrid. Este hereje se permitía además, con unos cuantos forasteros, parroquianos suyos, discutir la conducta del obispo y dudar de su importancia en la Tierra entera.
Retiró doña Eulalia su apoyo a Sebastián al convencerse de que no quería ser sacerdote, volviendo a su condición de criado. Menos aún: fué un huérfano, recogido por caridad, que no ganaba la comida y los vestidos dados por su bienhechora. Él, por su parte, parecía acoger pasivamente esta decadencia, limitándose a prestar ayuda al jardinero, a la cocinera, a todos los de la casa que exigían sus oficios de suplente, bueno para todo.
Su único consuelo era afirmar que pronto abandonaría la ciudad, lanzándose a correr el mundo. Tal vez esperase hasta cumplir su servicio militar; también podría ser que partiese antes para América, como otros jóvenes del país, sin preocuparse de que lo declarasen prófugo.
Siempre que le era posible, escapaba de la casa para pasar horas enteras oyendo lo que conversaba el grupo de locuaces fumadores instalado permanentemente en la barbería de la calle Mayor. Allí se instruía con más deleite que en las aulas del Seminario.
Otra de sus diversiones era hablar con la señorita Marina. Continuaba entre los dos la misma confianza de su niñez. Recordaban sus juegos en el jardín, cuando Sebastián, por ser mayor y más fuerte, le servía de caballo, llevándola a cuestas con ruidoso trote entre las platabandas floridas, plegándose a otros caprichos de esta amiga que tenía conciencia de su alcurnia superior.
Ya no se permitía con ella el tuteo infantil. La llamaba señorita y empleaba el «usted» al hablarla, por exigencia de la baronesa, ansiosa de restablecer entre ambos la necesaria diferencia soicial. Pero el jardinero y Fermina, la criada más vieja de la casa, habían sorprendido entre los dos jóvenes sonrisas de confiada fraternidad. Sus ojos se miraban como si guardasen un mutuo secreto. Además, el muchacho entregaba algunas veces a la hija de la baronesa papeles y libros, haciéndola partícipe de sus lecturas profanas.
Marina parecía ocultar una personalidad doble. Lejos de doña Eulalia, sus ojos se animaban con un brillo inteligente. No miraba ya al suelo, ni su sonrisa era maquinal, expresando únicamente humildad y timidez.
Un personaje importante frecuentaba el caserío de la baronesa en las horas crepusculares y las primeras de la noche. Era don Pablo, canónigo con categoría de «dignidad», que representaba en esta urbe eclesiástica la gloria de las letras. Doña Eulalia solicitaba sus consejos, por lo mismo que estaba convencida de que, en todo lo que no tocase a sus particulares aficiones, mostraría indefectiblemente la misma opinión que ella. Todos consideraban a este varón de alegre vejez, con la cabeza sonrosada y blanca y unas gafas de montura dorada sobre sus ojos infantilmente maliciosos, como un gran sabio, honor de la ciudad.
Dedicado a los estudios históricos, hacía girar su dinamismo literario en torno a un hecho ocurrido dos mil años antes, al que concedía universal importancia. Uno de los más modestos lugartenientes de Julio Cesar había batido a otro no menos oscuro oficial de Pompeyo en este valle pirenaico. Los eruditos de la capital de la provincia juraban que la batalla se había desarrollado en las inmediaciones de su ciudad, y tal divergencia geográfica venía envenenando los días de estos irreconciliables enemigos, separados por unos cuantos kilómetros.
Don Pablo se reconocía con espanto un alma de asesino al hablar de los que sostenían en la ciudad próxima una opinión contraria a la suya. Este hombre bondadoso, después de una meditación de medio año, tomaba la pluma para herir con toda clase de malicias frailunas a sus contendientes, y ellos le contestaban con igual acidez en cualquier periódico de la región, luego de un plazo no menos largo.
Fuera de lo que se refiriese a la tal pelea entre romanos, el canónigo mestraba un optimismo y una bondad lindantes casi con la herejía. Los pecados humanos despertaban en su animo más asombro que indignación.
—Yo creo en el infierno—decía—. Es mi deber, así lo ordena la Santa Madre Iglesia. Pero tal vez el Señor nos guarda la gran sorpresa de que el infierno no existe. ¡Dios es tan bueno!... Los hombres son como los niños: necesitan que los asusten con fantasmas y vestiglos para no hacer mayores diabluras.
III
Varios días transcurrieron sin que los empleados humildes de la catedral pudiesen saludar a la baronesa. Su ausencia les hizo creer que estaba enferma, pero los habitantes del noble caserón la veían a todas horas yendo de un lado a otro, y escuchaban sus portazos o sus palabras vibrantes de cólera, tan distintas a las mesuradas y graves que solía usar en su conversación ordinaria.
Fermina, vieja doméstica de toda confianza, que la conocía desde su niñez, mostraba igualmente una preocupación extraordinaria, pero se mantenía silenciosa o, cuando más, exteriorizaba su angustia con largos gemidos y miradas al cielo.
Sebastián fué llamado a comparecer ante la baronesa en el gran salón de la casa, presidido por un retrato al óleo del primer barón de Cuadros, en el que aparecía el guerrero «apostólico» con una corbata negra hasta la barbilla y un cuello bordado de general ocultando los lóbulos de sus orejas. A pesar de que el joven era el único en la casa que hacia gala de no temer a la señora, sintió un estremecimiento en sus piernas al verse frente a ella.
Su rostro ceñudo parecía haberse prolongado en un sentido vertical. Tenía la nariz más larga y ganchuda; apretaba los labios pálidos, y miró a Sebastián cual si quisiera herirle con el rayo de sus ojos. La noble devota, tan mesurada y solemne en su expresión, balbucía ahora atropelladamente, como si todas sus palabras quisieran salir a la vez.
