La Muerte de Capeto

Memorias de un patriota

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento



A mi amigo el laureado pintor Vicente Nicoláu Cotanda.

I

A principios del año 1793, vivía yo con mi amigo Teodoro en una de las buhardillas más altas de París, separado del resto del mundo por una tortuosa y empinada escalera de más de cien peldaños.

¡Qué época aquélla!

Como lo mismo mi amigo que yo habíamos tomado parte activa en todos los acontecimientos más notables de la Revolución, gozábamos fama de patriotas, particularmente en los sitios donde se reunían los hombres más exaltados de entonces.

Desde el principio de aquella tormentosa y agitada época, habíamos abandonado los pinceles y dejado de concurrir al estudio de nuestro maestro Pedro David, uno de los genios más populares de aquel tiempo.

La historia de Teodoro y la mía, eran la de la Revolución.

Los dos habíamos hecho fuego en la toma de la Bastilla; el 10 de agosto de 1792 fuimos de los primeros que penetramos en las Tullerías, acuchillando a los suizos, y al pie de la guillotina vitoreamos a la nación, cuando rodó sobre el tablado la cabeza de Luis XVI.

Además, éramos asiduos concurrentes a las tribunas de la Convención, para aplaudir a Dantón y Robespierre, nos honrábamos con la amistad de Camilo Desmoulins, cuyos escritos leíamos, y no nos acostábamos ninguna noche sin hojear antes algunas páginas de la Enciclopedia o del Contrato social.

Como hijos de aquella época, éramos adoradores prácticos de la Revolución, a pesar de que a ésta debíamos el vivir en la mayor indigencia.

No eran aquellos tiempos los más favorables para el cultivo de las artes.

La gente sólo se fijaba en dos cosas: la guillotina y el fusil, y tenía puestos los ojos a todas horas en la Convención y las fronteras.

En la una había sus representantes, y en las otras sus defensores.

Durante el período revolucionario, Teodoro y yo solo trabajamos verdaderamente una vez, y fué para restaurar, bajo la dirección de nuestro maestro, el salón de sesiones de la Convención. Este trabajo nos valió de parte de los representantes del país más agradecimiento que dinero.

La falta de ocupación influyó directamente en nuestro estado.

De continuo nuestras bolsas estaban escuetas y nuestros vestidos, a causa de su vejez, tenían un aspecto deplorable.

Algunos años antes se nos hubiera tomado por mendigos. pero entonces estábamos lejos de ser víctimas de tal suposición, pues muchos hombres populares que en aquella época influían en la situación de Francia, presentaban, poco más o menos, un aspecto parecido al nuestro.

Yo no me resignaba a aquella vida miserable.

Era aficionado, por razón de mí naturaleza, a los placeres, y me agradaba más tener algunas monedas en el bolsillo y acariciar a las muchachas de las tabernas, que andar casi harapiento, pasando plaza de virtuoso y patriota incorruptible.

En cambio, Teodoro se encontraba feliz en aquella situación.

No pensaba más que en la patria, y cada paso que ésta daba en el nuevo camino, le producía una vivísima satisfacción.

—Esto va bien, Nicolás —me decía a cada instante—. Francia se dispone a difundir las luces de la libertad y el progreso por todo el mundo. Los tiranos pretenden ahogar la revolución en su cuna, pero no lograrán sus deseos, pues tienen que luchar con nosotros que estamos destinados a realizar la grande obra.

Yo no hacía gran caso de las palabras de Teodoro, y daba poca importancia a las obligaciones que como ciudadano republicano tuviera que cumplir.

Mas a pesar de esto, mí amigo me arrastraba a todas partes, valido del ascendiente que su superioridad le daba sobre mí.

Teodoro, como artista, se encontraba a una altura envidiable.

Era el primero entre todos los discípulos de David, y éste le quería como a un hijo.

Jamás he visto en ningún cuadro la riqueza de colorido que poseía su pincel y la energía de sus toques.

