I. El Carnaval en Niza
Niza es la heredera de Venecia. Durante varios siglos, los ricos ganosos de divertirse y los aventureros de vida novelesca arrostraron las molestias y peligros de los viajes de entonces para presenciar en la ciudad adriática las fiestas de un Carnaval que duraba meses. Ahora, los medios de comunicación son más fáciles; el placer se ha democratizado, lo mismo que los conocimientos humanos y las comodidades de nuestra existencia, y el ferrocarril y el trasatlántico traen miles de espectadores al Carnaval de Niza.
La Naturaleza gusta de travesear en estos días. Un sol primaveral derrama sus oros sobre la Costa Azul casi todo el invierno, y al llegar la semana carnavalesca raro es el año que no cae una lluvia inoportuna. Pero como Niza necesita defender su célebre fiesta, y la muchedumbre de viajeros llega dispuesta a divertirse, sea como sea, las máscaras arrostran la intemperie, el público abre sus paraguas, y los desfiles continúan bajo esa lluvia violenta y tibia de los países solares, donde los aguaceros son ruidosos pero de corta duración.
El Carnaval de Niza ha acabado por ser algo indispensable para su vida, y ninguna otra ciudad lo puede copiar. Los particulares colaboran con el Municipio; cada nicense aporta su iniciativa. Capitales de mayor importancia podrían organizar desfiles de carrozas más suntuosas; pero creo imposible que encontrasen una ayuda individual, una colaboración «patriótica» como la de los habitantes de esta ciudad. El pueblo nicense considera que es deber suyo engrosar el número de las máscaras, y familias enteras se cubren con el disfraz para gritar en las calles, danzar o ir saltando de una acera a otra, todo para mayor gloria y provecho de su tierra.
En esta fiesta, lo más admirable no es la obra de los artistas, ocupados durante meses y meses en preparar las carrozas, ambulantes caricaturas que sintetizan los sucesos de la actualidad; son la máscara suelta y el grupo organizado espontáneamente los que le dan un carácter único en el mundo. La máscara a pie es más digna de atención que los enormes vehículos con sus monigotes que casi llegan al filo de los tejados, y sus grupos de muchachas subidas en las rodillas y los brazos del gigante de cartón, como los liliputienses escaladores del cuerpo de Gulliver.
Más de cincuenta Carnavales sucedidos en el curso de medio siglo largo, sin otra interrupción que la última guerra, han fatigado a los organizadores y al público de las cabalgatas llamadas históricas o artísticas. Ahora, el Carnaval de Niza es burlesco, dedicándose a la deformación ingeniosa de los géneros animales y vegetales. Ciertos grupos de máscaras recuerdan los Caprichos, de Goya, y otros delirios de artistas fantaseadores.
Los que carecen de dinero para proporcionarse un disfraz completo, o no pensaron previsoramente en su adquisición, se desfiguran con una nariz postiza, lanzándose en el torrente de las máscaras, para ser una más.
El Carnaval ofrece aquí el aspecto enardecedor y sinceramente jocundo de todo lo que se hace en la vida espontáneamente por entusiasmo y no por dinero. Los miles de máscaras gritan, cantan, forman corros y cadenas o hacen burlescas cortesías al público. Esto representa para ellas el descanso. Luego, apenas rompe a tocar una de las bandas de música del cortejo, avanzan por las calles bailando, y los que ocupan los carros empiezan a saltar como monigotes elásticos. Y así continúan horas y horas, causando asombro un regocijo tan infatigable y tenaz.
Nadie se enfada; rara vez surge un incidente violento. Es un Carnaval de gentes ruidosas que se buscan para divertirse, pero sin perder la buena crianza. Las máscaras, cuando se empujan por descuido, se piden perdón a través de la careta.
El amor acude todos los años, puntualmente, a la fiesta. Muchas novelas bipersonales, que permanecerán ignoradas y nadie escribirá, tuvieron su primer capítulo en el Carnaval de Niza, durante el desfile de la cabalgata o las fiestas nocturnas en el hall del Casino, enorme como una catedral.
El viajero enmascarado habla al dominó femenino que marcha junto a él. Se aproximan para defenderse de los empellones de los otros; acaban por cogerse del brazo y saltar a un tiempo; luego bailan, quieren saber cómo se llaman, se dan falsos nombres y se declaran un eterno amor antes de haberse visto las caras. Todo esto, empujados por el torrente carnavalesco a través de avenidas y paseos, defendiéndose con las espaldas del oleaje humano, evitando las patas de los caballos enganchados a las carrozas o los arranques inesperados de los chófers que las guían.
En otros países un Carnaval como éste provocaría riñas y crímenes. En Niza rara vez tiene que intervenir la policía. Ésta y los destacamentos de cazadores alpinos encargados de mantener el orden sólo se preocupan de que los grandes carros no causen daño en las fachadas de las casas o en los arcos de luces que adornan las calles.
La gente se divierte y no riñe, porque ignora el miedo al ridículo, que tanto amarga la vida de nuestra raza. El que aquí pretende divertirse sólo piensa en obtener el placer deseado. Lo busca a su modo e ignora la existencia de los demás, despreciando lo que puedan pensar de él.
Nosotros tenemos miedo «al qué dirán», a que alguien «nos tome el pelo», y esto nos cohíbe, aplastando toda iniciativa. Sólo podemos divertirnos haciendo todos lo mismo, como un rebaño falsamente alegre, receloso y suspicaz, mirándonos de reojo mientras reímos. Y al sospechar vagamente que alguien puede divertirse un poco a nuestra costa, ¡adiós alegría!, creemos necesario morder.
II. El camino de todos
Si un romano del tiempo de Augusto o de Tiberio resucitase en nuestros días, no le preguntaríamos sobre los episodios de la historia antigua, que fue para él contemporánea, y las costumbres públicas de entonces. Todo esto lo sabemos por los historiadores y las leyes romanas.
Nos interesaría más conocer los secretos y particularidades de la vida privada; cómo se divertían las gentes en Cumas, Baia, Pompeya y otras ciudades elegantes situadas al borde de lo que es hoy golfo de Nápoles. Nos gustaría escuchar los escándalos, las murmuraciones, las excentricidades del gran mundo romano que se trasladaba por unos meses a las sonrientes orillas del mar de Partenope; querríamos contemplar de cerca la misma vida suntuosa que vio deslizarse el melancólico y jubilado «Procurador de Judea», descrito por Anatolio France.
Pero si el romano vuelto al mundo nos dijese que no había estado nunca en estas ciudades, alegría y solaz de la vida antigua, nos indignaríamos contra él.
—Entonces, ¿qué es lo que hizo usted en su existencia anterior?... ¿Cómo pudo mantenerse tranquilo, sin ver de cerca uno de los aspectos más interesantes de aquel tiempo?
Lo mismo podría decirse a un hombre de nuestra época que, teniendo cierta fortuna personal y hallándose sano de cuerpo para emprender viajes, no sintiese curiosidad por la vida cosmopolita y alegre de la llamada Costa Azul, que equivale ahora a las ciudades del antiguo golfo de Nápoles, fundadas o agrandadas por los Césares.
El paisaje de la Costa Azul infunde admiración. Tiene la dulzura luminosa de las costas mediterráneas. Los Alpes, al llegar al mar, se hunden bruscamente en su abismo, formando rosados promontorios o graciosas bahías orladas de jardines. Pero indudablemente existen en la cuenca del Mediterráneo otros paisajes semejantes a éstos o tal vez más originales. El verdadero encanto de la Costa Azul es obra del hombre. Lo más interesante en ella es la humanidad que la puebla durante los meses del invierno.
Asombra el cálculo de lo que se ha trabajado en medio siglo nada más para el embellecimiento de esta cornisa de montañas. Antiguos pueblecitos de pescadores o labriegos son hoy ciudades elegantes, donde mantienen sucursal abierta las tiendas más célebres de Londres y París. Campos pedregosos que tuvieron por única vegetación olivos centenarios, rajados y mediocremente fecundos, se han vendido a lotes por sumas inauditas, convirtiendo en millonarios a los nietos de sus primitivos cultivadores. No hay aldea enriscada que no posea un buen camino para automóviles. Tres carreteras cortan longitudinalmente la falda de los Alpes desde Niza a Mentón: la que sigue la orilla sinuosa del mar, la llamada Cornisa Media, y la Gran Cornisa, que serpentea sobre las cumbres, y está muchas veces incomunicada ópticamente, por una masa de nubes, con la ribera de abajo, donde rebullen las gentes como un hormiguero.
Atrevidos viaductos cruzan los precipicios para evitar grandes rodeos a la circulación. Si los caminos tropiezan con un saliente de la montaña, lo perforan en forma de túnel. Otras veces necesitan extenderse a lo largo del Mediterráneo y desarrollan su cinta sobre largos terraplenes.