Desde un día antes creía vivir en otro planeta donde no hubiese orden, respetos ni jerarquías. Ya habia llegado el cataclismo tantas veces predicho por los hombres de Dios. Empezaba el reino de las abominaciones, y los malos podían ofender impunemente a los buenos.
No perdonando ocasión de ejercer autoridad dentro de su casa, procuraba conocer hasta en sus más mínimos detalles el mesurado y regular funcionamiento de ella. Doña Eulalia se veía como un pastor responsable de los cuerpos y las almas sometidos a su dirección dentro de aquella respetable vivienda.
Por el deseo de mantener las buenas costumbres del régimen patriarcal, vigilaba la manutención de sus gentes, el lavado de sus ropas, la limpieza de las habitaciones, el buen arreglo de la bodega. Fermina la ayudaba en dicha vigilancia, pues la noble señora no podía atender a todo lo de su casa, teniendo que asistir a tantas funciones religiosas, a tantas juntas de sociedades pías, dando además audiencia a las personas que solicitaban su consejo.
Como la leña era abundante, por traerla en sus carros los arrendatarios, la vieja doméstica se entregaba a una especie de adoración maniática del fuego. Bajaba con frecuencia a la cocina para vigilar el estado del montón de troncos ardientes en la gran chimenea de campana. Un caldero hollinado colgando de una cadena sobre el hogar mantenía a todas horas la provisión de agua caliente, apreciada por la vieja como un tesoro. Añadía leños a la hoguera, líquido al negro receptáculo, y volvía a salir de esta pieza, semejante por sus dimensiones a una capilla, mirando con veneración las hileras de vasijas de cobre brillantes como soles rojos al reflejar la fogata.
Otra de sus preocupaciones era el frecuente lavado de las ropas, presidiendo con aire importante la operación de la lejía. Después de efectuar dicho trabajo había buscado en los ultimes meses a la señora para comunicarle sus inquietudes. No podía explicarse la exagerada limpieza de las ropas interiores de la señorita Marina. Ni el más leve arrebol alteraba el color blanco de tales prendas.
Doña Eulalia guardaba en las relaciones con su hija cierta seriedad ceremoniosa. La quería con amor maternal, pero la trataba, por tradición, como ella había sido tratada por su madre, sin excesos de confianza, con grave dulzura, estableciendo cierta separación entre las dos para no dejar de ser temida. Cada vez que la vieja criada venía a explicarle sus inquietudes a causa de tan inexplicable limpieza, interrogaba a su hija fijando en ella una mirada de sincera inquietud y al mismo tiempo inquisitiva.
—¿Estás enferma?... ¿Sientes algo extraordinario?... Te veo más pálida.
Pero Marina se apresuraba a responder dulcemente:
—No, mamá. Estoy muy bien.
Una tarde, poco antes del paseo diario, se había revelado aquella terrible enfermedad que todos los meses preocupaba a la baronesa, olvidándola a continuación al escuchar las afirmaciones de su hija. Empezó ésta a quejarse de agudos dolores en las entrañas, lagrimeando como si la infligiesen un suplicio. Doña Eulalia creyó en un envenenamiento por descuido de las gentes de la cocina, que habrían limpiado mal las vasijas de cobre.
Fué llamado a toda prisa el médico de la casa, que era igualmente el del obispo y todos los personajes del cabildo, un viejo de mucha práctica e incompletos estudios, pronto a suplir su falta de lectura con alardes de fe devota y una resistencia instintiva a aceptar todo descubrimiento. Gran amigo de don Pablo, mostraba tanto interés como éste por la batalla milenaria entre los lugartenientes de César y Pompeyo, sosteniendo con energía las opiniones del docto canónigo.
Pareció pasar sobre su cara de vejete plácido y chistoso la sombra de una nube mientras examinaba a la suspirante Marina, tendida en su lecho, palpándole por encima de las ropas las prominencias corporales con la confianza de un hombre que la ha visto nacer.
Dudó; luego fué musitando palabras confusas, entre toses que servían para ahogar sus exclamaciones de asombro.
Al verse en una habitación inmediata solo con la madre, elevó las pupilas sobre sus anteojos y abrió los brazos lo mismo que un musulmán que empieza su plegaria:
—¡Oh señora baronesa!... ¡Qué época tan horrible la nuestra!
Este miedo a hablar, estas palabras incoherentes, no impidieron que doña Eulalia adivinase lo que pretendía decir. En el primer instante su rostro reflejó indignación. El pobre doctor empezaba a chochear a causa de sus años. Luego juzgó inadmisible que su senilidad se permitiese tan irreverentes suposiciones. Se acordó de las consultas mensuales de Fermina, y con los ojos redondeados por el asombro, haciendo ademanes de súplica, cual si solicitase una negativa, preguntó ansiosamente:
—¿Usted cree eso, doctor?... ¿No se equivoca?
Movió el viejo la cabeza en sentido afirmativo.
—Quisiera equivocarme..., pero no creo posible el engaño. ¡He visto tantas veces los mismos síntomas!...
Cuando el médico se marchó, la madre fué corriendo hacia el lecho de la enferma:
—Dime toda la verdad, toda la verdad... ¡Nada de mentiras! Piensa que Dios te escucha.
El llanto de Marina fué ahora de miedo más que de dolor. La presencia de la baronesa la hizo sentir un tormento más grande que el de sus entrañas. Quiso negar con la absurda insistencia del culpable que pretende salvarse no reconociendo los hechos evidentes. Al mismo tiempo el hábito de obedecer a su madre, el imperio de ésta sobre su voluntad, le fueron arrancando a pequeños fragmentos su secreto.
—¡Mala hija!—gritó la piadosa señora con voz iracunda, procurando al mismo tiempo sofocarla, como si temiese ser oída por algún testigo oculto—. Parece imposible que seas hija mía. ¡Qué vergüenza, Señor! ¡Qué mancha sobre mi nombre!