Antes de que comenzara el período revolucionario, Teodoro pasaba gran parte del día en el estudio del maestro, completamente entregado al cultivo del arte, y pintando, las más de las veces, alegorías de efecto sorprendente, que por lo regular representaban la libertad rompiendo las cadenas de los pueblos e iluminando al mundo.

Además se ocupaba en el decorado artístico de los grandes palacios, trabajo que le producía lo necesario para la subsistencia de los dos, pues yo por mi pereza, o más bien por mis encasas facultades artísticas, apenas si lograba sacar de mi pincel un insignificante producto.

Teodoro, era, pues, quien me proporcionaba la subsistencia con su trabajo.

Eramos dos amigos verdaderos, o más bien dos hermanos.

A pesar de nuestra unión, nos diferenciábamos bastante, tanto en lo físico como en lo moral.

Él era tranquilo, virtuoso y pensador; yo, alborotado, libertino y escéptico; él adorador y sectario de las doctrinas revolucionarias, y yo amigo solamente de los placeres.

En lo físico, como antes he dicho, tampoco éramos semejantes.

Teodoro, delgado, pálido, de frente dilatada y mirada recogida y penetrante; yo, fornido, rubio y sonrosado, y con ojos en los que llevaba impresa el ansia del placer.

Y a pesar de tales diferencias, nos amábamos entrañablemente.

Todavía está fresco en mi memoria el recuerdo de aquella tarde en que se decidieron nuestros destinos.

Yo estaba ocupado en pintar la muestra de un bodegón de los arrabales.

Su dueño, que era un exaltado sans culotte, tuvo buen cuidado de encargarme pusiera en ella el retrato de Marat, con la siguiente inscripción:


Venid al Amigo del Pueblo, o a la muerte.


Nuestra habitación tenía un marcado sello de desorden.

En un rincón, la cama de la que disfrutábamos en común Teodoro y yo. En los demás extremos, montones de papeles y libros; las paredes cubiertas de grabados medio rotos; algunas sillas por el suelo, acompañando a la piedra de moler colores, la paleta y los pinceles, y en la ventana, entre dos tiestos de flores, un cráneo humano, que más que en estudios artísticos lo empleábamos para asustar a los vecinos.

Teodoro estaba fuera de casa desde por la mañana.

Los días transcurrían para él en la Convención o en los clubs, donde peroraba algunas veces con aplauso de la concurrencia.

Cerca de las cinco de la tarde, cuando ya el sol comenzaba a esconderse tras los tejados de París, envolviendo toda la ciudad en una pálida nube de oro, se oyeron en la escalera los pasos de Teodoro, que empujó poco después la entreabierta puerta y penetró en la buhardilla.

Estaba más pálido que de costumbre; al entrar arrojó al suelo su sombrero con escarapela tricolor, y después comenzó a dar paseos por la habitación.

—¿De dónde vienes? —le pregunté sin interrumpir mi grosero trabajo.

—De la Convención. Acabo de oír un discurso de Dantón.

—¿Tan elocuente como siempre, eh? —dije sin cesar de dar pinceladas en mi muestra.

Teodoro no me respondió; siguió paseando, y al cabo de algún tiempo, dijo con voz firme:

—¡Nicolás, es preciso que cambiemos de vida!

—¿Tienes dinero?

—Siempre eres el mismo. No te hablo de placeres, sino de sacrificios que debemos hacer por la patria.

—Creo que hemos hecho los suficientes para que ella nos esté agradecida.

—¡Calla, miserable! Todo buen ciudadano no cumple con su deber, si no le ofrece la vida en holocausto. Ella está amenazada por todas partes, y pide a sus hijos que la defiendan. Los que se muestren sordos a sus lamentos, no son buenos patriotas.

—¿Y qué pretendes?

—Que nos alistemos como voluntarios y partamos a la frontera.

—Pero...

—No me respondas; tengo tomada mi resolución. Hoy, todas las naciones se muestras hostiles a Francia, y hasta la Vendée se levanta amenazadora. Estoy resuelto a cumplir mi propósito, y si no quieres seguirme, quédate.