Es difícil calcular el dinero invertido aquí por los que vinieron, durante medio siglo, en busca de sol y horizontes azules.
Niza, pequeña ciudad saboyana, es ahora la quinta o sexta urbe de Francia. Desde Hyéres a Mentón se extienden miles y miles de ricas «villas» y palacios. Los aficionados a calcular afirman que se ha construido en la Costa Azul por valor de 5000 ó 6000 millones. Esto es obra solamente de los particulares, y hay que añadir a tan enorme cantidad los trabajos públicos realizados por gobiernos y municipios: conducciones de agua, puentes, carreteras y ferrocarriles.
El que ha nacido en un país de sol no puede sentir la atracción de la Costa Azul como los europeos septentrionales. De aquí que ni los españoles ni los italianos, a pesar de ser vecinos, la frecuenten mucho. Siempre encontró ella en los pueblos del Norte sus más fieles admiradores.
Antes de la guerra, la Costa Azul fue rusa. Aquí venían a derrochar su fortuna los privilegiados del Imperio zarista, considerando interminable un régimen sabiamente organizado para la felicidad de los menos. También fue alemana pocos años antes de 1914. Los alemanes y los austríacos acudieron a ella en grandes masas, y tal vez serían a estas horas sus dueños. Los dominadores actuales son los ingleses y los norteamericanos. Sus banderas ondean en todas partes junto a la bandera francesa.
Viajando por todo el mundo es como puede uno ser entucado del prestigio lejano y misterioso que gozan estas poblaciones de la Costa Azul. Muchas veces, en los Estados Unidos, en Canadá, en Méjico o en naciones del Norte de Europa, al decir yo que tengo mi casa en la Costa Azul, he visto entornar los ojos a los que me escuchaban con una expresión ensoñadora, lo mismo hombres que mujeres, murmurando nostálgicamente:
—¡Niza!... ¡Monte-Carlo!...
Unos hacían memoria de su vida aquí; otros deseaban venir, y temían no conseguirlo nunca. Mostraban todos en su rostro la misma expresión del que oye el nombre de Bagdad y evoca inmediatamente las maravillas de Las mil y una noches.
Este fragmento de costa mediterránea es tan universal como el bulevar de los Italianos, de París; el Piccadilly, de Londres, o el Broadway, de Nueva York. Yo vivo en la más tranquila de las ciudades de la Costa Azul, en el poético Mentón, retiro de escritores y artistas, donde la gente se acuesta temprano y madruga mucho, para gozar de sus admirables jardines. Y sin embargo, estoy en la corriente de la circulación europea, en «el camino de todos», más que si viviese en Madrid, que es ciudad populosa y capital de una nación.
Para ir a España hay que proponerse concretamente este viaje y sentir un verdadero interés por ella. Se necesita avanzar hasta un extremo de Europa y luego desandar el camino, atravesando otra vez los Pirineos. España sólo ofrece una salida para el que no quiere retroceder: embarcarse con rumbo a América, y nuestros puertos no los frecuenta ninguna de las grandes Compañías navieras famosas por el tonelaje de sus buques y por su lujo. Nuestra patria es a modo de una calle que sólo tiene una entrada y carece de continuación.
En cambio, la Costa Azul es camino para Italia, para el centro de Europa, para los países del extremo Mediterráneo y del extremo Oriente. Se encuentran aquí, todos los días, amigos que dejó uno en lugares apartados del planeta, creyendo no verlos más, y que surgen inesperadamente ante nuestro paso. Todos los que desembarcan en Europa traen en su programa, como algo imprescindible, unas semanas de vida en la Costa Azul.
Los personajes más famosos desfilan por esta tierra. No hay gobernante inglés que prescinda de jugar al tennis en Cannes durante el invierno. Junto a las mesas de los casinos de la Costa Azul puede uno codearse con las mujeres más célebres.
Hace tiempo, almorzando una mañana en el Sporting-Club, de Monte-Carlo, vi sintéticamente lo que es la vida en este rincón del mundo.
Cerca de mí comía un señor alto, delgado, con barba rubia y canosa, y lentes de oro. Al fijarme en los saludos extraordinarios del maître d’hótel y de la servidumbre, sentí la necesidad de preguntar.
—Es el rey de Suecia—me dijeron—, que todos los años viene de incógnito.
Luego ocupó otra mesa un señor robusto, de aire militar, con la tez enrojecida por el sol de los trópicos.
—A éste le conozco—dije yo al doméstico—. Es el duque de Connaught, el tío del rey de Inglaterra, que posee una «villa» en Cap Ferrat, y acaba de volver de las Indias.
Varios señores ocupaban otra mesa. Uno de ellos, con gafas y barba canosa, parecía dominarlos a todos, sonriendo finamente. Junto a él, y compartiendo su importancia, había otro, de bigote blanco. El de la barba era Venizelos, y su vecino, el famoso hombre de negocios anglo-heleno sir Basilio Zaharoff, el capitalista mayor de Europa en este momento, el único al que miran como un igual los multimillonarios de los Estados Unidos.
Y todo esto, en un pequeño comedor de Club, que no contiene más allá de una docena de mesas.
Me acordé de Cándido, el protagonista de la novela de Voltaire, cuando visita la Venecia del siglo XVIII con motivo de su famoso Carnaval, y al cenar en la hostería se encuentra con que sus cuatro compañeros de mesa son cuatro reyes que vienen de incógnito a divertirse.
III. El que quiso casarse con la princesa
La revolución rusa ha esparcido por el mundo miles y miles de seres que gozaron en otro tiempo las delicias de la riqueza o del poder, y ahora viven en una miseria doblemente dolorosa, por el recuerdo del pasado y por la falta de esperanza. Son parecidos a los emigrados de la revolución francesa, que paladearon la «dulzura de vivir» bajo la antigua monarquía instalada en Versalles, y luego tuvieron que ejercer viles oficios en Inglaterra y Alemania, sufriendo muchas veces el tormento del hambre.
Esta emigración rusa se concentra especialmente en la llamada Costa Azul. El ensueño de todos los rusos refugiados en Berlín, Londres o París es poder trasladarse a Niza. Hijos de una tierra invernal, piensan en el sol gratuito que dora las costas de este mar color de violeta, célebre desde los primeros vagidos de la poesía griega. Vivir en Niza representa prescindir de la calefacción, comer naranjas a bajo precio, instalarse en un antro miserable de las afueras con otros compatriotas, sin miedo a los rigores de la temperatura.
Además, muchos de los pobres actuales vivieron en este país hace diez o doce años, cuando gastaban miles y miles de rublos. Aquí dejaron recuerdos de amor, de vanidad o de orgullo, y se sienten atraídos por estos fragmentos de vida que representan toda la gloria de su pasado.
Los rusos, antes de la guerra, eran en la Costa Azul el gran señor manirroto o la dama algo loca y siempre elegante, que asombraban a las gentes arrojando el dinero a puñados. Hoy forman un coro triste, y sobre su masa dolorosa parecen destacarse con más crudo relieve la prodigalidad de los americanos del Norte y la opulencia señorial de los ingleses, actuales dominadores de la tierra.
Muchos de estos emigrados aceptaron valerosamente su desgracia. En Mentón, cerca de mi casa, hay granjas cultivadas por generales y coroneles rusos; pero cultivadas verdaderamente, pues estos hombres que mandaron regimientos o divisiones son ahora gañanes para poder comer, y remueven la tierra con la pala, abren surcos, cargan carros, crían aves de corral. Otros, menos enérgicos o vigorosos, trabajan como porteros de hotel o simples mozos de comedor.
Con frecuencia, algunas damas inglesas o francesas creen reconocer al criado viejo, de chaleco a listas y mandil azul, que limpia su cuarto. Al fin acaban por enterarse de que en otros tiempos bailaron con él en Monte-Carlo, cuando se llamaba príncipe o conde, era capitán de la Guardia imperial y venía todos los inviernos a derrochar su patrimonio en la Costa Azul.
Otros no se deciden a trabajar y apelan a toda clase de expedientes, representando una molestia peligrosa para el que los recibe en su casa. Con lentitud eslava cuentan la novela de su pasado, y acaban pidiendo tranquilamente mil o dos mil francos, como si aún viviesen en sus tiempos de magnificencia. Es verdad que se contentan finalmente con veinte francos; ¡pero son tantos los que llegan creyendo ser cada uno el único que merece protección!...
En Niza, señoras de la antigua corte imperial inventan rifas para vivir. Otras tienen casa de huéspedes o una tiendecita de sombreros.