Las consecuencias del delito filial parecían indignarla más aún que el hecho mismo. «¡Qué dirán de nosotras en la ciudad!» Y sin reparar en el estado de Marina, apelotonada en el lecho y suspirante, cayéndole las lágrimas hasta las comisuras de su boca se doblegó sobre ella agresivamente.
—¡Toma, perra!... ¡Toma, deshonra de la familia!
Hubiera seguido repitiendo sus golpes sobre aquel pobre cuerpo que los acogía con inercia servil, levantando por instinto un codo, sin que tal defensa la librase de la furia materna. Pero la baronesa sintió de pronto inmovilizada su diestra por una mano dura y fuerte.
Fermina había entrado en la habitación adivinando las consecuencias de la visita del doctor. Eran simplemente una certeza de lo que venía ella sospechando desde mucho antes. Largos años de servidumbre al uso patriarcal le daban derecho a mezclarse en los asuntos de la familia, con respeto y confianza a la vez.
Doña Eulalia, después de una orgullosa resistencia, acabó por aceptar las palabras consoladoras de su criada y que ésta la hiciese salir de la habitación con ademanes enérgicos.
—¡Ay Fermina! Nuestros tiempos eran otros—gimió la dama—. ¡Qué mujeres las de ahora!... Da vergüenza tenerlas en la casa. Son iguales a esas que vienen de fuera, con la cara pintada, para servir en el café que envilece nuestra calle Mayor.
Al verse solas las dos, manifestaron a la vez la misma curiosidad. Olvidaron a la joven para pensar únicamente en quién sería el autor de su estado deshonroso.
Como Fermina ya no tenía dudas en el asunto manifestó su opinión rotundamente. Sólo existia un hombre en la casa capaz de tal delito: Sebastián. La vieja se acusaba a sí misma por una ceguera que ahora le parecía inexplicable.
En esto habían de parar forzosamente tantos cuchicheos, tantas miradas y regalos de papeles impresos que ella había sorprendido entre los dos.
Acostumbrada a verlos juntos desde niños, no había llegado nunca a sospechar de su inocencia. Seguía apreciándolos lo mismo que cuando jugaban en el jardín, con una travesura de chicuelos, sin los recatos ni escrúpulos que establece la diversidad de sexos. Ella se encargó de hablar a solas con la enferma para arrancarle, la verdad, valiéndose de dulces insinuaciones.
Al volver en busca de la baronesa con aire triunfante, la señora entró a su vez en el dormitorio de su hija.
—¿Es él?—preguntó severamente.
Marina, que había abandonado ya su lecho y estaba en un sillón, el rostro surcado por las lágrimas y el peinado deshecho, movió la cabeza con manso gesto afirmativo.
Esta confesión silenciosa irritó de nuevo a la baronesa. Otra vez levantó el brazo vengador, pero Fermina estaba detrás de ella y el puño no cayó sobre la pobre joven, dispuesta a recibir con resignación todos los castigos. Su vergüenza y su desaliento resultaban tan grandes como la cólera de la madre.
Cuando se convenció ésta de que le sería imposible satisfacer sus déseos agresivos a causa de Fermina, necesitó dirigir inmediatamente su cólera contra «el otro». Por desgracia para ella, Sebastián estaba en una de las propiedades de la baronesa y no volvería hasta la mañana siguiente.
Pasó doña Eulalia toda una noche de insomnio, pensando y repensando lo que debería decir cuando horas después se presentase el joven ante ella. «¡Víbora!» Ya no le daba otro nombre. Era la serpiente de la fábula, yerta de frío, que el confiado labrador abrigaba en su pecho para devolverle la vida, y hacía patente su gratitud mordiéndole. Había amparado al huérfano, había querido abrirle el camino de las dignidades de la Iglesia—las más altas y respetables para ella—, y correspondía a tal bondad con inaudita traición.
—¡El miserable!—dijo en voz baja—. Ha creído hacer de un golpe su carrera: ser el marido de Marina, el yerno de la baronesa.
Algunas veces había pensado en el matrimonio de su hija como un hecho fatal que iban a plantear necesariamente las leyes ordinarias de la vida; pero ella procuraba retardar dicho suceso. Marina se casaría con un hombre respetable y «lleno de honor»; un hombre a la antigua, un propietario de la misma provincia, si era posible, de edad algo madura, sin los caprichos y aficiones de la juventud moderna. Pero nada se perdía no dejándola casar hasta los treinta años.
Según la baronesa, estos matrimonios resultaban mejor que los contraídos por gente inexperta.
Todos los que habían sentido la atracción de la belleza algo macilenta de Marina tuvieron que retirarse en vista de que les era imposible llegar hasta ella. Doña Eulalia no se separaba de su hija, interponiéndose entre ésta y sus galanes. Una vez hasta se quejó al gobernador militar para que transmitiese su protesta al jefe del batallón, en vista de que cierto teniente joven paseaba todas las tardes la calleja inmediata a su jardín, atisbando el momento en que Marina levantaba el visillo de una ventana para hacerle gestos que equivalían a declaraciones de amor. ¡Y esta hija tan guardada pretendía arrebatársela tortuosamente aquel seminarista fracasado, aquel parásito, que no tenía la supeditación del doméstico ni la gratitud del pobre!...
Apenas llegó Sebastián al día siguiente, transido por el frío de una mañana invernal y de un madrugón extraordinario, Fermina le cortó el paso. No quiso dejarle entrar en la cocina cuando iba hacia ella atraído por el enorme fuego del hogar y la esperanza de un chocolate espeso, oliendo a canela, orlado de grandes rebanadas de pan.
Arriba le recibió la baronesa, impaciente después de una noche de crueles reflexiones, y no le dió tiempo ni para saludarla. Lo sabia todo. Era inútil que hablase.