Yo conocía muy bien el carácter de Teodoro; sabía que era tenaz en sus resoluciones; así es que me limité a decirle, después de reflexionar un momento:

—Te sigo.

—No esperaba otra cosa de tí. Eres un verdadero hijo de la patria. Mañana saldremos de París, para ingresar en el ejército del Rhin.

II

¡Qué entusiasmo el de los soldados de la República!

Nunca pueblo alguno tendrá ejércitos como aquellos, que, faltos de toda clase de recursos y poco avezados a las fatigas de la guerra, llevaron a cabo con feliz término las más temerarias empresas.

Teodoro y yo estábamos incorporados a una de las más famosas medias brigadas, que al mando de Hoche, formaban el ejército de la frontera alemana.

Nuestro estado era deplorable. Teníamos rotos los uniformes y casi convertidos en harapos por los rigores de la intemperie, y hacíamos las pesadas marchas poco menos que descalzos, pero en cambio, nuestras armas estaban siempre limpias y prontas para la defensa.

Aquel general de veintiséis años nos infundía con su presencia un valor y una confianza heroicos.

Junto a Hoche, no experimentábamos vacilaciones, y nos sentíamos capaces de emprender las más arriesgadas aventuras.

Además, pensábamos a todas horas que estábamos investidos de la sagrada misión de defender nuestra patria, y esto nos daba fuerzas para resistir las largas marchas y aquellas noches frías y desapacibles, en las que teníamos que acampar completamente al descubierto al pie de los Vosgos.

Teodoro era feliz con aquella existencia, y hasta en ciertos momentos llegaba a sonreírse.

La vida del soldado de la revolución le agradaba más que la de agitador de París.

La compañía a la que él y yo pertenecíamos, presentaba, como todo el ejército en general, un abigarrado conjunto de hombres de todas clases y edades.

En aquella época en que los hombres parecían surgir de debajo de las piedras para defender la libertad y la patria, no era extraño ver marchar empuñando el fusil en una misma fila a un muchacho de quince años junto a un anciano de sesenta.

Todos sentíamos rebosar en el corazón el entusiasmo, y cuando éste comenzaba a extinguirse, mi amigo era el encargado de hacerle revivir.

¡Cuán grande se mostraba Teodoro en ciertos momentos en los que semejante a una vestal removía el sacro fuego!

Todavía recuerdo con amargo placer la última noche que le vi.

El día siguiente era el destinado para dar una terrible batalla.

Los alemanes ocupaban las alturas de los Vosgos, y a nuestro general le era preciso romper sus líneas de defensa para reunirse con el ejército de Pichegrú.

Acampados al pie de los montes pasamos la noche, que, por cierto, era bastante fría.

Yo dormitaba envuelto en mi manta junto a una regular hoguera, oyendo, aunque amortiguados por las primeras nieblas del sueño, los chasquidos de los humeantes leños y los pasos de los centinelas.

Teodoro estaba acostado junto a mí, y a la oscilante luz de las llamas, veía cómo sus ojos estaban abiertos y fijos en el obscuro cielo.

De pronto, saliendo de su completa abstracción, levantó mi amigo un poco la cabeza y me llamó.

—¿Qué quieres? —le respondí.

—Nicolás, mañana me matan.

—¡Bah! ¿Para darme tal noticia me llamas?

—Sé lo que me digo. Mañana, a estas horas, me contarán entre los muertos en el próximo combate.

—Pero, ¿qué motivos tienes para creer tal cosa?

—¿Tienes fe en los presentimientos?

—Ninguna.

—Pues yo tengo la seguridad de que en ciertos instantes, el corazón nos anuncia lo que ha de suceder.

—¿Y crees firmemente que mañana vas a morir?

—Sí, amigo mío; y esa convicción me martiriza tanto más cuanto que veo me será imposible llevar a cabo el proyecto que hace tiempo acaricio en mi imaginación.

—¿Un proyecto?