Antes del triunfo del bolcheviquismo, mis novelas eran muy traducidas y leídas en Rusia. (Debo advertir de paso que España jamás tuvo tratado de propiedad intelectual con Rusia, y los libros nuestros eran reproducidos libremente. Hubo novela mía que fue publicada al mismo tiempo por cinco editores diferentes, sin pedirme ninguno autorización). Como vivo rodeado de tantos náufragos de la catástrofe rusa que en sus tiempos felices fueron lectores míos, recibo frecuentemente sus visitas. Grandes damas me buscan para que las ayude a vender ricas diademas en forma de mitra, semejantes a las que ostentan las vírgenes bizantinas, y que lucieron ellas muchas veces en las fiestas de la corte imperial. Otras me enseñan capas de marta, armiño, y alhajas de una magnificencia algo bárbara.
Es lo último que les queda. Temen las ofertas, escandalosamente bajas, de los usureros que acechan su agonía, y acuden a mí, como si un novelista pudiera arreglarlo todo. Algunas me proponen la adquisición de estos recuerdos de su vida lujosa, desaparecida para siempre, indicando precios verdaderamente extraordinarios por lo modestos. Pero yo no voy a pasearme por mi habitación de trabajo vestido y adornado como una dama de Nicolás II en día de gran ceremonia, y renuncio a tales «ocasiones». Otras de menos años, cuyos maridos, difuntos por fusilamiento, poseyeron minas de platino en Siberia, vienen a que las recomiende para trabajar en el cinematógrafo. ¡Como si el improvisarse artista cinematográfica fuese algo facilísimo!...
Algunas de estas grandes damas arruinadas pueden sostenerse modestamente con lo que poseían fuera de su país, y aún encuentran el medio de favorecer a sus compañeros de desgracia. Como se consideran pobres al no poder sostener su existencia lujosa de otros tiempos, desean trabajar, y han creado en Niza varios restoranes, que dirigen ellas mismas.
Son establecimientos baratos, donde se puede comer por cuatro francos y medio, lo que equivale en Francia a un cubierto español de dos pesetas. Por tal precio no pueden esperarse milagros culinarios; pero se nota en el ambiente de la sala y en el arreglo de sus mesas cierta distinción especial, lo que la gente llama chic, algo que revela el buen gusto de la dueña invisible, que está en la cocina dirigiéndolo todo. Los pobres de mala educación no se sienten a su gusto en estos restoranes, y los abandonan. Su clientela se va seleccionando de un modo automático, y acaba por estar formada únicamente de personajes venidos a menos, de héroes de novela, muy interesantes si fuesen dos o tres nada más. Pero son muchos, y sus vidas, que hace quince años hubiesen parecido extraordinarias, acaban por resultar monótonas.
La directora de uno de estos restoranes es una princesa Murat. La familia de los Murat está dividida en varias ramas, y una de ellas se estableció matrimonialmente en Rusia. De aquí que la suerte de muchos descendientes del ex rey de Nápoles vaya unida a la de los aristócratas rusos.
Esta princesa, nacida, según creo, en los Estados Unidos, posee una elegancia natural y guarda aún la belleza reposada y distinguida de su segunda juventud, después de haber perdido la frescura de la primera. Con una energía americana ha aceptado los deberes y penalidades de su nueva situación. Todas las mañanas, al salir el sol, ya está en el mercado, al mismo tiempo que los compradores de los grandes «Palaces», los cocineros de los hoteles medianos, y los dueños de fondines y casas de huéspedes.
Desea que sus clientes coman barato y bien. Discute con los proveedores o les sonríe, empleando la fuerza convincente de una mujer que sabe hacerse agradable. Atrae con su presencia la atención de todos, aun de aquellos que ignoran quién es.
El mercado de Niza hace recordar los antiguos mercados de Valencia y Barcelona. Los vendedores están al aire libre, detrás de barricadas de hortalizas, que esparcen perfumes de tierra prolífica o de punzantes y vigorosas savias. A través de los portalones de la muralla inmediata se ve brillar la llanura luminosa del Mediterráneo, toda azul y toda azogue. En la atmósfera hay olores de ajo y mimosas, de cebolla y claveles, de violetas y sal marina. Toda mujer, después de llenar su cesta de comestibles, considera indispensable comprar un ramo de flores. Este mercado—tan distinto a los mercados cerrados y con techumbre de hierro—predispone las gentes al amor, y hace pensar que en la vida hay algo más que llenar bien el estómago.
La princesa se vio detenida una mañana por uno de sus «colegas». Era un francés bigotudo, con aire de antiguo gendarme, dueño de un fonducho para trabajadores cerca del puerto. Necesitaba hablar con ella. Venía observándola desde muchas semanas antes. Había admirado su habilidad para comprar y el gran dominio que ejercía sobre las gentes.
—A mí me gustan las mujeres serias; soy viudo, y tal vez podemos convenirnos el uno al otro. No le hablaré de amor; eso es para las comedias. La vida no es una broma... Usted tiene su establecimiento, yo tengo el mío; podemos casarnos, y ayudándonos como dos personas juiciosas, llegaremos a juntar un capitalito para retirarnos al campo en nuestra vejez.
La dueña del restorán contestó con una de sus sonrisas dulces:
—¡Quién sabe!... Es para pensarlo más despacio.
Ahora el dueño del fondín del puerto va más tarde al mercado, pues no quiere encontrarse con ella. Además pone una cara fosca para que las pescaderas y las vendedoras de hortalizas no se atrevan a bromear con él.
Sabe que cuando vuelve la espalda todas sonríen y le designan con el mismo apodo: «El que quiso casarse con la princesa».
IV. En torno al «queso»
Bien sabido es que cuando se quiere encontrar a una persona de cierta posición social y se ignora su domicilio en Europa o América, no hay más que sentarse junto al «queso», en la plaza de Monte-Carlo. Podrá uno esperar diez, quince o veinte años; pero un día el amigo deseado acabará por dejarse ver.
Esto lo tienen muchos por indiscutible, aunque parezca falso. Todo el que posee algún dinero y ama los viajes, acaba por dar la vuelta al «queso», mezclándose por unas horas con la multitud que circula frente al Casino. Antes de pasar adelante creo necesario explicar que este «queso» famoso es un pequeño jardín o macizo de plantas en el centro de la plaza. Su forma redonda le ha hecho ser comparado con una caja de queso Camembert.
En la acera circular de este jardín se oyen conversaciones en todas las lenguas, y como si el Carnaval durase aquí el año entero, circulan entre las señoras vestidas a la moda de Europa damas indostánicas de largos velos azules, con la nariz perforada por botones de brillantes, personajes asiáticos de andar felino y ojos misteriosos, jefes árabes de albas túnicas, chinos y japoneses cuya cabeza ratonesca, astuta o inteligente, parece querer escaparse de las vestiduras occidentales que disfrazan el resto del cuerpo.
Yo he tenido en esta plaza muchos encuentros inesperados y he contraído las amistades más novelescas tal vez de mi existencia. Una sonrisa interrogante y una mano tendida provocan en tal lugar dudas geográficas que abarcan el planeta entero. ¿De dónde podrá venir el amigo que acaba de reconocernos?... Hay que dejarle hablar para ir adivinando poco a poco su identidad. Puede ser un olvidado condiscípulo de la juventud, o uno que conocimos en Turquía, Argentina, Egipto o Méjico. También puede ser un señor con el que almorzamos en el restorán de la estación de Toledo; pero Toledo, en el Estado de Ohío, una de las ciudades ferroviarias más importantes de los Estados Unidos.
Durante el invierno fondea cada semana ante Monte-Carlo uno de esos trasatlánticos procedentes de la América del Norte que son verdaderas ciudades flotantes, y echan a tierra dos mil pasajeros. Durante veinticuatro horas los alrededores del «queso» parecen la Quinta Avenida de Nueva York. A mediodía llega invariablemente el tren «azul», procedente de Calais, un tren que sólo lleva vagones-camas, y las gentes británicas se reconocen y se estrechan las manos, sacudiéndolas vigorosamente, como si se encontrasen en el Piccadilly de Londres.
El indeciso pasado de nuestros años de adolescencia, las ilusiones que acariciamos entonces como algo de imposible realización, las cosas más admiradas por la buena fe y el entusiasmo de la primera juventud, pueden salirnos al paso en esta plaza. Yo he visto muchas veces, tomando el sol en sus bancos, a viejos señores, trémulos y de piel flácida como pájaros desplumados, y los nombres de estas ruinas humanas hicieron revivir en mí pretéritas admiraciones. Eran hombres políticos que nadie recuerda, generales que ganaron victorias olvidadas, caudillos novelescos del África británica o la América del Sur. Viejas encogidas, de aire humilde, o pintarrajeadas y cadavéricas como momias, evocan con sus apellidos de guerra el recuerdo de beldades célebres, cuyos retratos adoramos en las cajas de fósforos cuando éramos colegiales.