—El señorito cree—continuó con tembloroso sarcasmo—que ha hecho ya su carrera. Luego de deshonrar a la hija de su protectora, que le mató el hambre desde niño, la pobre baronesa tendrá que aceptarlo como yerno, y acabará siendo el dueño de la casa. No está mal ideado el negocio; pero conmigo no resulta... ¡Ah ladrón! ¡Y pensar que eres capaz de cometer esas villanías con tu carita de santo falso! ¡Ah hipócrita, demonio verdadero! Ahora comprendo por qué los hombres matan algunas veces.
Y avanzó sobre él con igual ímpetu que al abofetear a su hija tendida en la cama.
—¡Que el Señor me perdone! No puedo aguantar más. ¡Toma..., toma!
Sebastián, mozo de piernas ágiles, pudo evitar los golpes de su antigua señora con mayor facilidad que Marina. Recibió un puñetazo, más ruidoso que contundente, en una de sus mejillas. A continuación, la otra mano le surcó el lado izquierdo del rostro con cuatro arañazos, que empezaron a manar sangre. Y como se sentía incapaz de contestar con violencia a esta agresión femenina, huyó instintivamente, bajando la escalera a saltos, y atravesó el portalón de la noble casa de los Cuadros, saliendo de ella para siempre.
Aquel día, al atardecer, la pequeña tertulia de la baronesa tomó el aspecto de un consejo deliberante. Don Pablo y su amigo el médico llegaron acompañados del capitán Montálvez, jefe de la Guardia civil del distrito, personaje interesante que las gentes tranquilas y pudientes de la ciudad consideraban algo así como un delegado de la divina Providencia.
Hombre jocundo en la intimidad, bigotudo, de trato campechano, inspiraba gran terror a los malos por sus habilidades para descubrirlos. Todo el que caía en su poder acababa por confesarse delincuente. Bastaba para ello que estuviese encerrado unos minutos a solas con el famoso capitán. Luego, al comparecer ante el juez, los más de ellos negaban lo dicho; pero esto se debía, indudablemente, a la perversidad innata en todos los criminales.
Doña Eulalia era respetada como una institución, y el defensor del orden acogió con gestos gallardamente protectores todos sus deseos.
—¡Que se vaya!... ¡Que no lo vea nunca! Haga usted, capitán, que ese Judas no vuelva a nuestra ciudad.
Montálvez dejó caer lentamente su respuesta:
—Se hará como usted desea, señora baronesa. Basta con que yo le diga una palabrita a solas a ese pollo. Viva segura de que no lo verá más.
Sebastián estaba refugiado en la barbería de la calle Mayor, donde tantas y tan hermosas cosas había aprendido en muda inmovilidad. El barbero era para él un hombre poderoso. Enviaba cartas a los periódicos de la provincia, recibía paquetes de los diarios de Madrid. El sabría defenderle si la baronesa le perseguía más allá de los muros de su casa.
Pero el capitán Montálvez lo buscó para decirle «una palabrita», una solamente, poniéndole en los hombros sus temibles manos, y horas después salió de la ciudad, pensando en qué puerto sería el mejor para un hombre que ha renunciado al servicio militar, ha perdido el deseo de seguir viviendo en su país y necesita embarcarse cuanto antes para América.
IV
Pasaron meses; pasaron años. La ciudad continuó su vida reposada y soñolienta. Media docena de edificios nuevos en sus afueras, un agrandamiento del Seminario y dos cinematógrafos en la calle Mayor, cuyas películas eran examinadas previamente por una comisión de señoras devotas, marcaron todos sus progresos en el mencionado período.
La baronesa y su hija continuaban exteriormente la misma existencia, sin alegrías, sin emociones e igualmente sin apasionamientos ni sobresaltos. Pasaban la mañana en la catedral. A media tarde salían de paseo en aquel carruaje, símbolo de su noble jerarquia, vetusto y chirriante. Caballo y cochero habían envejecido igualmente. La marcha era cada vez más lenta, con una solemnidad que hacia pensar en el aspecto majestuoso de los muebles antiguos, desvencijados, soltando como sangre vegetal el polvillo de sus maderas carcomidas.
Diariamente doña Eulalia y su hija hacían los mismos gestos, cruzaban idénticas palabras: la una, autoritaria; la otra, pasiva, como si durmiese interiormente. Esta existencia común nunca veía turbada su normalidad por frases extraordinarias, por movimientos afectuosos, por los desórdenes ligeros de una alegría inocente. Todo funcionaba en ella lo mismo que un reloj. Cada una de las dos mujeres, al acostarse, sabía, sin perder detalle, cómo se iba a desarrollar el curso del día próximo.
Unicamente vivían de verdad en las horas que estaban solas, frente a frente cada una de ellas con el pasado, que parecía renacer por obra del aislamiento.
Doña Eulalia no lograba ahogar bajo las paletadas de tierra del olvido aquel suceso, que resurgía incesantemente, dividiendo su historia en dos períodos desiguales.
Las horas diurnas dedicadas a sus deberes de dama representativa, famosa en la ciudad, la mantenían en lo que ella llamaba su «primera época». Podía entablar discretas conversaciones con los señores de la catedral; asistía a juntas piadosas donde veneraban su palabra con un respetuoso silencio; concedía su protección a nuevas Ligas y Hermandades fundadas por imitadoras suyas, que hablaban incesantemente de la necesidad de combatir el pecado y la herejía, como si la soñolienta urbe acabase de ser asaltada por una horda de enemigos de Dios.
Continuaba siendo «la baronesa», pero envejecida repentinamente, como si los últimos años, con ser tan pocos, pesasen más que todos los de su vida anterior. Su perfil era más aguileño, de una curva autoritaria; sus ojos, más duros; su boca, al apretarse, mostraba un gesto de orgullo y amargura. En cambio, su prestigio manteníase intacto, o más bien parecía ganar en densidad y aristocrático perfume, como un vino rancio y noble. Muchos decían de ella que ayunaba la mayor parte del año, y bajo su vestido, siempre negro y modesto, tenía oculto un terrible cilicio, con las púas sangrientas hundidas en sus carnes. El periódico del Obispado empezaba a designarla con el nombre de «la santa baronesa».