—Sí; hace ya tiempo que lo tengo, y pensaba realizarlo así que terminase la guerra.

—Explícamelo.

—Es un regalo que pienso hacer a la patria. Tú recordarás perfectamente aquel momento en que hizo caer la cuchilla de la guillotina la cabeza de Capeto; pues bien, yo deseo pintar un cuadro que represente el instante en que Francia se desligó por completo de los lazos de la monarquía. El tablado de la guillotina, el palpitante cuerpo de Luis XVI, la compacta y atronadora muchedumbre, la sangrienta cabeza y aquel cielo plomizo y tempestuoso, quiero que aparezcan en mi cuadro tal como nosotros dos los vimos. Deseo hacer una obra que repita a los ojos de las venideras generaciones el espectáculo que presenta la venganza de un pueblo. Pero... desgraciadamente, moriré mañana, me lo dice el corazón. ¿Ves esas montañas que a lo lejos se destacan en la obscuridad como monstruosos gigantes? Pues en ellas moriré mañana. Comprendo que vas a decirme que esta afirmación no es más que un producto de mi fantasía; pero no, Nicolás, te engañas si tal cosa piensas, pues yo creo en los presentimientos con la misma seguridad que proclamo existe ese algo superior a los hombres, que unos llaman Dios y otros Ser Supremo. Amigo mío, yo muero mañana; pero antes de dejar de existir, quiero hacerte un encargo.

—Habla, ya sabes que soy tu hermano.

—Deseo, supuesto que voy mañana a morir, que te encargues de realizar mi proyecto.

—¿Qué es lo que dices? Bien sabes que mis conocimientos artísticos son bastante limitados y que no me siento capaz de delinear, no el bosquejo de un cuadro, sino simplemente el de la más fácil figura. Yo sólo sirvo para pintarrajear muestras, y por lo tanto me siento imposibilitado de llevar a cabo tu encargo.

—¡Quién sabe lo que puede suceder! No sería extraño que alguna fuerza misteriosa te ayudase en tal tarea.

Después de decir esto Teodoro, todavía hablamos algunos momentos, hasta que por fin, mi amigo, con aquel estoicismo que le era característico, se envolvía en su manta, acostóse, y poco rato después dormía tranquilamente como hombre libre de toda preocupación. Al día siguiente, apenas amaneció, los tambores con su ronco sonido mandaron formar a las brigadas republicanas.

Allá en las alturas, a la blanquecina luz del alba, se vislumbraba el ejército alemán ocupando sus posiciones y esperando nuestra acometida.

En la agitación que reinaba en nuestros batallones, se conocía que el combate no tardaría mucho en empezar.

De pronto, sonó una terrible detonación. Era el primer cañonazo que nuestra artillería disparaba contra las posiciones enemigas.

Los alemanes contestaron, y entonces un terrible cañoneo entablóse entre los dos ejércitos.

Nosotros, en correcta formación y arma al brazo, aguardábamos la orden para escalar las abruptas faldas de aquellos montes y romper a la bayoneta las líneas enemigas.

¡Cuán diferente era el aspecto que presentaban los dos ejércitos!

Arriba los alemanes parapetados en sus trincheras, bien armados y deslumbrándonos con sus brillantes uniformes. Abajo nosotros completamente a descubierto, hambrientos, fatigados, con los vestidos rotos, las polainas destrozadas y escasos de municiones.

Ellos, soldados viejos habituados al combate y endurecidos por las fatigas de la guerra; nosotros inexpertos reclutas y poco acostumbrados al ruido de las batallas.

Y a pesar de esto no sentíamos pavor, porque la fe iba con nosotros.

Entre un guerrero de oficio y un patriota entusiasmado, existen inmensas diferencias.

Yo tenía a mi lado a Teodoro, que pálido y con ojos febriles contemplaba alternativamente mi rostro y las alturas vecinas, mientras que con manos crispadas oprimía su fusil.

En este instante me pregunto qué es lo que pensaría entonces mi amigo.