Entre esta muchedumbre de personajes que «fueron» y no son ya más que simples invernantes de la Costa Azul, buenos para ocupar una silla en la plaza de Monte-Carlo o en los salones del Casino, hubo hasta el año pasado una personalidad sobresaliente, inquieta, arrolladora, incansable, que parecía llenarlo todo con su presencia y estaba al mismo tiempo en diversos lugares, con infinita ubicuidad. Era la gran duquesa Anastasia, tía carnal del zar Nicolás II, ejecutado por los bolcheviques; hermana del zar anterior y madre de la esposa del kronprinz.
Una hija suya ocupa actualmente uno de los tronos de Europa. Su otra hija hubiese sido emperatriz de Alemania de no ocurrir la última guerra.
En su juventud gozó fama de hermosa y elegante, según afirmación de los que la conocieron en la corte de Rusia. Siendo extremadamente alta (cerca de dos metros), tal vez esta belleza fue efectiva en los tiempos que duraba aún la influencia de la vieja reina Victoria y otras soberanas metidas en carnes y pródigas en curvas, o sea cuando no era de moda que las mujeres buscasen a fuerza de hambres las angulosidades y asperezas huesudas del cuerpo masculino. Pero Anastasia—así la designaban familiarmente las gentes de Monte-Carlo—, a pesar de sus años, había querido enflaquecer lo mismo que las muchachas de ahora, y su exagerada delgadez parecía prolongar aún más su estatura.
Esta hija de emperadores y madre de reinas vivía al margen de la tiranía de los costureros, vistiéndose a su gusto, con arreglo al mismo patrón, como si llevase uniforme. De día usaba invariablemente un traje negro, corte sastre, que parecía flotar sobre su cuerpo largo y descarnado, lo mismo que una sotana de sacristán. Para el que la veía por primera vez, lo más extraordinario en ella eran las orejas, despegadas del cráneo, muertas e insensibles, como si fuesen de cartón. Tenía los pies extremadamente largos, con una longitud que imposibilitaba todo artificio zapateril, y convencida de lo ineficaz que era querer disimular sus extremidades, las calzaba sin cuidado alguno. Muchas señoras afirmaban que la gran duquesa tenía el mismo zapatero que los gendarmes de la provincia.
Se la veía casi a un tiempo jugando en los salones reservados del Casino y circulando por la plaza, con una rapidez que arremolinaba la negra faldamenta en torno a sus piernas. Éstas eran tan flacas, que parecían próximas a romperse a cada paso. Luego bailaba en el Café de París, en los dancings de los hoteles, en los tés elegantes, en todas partes donde suenan los instrumentos desafinados del jazz-band. Había algo de la furia del borracho romántico, que bebe para olvidar, en la movilidad incansable de esta «vitalista», ansiosa de conocer todos los placeres violentos. A su familia la habían pasado a cuchillo. Hermanos y sobrinos, todos habían muerto por orden de los Soviets. Sólo quedaban ella y ciertos parientes, a los que pilló la revolución comunista «fuera de casa». Además, esta rusa, que había vivido la mayor parte de su existencia en Alemania por haberse casado con un príncipe alemán, desdeñaba a la familia imperial germánica, en la que figura su hija.
¡Inolvidable Anastasia! Había que oír a la vieja gran duquesa, vestida con la obscura modestia de una directora de colegio, hablar de sus parientes alemanes. Al kronprinz lo censuraba... Esto nada tiene de singular. Lo extraordinario sería que una suegra hablase bien de su yerno. Pero cuando resultaba más interesante era al ocuparse de su consuegro, Guillermo II.
Ella había nacido Romanoff, y era descendiente de innumerables emperadores. La dinastía de los zares se pierde en la noche de la Historia. En cambio, los Hohenzollern son unos reyes de siglo y medio, como quien dice de ayer, y su título de emperador data de 1870. Aspiraba el aire desdeñosamente por sus anchas narices al decir esto, y añadía, como una señora linajuda que habla de un «nuevo rico»:
—Cuando se casó mi hija tuve que asistir a la ceremonia y aceptar el brazo de Guillermo. No podía negarme. Nunca ese advenedizo, ese manco «cursi», se vio tan honrado. ¡Dar su brazo a una nieta de Pedro el Grande!...
El gobierno francés la dejó vivir en Francia durante la guerra. ¡Cómo hacer otra cosa con una princesa alemana, suegra del kronprinz, pero rusa de nacimiento y que llamaba «cursi» a su consuegro!... Aunque pasaba el día y muchas veces la noche dentro del principado de Mónaco, su domicilio era en Eze, o sea en territorio francés.
Últimamente se quejaba de escaseces de dinero. En Rusia y Alemania se habían perdido todos sus bienes. Pero los personajes emparentados con numerosas casas reales son como los barcos grandes, que después de encallar en la costa y perderse para siempre, todavía mantienen con sus despojos a los que se aproximan a ellos.
La gran duquesa guardó hasta el último momento su casita de Eze, situada entre la línea del ferrocarril y la línea espumosa de las olas. Poseía un pequeño automóvil, guiado muchas veces por ella misma. Siempre tuvo dinero para el juego, y sobre todo para cenar en los sitios donde se baila. En los postreros días de su vida fue muy española.
—¡País de hidalgós y caballerrros!—me dijo repetidas veces en un español chapurreado y con miradas de admiración.
Existe en Monte-Carlo un restorán donde se prolongan las fiestas nocturnas hasta la salida del sol, y en este lugar público trabajan todos los años dos bailarines españoles, dos «niños» de Sevilla, pequeños de estatura, graciosos y bien educados, que tienen por nombre «los Titos». Este par de andaluces de smoking, que, según dicen las señoras, no tienen precio para hacer bailar bien a sus acompañantes, inspiraron a la gran duquesa un entusiasmo casi maternal. Pasaba las noches dedicada a ellos, no perdonando una sola de las danzas que tocan simultáneamente y sin descanso las dos orquestas del establecimiento. Dejaba a un Tito para tomar al otro, y el más alto de los hermanos no llegaba a tocar con su cabeza el huesudo pecho de la princesa de dos metros.
Tal fervor por las cosas de España acabó con la vida de la consuegra de Guillermo II. Un día del pasado invierno, «los Titos» arreglaron en su honor un arroz a la valenciana. Era un arroz «traducido» de Valencia a Sevilla, y hecho además con lo que se puede encontrar en Monte-Carlo; pero la gran duquesa no conocía otro, y dedicaba siempre a este plato interminables alabanzas. A los postres de la comida española sufrió un desmayo; la llevaron apresuradamente al Hotel París, y a las pocas horas dejó de existir.
Esta mujer, que en unos cuantos años presenció tantas tragedias familiares y sufrió emociones tan enormes, sólo podía morir repentinamente. Además, sus placeres eran tan violentos, que un corazón no podía soportarlos sin lesiones.
Después de la guerra, el famoso «queso» ha dejado de ver a muchos personajes que lo visitaban en otros tiempos. Mi amigo Luciano Guitry, el más grande de los actores contemporáneos, me contó un día algo ocurrido aquí mismo.
Fue esto años antes de la guerra. Se acercó al gran comediante francés una de esas muchachas parisienses que se titulan «artistas» y, en realidad, mantienen su lujo y atienden al costoso entretenimiento de su belleza con otros recursos que los del arte. Llegan a Monte-Carlo para distraer a los hombres que juegan, recordándoles que en el mundo hay algo más que los placeres del azar; pero muchas veces sienten la tentación de la ruleta, lo mismo que los otros mortales, y lo que ganaron con sus propios recursos lo dejan sobre la mesa verde.
—Monsieur Guitry—preguntó—, ¿quién es ese hombre bajito, calvo y de mal color que conversaba con usted hace un momento? El otro día estuve una hora con él y no hizo más que hablar de su persona, como si fuese el centro del mundo. Al despedirse, me dijo: «No te revelo mi nombre, porque si lo supieras serían tan grandes tu sorpresa y el orgullo de haberme conocido, que caerías desmayada de emoción sobre tus... almohadillas naturales». ¿Quién es, monsieur Guitry? ¿Es un hijo de rey?... ¿un millonario de Nueva York?... ¿un presidente de República de la América del Sur?...
Una leve sonrisa alteró la serenidad episcopal del rostro del insigne actor. Sus ojos parpadearon maliciosamente, y dejó caer estas palabras:
—Es un poeta italiano, llamado Gabriel d’Annunzio.
La muchacha quedó indecisa, repasando mentalmente sus recuerdos, mientras se rascaba con las pintadas uñas el lindo entrecejo. Luego dijo simplemente:
—¿D’Annunzio?... Connais pas.
Repito que esto fue antes de la guerra; antes de que el poeta
obtuviese la verdadera fama acompañando en sus vuelos a los aviadores
italianos, o acometiendo la ruidosa y estéril aventura de Fiume.
¡Fragilidad de las vanidades literarias! Creerse igual al Dante; llevar la cabeza sobre los hombros con la misma solemnidad que si fuese una urna santa; inventar todos los días algo extraordinario y raro que atraiga la atención del público, para que después una muchacha de las que mariposean en torno a la ruleta de Monte-Carlo diga con indiferencia:
—¿D’Annunzio?... No lo conozco.