Esto halagaba momentáneamente su vanidad, pero luego, en noches de insomnio, creía ver las cosas bajo una nueva luz, con extraordinaria y fatal clarividencia. ¿Qué habia hecho ella al Señor, para ser castigada con tanta dureza?... Su vida era un continuo fracaso. Debía haber nacido varón. El prestigio de la familia se hubiera mantenido mejor que bajo la jefatura de su hermano, hombre, según ella, de notoria incapacidad. El título de baronesa de Cuadros lo poseía legalmente otra mujer, no menos insignificante. Había creído por un momento a su esposo capaz de figurar como hombre político, de mediocre y discreta celebridad, sostenedor de sanas ideas, y resultaba un calavera vulgar, un provinciano bajamente sensual, de los que alimentan con sus despilfarros la vida alegre de Madrid. Remediando las injusticias de la suerte con su energía incansable, había conseguido mantener en la antigua ciudad el esplendor patriarcal del noble caserón de los Cuadros. Su hija continuaría, gracias a un matrimonio conveniente, la tradición de su estirpe... Y cuando concentraba todas sus ambiciones en esta esperanza, sobrevenía el suceso más terrible de su existencia, dividiendo ésta en dos partes desiguales.
Había tenido que apelar a las mayores energías de su carácter duro, heredado sin duda del primer barón de Cuadros—fusilador implacable de los enemigos de la fe—, para salir de tal situación.
Los pecados de la carne los ha maldecido el Cielo, haciendo que fructifiquen y se prolonguen para afrenta de sus autores y eterno trastorno de las familias. La baronesa tenía enemigos y envidiosos que soportaban su fama en hipócrita silencio. ¿Qué no hubiesen dicho al conocer la verdad?... Pero ella había conseguido suprimir la verdad llegando hasta el crimen. El Señor, que nos ve desde lo alto y nos juzgará a todos, era el único que podia conocer los secretos de su corazón.
El sacrificio había sido horrible, pero Dios no ignoraba sus intenciones. Sabía bien que lo había hecho por su gloria; por mantener el prestigio de una familia cristiana; por guardar el honor de su propia casta, en la que todos habían sido fieles servidores del Altísimo; por evitar que los impíos riesen infernalmente del infortunio inmerecido de los buenos.
Recordaba aún con inquietud la indignación del canónigo don Pablo. Era su confesor hacía muchos años. Lo escogió teniendo en cuenta su carácter, que le hacía considerar todas las cosas humanas con dulce optimismo, siempre que no tuviesen relación con sus trabajos históricos. Era ella la que dirigía en realidad, merced a su carácter enérgico, las opiniones de su confesor. Pero meses después de la fuga de «Judas», a continuación de una noche que ella llamaba en sus monólogos silenciosos «la noche terrible», el dulce don, Pablo se había incorporado con gesto de espanto, en el interior de su confesonario, al escucharla como penitente. Las revelaciones de la baronesa iban más allá de todo lo que el bondadoso canónigo había oído en su vida de confesor, de todo lo discurrido al reflexionar sobre los pecados humanos.
Entre los dos se desarrolló durante muchos días una especie de duelo verbal en el secreto del confesonario.
—No puedo—decía el sacerdote—. Es tan horrible, que no hay penitencia que baste para obtener el santo perdón de Dios.
A lo que ella contestaba:
—Fué por el honor de mi casa; fué por mi familia. Usted no puede comprender eso; usted vive solo y no tiene hijos.
Al fin, don Pablo se declaraba vencido por su penitente. Mejor dicho:
su bondad natural acabó por sobreponerse a su indignación.
—El Señor, con su piedad infinita, juzgará en última instancia allá arriba, aprobando o rechazando lo que yo hago ahora.
Y la baronesa recibió la absolución a cambio de largas penitencias, pudiendo, al fin, continuar sus costumbres devotas de siempre, una de las cuales consistía en la comunión semanal.
Marina, por su parte, al quedar sola, sentíase asaltada inmediatamente por un mismo pensamiento. Renacía en su memoria «la noche terrible» con los profundos dolores de la maternidad, unidos a una vergüenza que la obligaba a cerrar los ojos cada vez que la baronesa se acercaba a su cama para vigilar los manejos de la diligente Fermina.
En medio del suplicio de su desgarramiento había tenido conciencia de que un pedazo de ella misma se desprendía de sus entrañas, entre sangre y líquidos abdominales que iban deslizándose tibiamente hasta sus rodillas abiertas. Creía haber oído un débil llanto. Luego, nada. Al salir de la inconsciencia reposante que sigue al acto doloroso se había visto sola, entre albas ropas, cuidada de un modo maternal por Fermina..., pero absolutamente sola y abandonada en su lecho. Y esta soledad había continuado siempre..., ¡siempre!
Había momentos en que dudaba de la certeza de sus recuerdes. Luego las huellas que aquella crisis había dejado en su pobre cuerpo la convencían de que «la noche terrible» no era una pesadilla dolorosa, un negro ensueño persistente en su memoria.
Empezó a dominarla como una obsesión el deseo de conocer la suerte actual de aquel pedazo de carne lloriqueante desprendido de su desdoblamiento materno. Sólo había conocido su existencia por un débil llanto y la expulsión final y desahogadora que puso término a las torturas de sus carnes distendidas brutalmente. ¿Vivía?... ¿Había muerto?... En vano osaba mirar con fijeza a su madre cuando ésta, volviendo sus ojos a otro lado, la dejaba en momentánea libertad. Aquel rostro imperioso y grave no reflejaba la luz interior del recuerdo. Era inútil buscar en él.
Otras veces, a impulsos de una audacia que la asombraba a ella misma, pretendía hablar a la vieja criada de lo ocurrido aquella noche. Pero Fermina, que la vió nacer y la había tratado siempre con un cariño familiar, ponía el rostro ceñudo, volvía la cabeza, agitaba una mano y huía para librarse del interrogatorio.
