La Casa del Labrador

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Junto a los seculares troncos de la arboleda florecen los rosales de Aranjuez; arriba, entre las olas inquietas del follaje, aletea el faisán, ave amada de los reyes; en medio de esa frondosidad que viste la primavera con nuevas hojas, dando a la luz un reflejo verde de misterio, álzase la Casa del Labrador, el capricho bucólico de los Borbones españoles, de una rebuscada elegancia en su simplicidad, como las pastorcillas de Watteau, que apacientan corderos con escarpines de raso y moñas de seda en el cayado.

Los bustos de mármol, las estatuas mitológicas, destacan su nívea blancura en balaustradas y hornacinas, sobre los muros de cálido rojo veneciano; en el interior, las columnas de piedras multicolores pulidas como espejos, los pisos de mosaicos antiguos, las doradas guirnaldas, los muebles que afectan formas griegas, los relojes monumentales, las raras porcelanas, las sederías costosas que guardan su fresca magnificencia al través de los siglos, los gabinetes con adornos de platino, los ricos esmaltes y hasta el retiro de las más urgentes necesidades, con su asiento solemne y majestuoso como un trono, todo ello hace revivir una época fácil y tranquila, de estiradas ceremonias en la existencia oficial y magnificas comodidades en la existencia íntima, de regalo y placer para la parte más grosera del cuerpo, y santa calma y beatífica inacción para el pensamiento, dormido bajo la cobertera de la peluca.

Los rosales trepadores abrazan las verjas con su perfumado serpenteo, escalan las paredes, se esparcen por cornisas y hornacinas, pendiendo fuera de ellas como racimos de asaltantes, que derraman una lluvia de pétalos a cada vaivén de la brisa; y el pequeño palacio blanco y rojo, con su vestidura de flores, parece sonreír graciosamente como una de esas sinfonías de Mozart que evocan en la imaginación columnatas de mármol con guirnaldas de follaje y praderas de violetas, en las que bailan contradanzas parejas graciosas de cabeza empolvada, y la ligera elegancia del colibrí.

En este palacio italiano, de vistosa riqueza, se entregaba el buen Carlos IV al juego «del labrador». Araba la tierra y se ocupaba en otras faenas agrícolas, para dar ejemplo a sus súbditos, cuando no estaba entregado a la caza, única diversión de su vida. Eran los tiempos del «alma sensible» y del «amor a la Naturaleza». Los filósofos, los poetas, preparaban la revolución, predicando las costumbres sencillas, la vida simple de los campos, y los potentados de la Tierra, reyes y grandes señores, por el atractivo del contraste, cansados de una existencia ceremoniosa moldeada por Luis XIV, entregábanse con pasión a esta novedad, a esta moda literaria, sin presentir hasta dónde iba a arrastrarlos. En Versalles, María Antonieta hacía de pastorcita, ordeñando vacas y fabricando quesos en la linda aldea de juguete del Pequeño Trianón. En Aranjuez, Versalles español, el buen Carlos IV, amante de la tierra porque en sus espesuras se oculta la caza, arrinconaba la escopeta por algún tiempo para cultivar los campos: convertía en lujoso palacio lo que llamaba modestamente «Casa del Labrador».

Rousseau, proclamando el amor a la Naturaleza, introduciendo por primera vez el paisaje en la literatura, dando un alma a las cosas hasta entonces inanimadas, había preparado la más profunda de las revoluciones. El gran bohemio del siglo XVIII, siempre en continuo combate con la pobreza y los mil incidentes de su existencia errante, era, sin darse cuenta de ello, el preceptor de los poderosos de la Tierra. Los altivos Borbones querían vivir según Rousseau, aunque fuese de mentirijillas dando ejemplo a los de abajo, que tomaban en serio la lección: y el amor a la Naturaleza, a la vida simple, trajo como consecuencia un descubrimiento: que todos los seres humanos son iguales en punto a derechos; y un día, la pastorcita de Versalles, la aldeana de delantal de seda, vióse en presencia de mujeres populares de verdad, que empezaron por arrebatarle la corona, y después la cabeza, fríamente, sin emoción alguna, mientras sus dedos callosos manejaban junto a la plataforma ensangrentada las agujas de hacer media.

En España no acabo el bucólico juego con regicidios. Los reyes acabaron sus días tranquilamente: sólo hubo una víctima: la nación, desangrada por guerras invasoras, amputada en lo más rico y grande de su organismo.

¡Ay la casita del Labrador! Cuando acababa la farsa de arar unas piezas de tierra convenientemente preparadas, o de contemplar amorosamente, como obra propia, las cosechas cuidadas por otros dos buenos mozos, corpulentos, de gruesas pantorrillas y abultado abdomen, que realizaban el ideal físico de las beldades de entonces, salían con sus escopetas damasquinadas, en busca de los faisanes, y seguidos de humildes servidores y perros inquietos. Eran el rey y su inseparable Manuel.