De pronto vimos, como una exhalación, pasar por frente a nosotros un grupo de jinetes.

En el centro de él columbramos el penacho y la faja tricolor de Hoche y los anchos sombreros de los dos representantes de la Convención.

Inmediatamente que esto sucedió diósenos orden de avanzar.

Todos bajamos a un tiempo horizontalmente nuestros fusiles y rompimos la marcha.

Poco rato después nuestros pies hollaban las primeras asperezas de los montes, cuyas crestas ocupaban nuestros enemigos.

Como de costumbre en todas las batallas de aquella época, cantábamos la Marsellesa, y tal vez fuera ilusión mía, pero nuestro canto vibraba en el aire con tan fuertes sonidos que no parecía sino que el himno saliera de boca de toda Francia.

¡Qué especie de soldados tan rara era la nuestra! Nos batíamos cantando, y tal vez a esta circunstancia era debido aquel arrojo para desbaratar a los enemigos, y aquella fiereza en el ataque que nos era peculiar.

Yo no veía en aquellos instante más que las filas de hombres que me precedían y los compañeros que marchaban a mi lado.

Mis ojos no tenían otra perspectiva que las brillantes bayonetas francesas y aquella bandera tricolor que excitaba mi entusiasmo y cuyo extremo asomaba por encima de los viejos tricornios.

Marchaba envuelto en aquel torrente que rugía el himno de la patria, saltando peñas y salvando precipicios.

Era una gota de la hirviente marea de hombres que subía y subía para no parar hasta lo más alto de los Vosgos.

Una lluvia de balas caía continuamente sobre nosotros causando un verdadero estrago.

Teodoro al oirlas silbar sobre su cabeza se sonreía al mismo tiempo que murmuraba junto a mi oído:

—Cualquiera de esas será para mí.

Poco distábamos ya de las posiciones enemigas. A través de las densas nubes de humo veíamos destacarse confusamente los negros montones de tierra tras los cuales asomaban las bocas de los cañones y las cabezas de nuestros enemigos.

De pronto, cuando ya sólo distábamos un centenar de pasos de las posiciones que íbamos a atacar, los jefes de nuestros batallones agitaron sus sables en el espacio y aquella fué la señal.

Apresuramos el paso, o más bien dicho, corrimos para arrojarnos sobre nuestros enemigos, y en el mismo instante de todas sus trincheras salió una formidable descarga.

Una intensa y fugaz llamarada horizontal, luego un espantoso trueno, y por fin nos vimos envueltos en una nube de espeso humo.

Yo vi perfectamente cómo Teodoro cayó al suelo de bruces sin exhalar un sólo grito, pero en el mismo instante la tierra pareció faltar bajo mis pies y vine al suelo.

Experimenté un agudo dolor en una pierna, mi vista se obscureció, mis oídos zumbaron, y sentí por fin raer sobre mi cerebro un velo de negras sombras.

Poco a poco dejé de escuchar el infernal estruendo de la lucha corporal entablada entre los dos ejércitos.

III

En aquella batalla murió mi amigo Teodoro, y yo recibí un balazo en una pierna que me dejó inútil para siempre.

Quedé cojo, y a esta desgracia debí el no formar parte de los últimos ejércitos de la República, ni tampoco de los del Imperio que algunos años después paseó Bonaparte victoriosos por todo el mundo.

Establecí mi residencia en París al abandonar el hospital, y me entregué a una vida que no era ni con mucho semejante a la que llevaba antes de partir para la guerra.

Yo mismo reconocía a todas horas esta diferencia hasta en mis menores actos.

Aquel carácter alegre y ruidoso que me era peculiar había desaparecido, y de continuo me sentía poseído de una cruel y eterna melancolía.

Vivía humildemente, pues mis medios de existencia eran bastante mezquinos.

Como antes, pintaba muestras de tiendas, dibujaba grabados para periódicos populares, en los que por lo regular se ridiculizaba a Bonaparte, y alguna vez, llevado de una inocente audacia, llegaba a atreverme hasta hacer retratos que me eran pagados con creces, dado su valor artístico.