Una nueva devoción fué desarrollándose en ella durante sus largas visitas a la catedral. Creía antes indistintamente en todos los santos de los altares, en todas las concepciones abstractas del dogma, expresadas por medio de imágenes, sin sentir ninguna preferencia. Ahora buscaba con sus ojos a las Vírgenes que tienen un pequeño hijo en sus brazos. Las hablaba latiendo en el fondo de su nueva adoración una envidia resignada y modesta.
«¡Oh Señora! Mucho sufristeis al ser madre. Visteis morir a vuestro hijo; su cadáver descansó en vuestras rodillas; pero fué vuestro muchos años, pudisteis contemplar su rostro, oír su voz. ¡Piedad, Señora, para las madres que nunca conocieron a sus hijos!...» Ni la más leve palabra se escapaba de ella que revelase esta vida interior. ¿Para qué hablar?... ¿A quién dirigirse?...
Un imponente secreto parecía emerger de su madre, envolviendo a las personas en trato continuo con ella. Como todos los seres silenciosos, Marina poseía nuevos y raros sentidos, percibiendo en torno de ella las cosas inmateriales, adivinando por inducción el significado de una mirada rápida, de una palabra dicha con un tono que sólo podía comprender la persona a quien iba dirigida.
Don Pablo, antes tan bonachón y supeditado a la enérgica señora, la corregía severamente cuando en sus tertulias se expresaba con demasiada dureza sobre las cuestiones que interesaban a la ciudad.
—¡Calma, baronesa! Piense que Dios no ama las violencias. Sólo la dulzura y la resignación le son gratas.
Fermina, que siempre había temido a la señora, se mostraba menos sufrida en su trato con ella. Repetidas veces, con motivo de pequeños trabajos de la casa, se atrevió a discutir con doña Eulalia, mirándola fijamente, sin sentirse intimidada por la expresión altiva de sus ojos, que antes la hacían temblar.
Indudablemente, la baronesa tenía un secreto.
V
Pasaron nuevos meses; pasaron nuevos años.
Doña Eulalia empezaba a envejecer, y su hija, que aún no había cumplido treinta y cinco años, parecía su hermana menor. Los vecinos las veían por la mañana, como siempre, camino de la catedral, para quedarse en ella varias horas. Sus paseos vespertinos ya no eran más que a pie; por los alrededores de la ciudad. Sólo de tarde en tarde iban a sus campos del valle. Marchaban de un modo automático, cruzándose entre ellas nada más que las palabras necesarias para entenderse.
Cuando hablaban con sus amigos, cada una se expresaba por separado, sin emitir nunca una opinión común. En realidad, era doña Eulalia la que hablaba, pues su hija no hacía más que responder con monosílabos a las preguntas, para que la dejasen tranquila en su silencio.
Un día, estando enferma, se atrevió a decir a su madre lo que llevaba pensando años y años. La baronesa sentía alarmado su instinto maternal por esta enfermedad. Fermina, ya viejísima, sufría desvarios en su conversación, se equivocaba en el manejo de las cosas, y doña Eulalia creyó oportuno vigilar los medicamentos recetados a su hija, temiendo que aquélla la envenenase sin saberlo.
Animada la enferma por esta ternura momentánea de su imponente madre, se atrevió a hablar.
—Yo quisiera, mamá... Por Dios le ruego que me diga...
Mas la madre había leído el deseo en sus ojos antes de que lo expresase con palabras.
—¡Marina!...
No dijo más; pero de tal modo profirió este nombre, que hizo de él a modo de un cuchillo, cortando todo el raudal de súplicas que iba a surgir de la boca de su hija.
Todavía, haciendo un esfuerzo, intentó la joven mirar a su madre con fijeza, protestando contra la cruel ignorancia en que la mantenía, de su silencio, equivalente a un suplicio. Al fin no pudo sostener la expresión acusadora de los ojos de la baronesa, brillantes, con un resplandor agresivo. Aquella maternidad ignorada de todos, que le había comunicado un momentáneo valor, acabó por desplomarse, vencida para siempre; y ya no dijo más.
Fué el único choque entre la madre y la hija.
Siguió transcurriendo el tiempo. A Fermina la encontraron una mañana yerta, en su lecho. Había fallecido sin otra enfermedad que la vejez. La baronesa rezó por ella y pagó numerosas misas para la salvación de su alma.
—Mejor está en el otro mundo. Su cabeza funcionaba mal durante los últimos años. Sentía un deseo inmoderado de hablar, diciendo muchas cosas falsas, y aun las habría inventado peores de seguir viviendo. ¡Pobre Fermina!
La tertulia de la baronesa empezó a ralearse. Murieron algunos de los visitantes, entre ellos el médico, y al perder don Pablo a este fiel defensor mostró menos interés por los problemas de la historia local. Apenas si hacía memoria en sus conversaciones de la célebre y discutida batalla, lo que dió motivo a que sus compañeros de cabildo formulasen fúnebres augurios.
Un incidente insignificante para la vida de la ciudad produjo el efecto de una explosión revolucionaria en la casa de los barones de Cuadros.
Judas había resucitado. Después de vivir en América, juntando unos cuantos miles de pesos, sintió Sebastián la necesidad de volver a su patria. Estaba haciendo gestiones para que le perdonasen el haberse fugado antes de cumplir su servicio en el Ejército. Llegaba dispuesto a dar el dinero que le exigiesen y a pasar en un cuartel el tiempo que fuese necesario.
Ya no vivía en la ciudad el famoso capitán Montálvez. Otro hombre providencial, de su misma clase, velaba por el público reposo. La respetable baronesa pidió por segunda vez que la librasen de la «víbora», y de nuevo fue llamado Sebastián, oyendo la «palabrita» que ponía a los hombres en fuga. Después de este aviso se apresuró a marcharse a Madrid, creyendo más segura la existencia allá que en su ciudad natal.