V. Las almas del purgatorio
De los bancos que forman círculo en el centro de la plaza de Monte-Carlo, dos o tres situados frente a la escalinata del Casino llevan el nombre de «el purgatorio». Y por deducción, a las personas que los ocupan, como si fuesen de su propiedad, guardándose recíprocamente un lugar en ellos, las llaman las «almas» de dicho «purgatorio».
Fácil resulta adivinar su pasado. Son jugadores que desean entrar en el Casino y no pueden, a pesar de vivir convencidos de que al otro lado de sus puertas les aguarda la Fortuna. Los directores del establecimiento, aleccionados por la experiencia, procuran que no quede en Monte-Carlo ningún resto de la diaria batalla entre el hombre y la Suerte. Pocas ciudades de Europa tan limpias como ésta. A ninguna hora del día o de la noche se encuentra un papel, una hoja seca o una colilla de cigarro en sus aceras, pulidas como el piso de un salón. Del mismo modo procuran que no quede ningún herido ni contuso de los combates de la ruleta y el «treinta y cuarenta». Todo el que pierde su dinero puede acudir a la Administración del Casino, madre cariñosa, que le facilitará la cantidad necesaria para el viaje hasta el país de origen. De este modo la víctima va a contar muy lejos sus desengaños, y si se le ocurre suicidarse, otros se encargan de su entierro.
Este socorro que da el Casino para que se retire el descalabrado recibe el nombre de «viático». A veces el tal «viático» es de miles de francos, según la categoría del jugador o la importancia del trayecto. Yo he visto pagar a un holandés el precio de su pasaje hasta Java; pero había dejado antes en las mesas verdes centenares de miles de francos. También la Administración da algunas pensiones vitalicias a jugadores famosos que frecuentaron la casa treinta o cuarenta años, perdiendo en ella numerosos millones.
Conozco a un gran señor ruso que entra todos los días al Casino y sigue el juego de las mesas importantes con mirada ansiosa; pero no se atreve a apuntar ni con una ficha de las blancas, que son las más modestas.
El Casino le regala una pensión de 1000 francos mensuales, después de haber dejado en Monte-Carlo el producto de sus minas en Siberia y las cosechas de territorios extensos como provincias, poblados por miles de mujiks. Pero esta generosidad va unida para el agraciado con la condición de que no jugará nunca. Si avanza una apuesta sobre un número, los empleados tienen orden de no admitirla.
Muchos jugadores que recibieron el «viático» para volver a su tierra sienten el latigazo de la inspiración antes de partir, y arriesgan el importe del viaje en una jugada última, convencidos de que este dinero, por ser del Casino, atraerá a la Suerte. Si lo pierden quedan como prisioneros en Monte-Carlo, y un desesperado más viene a sentarse en los bancos del «purgatorio».
Todo el que tomó el «viático» encuentra cerradas las puertas de la catedral del Rojo y el Negro mientras no devuelve el préstamo recibido. Y estas pobres almas en pena se buscan y sostienen con la fraternidad de la desgracia.
Antes de las diez de la mañana, hora de principiar el juego, ya ocupan los bancos que consideran de su propiedad. Los que se alejan a mediodía para almorzar, son reemplazados por otros que no saben dónde un hambriento puede conseguir un almuerzo. Se ceden cortésmente los asientos verdes, desde los cuales parecen espiar la escalinata del templo prodigioso, y así permanecen formando grupos, unos encogidos, otros de pie, hasta que llega la noche y se desbandan con la ilusión de que el día siguiente será más propicio.
Mientras evocan su pasado o cuentan historias de ganancias maravillosas en la ruleta, miran con envidia a los felices que suben y bajan los peldaños alfombrados de la escalinata. Sus ojos son admirativos y tristes, como los del ebrio ante la puerta cerrada de una bodega, como los del morfinómano falto de dinero junto al escaparate de una farmacia. De vez en cuando estos maltratados por la Suerte intentan volver hacia ella con la esperanza de que los acaricie, con repentino capricho. Rascan todo el fondo de sus bolsillos. Los hombres sacan monedas o billetes ínfimos entre migas de pan y briznas de tabaco. Las mujeres extraen de sus bolsos un dinero manchado de polvos de arroz o colorete para los labios. Las «almas del purgatorio» sienten una fe repentina en determinado número, o aceptan como indiscutible la nueva jugada que les propone el más viejo del grupo.
Encuentran siempre un amigo que no ha tomado el «viático» y puede entrar en las salas públicas. Se le entrega sin miedo el capital de la sociedad, repitiendo, con abundantes detalles, cómo debe arriesgarlo. A nadie se le ocurre sentir desconfianza. Este embajador no puede faltar a la lealtad que se deben los desgraciados. Quedan todos en angustioso silencio. Miran fijamente las puertas del Casino, creyendo ver a cada instante la reaparición del enviado en lo alto de la escalinata. Cuando tarda, la confianza aumenta en el «purgatorio». Indudablemente, el capital común está agrandándose con una ganancia progresiva. Si vuelve a mostrarse a los pocos minutos, todos adivinan su desgracia mucho antes de ver el gesto doloroso con que anuncia desde lejos la quiebra fulminante de la sociedad.
Yo hablo algunas veces con las «almas» que vagan dolorosas por la plaza de Monte-Carlo, sin que la Suerte quiera redimirlas. Muchas de ellas son más antiguas que yo en el país. También gozo el honor de que estas «almas» me admiren, como un personaje casi tan interesante como ellas.
Aunque algunos me tachen de inmodesto, declaro que he conseguido cierta celebridad en Monte-Carlo. Hasta tengo un apodo con el que me designan los que no saben pronunciar mi apellido español. Soy «el señor que no ha jugado nunca». Una popularidad que no todos pueden conquistar.
Hace cinco años que frecuento Monte-Carlo y entro diariamente en su Casino, fuera de los meses que paso viajando. Hubo año que llegué a visitar las salas de juego mañana, tarde y noche, para hacer un estudio directo de la vida de los jugadores, destinado a mi novela Los enemigos de la mujer... Y en esos cinco años no jugué nunca, no he sentido la curiosidad de llamar a la Fortuna ni una sola vez, y el público y los empleados han acabado por fijarse en tal abstención, que resulta aquí extraordinaria.
Siempre que entro ahora en el Casino, me veo buscado y amenazado por los halagos o las emboscadas que persiguen a toda virginidad. La superstición de los jugadores cree ciegamente en la buena fortuna de las novelas. Muchas señoras, amigas mías, me ofrecen dinero para que lo ponga a mi capricho sobre la mesa verde.
—Aunque sea un luis nada más—dicen con una sonrisa que incita al pecado.
No jugaré nunca. Confieso mi debilidad ante muchos vicios y seducciones de la existencia; pero la tentación del juego no me inspira inquietud. Sé bien que no puedo ser jugador; que no lo seré, aunque me lo proponga con toda la fuerza de mi voluntad. He hecho mis pruebas, y puedo afirmarlo sin miedo a equivocarme.
En 1896, cuando andaba metido en las aventuras y riesgos de una política de acción, tuve el honor de ser presidiario. Un Consejo de guerra me condenó a varios años de encierro, y aunque los periódicos se interesaron por mi suerte hasta conseguir que me indultasen, no por ello me libré de pasar recluido más de un año. Esto se dice pronto; pero hay que conocer por experiencia lo que son doce meses, uno tras otro, siempre en el mismo edificio y entre gente poco grata.
La penitenciaría era un antiguo convento de Valencia, que ya no existe. Esta construcción vetusta sólo tenía cabida higiénica para trescientos hombres, y éramos a veces mil. Como gran favor, me dejaron en la enfermería, donde todos los meses morían dos o tres tísicos y se preparaban para seguirles media docena más. Si la defunción ocurría al atardecer, quedaba el cadáver en una cama próxima hasta la mañana siguiente. ¡Una existencia de lo más entretenida!... De vez en cuando, para mayor amenidad de mi encierro, llegaban órdenes exteriores recomendando a los empleados que no me dejasen recibir libros ni me permitieran escribir otra cosa que cartas a mi familia. Los apasionamientos políticos aconsejan casi siempre medidas absurdas.
En uno de estos períodos, los empleados, apiadándose de mi aburrimiento, me buscaron una diversión.
—Podía usted entretenerse con el juego. Eso le distraerá tanto como la lectura.
Y ocultamente me fueron proporcionando barajas, un dominó, un tablero de damas y otros instrumentos recreativos que no recuerdo. Hicieron más: me buscaron sin salir de «la casa» un insigne profesor, famoso ladronazo de larga historia, que sólo se había dedicado a robar Bancos y llevaba corrido medio mundo, conociendo todas las timbas de España y naciones adyacentes.