Entre tiro y tiro hablaba Godoy a su protector de lo que ocurría más allá de los Pirineos. Europa sentíase alarmada ante las conmociones de Francia, próxima a dar a luz algo nuevo y monstruoso: agitaciones, motines, las fortalezas reales tomadas al asalto por el populacho, los reyes en peligro; después, con lenta degradación de la Monarquía, su fuga infructuosa, la invasión de las Tullerías, la prisión, el suplicio de los regios parientes. Y el buen Carlos acogía estas noticias con mal humor, porque perturbaban la calma de su existencia, acabando por confiarlo todo a Manuel para no sufrir nuevas inquietudes. Que enviase ejércitos a la frontera, si es que podía formarlos; que movilizara a los frailes, gente robusta, numerosa y batalladora, capaz de combatir con los enemigos de Dios. Él se limitaba modestamente a sus glorias, y al regresar a la Casa del Labrador o al Real Palacio de Aranjuez, decía sonriendo a María Luisa:

—Hoy han caído trescientos.

Hablaba de los faisanes.

Ninguna inquietud inmediata turbaba su ánimo. La tormenta que gruñía más allá de las fronteras no penetraría en su casa. Nada tenía que temer. España no estaba para nuevas empresas en Europa; pero todavía era muy grande en el mundo: la más extensa de las naciones. El sol de Carlos IV, aunque más pálido que el de Carlos I, tampoco se ponía nunca. La metrópoli, cubierta de conventos, con las ciudades muertas y los caminos llenos de mendigos, no valía gran cosa; pero de casi todos los mares del mundo emergían pedazos de tierra dependientes del rey de Madrid, y al otro lado el Atlántico, medio continente, que representaba casi la sexta parte del planeta, hablaba nuestra lengua, y los pueblos oían sombrero en mano lo que Su Majestad Católica se dignaba decirles, de tarde en tarde, al través de miles de leguas. No había que temer nada del espíritu de los tiempos: el rey podía cazar tranquilamente. Un bloqueo intelectual aislaba los Pirineos y las inmensas costas de nuestra América. Llegaban las fragatas a los puertos del Pacífico después de navegar un año entero, y la muchedumbre acudía ansiosa de noticias. Sólo le daban una interesante:

«Su Majestad, que Dios guarde, sigue disfrutando de excelente salud.» Lo demás no merecía atención. Pero junto con esta noticia, siempre igual, llegaban en los buques otras novedades que se desembarcaban cautelosamente, como horrible contrabando: libros ocultos en barriles, periódicos que servían de inocente forro a obras de devoción, folletos disimulados entre mercancías, y una bocanada de aire europeo esparcíase por las ciudades coloniales, soñolientas a la sombra de sus innumerables conventos.

El rey, en su billar de la Casa del Labrador, recordaba de tarde en tarde, con el taco en la mano, los lejanos dominios, al enterarse de un nuevo envío de perfumado rapé, de rico chocolate o de conchas y metales preciosos, regalo de los buenos súbditos. Estaba seguro de los fieles virreyes de Méjico y el Perú, de la hermosa Capitanía General de Nueva Granada, de las ricas provincias de Chile y Buenos Aires, grandes como reinos. Nada de extraordinario y de peligroso ocurriría jamás en aquella España transatlántica, dormida y feliz en su sueño, bajo la paternal vigilancia del monarca. El buen Carlos olvidaba pronto a esta España que nadie podía disputarle, que era suya por derecho divino, para volver su pensamiento a otros lugares más próximos e interesantes, hablando con entusiasmo de los faisanes de Aranjuez. de los venados de La Granja, de los gamos de El Pardo, de la Albufera de Valencia, con sus espesas bandas de aves acuáticas, y de los cotos de la Mancha y Extremadura, abundantes en perdices y liebres.

Y cuando tal hacía estaban ya en el mundo Miranda, Bolívar, San Martín, Hidalgo y O’Higgins; unos, oficiales al servicio de la España colonial; otros, simples criollos ansiosos de conquistar personalidad.

El rey cazador y labriego acabó tranquilamente sus días. La Casa del Labrador no evoca visiones sangrientas, como el Pequeño Trianón. Florecen las rosas en torno de ella, vuelan los faisanes, agitan los árboles su cabellera verde a lo largo de las majestuosas avenidas: pero en el suelo, cubierto de flores, de perfumes y susurros se adivina la presencia de algo enorme que está allí enterrado: una España que fué, y no cayó bravamente en heroica y tenaz resistencia, sino que se desplomó de anemia, dulcemente, con el cráneo hueco y un paternóster en los labios como último suspiro.


Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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