Marina se enteró sin emoción de la proximidad de este hombre. Casi lo había olvidado. Sólo pensó en él durante los primeros meses que siguieron a la «noche terrible». La imagen indeterminada del hijo desaparecido ocupaba por entero su pensamiento, no dejando lugar a los otros seres que habían intervenido en su pasado.
Una vida imaginativa, abundante en dulces emociones, se desarrollaba misteriosa dentro de ella. Encontraba la felicidad amontonando ilusorios incidentes sobre el momento inolvidable en que aparecería su hijo. Había acabado por considerar como verdad indiscutible el hecho de que su hijo existía. De haber muerto, se lo habrían dicho su madre y la vieja criada, por ser éste el modo más radical de terminar con las inquietudes y preguntas mudas que se adivinaban a través de su silencio. Si las dos habían callado, era porque el hijo existía en alguna parte, y procuraban no hablar de él para mantener en olvido tal vergüenza.
Dicho mutismo no podía prolongarse indefinidamente. Su madre era dura; mas no por eso dejaba de creerla buena. Todos respetaban sus virtudes de mujer superior, pronta a colocár el rudo cumplimiento del deber por encima de ternuras y sentimentalismos. Cualquier mañana la sorprendería con su generosidad, como los padres avaros que someten sus hijos a la miseria para asombrarlos finalmente con una herencia de millones. La temible doña Eulalia acabaría por revelar su secreto, entregándole el hijo, aunque fuese poco antes de su muerte. Y la pobre Marina, desorientada por su egoísmo maternal, casi deseó la pronta muerte de la baronesa, para que no se retardase el feliz descubrimiento.
Escuchó una noche, de boca de don Pablo, una gran verdad, la mayor de todas las que había podido cautivar en la tertulia maternal durante sus largos silencios. El amor dentro de la familia es en progresión descendente, como los ríos. Cada uno ama a sus hijos más que a sus padres. El agua baña por igual todas las riberas, pero no corre de abajo arriba. ¡Ay!... ¿Cuándo llegaría el momento de ver ella a su hijo?
Lo vestía ricamente en su imaginación; lo adornaba con toda clase de galas ilusorias; veíalo semejante a las muñecas de lujo colorinesco expuestas en los escaparates de la calle Mayor. Era el juguete de su vida.
Después una duda cruel cortaba sus ilusiones. ¿Era hijo o hija?... Algunas veces lo prefería varón, admirando los rudos atractivos de la gallardía y la fuerza. Luego contemplaba en su interior un rostro mofletudo, blanco y rosa, unos bucles rubios, una pamela enorme de color de fuego, una sonrisa igual a la de las cantas de porcelana bajo la viva luz de las tiendas.
El privilegio de este ser ideal era no crecer ni sufrir transformación alguna. Siempre lo veía lo mismo. Se mantenía insensible a las modificaciones de la edad, mientras ella, salvando los últimos límites de la juventud, iba avanzando ya por los jardines otoñales de la madurez.
De pronto reconocía la existencia del tiempo transcurrido. Calculaba los años; sentía rubor al darse cuenta de que aquel hijo, nunca visto, podia ser ya un robusto adolescente, casi un hombre. Esto le hacía recordar con espanto al olvidado violador.
Luego aceptaba al hijo, exagerando su masculinidad. En sus mudos delirios imaginativos lo contemplaba vestido de oficial, con un sable al costado, como los subtenientes jovencitos, recién salidos de la Academia de Toledo, que llegaban a incorporarse al batallón de la ciudad. Sería parecido a aquel teniente que había rondado en otro tiempo las tapias de su jardín, y de cuyo rostro no guardaba el más leve recuerdo. Se veía paseando por la calle Mayor, apoyada en el brazo de su hijo con marcial orgullo, ella que nunca había salido de su casa sin ir al lado de su madre, la mantilla sobre los ojos, o vestida de oscuro, con un sombrero eterno que no pertenecía a ninguna moda.
Otra vez la duda cortaba sus ilusiones. ¿Era hijo o hija?... ¿Dónde estaba?... ¿Cuándo se decidiría su madre a revelarle el secreto?
VI
Experimentó un sentimiento contradictorio de tristeza filial y gozosa inquietud al ver que doña Eulalia se reconocía enferma de gravedad por primera vez en su vida, manteniéndose en la cama, renunciando provisionalmente a todas las actividades y honores de su pequeño mundo.
Se preocupó la ciudad entera de la enfermedad de la baronesa. Muchos hicieron cálculos para apreciar el número de sus años. No era muy vieja, pero ¡se había sacrificado tanto por el sostenimiento de las buenas costumbres!...
Las gentes que vivían en torno a la catedral atravesaban diariamente el portalón de la noble casa para enterarse del estado de su dueña. Su lecho estaba rodeado con frecuencia de sacerdotes importantes o personajes laicos directores de la vida local. La enferma acogía tales muestras de interés con cierto orgullo, no obstante su modestia cristiana. Era el glorioso fin de una noble existencia. Podía morir satisfecha.
Su Ilustrísima (el cuarto obispo que ella había conocido) vino en persona a visitarla dos veces, y enviaba todos los días uno de sus familiares a pedir noticias. Hasta en la capital de la provincia se hablaba en los papeles públicos de su enfermedad.
Sin miedo alguno a la muerte, se ocupó de la conducción de sus restos al panteón de los barones de Cuadros y de los oficios religiosos para la salvación de su alma, serenamente, como el que prepara un corto viaje. Dictó su testamento, mencionando la forma de su tumba y el orden de su entierro; dispuso detalladamente el modo como Marina debía entrar en posesión de sus bienes, y enumeró legados para viejos colonos y servidores de la familia.