Yo seguía siendo un mal artista. Cada día mi mano era más torpe para el dibujo, y los colores, al ser trasladados al lienzo por mi pincel, ora se hacían chillones en los toques luminosos, ora sucios en los obscuros.

Muchas veces, al tomar la paleta y disponerme al trabajo, no podía menos que acordarme de Teodoro y de su talento artístico.

Y al refrescarse en mi memoria su trágico fin y aquel momento en que le vi caer a mi lado sin vida, me veía obligado a esconder la cabeza entre las manos y llorar copiosamente.

Una noche de invierno, al ir a acostarme en mi pobre camastro, por no se qué coincidencia extraña comencé a acordarme de Teodoro y de sus últimas palabras.

En aquel instante su encargo de pintar un cuadro que representase los últimos instantes de Luis XVI surgió en mi memoria. Yo hasta entonces ignoro por que motivo nunca había recordado tal encargo.

Aquella noche, dentro de mí sentía algo sobrenatural, y en las sombras que mi pobre farolillo proyectaba sobre los desmantelados muros, creí entrever el perfil rígido del rostro de Teodoro.

Abrí el lecho y me acosté después de apagar la luz.

En los primeros momentos permanecí inmóvil, y en la obscuridad que envolvió mi habitación no distinguí nada.

Esto fué lo que más miedo me causó. Yo esperaba algo grande y sobrenatural, pues así parecía anunciármelo mi estado sobreexcitado y nervioso.

En aquellos instantes mi escepticismo había desaparecido y estaba poseído de un temor supersticioso.

Todo me asustaba, y el roer de la carcoma en las viejas vigas, esos mil pequeños ruidos que engendra el silencio de la noche, y hasta las palpitaciones apresuradas de mi corazón, eran causas suficientes para que yo creyese oir pisadas de un ser sobrenatural que silencioso e invisible se acercaba a mi lecho.

En este estado de sobresalto mis ojos se cerraron y quedé profundamente dormido.

¡Qué noche! Jamás creo tener otra igual en la vida.

¿Qué soñé? Ni yo mismo pude explicármelo a la mañana siguiente.

Mi memoria estaba envuelta en opacos velos que en vano intenté romper. No recordaba nada; pero lo cierto es que me levanté nervioso y agitado, y que al instante me dispuse para el trabajo.

Arrojé a un rincón aquellas tablas llenas de pegotes de color que tenía a medio concluir con destino a varios establecimientos, y me ocupé en preparar un gran lienzo que hacía tiempo tenía en mi habitación.

Una hora después me encontraba ante él empuñando la paleta, y mi pincel corría sobre su superficie gris trazando con líneas negruzcas los contornos de figuras y edificios.

Yo estaba maravillado. Mi mano tenía una seguridad maestra, y trazaba líneas y curvas artísticas sin sufrir vacilaciones de ninguna especie.

Desde aquel día comenzó para mí una nueva existencia.

Mi estado físico era anormal, y verdaderamente sufría en mi interior una enfermedad desconocida.

Devorado por una fiebre de actividad trabajaba sin descanso, y sólo abandonaba mi cuadro en el reducido tiempo que corría a un figón inmediato para saciar mis necesidades.

A excepción de este momento nunca salía de mi habitación. Por las noches al dormirme creía percibir algo sobrenatural, me parecía sentir sobre mi rostro un ligero roce cual de ténues alas, pero por fin me rendía el sueño y entraba en un mundo fantástico, en el que al día siguiente recordaba con vaguedad haber visto extraordinarios sucesos.

Conforme fui avanzando en mi obra, aquellas sensaciones sobrenaturales fuéronse agotando hasta el punto de que al terminarle recobré mi carácter propio, experimentando una sensación parecida a la del que despierta de un extraño sueño.