¡Imposible aprender en mejor escuela! Fue—y pido perdón por la irreverencia—como si me pusieran a estudiar bacteriología con Pasteur o versificación con Víctor Hugo. Pero apenas iniciadas sus lecciones, el eminente catedrático debió convencerse de que trataba con un torpe, falto completamente de aptitudes. Todo lo aprendía y lo olvidaba con igual facilidad. Me faltaba tener fe en las enseñanzas recibidas... Y media hora después, el maestro, abusando de la bondadosa tolerancia de mis protectores, jugaba a peseta el golpe con los enfermos, mientras yo, de pie y junto a una verja, seguía arrobado el deslizamiento de las nubes y el revoloteo de dos palomas, a través de los hierros que cortaban el azul de un rectángulo de cielo.
Debo confesar que representa para mí una voluptuosidad algo cruel y egoísta—y los placeres resultan a veces más intensos cuando van sazonados con un poquito de esta salsa maligna—el hecho de pasearme por Monte-Carlo siendo el único hombre, ¡el único!, que vive en esta ciudad sin haber jugado nunca. Muchos ilusos de diversas naciones se encargan de costear las comodidades que me rodean. Los jardines de vegetación tropical, los salones lujosos del Casino, el puerto blanco lleno de yates, las orquestas, la ópera subvencionada con varios millones, todo lo pagan los jugadores para que yo lo disfrute. Las mesas verdes no han recibido de mí un solo céntimo.
Pero un día que hice esta declaración de independencia ante un empleado antiguo del Casino, el viejo rió socarronamente:
—Hay quien ha hecho más que usted—dijo—. Usted se limita a no dar nada, mientras que el maestro ruso...
Y me contó la breve historia del maestro de escuela ruso, conocida solamente por los altos funcionarios de Monte-Carlo, pues resultaría peligroso el divulgarla.
Esto fue antes de la guerra. Un ruso greñudo, barbón y grasiento, con sonrisa inocente y ojos de angelote bizantino, consiguió entrar una sola vez en las salas de juego, y puso una moneda de cinco francos a un número de la ruleta. El duro era escandalosamente falso, pero acertó el «pleno», y le dieron treinta y cinco duros más, indiscutiblemente legítimos.
Luego que se hubo comido la ganancia, el maestro pidió audiencia a la Administración del Casino. Él se consideraba un jugador importante, «todos le habían visto jugar», y exigía lo mismo que los otros, un «viático» para volver a su tierra... Y la Administración, que no quiere «ruidos», le pagó el viaje.
Como el empleado continúa sonriendo después de terminar su historia, yo inclino la cabeza humildemente:
—Reconozco mi inferioridad ante el maestro ruso.
VI. Los nuevos compañeros
Hace pocos días hablé con el director de uno de los «Palaces» más célebres y caros de la Costa Azul, y este personaje representativo de nuestra época, que tiene automóvil propio, cobra más sueldo que un primer ministro, es amigo de varios reyes y estrecha confianzudamente las manos de los millonarios de Europa y América, me dijo así:
—Una nueva preocupación aflige ahora a los hoteleros. Muchos clientes llevan con ellos un animal, y estas bestias nos dan más trabajo que las personas.
Pensé inmediatamente en los perros, no pudiendo comprender cómo este famoso personaje los consideraba una novedad en la vida de los hoteles.
La Costa Azul es el lugar de la tierra donde abundan más los perros. Los hay a docenas en los «Palaces», en las casas, en los paseos, en los lugares más apartados de la ribera o la montaña. Hacen imposible un largo y silencioso recogimiento ante la Naturaleza. Cuando se cree uno solo y empieza a saborear la calma rumorosa del paisaje, sumido en profunda paz, suena al lado el grotesco ladrido de algún gozque, último amor de su dueña envejecida, y con la rapidez de un reguero de pólvora inflamada este ladrido se dilata, se multiplica al correr hacia el infinito, pues de todas partes empiezan a contestarle otros aullidos, atiplados o graves, de perros de salón, perros de pescador, perros de granja o perros que tiran de su cadena junto a las verjas de los jardines elegantes.
En este pedazo de Francia, tierra de retiro invernal, donde de cada diez personas que buscan el sol siete hablan inglés y tres solamente francés, la dama vieja con su perrito es el eterno personaje que da valor humano al panorama.
Bien sabido es lo que representan, generalmente, las respetables señoras que viven durante el invierno en la Costa Azul y pasan la primavera en Florencia. Aunque sean de distintos idiomas y naciones, todas resultan iguales. Todas poseen una peluca rubia, una dentadura postiza, una novela inglesa «muy moral», que nunca acaban de leer, pues aunque la cambien, siempre dice lo mismo... y un perro.
A causa de ellas, los hoteleros, que tienen de vez en cuando sus asambleas internacionales en alguna ciudad de Suiza—lo mismo que los diplomáticos de la Sociedad de las Naciones se reúnen en Ginebra—, se han visto obligados a ocuparse del perro y sus molestias, combatiendo su existencia por medio del impuesto.
Hace algunos años, los perros, que siempre habían vivido gratuitamente en los hoteles, fueron tasados en dos francos diarios. Ahora pagan cinco, y en ciertos «Palaces» diez y hasta quince francos, sin que haya influido esto en su disminución. Al contrario: tener perro en un hotel de lujo significa un gasto considerable; cuesta más que costaba antes de la guerra el mantenimiento de un cristiano, y denuncia gran riqueza en su dueño.
Pero el personaje célebre sonríe despectivamente al oírme hablar de perros. ¿Quién se acuerda de estos animales?... Han pasado de moda, y únicamente pueden interesar a las gentes desorientadas que siguen con un retraso de varios años los adelantos de nuestra época.
Los altos lebreles de Rusia, estrechos, sedosos, distinguidos o imbéciles; el perro policía, feroz y de una agresividad inteligente; el «lulú de la Pomerania», peludo y pequeño como un manguito con patas y ojos; los gozques liliputienses, capaces de tener por casa un saquito de mano; todas estas bestias privilegiadas, que cuestan miles de francos y eran acogidas antes con palmoteos y gritos femeninos de entusiasmo, resultan actualmente un regalo vulgar, bueno para los burgueses que no se enteran de lo que es chic.
—Otros animales—añade—son ahora los acompañantes de moda, especialmente de la mujer.
Tales palabras vienen de un hombre en íntimo contacto con la humanidad privilegiada que llega de todas partes a la Costa Azul, vive unos meses en ella y vuelve a esparcirse por el mundo. Nadie puede conocerla mejor... Y me hacen ver, repentinamente, con una concreción luminosa, imágenes que se habían deslizado antes por mis ojos, sin que yo las retuviese.
Me acuerdo de la hora cálida y elegante del mediodía, cuando circulan los extranjeros por los muelles de Mentón, las terrazas de Monte-Carlo, el Paseo de los Ingleses, en Niza, y las explanadas del puerto de Cannes. Pasan señoras con la sombrilla japonesa en la diestra, llevando sobre un hombro o un codo el papagayo amaestrado que las acompaña en sus viajes. Otras tiran de una cadenilla, al término de la cual marcha un mono en posición cuadrúpeda o se apoya en las patas traseras, irguiendo su cabecita orejona y piramidal sobre el capuchón de un hábito hecho con tela de casulla. Otras damas, más jóvenes y de arrogancia deportiva, acarician con la punta de su bastón el gato montes, la zorra, el lobito, la pantera o el pequeño tigre que las sigue a todas partes, como en otros tiempos el perrillo faldero.
Éstos son los camaradas de viaje que pueden dejarse ver. El célebre hotelero me habla de otros que se quedan en casa, o sea los que permanecen ocultos en el cuarto del «Palace» y obligan a los criados a realizar a toda prisa la limpieza de la habitación, si es que no se quedan a la puerta vacilantes y medrosos: lagartos soñolientos, hundidos en algodones que les sirven de cama; tortugas que surgen lentamente del abrigo del sofá; reptiles de piel en cuadrícula—molestos de nombrar—que, al sentir la caricia del rectángulo de sol de la ventana prolongado hasta su cesto, se desenroscan, levantan la tapa de junco, y dilatando sus anillos, empiezan a subirse por las patas de los muebles.
Como ahora la gente viaja más que en otras épocas y dar la vuelta al mundo es diversión que nada tiene de extraordinaria, las personas andariegas y caprichosas, movidas por un deseo malsano de originalidad, escogen los más extraños camaradas para su existencia cómoda, aburrida y errante.
Un recuerdo me conmueve de pronto interiormente, con esa emoción explosiva que acompaña los descubrimientos inesperados.
Me veo, noches antes, en la fiesta de un gran hotel de Niza. Bailan las parejas bajo una lluvia de serpentinas y papelillos dorados. Los domésticos van de mesa en mesa ofreciendo objetos de cotillón. Las gentes se adornan con ellos grotescamente.