Su Viático fué una verdadera procesión. La plazoleta existente ante la antigua casa de los Cuadros se llenó de hombres con faroles y cirios. En escaleras, corredores y salones, todas las damas de la ciudad estaban de rodillas, con vestido negro, la mantilla sobre los ojos y el rosario en las manos, rezando quedamente. El deán de la catedral, como reemplazante del obispo, llegó hasta la enferma, acompañado de cánticos litúrgicos y melodiosos lamentos de fagot, para darle la comunión.
—Muere lo mismo que una reina —dijo suspirando don Pablo—. ¡Que Dios la perdone!... Ahora me toca a mí.
La hija andaba de un lado a otro, como mueble inservible que estorba el paso y todos empujan. Sólo a altas horas de la noche pareció salir de su estupefacción.
Se vió sola en el dormitorio de su madre. La religiosa que la cuidaba en noches anteriores se había retirado, para dormir un poco, a instancias de Marina.
Ya se habían extinguido todas las luminarias encendidas para la visita de Dios. Tres cuartas partes del amplio dormitorio permanecían en la penumbra. La piadosa señora había hecho colocar sobre una mesa un crucifijo y dos cirios. Dicha imagen había presenciado la agonía de su glorioso bisabuelo, y ella quería morir contemplándola. Estas dos llamas rojizas e inquietantes proyectaban sobre la pared inmediata al lecho las sombras de personas y cosas, considerablemente agrandadas.
Marina, hundida en un sillón, miraba fijamente a su madre. Varias veces suspiró la baronesa con una sonoridad de caverna, repeliendo instintivamente sus manos rígidas el embozo de la cama como si apartase de su pecho una losa aplastante. A continuación tiraba de él, subiéndolo hasta su rostro, cual si la acometiera un escalofrío irresistible.
—Me siento muy mal—dijo con voz tenue—. La muerte se acerca... ¿Qué harás tú, pobrecita mía, al verte sin tu madre?...
Se levantó Marina de su asiento lentamente, aproximándose a la cama. Dobló su cuerpo sobre la moribunda para hablarla de más cerca, con voz tenue.
—Madre..., ¿dónde está? Dígamelo para traerlo. Ya es hora.
La baronesa abrió los ojos e hizo un esfuerzo para levantar su cabeza de las almohadas, cual si de este modo pudiese comprender mejor.
—¿Quién?...
—Mi hijo..., su nieto.
Un largo silencio. La mujer que iba a morir habló ahora tímidamente, con una voz semejante a la de la otra mujer llena de vida.
—Murió al nacer... No lo esperes... No ha vivido nunca.
Otra vez se restableció el silencio; pero como si la madre necesitara justificarse, dijo, con la misma severidad que en sus días de salud:
—No me hables de eso. Olvidemos todos nuestras faltas. Ya ajusté mis cuentas con el Señor, y espero que me habrá perdonado... ¡Si supieras lo que lleva sufrido tu pobre madre!...
Pero los sufrimientos de su madre no conmovieron a Marina. De nuevo se dejó caer en su asiento al apartarse de la cama. Parecía que las anteriores palabras hubiesen restablecido entre la madre y la hija aquella separación en la que habían vivido tantos años.
Durante el curso de la noche abandonó Marina su sillón muchas veces para acercarse a la moribunda, deseosa de reanimarla y sin saber cómo. Al pasar una mano por su rostro, lo encontró húmedo y frío bajo el sudor que anuncia la muerte. Se inclinó parra ver sus ojos, velados por el empañamiento agónico, para percibir la débil respiración que silbaba entre sus encías, pobres en dientes.
La breve conversación sostenida por las dos se había grabado, sin duda, en el pensamiento de la moribunda. Hablaba inconscientemente, soltando palabras sin ilación, y la hija, casi acostada sobre su busto, iba espiando la salida de todas ellas, temerosa de que algúna se perdiese.
—¿Para qué lo querías?... Un estorbo... La vida es larga..., y lo que saben las gentes ya no lo olvidan... ¿Qué habrías hecho tú con un hijo ilegítimo?... ¡Además, la situación del pobrecillo al seguir viviendo como bastardo...! En aquel momento, lo mismo le daba existir que morir. No se sufre... Fermina se encargó... Yo se lo mandé... La cocina..., una gran fogata..., desaparecido en un instante. ¡Era tan pequeño!... Don Pablo lo supo y nadie más... Seguramente que el Señor me ha perdonado... ¡He sufrido tanto!...
Se incorporó la hija hundiendo los puños en el borde de la cama. Así quedó, rígida e inmóvil, como si el asombro la hubiese cristalizado, dando a su cuerpo una dureza homogénea.
Siguió con sus ojos más de una hora las contracciones y sobresaltos de aquella vida al extinguirse. Era su madre, y, sin embargo, no se preocupaba de ella. Su pensamiento estaba en otra parte.
—¡Y no lo veré nunca!... ¡Y pasaré el resto de mi vida sin que él me acompañe!
Empezó a palidecer el resplandor de los cirios. Su luz rojiza fué proyectando sobre el muro, con menos densidad, la sombra de la viviente, igual a una estatua enorme de ébano. Otra luz turbia y violácea invadió la habitación, sacando a tirones de sus ángulos la sombra agazapada. Amanecía. El rostro de la muerta pareció aún más lívido bajo este resplandor lúgubre.
La presencia de la mañana fué despertando a Marina de su embrutecimiento doloroso. Sus pupilas tuvieron un instante la agudeza hiriente del acero. Parecía querer matar otra vez a esta muerta que se llevaba su esperanza.
Sintió en su boca repentina humedad, un agresivo deseo de escupir. Luego pensó que era otra madre la que estaba tendida enfrente de ella, y volviendo el rostro, dejó caer el salivazo junto a la cama. Sus rodillas se doblaron, su cabeza se hundió en el borde del fúnebre lecho. Un estertor empezó a agitar su pobre espalda.
Ningún recuerdo para la muerta... Palabras entrecortadas por una irrupción de lágrimas:
—¡Oh hijo mío!