Por fin mi obra llegó a estar casi terminada. ¡Cuántas cosas sentí durante mi ejecución! Muchas veces al ir a dar una pincelada de efecto falso que recordaba mis antiguos productos artísticos, sentía detenido mi brazo por una fuerza sobrenatural, y otras mi mano era atraída por ciertos puntos del cuadro en los que faltaban algunas pinceladas que vinieran a completar la obra.

Las figuras de ésta fueron poco a poco surgiendo del lienzo, y por fin un día a los ardientes rayos del sol pude verle completo.

Cuando desde uno de los extremos de mi habitación abarqué de una ojeada su conjunto, no pude reprimir un grito de admiración y entusiasmo.

Allí, frente a mi mirada, estaba representado fielmente y con una naturalidad pasmosa el momento de la muerte de Luis XVI.

Hubo instante en que me creí presenciando aquel acto, como si fuera un sueño todo el tiempo transcurrido desde entonces.

Yo veía perfectamente, y con el tinte de la mayor realidad, la muchedumbre abigarrada, las tropas de la República y las secciones de París arma al brazo, los tambores redoblando, las casas con sus ventanas atestadas de gente, el cielo lleno de nubarrones y los labios de todos los hombres contraídos como para dar paso a un grito de triunfo.

Además contemplaba el relumbrar de los sables de los gendarmes en derredor de la guillotina, y sobre el tablado de ésta se distinguía la cuchilla tinta en sangre. El cuerpo inerte de Capeto y la figura fornida y repugnante del verdugo enseñando la cabeza de aquél a la muchedumbre. Este pequeño grupo era la parte maestra del cuadro. Yo estaba asombrado de mi obra.

Distinguí las gotas de sangre que titilaban a la punta de la cabellera del guillotinado, y parecía que sus ojos vidriosos me miraban fijamente.

Yo sentía frío y calor a un tiempo; veía en mi obra algo sobrenatural que me causaba espanto.

De repente me estremecí al notar una cosa de que hasta entonces no me había apercibido.

El pueblo, los soldados, el verdugo, todas las figuras de mi cuadro tenían iguales rasgos fisonómicos.

Aunque diferentes en la expresión, todos sus rostros poseían cierto aire como de familia que les hacía parecidos.

Mi amigo Teodoro apareció ante mí en diferentes posiciones y vistiendo diversos trajes.

Creí que todas las figuras se agitaban como queriendo desprenderse del cuadro y, en un rincón, en el techo, no recuerdo dónde, columbré dos ojos claros y rasgados que me miraban fijamente.

Sentí frío en las entrañas, no pude resistir aquello, y caí víctima de un desvanecimiento.

IV

Jamás volví a pintar luego que acabé La muerte de Capeto.

Varias veces intenté ejercer el sublime arte, pero siempre tuve que desistir. Era, como de antiguo, el embadurnador de muestras.

Al contemplar los productos de mi torpe pincel dudaba de que yo fuese el autor de tan magnífico cuadro.

Y de la misma duda participaban todos mis compañeros en el arte.

Hoy llego a creer, en ciertos momentos, que aque11a gran obra fué tan sólo soñada por mí, y digo esto porque hace muchos años que ha desaparecido por completo.

En los primeros tiempos del Imperio me la compró por un precio relativamente módico, un antiguo jacobino hacendado de provincias.

Pero cuando cayó para siempre Bonaparte y los aliados se esparcieron por Francia, fué destruido el cuadro por unos emigrados realistas que se sintieron poseídos de sacra indignación al conocer el asunto que aquél representaba.

Además, a su dueño le valió el ser fusilado. ¡Que Dios le tenga en santa gloria, y que desde ésta me perdone, por ser yo, aunque remotamente, la causa de su muerte!

Hoy tengo ochenta años y todavía no he visto en ninguna exposición un cuadro que pueda igualarse con el mío.

Por eso digo a todos los que quieren oírme, que cuadro como el de La muerte de Capeto sólo se ha pintado uno. Y al decir esto pienso en Teodoro a quien considero su legitimo autor.

Todo lo cual me vale el que muchísimos me tengan por loco.


Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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