Graves señores, de solapa condecorada, han tocado sus cabezas con sombreros de payaso, crestas de gallo o plumajes índicos, todo de papel de seda.
Señoras que llevan sobre el pecho un millón de perlas o brillantes ostentan orgullosas en su peinado las diademas de lata o las sombrillitas de cartón que acaba de darles el maître d’hôtel. Entre baile y baile, la gente devora. La acidez vegetal del champaña derramado en los manteles se mezcla con la acidez humana de las axilas sudorosas.
En una mesa frente a la mía cena un joven solitario, de aspecto «exótico». Va vestido, indudablemente, por un sastre de Londres; pero, a pesar de su correcto smoking, evoca el recuerdo de islas paradisíacas de Asia, bosques de canela, pagodas de rumorosas campanillas, a causa de la indolencia de sus movimientos y el color de su rostro. Puede ser hijo de europeo y de oriental; puede haber nacido en Inglaterra y tener la cara ensombrecida por la causticidad de la atmósfera del trópico. Si se desnuda este joven perezoso y atlético, tal vez muestre una blancura femenina, alterada únicamente por la máscara de cobre que baja hasta la mitad de su cuello. Con la mano derecha atrapa en el aire las bolas de colores que le envían de las mesas inmediatas, y las devuelve sin esfuerzo.
Su mano izquierda permanece inmóvil y caída sobre un plato con residuos del postre. Algo vive y se agita debajo de esta mano... Lo recuerdo ahora claramente; lo veo como si aún lo tuviese ante mis ojos.
Una cabecita de tortuga se mueve entre los dedos y el borde de porcelana. Avanza, husmeando los restos del postre dulce; luego se oculta... Conozco esta cabeza triangular; conozco su lengua de hilo bifurcado; conozco sus ojos salientes, que parecen empañarse de blanco al descender sobre ellos el velo membranoso de sus párpados. Yo he vivido en las selvas de América, roturando por primera vez un suelo virgen durante millones de años. Mi casa era un «rancho» de estacas y barro. Un doméstico indio untaba con ajo las patas de mi catre para que no subiesen por ellas los reptiles que cazan de noche y se introducen en las viviendas buscando la sociedad del hombre. Al romper el día, antes de calzarme unas botas altas de cuero de cerdo, había que ponerlas boca abajo, por si alguno de estos visitantes se había adormecido en su interior. Más de una vez, al encender luz en plena noche, sorprendí por un momento esta misma cabeza en un agujero del techo o del suelo.
El gentleman, de repente, parece olvidar la fiesta y se lleva, sonriendo, su mano izquierda a la cara. Un soplo frío, algo como una caricia «del otro mundo», debe pasar por su bigote recortado.
No ha querido dejar a su amiga arriba, en la habitación que ocupa en el hotel. Teme por ella, y la ha traído a la fiesta, enroscada en un brazo. Se asoma suavemente por el puño de la camisa; se apoya en el borde del plato; busca, golosa, las dulzuras fabricadas por los hombres que su dueño le ofrece disimuladamente.
Así, tal vez, corre el mundo este gentleman de rostro color de canela, yendo de gran hotel en gran hotel...
Un mal vecino de cuarto.
VII. Cómo los americanos cinematografían una novela
Las once de la noche. El otoño es una segunda primavera en la Costa Azul.
Estamos en Noviembre, pero yo paseo por mi jardín, respirando la leve frescura nocturna, cargada de aromas de flores y frutos. Sólo falta el resplandor azulado de las luciérnagas, moscas de la noche que tejen y destejen sus danzas voladoras en la obscuridad primaveral.
De pronto un estrépito inusitado corta el silencio del adormecido jardín.
Mi casa está en las afueras de Mentón, en una avenida que, arrancando del borde del Mediterráneo, serpentea por la falda de los Alpes Marítimos, orlada de verjas y vallas campestres. Apenas cierra la noche, esta calle, abierta entre dos masas de árboles que ocultan los edificios, queda silenciosa como un sendero de bosque. Parece oírse el latido y la respiración de la Naturaleza en reposo. El más ordinario de los ruidos toma la importancia de un acontecimiento.
Por eso no pude evitar un gesto de extrañeza e inquietud al ver cómo se enrojecía la vegetación bajo una luz de aurora violenta, cortándose al mismo tiempo la calma de la noche con incesantes mugidos. Varios automóviles acababan de detenerse, ensangrentándolo todo con sus faros y haciendo sonar sus sirenas. Poco después la campana de la puerta de mi jardín empezó a repiquetear locamente. ¿Quién podía anunciarse a estas horas y con tal estrépito?...
Pensé en la posibilidad de una invasión de fascistas que hubiese atravesado la inmediata frontera de Italia persiguiendo a enemigos fugitivos. Al acercarme cautelosamente a la verja, una voz juvenil me habló en español, con ligero acento inglés.
—Mister Ibáñez: venimos de Nueva York, enviados por la «Cosmopolitan Production» para filmar su novela Los enemigos de la mujer.
Un poco americana esta presentación, a tal hora y sin más preámbulos... La servidumbre de la casa y los jardineros, despertados por el campaneo, abandonaron sus camas. Yo fui dando luz a los faros del jardín, mientras los criados hacían lo mismo en las habitaciones. Entraron los automóviles, y empezaron a descender de ellos caballeros vestidos de smoking, damas elegantes y hermosas, escotadas, en traje de soirée.
El que había hablado en español siguió dándome explicaciones para justificar esta visita extraordinaria. Era un buen mozo de arrogante presencia, un artista, hijo de españoles, pero nacido en los Estados Unidos: Pedro de Córdoba, cuyo nombre conocen todos los que gustan de ver obras cinematográficas hechas en América. Me creían de viaje en España, y una hora antes se habían enterado de que continúo viviendo en Mentón. Llegaron de París al atardecer, poniéndose inmediatamente sus trajes de ceremonia para cenar y bailar en el Café de París, de Monte-Carlo.
—Al saber que estaba usted en su casa—continúa Córdoba—nos hemos dicho: «Vamos a hacer una visita a mister Ibáñez...». Y aquí nos tiene.
En el comedor se improvisa con toda rapidez un refresco para los invasores. Mientras tanto, las damas escotadas corren por el jardín lo mismo que niñas, persiguiéndose, buscando flores y riendo de sus descubrimientos con una ingenuidad sana y ruidosa.
Los gentlemen siguen hablando conmigo. Tienen un jefe, el reputado director de escena Alan Crosland, joven sonriente, parco en palabras y con un gesto tenaz de hombre acostumbrado al mando.
Deseo saber cuándo empezarán a trabajar estas gentes que llegaron hace unas horas de París, y para reponer sus fuerzas, después de una noche de tren, se han vestido de etiqueta, bailando entre plato y plato de su cena. Me ofrezco a servirles de intermediario para allanar todas las dificultades que retrasen su labor.
—¿Creen ustedes que podrán empezar dentro de tres o cuatro días?
Alan Crosland me mira con sus ojos claros, y responde sencillamente:
—Empezamos mañana, a las seis, en la plaza del Casino de Monte-Carlo.
¡A las seis de la mañana, y van a dar las doce de la noche!... Además hay que tener en cuenta que muchos de los artistas llegados de los Estados Unidos se han quedado en Niza y sólo unos cuantos viven en Monte-Carlo.
Los ayudantes del director, venidos con él de América, y los agregados franceses que le siguen desde París se hallan en este momento reclutando centenares de hombres y mujeres en Niza para que actúen como figurantes. Tienen que buscar igualmente una orquesta, pues las que existen en Monte-Carlo, como funcionan hasta media noche, se niegan a este trabajo matinal. Crosland, que adivina la duda en mi rostro, repite tranquilamente:
—A las seis en punto empezaremos.
Y Pedro de Córdoba, más expansivo, más «latino», añade, sonriendo finamente:
—Cuando hay dinero para gastar, ¿sabe usted?, cuando hay plata abundante, nada es imposible.
Me levantó al día siguiente a las seis de la mañana. No tenía prisa en llegar a Monte-Carlo. La Costa Azul está lejos de los Estados Unidos, y no pueden repetirse en ella los milagros de la prodigiosa actividad americana. Llegaría de seguro antes que hubiese empezado el trabajo.
Al entrar en Monte-Carlo notó una animación especial en sus calles, poco frecuentadas a dicha hora. Los vecinos de la gran metrópoli de la ruleta se levantan tarde. Todos han trasnochado junto a las mesas verdes, y el Casino sólo abre sus puertas a las diez. Pero esta mañana los pocos que iban por las calles se hablaban, señalando a lo lejos, como si ocurriese algo extraordinario. Los había que desandaban su camino para volver a casa y dar a los de su familia una noticia capaz de echarles fuera de la cama.
Cuando llegó mi automóvil a la plaza del Casino no pude contener una admiración ingenua, semejante a la de los barrenderos montecarlinos, que apoyados en sus escobas y palas formaban grupos, mirando ávidamente a un lado y a otro.
El orden de las horas del día estaba totalmente trastornado. El reloj del Casino marcaba las seis y media; un sol adolescente empezaba a remontarse sobre las palmeras de las terrazas que cortan el azul del mar con sus columnatas obscuras... Pero al mismo tiempo eran las cinco de la tarde, la hora del té.
Vi la plaza ocupada por centenares y centenares de personas; tal vez pasaban de mil; y todos, hombres y mujeres, iban vestidos con cierta elegancia, como desocupados que pueden costearse la vida en Monte-Carlo. Estas gentes entraban y salían en el Casino, paseaban en torno al jardincito central de la plaza, llamado «el queso»; se sentaban en las mesas del Café de París. Una orquesta funcionaba en la terraza de dicho establecimiento. ¡Todo lo que se ve en este lugar, pero a media tarde o al caer el sol!...
El orden de los años también parecía invertido, lo mismo que el de las horas. Era la plaza del Casino tal como yo la había visto durante la guerra. Oficiales convalecientes paseaban, formando grupos. Varios inválidos con gorra de cuartel tomaban el sol en los bancos. Toda esta muchedumbre era fingida, o dicho con grosera exactitud, era una muchedumbre «pagada». A espaldas del Gran Hotel de París había docenas de camiones-automóviles de los que pasean a los excursionistas por la Costa Azul. Este convoy de vehículos había traído de Niza la avalancha humana que llenaba la plaza para evolucionar bajo las órdenes de Crosland.
Al aproximarse al Casino me fueron saliendo al encuentro los principales personajes de Los enemigos de la mujer. Besé la diestra de una gran señora que bajaba las gradas vestida lujosamente. Era la duquesa Alicia, representada por la hermosa artista californiana Alma Rubens. Un gentleman puesto de frac se echó atrás las alas de su capa negra y blanca para saludarme. Sólo podía ser el príncipe Lubimoff. Y reconocí los ojos felinos y misteriosos, el gesto de Hamlet del gran actor americano Lionel Barrymore, héroe de los teatros de Nueva York. Igualmente fui reconociendo a muchos artistas célebres que había visto en los films americanos y representaban ahora personajes de mi novela.
Una fila de aparatos cinematográficos funcionaba, lo mismo que una batería de ametralladoras, bajo las órdenes del operador Morgan, compañero de Crosland.
La figuración también resultaba extraordinaria. Era compuesta toda ella de artistas que trabajan ordinariamente para la cinematografía francesa. Entre estas damas y caballeros, descendidos ahora a una simple actuación de figurantes, los había que están acostumbrados a ser primeros personajes en los films hechos en Niza.
—¡Estos americanos pagan tan bien!—dijo una de las varias señoras que fingían tomar el té en las mesas exteriores del Café de París.
Un joven protagonista de comedias francesas, que en esta obra era simplemente «uno de tantos», me dio consejos:
—Usted debe escribir muchas novelas que pasen en la Costa Azul, para que los cinematografistas americanos vengan a trabajar aquí. Lo que más me gusta en ellos es que pagan puntualmente. Yo he sido el héroe de dos films hechos en comandita con otros camaradas, y aún no he cobrado un céntimo.
Los inválidos que paseaban o tomaban el sol eran inválidos de verdad: artistas que estuvieron en la guerra, y ahora, con un brazo o una pierna de menos, sólo pueden trabajar en una obra que evoque el recuerdo de la pasada tragedia. Entre los oficiales, los había que llevaban con una soltura marcial el uniforme; pero todos ellos, a pesar de la minucia en los detalles, revelaban al actor que sabe cambiar de traje.
Sólo un comandante parecía despegarse de los demás. Era verdaderamente un jefe francés, enjuto de carnes, de perfil aquilino y bigotes blancos, igual a Foch. Iba elegantemente enguantado y una barra de condecoraciones cruzaba su pecho. Parecía un militar de verdad... Y efectivamente lo era.
Sus camaradas le llamaban siempre «comandante». Antes de la guerra era oficial de la reserva. Se batió en numerosos sectores del frente y obtuvo la Legión de Honor con los galones de comandante. En los films franceses representa diversos personajes, pues es un actor de talento. En Los enemigos de la mujer nadie podía disputarle su papel de compañero de armas de Martínez, el oficial español de la Legión extranjera. Y no tuvo más que ponerse el uniforme propio para destacarse de los otros militares, puramente cinematográficos.
Durante varios días una parte del vecindario montecarlino cambió de existencia. Muchas señoras se acostaron más temprano o acortaron su sueño para levantarse a horas que una semana antes hubiesen juzgado inauditas.
Crosland, con su ejército de artistas y figurantes, fue trasladando a la realidad todas las escenas de Los enemigos de la mujer que se desarrollan al aire libre. Trabajó en la plaza del Casino—en el interior del edificio fue imposible—y en los jardines que descienden hasta el Mediterráneo, formando terrazas. La Dirección del Casino sólo podía tolerar este trabajo, en los lugares dependientes de ella, de las seis a las nueve de la mañana. Luego había que dejar sitio a los encargados de la limpieza, pues a las diez empiezan los juegos.
Tuve que hablar con el gobierno del príncipe soberano para que permitiese el trabajo de los artistas en la antigua ciudad de Mónaco. La vida agitada de Monte-Carlo no llega hasta la tranquila capital monegasca, que está enfrente, al otro lado del puerto. Para que la policía del principado no estorbase nuestra labor en los hermosos jardines de San Martino, en las inmediaciones del Museo Oceanográfico, en la plaza situada frente al castillo-palacio de los príncipes, que parece una decoración del Renacimiento, y donde nunca se toleró a los cinematografistas, fue preciso que el ministro del Interior diese nada menos que un decreto.
No hay que sonreír. En los Estados pequeños resulta necesario hacer las cosas con más ceremonia y gravedad que en los grandes. Lo mismo ocurre en nuestra existencia. Un pobre debe observar en sus actos más dignidad y mesura que un rico, si quiere verse respetado. Únicamente los poderosos pueden vivir sin escrúpulos ni miramientos. Si un gobierno pequeño, como el de Mónaco, no procediese con minucias y solemnidades, la gente que llega de fuera, dispuesta a bromas y falta de respeto, acabaría por atropellarlo todo.
En estos días no escribí ni hice otra cosa que seguir a Crosland, sirviéndole de intermediario, poniendo a su disposición todos los conocimientos y experiencias que han podido proporcionarme varios años de vida en la Costa Azul. El director y sus artistas me asombraron al marcharse tanto como al llegar.
—Terminaremos el próximo domingo—dijo Crosland.
Volví a sentir dudas, lo mismo que la noche de su inesperada presentación. Necesitaban, efectivamente, marcharse el domingo inmediato. Debían meterse en el tren al anochecer e ir en línea recta de Monte-Carlo al Havre para tomar al día siguiente el trasatlántico que les llevaría a Nueva York. Pero ¡quedaba tanto por hacer!...
Estos americanos, hombres y mujeres, después de trabajar desde la salida a la puesta del sol, jugaban por la noche en el Casino o cenaban en todos los restoranes de moda donde se baila, entregándose a la danza hasta pasada media noche. Las cosas no podrían marchar como las había planeado el director sobre el papel. Alguien caería enfermo. Iban a surgir obstáculos inesperados.
Empezó a llover, y siguieron trabajando. Algunos actores, efectivamente, se sintieron enfermos, pero esto no les impidió continuar su vida nocturna. Querían verlo todo, aprovechar bien su viaje a la Costa Azul... Y ninguno dejaba de presentarse puntualmente a la hora del trabajo: las seis de la mañana. ¡Qué disciplina y qué salud! ¿Cuándo dormían estas gentes?...
El domingo, al ocultarse el sol, aún trabajaban. Pero a la hora marcada por Crosland todo quedó terminado. Algunos de los actores no tuvieron tiempo para desnudarse, y subieron al tren vestidos como en Los enemigos de la mujer. ¡Y en marcha para Nueva York de un solo tirón!...
Luego he recibido centenares de fotografías representando los «interiores» de la obra, las escenas interpretadas en los Estados Unidos, con decoraciones portentosas, que hacen de este film algo extraordinario. Hasta han reconstruido allá, con arreglo a los apuntes que se llevaron, varios de los salones de juego más elegantes del Casino.
En la Costa Azul hay muchas damas que aún se acuerdan, con asombro y delicia, del tiempo en que se levantaban a las seis de la mañana, pudiendo contemplar la salida del sol.
Algunas veces, al encontrarme en el Casino me hablan de este período extraordinario de su existencia.
—¿Para qué levantarnos ahora temprano? ¿Qué puede una persona decente hacer a tales horas? ¡Solamente si viniesen otra vez los americanos para hacer un film!... En tal caso, avísenos.